Índice del libro Evolución, revolución y anarquismo de Eliseo ReclusCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

IX

Situación presente y porvenir inmediato. Nacimiento de la Internacional. Impotencia del proletariado en sus huelgas parciales contra la gran industria. La huelga general y la huelga de soldados. La solidaridad de los huelguistas. Asociaciones comunitarias, cooperativas y anarquistas.

La ignorancia disminuye, y entre los evolucionistas revolucionarios el saber dirigirá pronto el poder. Éste es el hecho capital que nos da esperanza en el destino de la Humanidad. A pesar de la infinita complejidad de las cosas, la historia nos prueba que los elementos de progreso triunfarán sobre los de reacción.

Observando todos los hechos de la vida contemporánea, tanto los que indican una decadencia relativa como los que al contrario demuestran una marcha hacia adelante, nos encontraremos con que los últimos son superiores en valor y que la evolución cotidiana nos aproxima incesantemente a este conjunto de transformaciones, pacíficas o violentas, que anticipadamente se llama revolución social y cuya obra será, sobre todo, destruir el poder despótico de las personas y de las cosas y el acaparamiento de los productos del trabajo colectivo.

El hecho capital es el nacimiento de la Internacional de los Trabajadores. Sin duda que ésta existe en germen desde que los hombres de naciones diferentes se apoyan con simpatía y por interés común. Ésta adquirió una existencia teórica el día que los filósofos del siglo XVIII dictaron a la Revolución Francesa la proclamación de los Derechos del Hombre; pero estos derechos quedaron como simple fórmúla y la asamblea que los proclamó ante el mundo se guardó bien de aplicarlos, puesto que ni siquiera osó abolir la esclavitud de los negros en Santo Domingo y sólo cedió algunos años después de sangrienta insurrección, cuando apuró el último recurso de triunfo. No; la Internacional, que en todos los países civilizados estaba en vías de formación, no adquirió conciencia de sí misma hasta la segunda mitad del siglo XIX y su origen lo encontró en el mundo del trabajo.

Las clases dirigentes no intervinieron en este movimiento. ¡La Internacional! Desde el descubrimiento de América y la circunnavegación de la Tierra, ningún otro hecho tuvo tanta importancia en la historia de los hombres. Colón, Magallanes, Elcano, fueron los primeros que comprobaron la unidad material de la Tierra, pero la futura unidad normal que deseaban los filósofos no tuvo un principio de realización hasta el día que algunos trabajadores ingleses, franceses y alemanes, olvidando la diferencia de origen y comprendiéndose perfectamente a pesar de la diferencia de lengua, se unieron para no formar más que una sola nación, despreciando a todos los gobiernos de sus países. Al principio de la obra fueron pocos los afiliados; apenas ascendían a algunos miles de hombres los agrupados en esta asociación, célula primitiva de la futura Humanidad, pero los historiadores comprendieron la importancia capital del acontecimiento que acababa de realizarse y desde los primeros años de su existencia, durante la Comuna de París, se pudo ver por la destrucción de la columna de Vendome que las ideas de la Internacional eran ya una realidad viva. Cosa inaudita hasta entonces: los vencidos derribaron con entusiasmo el monumento de las antiguas victorias, no por halagar cobardemente a los vencedores de aquel momento, sino como testimonio de su fraternal simpatía hacia los hermanos que habían conducido contra ellos y de sus sentimientos de execración contra los señores y reyes que de una y otra parte guiaban a sus súbditos al matadero. Para los que saben colocarse fuera de luchas mezquinas de partido y contemplar desde lo alto la marcha de la historia, no existe en este siglo otro signo que tenga una significación más imponente que la destrucción de la columna imperial sobre un campo de estiércol.

Luego la han levantado nuevamente, lo mismo que después de la muerte de Carlos I y de Luis XVI restauraron la realeza en Inglaterra y Francia, pero todos sabemos lo que valen las restauraciones; se pueden reparar las grietas de las viejas paredes, pero los nuevos temblores del suelo no tardan en abrirlas nuevamente: los edificios pueden reedificarse, pero la fe primitiva que los había construido, una vez muerta no vuelve a nacer. Ni el pasado se restaura ni el porvenir se evita. Es cierto que todo un aparato de leyes prohibió la Internacional. En Italia la han calificado de asociación de malhechores y en Francia han promulgado contra ella las leyes facinerosas. A sus miembros se les castiga con la deportación, el calabozo y el martirio. En Portugal es un crimen duramente castigado pronunciar su nombre. ¡Miserables precauciones! Con cualquier nombre que se la designe, la Federación Internacional de los Trabajadores existe y se desarrolla sin cesar y es cada día más solidaria y poderosa. Hasta resulta una singular ironía el hecho de enseñarnos cómo los ministros, magistrados, legisladores y cómplices, son seres prontos a engañarse ellos mismos y a caer enredados en las mallas de sus propias leyes. Apenas hacen uso de sus nuevas armas, cuando ya oxidadas quedan inútiles. Prohíben la Internacional, pero lo que resulta imposible prohibir es el acuerdo natural y espontáneo entre todos los trabajadores que piensan; es el sentimiento de solidaridad que los une más fuertemente cada día; es su alianza cada vez más íntima contra los parásitos de todas las naciones y de todas las clases. Todas esas leyes no sirven más que para hacer grotescos a los majestuosos personajes que las redactan. ¡Pobres locos, ordenáis a la mar que retroceda!

Es cierto que las armas que los trabajadores emplean en sus luchas de reivindicación parecen ridículas, y lo son, en efecto, algunas veces; cuando tienen que quejarse de alguna injusticia, cuando quieren dar pruebas de su espíritu de solidaridad a algún compañero ofendido, o bien cuando reclaman aumento de salario o disminución en las horas de trabajo, no se les ocurre otra cosa que amenazar a los patronos con cruzarse de brazos: como los plebeyos de la República romana, abandonan la labor acostumbrada para retirarse a su Monte Aventino. Es cierto que no se les conduce nuevamente al trabajo contándoles fábulas sobre los Miembros y el Estómago, por más que los periódicos sesudos nos sirvan todavía ese apólogo en diversas formas, pero se los rodea de tropas, con el fusil cargado y la bayoneta calada y se los tiene en constante amenaza de ser fusilados; esto es a lo que llaman proteger la libertad del trabajo.

A veces los soldados disparan sus armas sobre los trabajadores en huelga; el suelo del taller o el borde de la mina se riega con sangre. Pero cuando las armas no intervienen, el hambre realiza peor que ellas su obra. Los trabajadores desprovistos de todo ahorro personal, privados de crédito, se hallan a los pocos días en presencia de la negra fatalidad; terminado el entusiasmo y la cólera de los primeros días, no les queda otro remedio, so pena de suicidio, que ceder, aceptando humildemente las condiciones impuestas y volver con la cabeza baja a la mina, a la que todavía ayer llamaban la mazmorra. Realmente la partida no es igual. De un lado el capitalista dispuesto a defender sus privilegios, su bienestar el panadero, el tendero y todos los abastecedores que se ponen del lado del señor, y el soldado que guarda su puerta y sus intereses con el arma al brazo; toda la potencia del Estado y hasta la de los Estados vecinos, si es necesario, se colocan a su servicio; del otro lado, sólo una multitud de hombres que miran a tierra avergonzados, temerosos de que alguien pueda ver en ellos las chispas de indignación y que vagan errantes, hambrientos, esperando un milagro.

Este milagro se realiza algunas veces. Un patrono necesitado es sacrificado por sus colegas, que juzgan inútil solidarizarse entre ellos; otro dueño de fábrica o taller, sintiéndose manifiestamente en el error, cede a la majestad de la verdad o a la presión de la opinión pública. En muchas pequeñas huelgas donde los intereses en lucha no representan más que un débil capital y el amor propio de los poderosos varones del dinero no puede lesionarse, los trabajadores obtienen fácilmente algunos triunfos: a veces algún ambicioso rival hasta llega a jugar una mala pasada a un colega, cuya competencia lo molesta, y lo indispone mortalmente con sus obreros. Pero cuando se trata de luchas de verdadera consideración, en donde entran en juego los grandes capitales, y el espíritu de cuerpo exige grandes energías, la enorme diferencia de recursos entre las fuerzas en conflicto no permite a los obreros acariciar la esperanza de la victoria. Los capitalistas pueden, además de sus poderosos recursos, contar con los que el Estado y las grandes compañías les proporcionan. La estadística anual de las huelgas nos prueba con cifras indiscutibles que en estos choques desiguales perecen los obreros cada día con más frecuencia. La estrategia de ese género de guerra nos es completamente conocida: los grandes industriales y las poderosas compañías saben perfectamente que en cuanto surge la menor diferencia con sus obreros, pueden disponer libremente del capital de las sociedades similares, del ejército y de la turba de los muertos de hambre.

Así, los historiadores del actual período deben reconocer que en las condiciones del medio la práctica de las huelgas parciales, por el procedimiento de cruzarse de brazos, ofrece pocas probabilidades de producir una transformación social. Pero lo que interesa estudiar, más que los sucesos de nuestros días, son las ideas y las tendencias que generan los acontecimientos futuros. El poder de la opinión en el mundo de los trabajadores, se manifiesta pletórico por encima de todo ese movimiento de huelgas que, en resumen, sólo sirve para reconocer y confirmar la personalidad colectiva del asalariado como tal, es decir, la subordinación de los obreros a los contratadores de trabajo. Pero en las asambleas donde el pensamiento de cada uno se precisa en la voluntad colectiva, el aumento de salarios no es el ideal aclamado: la apropiación del suelo, de las fábricas y talleres, considerada desde el punto de partida de la nueva era social, es el gran ideal que une en perfecto acuerdo a los obreros de todos los países. En Inglaterra, en los Estados Unidos, en el Canadá, en Australia, repercute el grito de Nacionalización de la tierra, y ya muchas poblaciones y hasta el gobierno de Nueva Zelanda han juzgado útil ceder parcialmente a las reivindicaciones populares. la literatura espontánea de cantares y refranes socialistas ¿no refleja ya la esperanza de tomar posesión un día de todos los productos del trabajo colectivo?

Esclavo del taller,
Forzado de la mina,
Ilota de los campos,
Levántate, pueblo poderoso:
¡Obrero, toma posesión de la máquina!
¡Campesino, apodérate de la tierra!

Y la naciente comprensión de los trabajadores no se evapora toda en cantares. Son muchas las huelgas que han tomado un carácter agresivo y amenazador. Ya no son solamente actos de desesperación pasiva, paseos de hambrientos pidiendo pan. Algunas de estas manifestaciones han tomado proporciones tales que los capitalistas han llegado a perder su acostumbrada indiferencia. ¿No hemos visto en los Estados Unidos a los obreros, dueños durante ocho días de todos los ferrocarriles del Estado de Indiana y de una parte de las vertientes del Atlántico? Durante la huelga de los cargadores y mozos, de cordel de Londres, todo el barrio de los Docks ¿no estuvo de hecho en poder de una multitud internacional, fraternalmente unida? Hemos visto más todavía. En Viena (cerca de Lyon) cientos de obreros y obreras, casi todos tejedores de lana, supieron realizar noblemente el acto del 1° de Mayo forzando la puerta de una de las fábricas donde más inicua era la explotación y procediendo no como vulgares salteadores, sino como justicieros. Solemnemente, en actitud casi religiosa, se apoderaron de una pieza de paño que ellos mismos habían tejido y tranquilamente se distribuyeron esta tela, de más de trescientos metros de largo. Y sabían que algunas compañías de gendarmes, llamadas por telégrafo, estaban situadas en la plaza pública dispuestas a fusilarles; pero sabían también que el acto de tomar posesión de los géneros de la fábrica, verdadera propiedad colectiva, monopolizada por el capital, serviría de ejemplo a los demás hermanos de trabajo y sufrimiento. Se sacrificaron, pues, por la obra común, y miles de hombres han prometido después continuar el camino emprendido por los valientes obreros de Viena. ¿No es ésta una fecha memorable en la historia de la humanidad? Esto fue una verdadera revolución en la perfecta acepción de la palabra; y si esta revolución hubiera tenido la fuerza de su lado, no habría terminado tan pacíficamente.

Lo que constituye una cuestión de importancia suma es saber si la moral de los obreros condena o aprueba actos de esta naturaleza. Si se encuentra dispuesta a aprobarlos, no tardará en determinar hechos sociales correspondientes. El albañil reclamará la casa que construye, lo mismo que el tejedor tomó la tela que había tejido, y el agricultor pondrá la mano sobre el producto que él mismo arrojó en el surco. Esta es la esperanza del obrero y esta es también la pesadilla del capitalismo. Ya algunos gritos de desesperación se han lanzado en el campo de los privilegiados, y algunos de entre ellos han recurrido a medidas supremas de salvación. Así, por ejemplo, la famosa fábrica de Homestead, en Pennsylvania, está construida como una ciudadela, con todos los medios de defensa y de represión que conoce la ciencia moderna. En otras fábricas se emplean con preferencia los condenados a trabajos forzados, que el Estado cede con benevolencia por un insignificante salario; todos los esfuerzos de los ingenieros se encaminan hacia el empleo de la fuerza bruta, de máquinas dirigidas por el impulso inconsciente de hombres sin ideal y sin libertad. Pero los que pretenden pasarse sin la inteligencia del obrero no lo consiguen más que con la condición de debilitarse ellos mismos, de mutilarse y preparar así la victoria de hombres más inteligentes que ellos: la prueba es que huyen ante las dificultades de la lucha que muy pronto les envolverá. En cuanto el espíritu de reivindicación haya penetrado en la masa de los oprimidos, todo acontecimiento, por insignificante que parezca, podrá determinar una explosión transformadora, lo mismo que una chispa inflama todo un barril de pólvora. Ya algunos signos precursores han anunciado la gran lucha. Cuando en 1890 resonó el grito de ¡primero de Mayo! lanzado por un desconocido cualquiera, tal vez por un camarada australiano, pudimos ver a todos los obreros del mundo unidos por un mismo pensamiento. Ese día quedó probado que la Internacional, oficialmente enterrada, había resucitado con mayor empuje y no a la voz de los jefes, sino por la presión de las multitudes. Ni los juiciosos consejos de los socialistas políticos ni el aparato represivo de los gobiernos pudieron impedir que los oprimidos de todos los países se sintieran hermanos y borraran las divisiones de nación con entusiasmo fraternal. Y sin embargo se trataba en apariencia de bien poca cosa, de una simple manifestación platónica, de una palabra de alianza. En efecto, patronos y gobernantes, ayudados por los mismos jefes socialistas, han reducido esta palabra fatídica a una simple fórmula sin valor. No obstante, ese grito, esa fecha fija, había tomado un sentido épico por su universalidad.

Otro grito espontáneo, imprevisto, puede producir resultados más sorprendentes todavía. La fuerza de las cosas, es decir, el conjunto de las condiciones económicas, seguramente hará nacer por una u otra causa y como resultado quizá de algún hecho sin importancia, una de esas crisis que apasionan hasta a los indiferentes, y veremos surgir súbitamente toda la inmensa energía que se ha almacenado en el corazón de los hombres por el sentimiento violado de la justicia, por los sufrimientos inexpiados, por los odios comprimidos. Cada día puede traernos una catástrofe. Por despedir a un obrero, por una huelga local, por una injusticia fortuita, por cualquier cosa, en fin, puede determinarse el principio de una revolución: es que todo sentimiento de solidaridad se generaliza más cada día y cualquier movimiento local tiende a conmover a la Humanidad. Hace algunos años un nuevo grito de alianza y de guerra resonó en todos los ámbitos del mundo: Huelga general. Este grito pareció extraño; se lo consideró como expresión de un sueño, de una esperanza quimérica, luego se lo repitió en tono más alto, y actualmente repercute con tanta intensidad y frecuencia que el mundo capitalista tiembla al oído. No, la huelga general -y entiendo por tal no la simple cesación del trabajo, sino la reivindicación agresiva de todo el haber de los trabajadores no es imposible; más aún, se ha vuelto inevitable y puede estar próxima. Asalariados ingleses, alemanes, belgas, franceses, americanos, australianos, saben perfectamente que depende de ellos negarse en un día dado a trabajar más para los patronos; y lo comprenden hoy. ¿Por qué no lo practicarán mañana, sobre todo si la huelga de los trabajadores se une a la de los soldados? Los periódicos se callan unánimemente con perfecta prudencia cuando los militares se rebelan en masa o abandonan el servicio en grandes cantidades. Los conservadores de lo existente, que quieren a todo trance ignorar los sucesos que no están en perfecto acuerdo con sus deseos, no se avienen a la idea de que tal abominación social sea posible, pero sin embargo las deserciones colectivas, las rebeliones parciales y el negarse a disparar los fusiles sobre el pueblo son fenómenos que se producen con frecuencia en los ejércitos poco disciplinados y que son también conocidos en las más sólidas organizaciones militares. Los que de entre nosotros se acuerdan aún de la Comuna recordarán lo fácil que resultó al pueblo de París desarmar a los miles de soldados que Thiers había dejado en la ciudad y convertirlos a la causa popular. Cuando la mayoría de los soldados se haya convencido de la necesidad de huelga, la ocasión de realizada no se hará esperar.

La huelga, o mejor dicho, el espíritu de huelga tomado en el sentido más amplio, tiene inmenso valor en el movimiento progresivo de la humanidad, más que por ninguna otra causa, por la solidaridad que establece entre todos los reivindicadores del derecho. Luchando por la misma causa, aprenden a amarse entre sí. Existen, además, trabajos de asociación directa, y éstos contribuyen también poderosamente a la revolución social. Es cierto que esas asociaciones de fuerza entre pobres campesinos u obreros industriales luchan con grandes obstáculos como consecuencia de la falta de recursos materiales entre los individuos. La necesidad de ganar el pan trabajando para otros les obliga abandonar el suelo natal para ofrecer sus fuerzas a quien más dé o a quedarse en el pais aceptando las condiciones, por mezquinas que sean, que les impongan los distribuidores de la mano de obra. De cualquier modo viven esclavos, y la tarea cotidiana les impide ocuparse de los planes del porvenir, de elegir a su gusto asociados para librar la batalla de la vida. Así es que sólo de un modo excepcional pueden llegar a realizar una obra de amplitud escasa, por más que relativamente ofrezca en el medio ambiente un carácter nuevo de existencia. Esto no obstante, algunos indicios de la sociedad futura se muestran aquí y allá entre obreros, gracias a las circunstancias propicias y a la fuerza de la idea, que penetra hasta en el medio social en donde se agitan los privilegiados.

Con frecuencia se complacen en interrogarnos con sarcasmos sobre las diversas tentativas de asociaciones, más o menos comunitarias, ensayadas ya en diversas partes del mundo, y poco sería nuestro juicio si la contestación a estas cuestiones nos molestara en nada ni por nada. Es cierto que la historia de estas asociaciones nos cuenta muchísimos más fracasos que éxitos, pero no puede ser de otro modo porque representan una revolución completa, que no está hecha todavía en los espíritus; es el reemplazo del trabajo individual o colectivo en provecho de uno solo, por el trabajo de todos en provecho de todos. Los individuos que se agrupan para formar esas sociedades con el ideal nuevo, no están ellos mismos, ni con mucho, desembarazados completamente de las prácticas antiguas y los atavismos inveterados; no se han despojado todavía del hombre antiguo. En el microcosmo anarquista o armonista que han formado los impacientes, han tenido que luchar siempre contra las fuerzas de disociación, de disolución, que representan las costumbres, los hábitos, los lazos de familia, siempre tan poderosos, las amistades con sus sabios y desinteresados consejos, los deseos de ambiciones mundanas, la necesidad de aventuras, la manía de cambiar. El amor propio, el sentimiento de la dignidad, pueden sostener a los iniciados durante algún tiempo, pero al primer descontento que surge, todo el mundo se deja dominar por una secreta esperanza: la de que la empresa fracasará y la de que nuevamente se habrán de sumergir en las olas tumultuosas del mundo exterior. Se recuerda la experiencia de los colonos de Brook Farm en Nueva Inglaterra que, fieles a la asociación por un lazo de virtud, por fidelidad a su impulso primero, sufrieron no obstante el desencanto de ver destruido su palacio societario por un incendio, deslindándose así del compromiso contraído por ellos con una especie de juramento interior, aunque fuera de las formas monacales. Fatalmente la asociación estaba condenada a perecer, aun si el incendio no hubiera realizado el íntimo secreto de algunos de sus miembros, puesto que la voluntad profunda de los sometidos estaba en completo desacuerdo con el funcionamiento de la colonia.

Por causas análogas, es decir, por falta de adaptación al medio, han desaparecido casi todas las asociaciones comunitarias: no estaban reglamentadas, como el cuartel y el convento, por la absoluta voluntad de un jefe religioso o militar y por la obediencia no menos absoluta de los subordinados, soldados o frailes; además, no tenían todavía el lazo de perfecta solidaridad que da el respeto absoluto de las personas, el desarrollo intelectual y artístico, la perspectiva de un amplio ideal constantemente engrandecido. Los motivos de desunión y discusión son tanto más fáciles de prever cuanto que los colonos, atraídos por el espejismo de una región lejana, se dirigen para realizar lo que no es posible en tierras muy diferentes a las suyas, donde todo les parece extraño y donde la adaptación al suelo, al clima, a las costumbres locales los sume en las mayores incertidumbres. Los falansterios que, luego de la fundación del segundo imperio, acompañaron a Victor Considerant a las llanuras septentrionales de Texas, marchaban a una ruina segura, puesto que iban a establecerse en medio de poblaciones cuyas costumbres brutales y groseras debían necesariamente chocar con su fina epidermis de parisienses, y porque habían de ponerse en contacto con la abominable institución de la esclavitud de los negros, contra la cual hasta les estaba prohibido por la ley exponer su opinión. La misma suerte le cupo a la tentativa de Freiland o de la Tierra libre. Establecida bajo la dirección de un oficial prusiano y en regiones sólo conocidas por vagos relatos y penosamente conquistadas en una guerra de exterminio, presentaba a los ojos del historiador algo de necio: estaba previsto anticipadamente que todo aquel conjunto de elementos heterogéneos no podía unirse en perfecta armonía.

Ninguno de esos fracasos es bastante, sin embargo, para desalentarnos, porque los esfuerzos sucesivos indican una tensión irresistible de la voluntad social: ni los inconvenientes ni las burlas pueden cambiar el rumbo de los estudiosos tenaces. Podemos citar, como ejemplo, las sociedades cooperativas de consumo y otras que en su principio tuvieron muchas dificultades y que actualmente han alcanzado en su mayor parte una prosperidad maravillosa. No cabe dudar que algunas de esas asociaciones han tomado mal rumbo, sobre todo las que han prosperado, en el sentido de que los beneficios realizados y el deseo de multiplicar la importancia han encendido el funesto deseo del lucro entre sus miembros, o al menos los han alejado del primitivo fervor revolucionario de su juventud. Este es el más temible peligro, porque ya en sí la naturaleza humana está siempre dispuesta a buscar pretextos para evitarse los riesgos de la lucha. ¡Es tan fácil detenerse contemplando su obra! ¡En ciertas situaciones es tan cómodo separarse de los peligros que trae consigo la abnegación en defensa de la causa revolucionaria en toda su magnitud! Se empieza por decir que es preciso hacer triunfar la empresa, en la cual el nombre de sus miembros y el honor colectivo están empeñados, y poco a poco se dejan arrastrar por las pequeñas prácticas del habitual comercio: en un principio se tuvo el firme propósito de transformar el mundo, y buenamente se transforman ellos en tenderos. No obstante, los anarquistas estudiosos y sinceros pueden sacar provechosas enseñanzas de las cooperativas que han surgido de todas partes y que se agregan unas a otras, constituyendo organismos cada día más vastos, de modo que pueden abrazar funciones muy diversas de industria, transportes, agricultura, ciencia y arte. La práctica científica del apoyo mutuo se generaliza y se hace fácil; sólo nos resta darle su verdadero sentido y su moralidad, simplificando todo ese cambio de servicios, no guardando más que una simple estadística de productos y consumo en el puesto de todos esos grandes libros con el Debe y el Haber que son perfectamente inútiles.

Y esta revolución profunda no sólo está en vías de realizarse, sino que se ha realizado ya en algunos lugares. Con todo, creemos que sería inútil señalar las tentativas que nos parece se aproximan más a nuestro ideal, porque las probabilidades de éxito no pueden aumentarse si el silencio continúa protegiéndolas, ni si el ruido y el reclamo las turba en sus modestos principios. Recordemos la pequeña sociedad de amigos que se agruparon con el nombre de la Comunidad de Montreuil. Pintores, carpinteros, horticultores, amas de llave, maestras de escuela, se propusieron trabajar unos para otros sin necesidad de un tenedor de libros que les sirviera de intermediario y sin pedir consejo al escribano ni hacer caso del cobrador de impuestos. El que tenía necesidad de una silla o una mesa iba y la tomaba en casa del amigo que las fabricaba; el que no tenía la casa en el estado de limpieza que era de su deseo avisaba al compañero para que trajese los pinceles y el color. Cuando hacía buen tiempo las ciudadanas lavaban la ropa y la planchaban con gusto y esmero; luego se iban paseando a coger las legumbres que necesitaban al campo que el compañero horticultor trabajaba; diariamente los pequeños recibían su lección en casa de la maestra. ¡Era demasiado hermoso! Tal escándalo debía cesar ... Afortunadamente un atentado anarquista vino a llenar de espanto a los burgueses, y el ministro cuyo nombre recuerdan las convenciones facinerosas había tenido la buena idea de ofrecer a los conservadores, como regalo de Año Nuevo, un decreto de arresto y de minuciosas pesquisas. Los bravos comunitarios de Montreuil cayeron bajo el decreto, y los más culpables, es decir, los mejores, tuvieron que sufrir esa tortura que se llama prisión preventiva algunos meses. Así mataron a la temida Comunidad; pero no hay que desesperar, resucitará.

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