Índice del libro Evolución, revolución y anarquismo de Eliseo ReclusCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

VIII

Poder de la fascinación religiosa. Progreso aparente de la Iglesia, convertida en el refugio de todos los reaccionarios. La enseñanza confiada a los enemigos de la ciencia. Enseñanza de la naturaleza y de la sociedad. La ciencia vivida y la ciencia oficial.

Además de la fuerza material y de la pura violencia que se manifiesta por la falta de trabajo, la cárcel, la metralla, existe otra fuerza más sutil, la de la fascinación religiosa, que se halla también a disposición de los gobernantes. Y esta fuerza es todavía tan grande en nuestros días, que es necesario tenerla muy en cuenta cuando se intenta hacer un estudio serio de la sociedad contemporánea.

Con un entusiasmo demasiado juvenil los enciclopedistas del siglo XVIII celebraban la victoria de la Razón sobre las supersticiones cristianas, y como prueba del error de sus entusiasmos debemos recordar el profundo desprecio de Cousin, filósofo famoso, que bajo la Restauración gritaba una vez en un círculo de discretos amigos: ¡El catolicismo tiene dentro del cuerpo cincuenta años de existencia todavía! El medio siglo ha pasado hace ya algunos años y muchísimos católicos hablan con orgullo de la Iglesia calificándola de eterna. Montesquieu decía que en el estado actual puede preverse que el catolicismo no ha de durar más de cincuenta años.

Pero si la Iglesia católica ha hecho algunos progresos aparentes; si la Francia de los enciclopedistas y los revolucionarios se ha arrastrado hasta hacerse devota del Sagrado Corazón, impulsada por un grupo de locos o malvados; si los pontífices del culto se han aprovechado hábilmente del temor general de los conservadores politicos para con su anuencia ofrecer al pueblo la panacea de la fe como el mejor de los remedios sociales; si la burguesía europea, compuesta hace algunos años de escépticos y voltérianos, no teniendo otra religión que un vago deísmo, ha creído prudente el ir regularmente a misa y llegar hasta el confesionario; si el Quirinal y el Vaticano, el Estado y la Iglesia emplean toda su gracia en arreglar todas las antiguas diferencias, no es porque la creencia en los milagros haya tomado preponderancia alguna en el espíritu de los hombres activos de la sociedad. Sólo han caído en la fe los miedosos, los enfermos, los desahuciados de la vida, y no han conseguido otras adhesiones que las de los hipócritas y los cómplices interesados. Sin embargo, hay que reconocer que el cristianismo de los burgueses no es pura simulación: cuando una clase se halla penetrada por el sentimiento de su próxima e inevitable desaparición, cuando se siente ya a las puertas de la muerte, se vuelve bruscamente hacia una divinidad salvadora, un fetiche, una palabra mágica, o hacia el primer brujo que llegue, para que le otorguen la redención. Así se cristianizaron los Romanos, así se catolizaron los volterianos. En efecto, los que quieren a todo precio mantener la sociedad privilegiada deben apelar al dogma, que es la verdadera llave del arco. Si los capataces, los guardias rurales, la gendarmería, la policía, los soldados, los funcionarios de toda jerarquía, los ministros y los soberanos no inspiran suficiente terror, ¿no es una buena garantía y un mejor recurso poder invocar a Dios, que hasta hace poco disponía de los tormentos eternos del infierno y los horrores espeluznantes del purgatorio? Se recuerdan sus mandamientos y todo el aparato religioso que representa autoridad; se finge obedecer al Papa infalible, al vicario del mismo Dios, al sucesor del apóstol que tiene la llave del Paraíso. Todos los reaccionarios se ligan en esta unión religiosa que les ofrece la última trinchera donde parapetar sus privilegios, el recurso supremo de la victoria; y en esta liga los protestantes y los indíos no son menos católicos que los católicos mismos con relación al sumo Pontífice.

Pero todo se paga. La Iglesia abre sus puertas de par en par para acoger en su seno a los heréticos y cismáticos y la consecuencia que se deriva para ella de todo esto es hacerse indiferente, perder la fortaleza, y no poder acomodarse a este ambiente tan complejo y variado de la sociedad moderna sino con la condición de perder en parte su antigua intransigencia. El dogma no admite variación, pero se las arreglan de modo que no hay necesidad de hablar de él y dejan al neófito en la ignorancia hasta del símbolo de Nicea. Ni siquiera exigen fe; toda su moderna ciencia religiosa queda contenida en la siguiente expresión de uno de los padres de la Iglesia: Creer es inútil; practicad. Algunas genuflexiones, señal de la cruz en un momento determinado, algunas ofrendas ante el altar de un sagrado corazón cualquiera de Jesús o de María, es lo suficiente. En una carta de Flaubert a Jorge Sand, le dice: Es preciso inclinarse hacia el catolicismo sin creer ni una palabra. Todo el mundo puede estar seguro de una buena acogida si lleva consigo a falta de una convicción, alguna popularidad para con su presencia aumentar con una persona más la cifra de los pretendidos fieles: los que a su nombre pueden añadir alguna influencia de familia, de nacimiento, de carácter o de fortuna, son acogidos con mayor pompa. La Iglesia llega hasta disputar, protegida por las leyes, el cadáver de algunos hombres que vivieron siempre fuera de su seno, atropellando si es preciso a la familia. El tribunal de la Inquisición quemaba el cuerpo de los herejes; actualmente los sacerdotes, confesores de la fe, quieren a todo trance bendecirlos.

No es fácil apreciar en su verdadero valor la evolución contemporánea de la Iglesia limitándose a consignar sus progresos exteriores, es decir, relatando el número de templos que se han construido para el culto y el aumento de individuos en el rebaño de los fieles. El catolicismo estaría seguramente en pleno apogeo de un nuevo florecimiento si todos los que se acogen a él fueran sinceros, si no tuvieran especial interés en corromper las viejas creencias de nuestros abuelos. Pero actualmente se cuentan a millones los hombres que se dicen cristianos por beneficio propio y cuya hipocresía es indudable. Digan lo que quieran los periódicos de sacristía, las persecuciones que sufren las gentes de iglesia son de esas que no se toman en serio, y el prisionero del Vaticano sólo hace derramar lágrimas de piedad a los llorones interesados. ¡Mucho peor es la situación de los obreros en huelga, muertos de hambre y desalojados de sus infectas viviendas, y la de los anarquistas perseguidos y torturados inquisitorialmente! Las convicciones no merecen el respeto más que en razón directa del espíritu de heroico desinterés que inspiran; por consecuencia los holgazanes y hombres de mundo que entran con ostentación en el regazo de la Iglesia no merecen para nosotros ningún respeto. ¿Son acaso en sus nuevas creencias más buenos para los obreros, más amables para consolar al que sufre? Por los antecedentes particulares que tenemos, nos es permitido dudar.

Los signos de los tiempos nos prueban muy al contrario que la extensión material de la Iglesia corresponde a una disminución real en la fe. El catolicismo no es ya hoy esa buena religión de resignación y humildad que permitía al pobre aceptar devotamente la miseria, la injusticia y la desigualdad social. Actualmente, hasta los obreros que se constituyen en sociedad con el nombre de cristianos, y que por consecuencia debieran continuamente alabar a Dios por su infinita bondad, esperando piadosamente que el cuervo de Elio les trajera el pan y la carne de cada día, hasta estos mismos obreros, repetimos, van inconscientemente hacia el socialismo, redactan estatutos libres, reclaman aumento en los salarios y admiten como aliados de sus reivindicaciones hasta a los no cristianos. La confianza en Dios y sus santos no les basta: necesitan al mismo tiempo garantías materiales y las buscan, no en la dependencia absoluta y la obediencia perfecta, tan frecuentemente recomendada a los hijos de Dios, sino en la unión con sus camaradas, en la fundación de sociedades de mutuo interés y hasta en la resistencia activa contra cuanto los oprime. A las situaciones nuevas la religión cristiana no ha sabido oponer procedimientos nuevos: no pudiéndose acomodar a un ambiente que sus doctores no habían previsto, no tiene otro remedio que entretenerse con sus viejas fórmulas de caridad, de humildad, de pobreza, y fatalmente debe perder todos los elementos jóvenes, viriles, inteligentes y no conservar entre sus huestes más que a los pobres de corazón y de espíritu, en el sentido menos noble, gentes bienaventuradas a las que el Sermón de la Montaña promete el reino de los cielos. El catolicismo está virtualmente arruinado desde el día que, habiendo perdido todo genio creador en el arte, quedóse incapacitado para otra cosa que para imitar groseramente el neogriego, el neorromano, el neogótico y el neorrenacimiento. Es una religión de muertos y nada más.

Una prueba evidente de la impotencia real de todas las religiones presentes es el hecho de carecer de fuerza para contener el movimiento científico de los sabios y la instrucción del pueblo: lo más que consiguen hacer con sus esfuerzos es retener, nunca suprimir, la marcha del saber, que torpemente fingen secundar. No pudiendo impedir el establecimiento de escuelas, quisieran poder acaparadas todas, tomar la dirección, imponer la disciplina de la instrucción pública y disponer a su antojo de la cultura popular. En honor a la verdad es preciso decir que en algunas regiones lo han conseguido a maravilla. En nuestros días pueden contarse por decenas de millones los niños confiados a la solicitud intelectual y moral de los frailes y religiosos de diversas órdenes: la enseñanza de la juventud europea está abandonada casi por completo a la libre disposición de la autoridad religiosa, y hasta en los puntos donde esta autoridad está postergada por la autoridad civil se le ha concedido el derecho de revisar la enseñanza, imponiéndoles la neutralidad o aun la complicidad.

La evolución del pensamiento humano, que se realiza más o menos rápidamente según los individuos, las clases y las naciones, ha creado esta situación falsa y contradictoria, confiando la función de la enseñanza precisamente a gentes que la odian, que maldicen la ciencia, ateniéndose a la primera prohibición formulada por el mismo Dios. No tocarás el fruto del árbol del saber. La prodigiosa ironía de las cosas ha hecho que actualmente los elementos religiosos sean los que distribuyen ese fruto venenoso. Es curioso verles repartir esas manzanas del pecado con prudencia y parsimonia, al mismo tiempo que administran el contraveneno. Para ellos hay ciencia y ciencia, la que se enseña con toda clase de precauciones y la que debe callarse cuidadosamente. Un hecho considerado como moral puede consentirse que los alumnos lo aprendan de memoria; todo lo que pueda despertar el espíritu de crítica y de rebeldía es preciso ocultarlo con cautela. Comprendida de este modo, la historia no es más que un relato mentiroso; las ciencias naturales consisten en un conjunto de hechos sin cohesión, sin causa y sin fin; en cada serie de estudios las palabras ocultan las cosas; y en la enseñanza suoerior, donde es permitido abordar los grandes problemas, sólo se hace esto por falsos derroteros, por vías indirectas, amontonando las anécdotas, las fechas y nombres propios, las hipótesis, los argumentos rancios de los viejos sistemas, de modo que la inteligencia, desorientada, confundida, vuelve cansada a las inocencias de la infancia o a las prácticas sin finalidad.

Y sin embargo, por falso y absurdo que sea tal procedimiento en la enseñanza, se dice que tal vez, contemplado en conjunto, resulte más bien útil que funesto. Todo depende de las proporciones de la mezcla y del nivel intelectual. Las únicas escuelas que se acomodan al programa contrarrevolucionario son aquellas cuyas directoras, santas hermanas, no saben ni leer y donde los niños sólo aprenden el signo de la cruz. El empuje de afuera ha penetrado en todas las escuelas, lo mismo en las de educación católica que en las de protestante, búdica o musulmana, en las cuales toda ciencia estaba reducida a simples fórmulas contenidas en frases rústicas y a extractos de libros no comprendidos. A veces un súbito resplandor surge de tanta confusión y una lógica consecuencia aparece en la mente del niño cuvo espíritu ha despertado; una alusión lejana adquiere el carácter de una revelación; un gesto mal reflexionado, un adjetivo aventurado pueden producir el mal que se quería evitar: el grito de vida ha salido de la confusión maldita, y he ahí que de repente el espíritu lógico del niño salta a terribles conclusiones. Las probabilidades de emancinación intelectual son más grandes aún en las escuelas, congregacionistas o no, donde los profesores, observando la rutina obligatoria de las lecciones y explicaciones nebulosas, se ven, no obstante, obligados a exponer hechos, a enseñar relaciones entre determinados fenómenos y a señalar sus leyes. Sean los que fueren los comentarios con que un profesor acompaña sus enseñanzas, el nombre que escribe en la pizarra o dicta al alumno no puede corromperse. ¡Qué verdad prevalecerá? Más pronto o más tarde aquella en virtud de la cual dos y dos hacen eternamente cuatro y la que afirma que nada se crea de la nada. Puede acaso triunfar sobre el espíritu moderno la antigua verdad que nos enseña que las cosas salen de la nada y nos afirma la identidad de un solo Dios en tres personas distintas?

Sin embargo, si la instrucción no se diera más que en las escuelas religiosas o del gobierno, podrían con fundamento acariciar la esperanza de mantener los espíritus durante mucho tiempo en el servilismo, pero por desgracia para unos y otros es fuera de las escuelas donde más se instruyen los hombres; en la calle, en el taller, en los barracones de la feria, en el teatro, en el vagón del ferrocarril, a bordo de los barcos: contemplando los paisajes nunca vistos, visitando las ciudades extranjeras se adquiere más instrucción que en los antros oficiales destinados a la enseñanza. Todo el mundo viaja actualmente por placer, por interés o por necesidad. No se celebra una reunión donde no se encuentren gentes que han visitado Rusia, Australia, América; y si los navegantes que han dado la vuelta al mundo son todavía una excepción, la generalidad, en cambio, ha viajado lo suficiente para ver el contraste que existe entre el campo y la ciudad, entre los países cultivados y los desiertos, entre el monte y la llanura, entre la tierra firme y el mar. De las gentes que viajan las hay seguramente que lo hacen sin método y como ciegos; cambiando de país no cambian de medio ambiente, viven como en su casa, por así decido; el lujo, los placeres de hotel no les permiten establecer las diferencias esenciales de un país a otro, de un pueblo a otro pueblo. El pobre que lucha con las dificultades de la vida es aún el que, sin cicerone, puede ver y observar mejor lo que le rodea. Además, en la gran escuela del mundo exterior, ¿no pueden apreciarse relativamente, hasta por los más ciegos, lo mismo ricos que pobres, los prodigios de la industria humana y los maravillosos productos que crea el trabajo, en provecho de los privilegiados? Caminos de hierro, telégrafos, máquinas hidráulicas, perforadoras, proyectores de luz se ven por todas partes y el desheredado que ha podido apreciar todo eso se da cuenta de por qué siente que su espíritu se engrandece contemplando tanto prodigio, al igual o más que el de un poderoso capitalista. Para el goce de algunas de estas conquistas de la ciencia el privilegio ha desaparecido. Conduciendo la locomotora a través de montes y llanos, doblando su velocidad o conteniendo la marcha a su capricho el maquinista no puede creerse el inferior del soberano que viene arrastrado detrás de él, en un vagón dorado, sí, pero que no por eso deja de temblar, sabiendo que su vida depende de un escape de vapor, de un movimiento de balanceo, de un petardo de dinamita colocado sobre la vía.

La contemplación de la naturaleza y de las obras humanas, la práctica de la vida, he ahí la escuela donde se aprende la verdad y donde se hace la educación de las sociedades contemporáneas. Aunque algunas escuelas propiamente dichas hayan realizado cierta evolución en el sentido de la verdadera enseñanza, tienen sin embargo una importancia muy inferior a la de la escuela vivida en el ambiente social. El ideal anarquista no es por esto enemigo de la escuela, sino al contrario, partidario de engrandecerla, de hacer de la sociedad misma un inmenso organismo de enseñanza mutua donde todos sean a la vez alumnos y profesores, donde cada niño después de haber recibido nociones de todo, en sus estudios preliminares, aprendería a desarrollarse integralmcnte por sí mismo y con relación a sus fuerzas intelectuales en una existencia libremente elegida. Además, con escuelas o sin ellas, toda conquista de la ciencia acaba por entrar en el dominio público. Los sabios de profesión no han hecho durante muchos siglos de trabajo otra cosa que investigaciones y suposiciones, debatiéndose siempre en un medio de errores y falsedades; pero cuando la verdad ha sido al fin conocida, con frecuencia bien contra su voluntad y gracias a ciertos espíritus audaces, se ha revelado con todo su esplendor, clara y sencilla. Todos la comprenden sin esfuerzo; parece como si siempre hubiese sido conocida. En otro tiempo los sabios creían qne el cielo era una inmensa cúpula, un techo de metal o una serie superpuesta de arcos, en número de tres, siete, nueve y hasta trece, teniendo cada una sus estrellas correspondientes, sus leyes diferentes, su régimen particular con legiones de ángeles y arcángeles para guardarlas. Pero después de que todos esos cielos superpuestos de que nos hablan la Biblia y el Talmud fueron destruidos, no hay ni un solo niño de cuantos frecuentan los estudios que ignore que el espacio es libre e infinito alrededor de la Tierra. Apenas si esto se aprende; constituye una verdad que definitivamente entró a formar parte, hace ya algunos años, de la herencia universal. En el mismo caso están todas las conquistas científicas; no se estudia, por así decido, se sabe; parece que estuvieran en el aire que respiramos.

Cualquiera que sea el origen de la instrucción, todos la aprovechamos, y el trabajador no es el que menos parte saca. Que un descubrimiento sea realizado por un burgués, un noble o un campesino, que el sabio sea el ceramista Palissy o el canciller Bacon, el mundo utilizará sus investigaciones. Cierto es que los privilegiados quisieran guardar para ellos los beneficios de la ciencia y dejar al pueblo en la ignorancia. A diario los industriales se apropian este o el otro procedimiento químico, y con una patente, por ejemplo, se arrogan el derecho de fabricar exclusivamente, para sí solos, una cosa útil a la humanidad. No hace muchos años hemos visto a Koch, obligado por el emperador Guillermo a reivindicar la curación de todos los enfermos del Imperio como un monopolio del Estado; pero como son infinitos los puntos de que la obra humana se ocupa, los deseos de los egoístas no pueden realizarse. Esos explotadores de la ciencia se encuentran en la misma situación que aquel mago de las Mil y una noches que abrió la redoma en donde desde hacía diez mil años dormía encerrado un genio. Quisieran hacerla entrar en su círculo, encerrarlo bajo siete llaves, pero han olvidado la palabra de conjuración y el genio se ha libertado para siempre.

Por un extraño contraste de las cosas resulta que para todas las cuestiones sociales en las cuales los obreros tienen un interés directo y natural en reivindicar la igualdad de los hombres y la justicia para todos, les es mucho más fácil que a los sabios de profesión el llegar al conocimiento de la verdad. Hubo un tiempo en que la gran mayoría de los hombres nacían y vivían esclavos y no tenían otro ideal que cambiar de servidumbre; nunca se les pudo ocurrir que un hombre vale tanto como otro. Actualmente ya se les ha ocurrido, y comprenden que esta igualdad virtual dada por la evolución debe cambiarse sin pérdida de tiempo en igualdad real, gracias a la revolución, o mejor dicho, a las revoluciones incesantes. Los trabajadores, instruidos por la vida, son bastante más expertos que los economistas de profesión sobre las leyes de la economía política. No se toman el enojoso trabajo de inútiles detalles y van derecho a las entrañas de los problemas, preguntándose si con esta o la otra reforma se asegurará el pan. Las diversas formas del impuesto, progresivo o proporcional, les dejan tan frescos porque saben que todos los impuestos son, en último recurso, pagados por los más pobres. Saben también que para la mayoría de eUos funciona una ley de bronce, en virtud de la cual el hambriento está condenado por su hambre misma a no percibir por su trabajo más que una ominosa remuneración de miseria. La dura experiencia les ha hecho conocer a fondo esta ley desgraciada que es consecuencia necesaria del derecho de la fuerza. Más aún, cuando el individuo se ha vuelto inútil para su amo y ya no vale nada para él, ¿no es habitual dejarlo perecer?

Así, sin paradoja alguna, el pueblo, o al menos la parte del pueblo que tiene la virtud de pensar, sabe sobre estas cuestiones bastante más que la mayor parte de los sabios, y esto, naturalmente, sin haber entrado jamás en la Universidad. Puede el obrero no conocer los detalles hasta el infinito, no estar iniciado en las mil fórmulas de los viejos libros; no tener la cabeza llena de nombres en todas las lenguas como un catálogo de biblioteca, pero su horizonte es más amplio, ve a mayor distancia: de un lado, los orígenes bárbaros; del otro, el porvenir transformado. Tiene también mejor comprensión de la sucesión de los acontecimientos; toma una parte más consciente en los grandes movimientos de la historia y conoce mejor las riquezas de la Tierra: en una palabra, es más hombre. Desde este punto de vista se puede decir que tal compañero anarquista amigo nuestro, juzgado por la sociedad digno de morir en un presidio, es realmente más sabio que toda una academia y que una multitud de estudiantes recién salidos de la Universidad, repletos de conocimientos científicos. El sabio tiene una inmensa utilidad como minero; extrae los materiales, pero no es él quien los emplea: es al pueblo, al conjunto de hombres asociados a quien corresponde la tarea de construir el edificio.

Que cada uno recurra a sus recuerdos y verá los cambios que desde mediados de siglo se han producido en el modo de pensar y de sentir y que necesitan por consecuencia modificaciones correspondientes en el modo de obrar. La necesidad de un amo, de un jefe o de un capitán en todo organismo era cosa fuera de toda discusión: un Dios en el cielo, aunque fuese el Dios de Voltaire; un soberano en el trono o en el sillón, aunque fuese un rey constitucional o un presidente de República; un cerdo en el engordadero, según la feliz expresión de uno de ellos; un patrono en cada fábrica o taller, un decano en cada corporación, un marido, un padre con gruesa voz en cada familia. Pero día a día los prejuicios se disipan y el prestigio de los jefes disminuye. Contra la corriente del día, que consiste en hacer alarde de creer, aun cuando no se cree en nada, y a pesar de los académicos y profesores de Normal que deben su dignidad al fingimiento, al disimulo de sus ideas, la fe desaparece, y a pesar de los signos de la cruz y de las parodias místicas, la creencia en el Eterno Rey, de donde se derivan todos los jefes mortales, se disipa como el ensueño de una noche. Los que han visitado Inglaterra y los Estados Unidos luego de veinte años de ausencia, se extrañan de la prodigiosa transformación que se ha realizado en los espíritus desde este punto de vista. Se había visto a muchos hombres fanáticos, intolerantes, feroces en sus creencias políticas y religiosas y se ve hoy, en aquellos mismos, gentes con la inteligencia abierta a todas las ideas libres, con amplio criterio y corazón generoso. Ya no se mueven impelidos por la alucinación de un Dios vengador.

La disminución del respeto es en la práctica de la vida el resultado más importante de esta evolución de las ideas. Preguntad a los sacerdotes de cualquier religión por la causa de sus amarguras y os contestarán sencillamente que ya nadie les consulta para nada y que su opinión no influye en la decisión ni siquiera de los creyentes. Y los grandes personajes ¿de qué se quejan?; pues de que se les trata como a los demás hombres: ya no se les cede el paso; ya nadie los saluda sino como a amigos o como a iguales. Cuando se obedece a los representantes de la autoridad, porque el ganapán lo exige, y por los signos exteriores de respeto, todo el mundo sabe lo que valen sus jefes: los propios subordinados son los primeros que les ponen en ridículo. No pasa semana sin que jueces con toda su investidura de seres omniscientes no se vean insultados y vapuleados por sus víctimas en el sitio mismo de su inviolabilidad. Desde el banco de los acusados se han lanzado a la cara del presidente del tribunal más de una vez zapatos y otros objetos. Pues ¿y los generales? A todos ellos, quien más quien menos, les hemos visto en pleno ejercicio de sus funciones, dándose importancia, hinchados, solemnes, inspeccionar las avanzadas por no atreverse a montar en globo o mandando a un oficial a examinar las posiciones del enemigo. Los hemos oído dar orden de destruir un puente que nada amenazaba y acusar a los ingenieros de haber construido un puente demasiado estrecho para una columna de ataque. Hemos escuchado con angustia el terrible cañoneo de Bourget, en donde algunos centenares de desgraciados quemaban su último cartucho, esperando en vano que el generalísimo enviara en su auxilio una pequeña parte de los quinientos mil hombres que obedecían a su voz. Luego presenciamos con estupor el bello caso Dreyfus, en el que los oficiales mismos nos probaron que los juramentos ordenados desde arriba y la administración de lupanares no son inconciliables con las costumbres y el honor del ejército. ¿Qué tiene, pues, de extraño que para quienes tales cosas han presenciado, el respeto se haya convertido en odio?

Es cierto; el respeto desaparece, no el justo respeto que une a los hombres rectos, abnegados y trabajadores, sino ese respeto bajo y vergonzoso que sigue a la riqueza o a la función; ese respeto de esclavo que lleva a la multitud de imbéciles a presenciar el paso de un rey y que transforma la figura de los caballos y del lacayo de un gran personaje en objeto de admiración. Y no sólo el respeto desaparece, sino que los mismos que pretenden merecer la consideración de todo el mundo son los primeros en comprometer, a los ojos de la generalidad, sus pretendidas condiciones de seres superiores. En otros tiempos los soberanos del Asia conocían el arte de hacerse adorar. Sus palacios sólo se veían desde lejos, sus estatuas se hallaban por todas partes, se leían sus escritos, pero ellos mismos no se dejaban ver por ningún lado. Los más familiares de su corte sólo llegaban hasta ellos arrodillados; a veces se corría un velo y sólo podían verlos a medias, con la rapidez de un rayo, dejando emocionada el alma de cuantos los habían entrevisto por tan breve espacio de tiempo. Entonces el respeto era bastante profundo para que el mundo viviera en la estupefacción: un mudo llevaba a los condenados un cordón de seda y el fiel adorador se ahorcaba inmediatamente. El súbdito de un emir en el Asia central debía presentarse ante su jefe con la cabeza inclinada hacia el hombro derecho, una cuerda atada al cuello, bien desnudo, con una cuchilla grande y afilada atada al cordón, a fin de que el señor no tuviera más que coger el arma según su capricho para deshacerse de su dócil esclavo. Tamerlán, paseándose por lo alto de una torre, hace un signo a los cincuenta cortesanos que le rodean y todos se precipitan en el vacío. ¿Qué son en comparación los Tamerlán de nuestros días sino más o menos apariencias de aquél, aunque siempre igualmente temibles? La institución monárquica real, convertida en pura ficción constitucional, ha perdido la sanción del respeto universal que le daba todo su valor. El rey, la fe, la ley, decían en otro tiempo. La fe ya no existe, y sin ella el rey y la ley se desvanecen transformados en fantasmas.

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