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La Internacional de los oprimidos y la Internacional de los opresores. La revolución inevitable y las dificultades previsibles.

Recuerdo, como si la viera todavía, una hora cruel de mi existencia, en la que las amarguras de la derrota sólo me estaban compensadas por la alegría misteriosa y profunda, casi inconsciente, de haber obrado según los dictados de mi corazón y mi voluntad, de haber conservado mi personalidad a pesar de los hombres y el destino. Desde entonces un cuarto de siglo ha transcurrido ya.

La Comuna de París estaba en guerra con las tropas de Versalles, y el batallón del que yo formaba parte había caído prisionero en la meseta de Chatillon. Era por la mañana; un cordón de soldados nos rodeaba y los oficiales burlones se daban importancia delante de nosotros. Algunos nos insultaban; uno de ellos, que más tarde fue un elegante parlanchín del Parlamento, peroraba sobre la locura de los parisienses, pero nosotros nos preocupábamos de otra cosa que de escucharlo. Uno de entre ellos, el que más me apaleó, era un hombre que no hablaba; mirada dura, cara de asceta, probablemente algún huraño del campo, educado por los jesuitas. Andaba lentamente por el borde abrupto de la meseta, y se destacaba en negro como una fea sombra sobre el fondo luminoso de París. Los rayos del sol naciente se esparcían como hebras de oro sobre las casas y las cúpulas: ¡jamás la hermosa ciudad, la ciudad de las revoluciones, me había parecido tan bella!

-¿Ven ustedes su París? -nos decía el hombre sombrío señalándonos con su espada el deslumbrante cuadro-. Pues bien, no quedará una piedra sobre otra. Y repitiendo de acuerdo con sus maestros esta frase bíblica aplicada a Nínive y Babilonia, el fanático oficial creía sin duda que su expresión de odio sería una profecía. París, sin embargo, no ha sido derribada: no solamente está de pie, piedra sobre piedra. sino que aquellos cuya existencia hacía execrable a la ciudad, es decir, los treinta y cinco mil hombres que fueron degollados en las calles, en los cuarteles y cementerios no murieron en vano y de sus cenizas han nacido los vengadores. ¡Cuántos otros París, cuántos otros focos de revoluciones han salido desde entonces al mundo! Dondequiera que vayamos, a Londres, a Bruselas, a Barcelona, a Sidney, a Chicago, a Buenos Aires, por todas partes tenemos amigos que sienten y hablan como nosotros. Bajo la gran fortaleza que fundó la Roma de los Césares y los Papas, el suelo está minado completamente y todo el mundo teme la exolosión. Se hallará aún, como en el siglo XVIII, algún Luis XV bastante indiferente que, levantando los hombros, exclame: Después de mi, el diluvio. La catástrofe vendrá tal vez hoy, Quizá mañana. Baltasar está en el festín, pero no ignora que los persas están escalando las murallas de la ciudadela.

Lo mismo que el artista que pensando siempre en su obra la tiene completa en la cabeza antes de pintarla o escribirla, el historiador ve anticipadamente la revolución social: para él es ya cosa hecha. Sin embargo, nosotros no nos alimentamos de ilusiones; sabemos que la victoria definitiva nos costará todavía mucha sangre, muchas fatigas y muchas angustias. A la Internacional de los oprimidos se opone la Internacional de los opresores. En todo el mundo se forman sindicatos para acapararlo todo, productos y beneficios, y su propósito es alistar a todos los hombres en un inmenso ejército de asalariados. Y esos sindicatos de millonarios y de fabricantes, circuncidados y no circuncidados, están absolutamente seguros de que el todopoderoso dinero les proporcionará la protección directa de todos los medios de represión y toda la fuerza del gobierno: ejército, magistratura y policía. Esperan, además, que provocando los odios entre razas y pueblos, conseguirán mantener las multitudes en situación explotable, en ese estado de ignorancia patriótica y salvaje que mantiene el servilismo. En efecto, todas esas viejas miserias, esas antiguas tradiciones de guerras v esperanzas de revancha, esa ilusión de la patria, con sus fronteras y sus guardias civiles, y las cotidianas excitaciones de periodistas y patrioteros de profesión nos presagian aún muchas penas y luchas; pero tenemos una ventaja en la que nadie puede igualarnos, y es que nuestros enemigos saben que persiguen una obra funesta y nosotros sabemos que la nuestra es buena; ellos se odian, nosotros nos amamos; ellos se esfuerzan en hacer retroceder la historia y nosotros marchamos con ella.

Así, los grandes días se aproxíman. La evolución se ha producido; la revolución no tardará en llegar. Después de todo, ¿no se hace constantemente ante nuestros propios ojos, manifestándose por continuos movimientos? Cuanto más aprendan las conciencias, que constituyen la verdadera fuerza, a asociarse sin abdicar, tanto más tendrán conciencia de su valor los trabajadores, que constituyen el número. En últímo término, toda oposición tendrá que ceder y hasta ceder sin lucha. Llegará un día en que la evolución y la revolución se sucederán inmediatamente, del deseo al hecho, de la idea a la realización; todo se confundirá en un mismo fenómeno. Así es como funciona la vida en un organismo sano, lo mismo en el de un hombre que en el de un mundo.

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