Índice del libro Evolución, revolución y anarquismo de Eliseo ReclusCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

VII

Las fuerzas en lucha. Temible aparato de represión. Ausencia de lógica en el funcionamiento de los Estados modernos. La suprema razón de los gobiernos, el derecho del más fuerte.

El funcionamiento actual de la sociedad civilizada nos es conocido en todos sus detalles, lo mismo que el ideal de los socialistas revolucionarios. Hemos consignado igualmente que las pretendidas reformas de los liberales están condenadas anticipadamente a ser ineficaces y que en el choque de las ideas la única cosa que nos debe preocupar, puesto que hasta la vida depende de ella, es que todo abandono de principios lleva consigo fatalmente la derrota. Ahora nos resta evidenciar la importancia respectiva de las fuerzas que se repelen en esta sociedad tan prodigiosamente compleja; se trataría, pues, por decirlo así, de hacer la separación de los ejércitos en lucha y de describir sus posiciones estratégicas con la misma fría imparcialidad de un agregado militar que estudia matemáticamente las ventajas de un enemigo sobre otro. Sólo que este gran choque de ideas cuyo resultado tanto nos preocupa, no se desarrollará siguiendo las mismas peripecias que una de nuestras batallas ordinarias con generales, capitanes y soldados, con la orden inicial de ¡Fuego! y el grito final desesperado. de Sálvese quien pueda. Es ésta una lucha incesante, continua, que empezó en el bosque para los hombres primitivos hace millones y millones de años y que hasta nuestros días sólo ha obtenido triunfos parciales. Habrá, sin embargo, una solución definitiva, sea por la destrucción completa de las energías vitales y el regreso de la humanidad al caos original, o bien por la armonía de todas sus fuerzas y la consciente transformación del hombre en un ser superior.

La sociología contemporánea ha determinado claramente la existencia de las dos sociedades en lucha: éstas se confunden diversamente unidas con ciertos puntos de contacto aquí y allá por los que quieren sin querer y avanzan para retroceder. Pero si miramos las cosas con elevación, sin fijarnos en los indecisos e indiferentes que sólo el destino pone en movimiento, vemos claramente que el mundo actual se divide en dos campos perfectamente deslindados: los que trabajan para conservar la desigualdad y la pobreza (es decir, la obediencia y la miseria para los otros y los goces y el poder para ellos mismos), y los que reivindican la libre iniciativa y el bienestar para todos.

En estos dos campos parecería a primera vista que las fuerzas son bien desiguales: los conservadores de lo existente son incomparablemente los más fuertes; disponen de la propiedad, de rentas que se cuentan por millones y millones, de todo el poder del Estado y el ejército de empleados, de soldados, de polizontes, de magistrados; todo el arsenal de leyes y ordenanzas, los dogmas llamados infalibles de la Iglesia y la inercia habitual por atavismos hereditarios. Y los anarquistas, los artífices de la sociedad futura, ¿qué pueden oponer a todas esas fuerzas organizadas? A primera vista parece que nada pueden poner enfrente. Sin dinero, sin ejército, sucumbirían, en efecto, si no representaran la evolución de las ideas y las costumbres. No son nada, pero tienen de su parte todo el movimiento de la iniciativa humana. Todo el pasado pesa sobre ellos, pero la lógica de los acontecimientos les da la razón y les empuja hacia adelante, a pesar de las leyes y los esbirros.

Los esfuerzos intentados para contener la revolución pueden, en apariencia, tener algún éxito durante ciertas épocas; entonces los reaccionarios se regocijan ostensiblemente, pero su alegría es vana porque el movimiento contenido por un lado se inicia por varios otros inmediatamente. Después de la derrota de la Comuna de París, pudo creerse en el mundo oficial y cortesano de Europa que el socialismo, el elemento revolucionario de la sociedad, había muerto sin esperanza de resurrección. El ejército francés, ante la vista de los alemanes vencedores, se creyó rehabilitado degollando y ametrallando a los parisienses y a todos los descontentos partidarios de la revolución. En su jerga política los conservadores se alabaron de haber sangrado a la perra. M. Thiers, tipo incomparable del burgués advenedizo, creía haberla exterminado en París y haberla enterrado en el cementerio del Pere Lachaise. En Nueva Caledonia, en los antípodas, se hallaban debidamente vigilados aquellos que suponían los últimos restos del socialismo de otro tiempo. Después de Thiers, todos sus buenos amigos de Europa repitieron las mismas palabras y de todas partes salió un himno de triunfo. En cuanto a los socialistas alemanes, nada había que temer; estaban vigilados por el rey de los reyes, por aquel que hacía temblar a Europa con sólo fruncir el ceño. ¿Y los nihilistas rusos? ¿Qué podían hacer los miserables? Monstruos extraños, salvajes y huraños, verdaderos hunos de los cuales los hombres civilizados de Occidente sólo podían ver alguno que otro como ejemplares de historia natural.

Un siniestro silencio se hizo durante algún tiempo cuando el orden de Varsovia reinaba en casi toda Europa. Al día siguiente de un horroroso asesinato colectivo quedan, en efecto, pocos hombres que presenten su pecho a las balas. Cuando una palabra, un gesto, se castiga con la muerte, son raros los individuos que se prestan al sacrificio, los que aceptan tranquilamente el papel de víctimas por una causa cuyo triunfo está aún lejano, son poco numerosos después de la matanza. Además, todo el mundo no tiene el heroísmo de esos nihilistas rusos que componían sus periódicos en el centro mismo de sus enemigos y fijaban sus pasquines y manifiestos en las mismas paredes que vigilaban expertos centinelas. Es preciso ser bien valiente para hablar cuando la vida de seres queridos depende del propio silencio. Pero si todos los oprimidos no tienen el don del heroísmo, no por eso dejan de sentir el sufrimiento y de tener el deseo de gozar: el estado de espíritu de todos los que como ellos sufren, acaba por crear una nueva fuerza revolucionaria. En las ciudades donde no existe un grupo anarquista declarado, no faltan obreros que lo son de un modo más o menos consciente. Por instinto mismo aplauden al compañero que les habla de un estado social en el que no habrá amos ni señores y en el que el producto del trabajo estará en manos de los productores. Este instinto encierra en germen la revolución futura, porque de día en día se va precisando y convirtiendo en idea concreta. Lo que el obrero sentía ayer de un modo vago, es hoy un conocimiento, y cada nueva experiencia ensancha y precisa sus aspiraciones. Los cnmpesinos que no pueden mantenerse con sus escasas tierras, y la multitud mucho más numerosa de los desheredados que no poseen ni un terrón de ingrata arcilla, ¿no empiezan ya a comprender que la tierra debe pertenecer a los que la cultivan? Siempre lo sintieron así instintivamente; hoy lo saben por convicción y es de esperar que muy pronto hablarán el lenguaje enérgico y preciso de las reivindicaciones.

La alegria causada por la pretendida desaparición del socialismo no duró mucho. Negras pesadillas turbaron el sueño de los verdugos y parecióles que las víctimas no estaban realmente muertas. Actualmente ¿puede existir un ciego que ponga en duda su resurrección? Todos los lacayos de pluma que repetían después de Gambetta: La cuestión social no existe, son los mismos que repitieron a coro las palabras del emperador Guillermo: ¡La cuestión social nos invade! ¡La cuestión social nos sitia! y piden para solucionar el problema una legislación especial, una represión sangrienta. Pero por dura que sea la ley no conseguirá detener el desarrollo del pensamiento que fermenta. Si algún Encélado consigue arrojar un fragmento de monte sobre el cráter del volcán, la erupción podrá no hacerse por el orificio obstruido, pero la montaña misma hará explosión y un torrente de lava lo inundará todo. Después de la explosión de la Revolución Francesa, Napoleón se creyó el titán que tapaba el cráter de las revoluciones; y la multitud de aduladores y la turba infinita de los ignorantes lo llegaron a creer. Sin embargo, los mismos soldados que arrastraba tras de sí por Europa contribuían a esparcir ideas y costumbres nuevas al mismo tiempo que realizaban su obra de destrucción; algunos patriotas rusos aprendieron a ser rebeldes por las lecciones recibidas de su prisionero francés salvado de los hielos de Beresina. La conquista temporal de España por los ejércitos napoleónicos rompió las cadenas que unían el Nuevo Mundo al país de la Inquisición y libró del intolerable régimen colonial a las numerosas provincias ultramarinas. Europa parecía detenerse pero en cambio América se ponía en marcha. Napoleón sólo había sido una sombra pasajera.

La forma exterior de la sociedad cambia en proporción del empuje interior: los hechos históricos lo confirman. La savia hace el árbol y le da hojas y flores; la sangre hace al hombre, y da ideas a la sociedad. Luego los conservadores se lamentan de que las ideas, las costumbres, todo lo que constituye la vida interna de la humanidad haya cambiado tanto desde aquellos buenos viejos tiempos que ya no volverán. Las formas sociales correspondientes cambiarán también. La revolución se aproxima en relación directa con el trabajo interior de las inteligencias.

No obstante, no conviene abandonarse en una actitud pasiva, esperando que los acontecimientos favorables lo hagan todo. El fatalismo oriental dehe combatirse, pues nuestros enemigos no se dan punto de reposo para arrastrar al mundo hacia la regresión. Algunos de entre éstos son hombres de envidiable energía que no retroceden ante ningún medio, poseen además el vigor de espíritu necesario para dirigir el ataque y no desalentarse ni siquiera en la derrota: ¡La sociedad moribunda -decía irónicamente un juez a propósito de un libro anarquista publicado por nuestro amigo Grave- vive aún y bastante fuerte para devoraros a todos. Y cuando los republicanos y librepensadores hablaban de la expulsión de los jesuitas, que son los inspiradares de la Iglesia católica, exclamaba un cura lleno de frescura y confianza: Verdaderamente nuestro siglo es demasiado delicado. ¿Se imaginan, acaso, que el fuego de las hogueras se haya apagado hasta el punto de no quedar ni un pequeño tizón para encender una antorcha? ¡Insensatos! Llamándonos jesuitas creen llenarnos de oprobio; pero estos jesuitas tienen en su poder la censura, la mordaza y el fuego. Si todos los enemigos del libre pensamiento y de la iniciativa personal tuvieran esta lógica vigorosa, esta energía en la resolución, llegarían a su fin, gracias a los poderosos medios de represión y compresión que posee la sociedad oficial; pero los grupos humanos, en perpetua evolución hacia el porvenir, no saben ser lógicos ni podrán serio porque todos los hombres difieren por sus afectos e intereses. ¿Quién es el hombre entero que no tiene un pie en el campo enemigo? Todo el mundo es socialista de sí mismo, dice un proverbio político de verdad absoluta. No existe una institución que no sea francamente autoritaria, ni un amo que, siguiendo el consejo de Joseph de Maistre, no tenga una mano para acariciar al verdugo. Fuera de las proclamas de este o el otro emperador a sus soldados y de afirmaciones despóticas espectoradas luego de haber bebido, ya ningún poder intenta convertirse en absoluto; y si lo es alguna vez es por capricho, por maldad, contra prisioneros, por ejemplo, contra desgraciados cautivos, contra gentes que no tienen ni un amigo influyente. Cada soberano tiene su camarilla, sin contar sus ministros, delegados, consejeros de Estado, cada uno de los cuales es un virrey; luego éste se ve contenido, ligado por los que lo precedieron, considerandos, protocolos, convenciones, compromisos y otras muchas cosas que constituyen una ciencia con problemas infinitos: el más insolente Luis XIV se siente cogido en la red de miles de hilos diferentes y le es muy difícil salirse de ella. Todas esas convenciones en las cuales el amo se ha encerrado fastuosamente, le producen cierto disgusto y disminuyen sus fuerzas reaccionarias.

Aquellos que se sienten amenazados de muerte no esperan a que alguien los mate: se suicidan ellos mismos, sea alojándose una bala en el cerebro o atándose una cuerda al cuello, o bien dejándose vencer por la melancolía, el marasmo, el pesimismo y otras enfermedades mentales que pronostican el fin y anticipan el desenlace fatal. Entre los jóvenes privilegiados, hijos de una raza exhausta, el pesimismo no es sólo un modo de hablar, una actitud; es una enfermedad real y grave. Antes de haber vivido, la pobre criatura no halla nada sabroso en la existencia; se arrastra por la vida maldiciendo, huraña y llena de repugnancia hacia todo lo que le rodea, y esta vida soportada con tanto disgusto es igual que la muerte anticipada. En este triste estado se está expuesto a todas las enfermedades del espíritu, locura, senilidad, demencia o decadentismo.

Se quejan muchos de la disminución de nacimientos en las familias; ¿pero de dónde proviene esta esterilidad creciente, sea voluntaria o no, si no es de una disminución de la fuerza viril y de la alegría de vivir? En el mundo de los que trabajan, mundo donde no faltan motivos de tristeza, no les queda tiempo, luego de su ruda tarea, para abandonarse a esas languideces del pesimismo. Es preciso vivir, ir hacia adelante, progresar, renovar las fuerzas vivas para el trabajo cotidiano. La sociedad se mantiene por el crecimiento de esas familias laboriosas de cuyo seno salen constantemente hombres que continúan la obra de sus predecesores e impiden con su ardiente iniciativa que el mundo caiga en la rutina. Sin la constante regresión parcial de las clases acomodadas y satisfechas, la nueva sociedad no pasaría del estado de ilusión.

Otra garantía de progreso para el ideal revolucionario nos la ofrece la intolerancia del poder en donde se agitan todos los anacronismos del pasado. El lenguaje oficial de nuestra sociedad política, en el cual todo se mezcla sin orden, es tan ilógico y contradictorio, que una misma frase habla de libertades públicas imprescriptibles y de derechos sagrados de un Estado fuerte. En el orden administrativo y en su funcionamiento legal, vemos a los alcaldes y síndicos obrando, al mismo tiempo como mandatarios del pueblo libre y transmitiendo órdenes del gobierno para imponerlas a los municipios y corporaciones como premisas indiscutibles. No existe unidad ni buen sentido en este inmenso caos donde se mezclan los grandes conceptos modernos con las leyes y las costumbres de hace diez mil años, lo mismo que en las orillas del mar se amontonan millones y millones de piedras, procedentes de miles de montes, arrastradas por miles de ríos y empujadas por tantas y tantas olas durante siglos y siglos. Desde el punto de vista lógico, el Estado actual ofrece una confusión tal que a sus defensores más interesados les es imposible justificarla.

La función presente del Estado consiste en primer lugar en defender los intereses de los propietarios, los derechos del Capital. Es por consecuencia indispensable a los economistas tener a su disposición algunos argumentos de valor, maravillosas mentiras que los pobres, siempre deseosos de creer en la fortuna pública, pudieran acertar sin discusión. Pero, ¡ah! esas hermosas teorías, en otro tiempo puestas en circulación para uso del pueblo imbécil, no tienen hoy ningún crédito: vergüenza causaría en nuestros días discutir la vieja aserción de que prosperidad y propiedad son la recompensa del trabajo. Pretendiendo que el trabajo es el origen de la fortuna, los economistas saben perfectamente que no dicen la verdad. Lo mismo que los anarquistas, saben ellos que la riqueza es producto, no del trabajo personal, sino del trabajo de los demás; no ignoran tampoco que las jugadas de bolsa y las especulaciones, origen de las grandes fortunas, pueden ser justamente calificadas como actos de bandidaje, y por muy grande que sea su desahogo no se atreverían a afirmar que un individuo, pudiendo derrochar un millón en una semana, es decir, exactamente la cantidad necesaria para poder vivir cien mil personas, se distinga de los demás hombres por una inteligencia y una virtud cien mil veces superior a la del término medio. Sería ser muy necio, casi cómplice, atreverse a discutir los argumentos hipócritas sobre los cuales se apoya el pretendido origen de la desigualdad social.

Actualmente emplean argumentos de otra naturaleza para defender las mismas injusticias, y éstos tienen al menos el mérito de no fundarse sobre una mentira. Contra las reivindicaciones sociales se emplea el derecho del más fuerte y hasta el nombre respetable de Darwin ha servido, bien contra su voluntad, para defender la causa de la violencia y de la injusticia. ¡La potencia de los músculos y de las mandíbulas, del palo y de la maza, he ahí el argumento supremo! Con el acaparamiento de las fortunas, es realmente el derecho del más fuerte el que triunfa. El que es más apto materialmente, el más favorecido por su nacimiento, por su instrucción, por sus amigos, el mejor armado por la fuerza o la astucia y que halla en su camino los enemigos más débiles, es quien más oportunidades tiene de triunfar. Mejor que ningún otro puede batirse desde lo alto de la ciudadela que su fortuna representa y descargar desde ella sobre sus hermanos infortunados toda clase de mortales proyectiles. Así se decide el grosero combate de los egoísmos en lucha. En otro tiempo nadie se decidía a exponer públicamente esta teoría del hierro y el fuego; hubiera parecido demasiado violenta y preferían pronunciar palabras de hipócrita virtud. Se envolvían con enrevesadas fórmulas que esperaban que el pueblo no comprendería jamás: El trabajo es un freno, decía Guizot. Los estudios de los naturalistas, relativos a la lucha por la existencia entre las especies y el triunfo de las más vigorosas, han entusiasmado a los teorizantes de la fuerza hasta proclamar sin ambajes su insolente desafío: Es ley fatal -dicen-, nada puede hacerse contra el implacable destino, que condena por igual al devorador y al devorado.

Nosotros debemos felicitarnos de que la cuestión se haya simplificado en toda su brutalidad, porque así está más cerca de solucionarse. La fuerza impera, dicen los defensores de la desigualdad social. Sí, en efecto, la fuerza es la que impera, repiten cada día más fuerte los que se benefician de la industria moderna en su desarrollo amenazador y cuya finalidad es reducir a la nada a los trabajadores. Pero lo que dicen los economistas y repiten los industriales, los revolucionarios pueden decido también, no obstante comprender que el previo acuerdo en el combate por la existencia reemplazará gradualmente a la lucha. La ley del más fuerte no funcionará siempre en beneficio del monopolio industrial. La fuerza antes que el derecho, ha dicho Bismarck después de muchos otros; pero el día en que la fuerza esté al servicio del derecho no se halla tan lejos como parece. Si es cierto que las ideas de solidaridad se esparcen; si es cierto que las conquistas de la ciencia empiezan a penetrar en las capas más profundas; si es cierto que el haber moral se convierte en propiedad común, los trabajadores que tienen al mismo tiempo que el derecho la fuerza ¿no se servirán de ella para hacer la revolución en beneficio de todos? Contra las masas asociadas ¿qué podrán hacer los individuos aislados, aunque estén en posesión del dinero, de la astucia y de la inteligencia, cosa esta última nada probable? Las gentes autoritarias y gubernamentales desesperando de dar a su causa una moral que les fortalezca, la confían a la fuerza, única superioridad que desean poseer. No nos sería difícil citar ejemplos de ministros que no han sido elegidos por su gloria militar, ni por su noble genealogía ni por su talento y elocuencia, sino sencillamente por su falta de escrúpulos. Desde este punto de vista, se tiene en ellos plena confianza porque ningún prejuicio les detiene en la conquista del poder y la defensa del privilegio.

En ninguna de las modernas revoluciones hemos visto a los privilegiados defender personalmente su causa. Siempre se han apoyado en las armas de los pobres, a quienes han atrofiado con lo que ellos llaman la religión de la bandera y han educado para ser, según su propia expresión, mantenedores del orden. Seis millones de hombres, sin contar la policía alta y baja, se emplean en este trabajo en Europa. Pero estas fuerzas pueden desorganizarse, pueden recordar los lazos de origen y de porvenir que las unen a la masa popular, y en este caso el brazo que las dirige puede carecer de vigor. Compuestas casi en su totalidad de proletarios, llegará un día seguramente que serán para la sociedad burguesa lo que los bárbaros a sueldo fueron para la sociedad romana: un elemento de disolución. La historia abunda en ejemplos de locuras colectivas, por las que han sucumbido los poderosos, hasta los que han conservado en todos los casos la fuerza de carácter. Y esta energía de carácter no la tienen todos los dirigentes, porque con frecuencia se han visto gentes de estas que no son otra cosa que simples degenerados, sin bastante energía y fuerza física para abrirse paso a través de un tabique sencillo ni suficiente dignidad para dejar a los niños y las mujeres salir delante de ellos huyendo de un incendio. Cuando los desheredados se hayan unido por los intereses de oficio a oficio, de nación a nación, de raza a raza o espontáneamente de hombre a hombre; cuando conozcan bien su finalidad, no cabe duda que el momento de emplear la fuerza para defender la libertad común no se hará esperar. Por muy poderosos que sean los privilegiados de entonces, su fuerza resultará insignificante enfrente de todos los que, reunidos por una sola aspiración, se levantarán contra ellos para conquistar definitivamente el pan y la libertad.

Índice del libro Evolución, revolución y anarquismo de Eliseo ReclusCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha