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VI

Esperanzas ilógicas. Inflexibilidad inevitable del capitalismo. Empeoramiento moral de todos los partidos que conquistan el poder: monárquicos, republicanos, socialistas. El sufragio universal y la evolución fatal de los candidatos. EI 1° de Mayo. Desdoblamiento de los partidos.

Hay almas ingenuas que esperan que todo se arreglará de buen grado y que un día de revolución pacífica bastará para que los defensores del privilegio cedan sin violencia a los deseos de los desheredados. Nosotros confiamos, en efecto, en que cederán alguna vez, pero cuando este caso llegue sabemos que el sentimiento que les guíe no será seguramente espontáneo. La proximidad de un mundo futuro, y sobre todo la fuerza de los hechos realizados llevando en sí el carácter de irrevocables, les impondrán un cambio de rumbo; no cabe duda de que se modificarán, pero será cuando vean la imposibilidad absoluta de continuar por el camino seguido.

Estos tiempos están todavía muy lejanos. En la naturaleza de las cosas está el que todos los organismos funcionen en el sentido de sus movimientos normales: pueden detenerse, romperse, pero no funcionar al revés. Toda autoridad procura engrandecerse en detrimento del mayor número posible de individuos; toda monarquía tiende forzosamente a dominarlo todo. Por un Carlos V que, refugiado en un convento, asiste desde lejos a la tragicomedia de los pueblos, ¿cuántos soberanos cuya ambición de dominio no ha sido jamás satisfecha pueden compararse, salvo la gloria y el genio, a otros tantos Alejandro, César y Atila? Lo mismo sucede con los detentadores de la riqueza; los que hartos de ganar dan sus riquezas para una buena obra son extremadamente raros, y hasta los que tuvieran la prudencia de moderar sus ambiciones no podrían realizar sus deseos: el medio ambiente en que se hallan continuaría trabajando para ellos; el capital no cesa de producir rentas al interés compuesto. Desde el momento en que un hombre se halla investido de una autoridad cualquiera, sacerdotal, militar, administrativa o financiera, su tendencia natural es funcionar sin control; todo carcelero cierra la puerta del calabozo con una especie de orgullo glorioso; no hay guarda de campo que no vigile la propiedad de los ricos con miradas de odio hacia el pobre merodeador, y no hay alguacil a quien no le inspire un soberano desprecio el pobre desahuciado o avisado para comparecer ante los tribunales.

¡Y si los individuos que tienen escasa representación en la gradación autoritaria se sienten enamorados de la parte de Rey que representan, cuánto peor son los cuerpos constituidos teniendo tradiciones, poder hereditario y punto de honor colectivo! Se comprende que un individuo sometido a una influencia particular pueda ser accesible a la razón o a la bondad, y que poseído de una piedad repentina abdique de su poder y de su fortuna, feliz de encontrar la paz y de ser acogido como hermano por los que antes oprimía consciente o inconscientemente; ¿pero cómo esperar un acto parecido de toda una casta de hombres liados los unos a los otros por la cadena de los intereses, por ilusiones y convencionalismos particulares, por amistades, por complicidad, y hasta por crímenes? Cuando la fuerza de la jerarquía y el apoyo de mutuos servicios sostiene el conjunto de las clases directoras como una masa compacta, ¿en qué puede fundarse la esperanza de que un día depongan el poder para convertirse en nuestros iguales? ¿Creen acaso que algún rayo de gracia puede humanizar a esta casta enemiga que se llama clero, ejército y magistratura? ¿Es posible imaginarse lógicamente que semejante raza pueda tener un acceso de virtud y ceder a otra razón que no sea el miedo? Es una máquina viva, compuesta de engranajes humanos, pero esto no obstante, funciona como animada por una fuerza ciega, y para detenerla será necesario todo el poder colectivo de una revolución social.

Admitiendo, sin embargo, que los buenos ricos entraran en el camino de Damasco, iluminados de pronto por un astro resplandeciente, y se sintieran convertidos, renovados como por encanto; admitiendo, además, cosa que nos parece imposible, que adquirieran conciencia de su egoísmo pasado y se despojaran inmediatamente de sus fortunas en beneficio de cuantos fueron por ellos explotados, presentándose en la asamblea de los desheredados, para decirles: Tomad; aun admitiendo todo esto la justicia no se habría establecido todavía: quedarían en una situación falsa ante la historia y nos los presentarían luego de un modo mentiroso. Así los aduladores interesados han ensalzado a los padres para explotar a los hijos. Así han ponderado en términos exaltados y elocuentes la noche del 4 de Agosto, como si en el momento en que los nobles abandonaron sus títulos y privilegios, abolidos ya por el pueblo, hubieran resumido todo el ideal de la Revolución francesa. Si se rodea de un nimbo glorioso un abandono ficticio, impuesto por la presión de los acontecimientos, ¿qué no se diría de un abandono real y espontáneo de la fortuna mal adquirida de los antiguos explotadores? Sería cosa de temer el que la admiración y el reconocimiento públicos les restituyera sus cedidos privilegios. No; es preciso para que la justicia se realice, para que las cosas adquieran su natural equilibrio, que los oprimidos se levanten por su esfuerzo propio; que los explotados tomen posesión de su bienestar; que los esclavos conquisten su libertad, y todo esto no lo conseguirán realmente sino ganándolo en la lucha.

Conocemos a los pobres enriquecidos. El orgullo de la fortuna y el desprecio al pobre son la nota característica de todos ellos. Al montar a caballo -dice un proverbio turcomano-, el hijo no conocerá a su padre. En subiendo en un carro -añade la sentencia india-, el amigo ya no ve a sus amigos. Pero toda una clase enriquecida es bastante peor que un individuo salido de la pobreza: ella no permite a ninguno de sus miembros que aislado obre fuera de sus instintos de clase, de los comunes apetitos, y por eso ruedan todos por la misma vía fatal. El huraño comerciante que discute brutalmente el céntimo, es temible en verdad: ¿pero qué diremos de toda una compañía moderna, y de toda una sociedad capitalista constituida por acciones, obligaciones, crédito, etc.? ¿Cómo moralizarla con todos sus papelotes y dinero? ¿Cómo inspirarle el sentimiento de la solidaridad hacia los hombres que pretenden cambiar el estado social actual? Una casa de banca compuesta por puros y buenos filántropos, no dejaría de descontar sus comisiones, intereses y primas; no sería sensible a las lágrimas que con frecuencia representan algunas piezas de cobre o plata, penosamente recogidas, y las arrancaría con crueldad para meterIas en sus arcas de valores. Se nos dice a veces que debemos esperar a que el tiempo haga su obra, dulcificando las costumbres y produciendo tal vez la reconcilación final; pero los que así piensan, ¿creen verdaderamente que las cajas de hierro van a enternecerse y que cesarán en sus funciones las formidables mandíbulas del agio que roen sin cesar generaciones y más generaciones humanas?

Si el capital, sostenido por toda la liga de los privilegiados, conserva su fuerza poderosa, pronto seremos esclavos de sus máquinas, simples cartílagos adhiriendo los engranajes a los ejes de hierro o acervo Si a los ahorros reunidos en las cajas de los banqueros se añaden sin cesar los nuevos despojos llevados a cabo por individuos responsables solamente ante el libro de caja, inútil es hacer llamamientos a la piedad, porque nadie oirá nuestras quejas. Contra el tigre le es posible a la víctima alguna defensa: contra los libros de banca, ninguna; sus fallos no admiten apelación; los hombres y los pueblos mueren aplastados por el peso de esos archivos cuyas páginas silenciosas nos relatan con cifras la obra inhumana que ellos representan.

Nosotros, durante nuestra vida, ya bastante larga, hemos visto sucederse las revoluciones políticas y podemos hacernos una perfecta idea del cambio incesante que sufren las instituciones basadas en el ejercicio del poder. Hubo un tiempo en que la palabra República nos producía delirios de entusiasmo; nos parecía que este término estaba compuesto de mágicas sílabas, y que el mundo se renovaría el día en que se pudiera pronunciar en alta voz en las calles y plazas. ¿Y quiénes eran los que ardían de ese amor místico por el advenimiento de la era republicana y veían con nosotros, en ese cambio exterior, la inauguración de todos los progresos políticos y sociales? Pues los mismos que actualmente gozan de prebendas y de excelentes colocaciones y adulan con interesada amabilidad a los asesinos de los armenios y a los grandes capitalistas. Yo no puedo creer que en aquellos tiempos, ya lejanos, todos los que ahora han medrado fueran refinados hipócritas. Algunos había, sin duda, que husmearían el aire para orientar su barca; pero la inmensa mayoría eran sinceros; sentían el fanatismo de la República y aclamaban de todo corazón la trilogía Libertad, Igualdad y Fraternidad; y al día siguiente al de la victoria aceptaban con sencillez las funciones retribuidas con la firme esperanza de que su entusiasmo por la causa común no decaería jamás. Algunos meses después, cuando estos mismos republicanos estaban en el poder, otros republicanos se arrastraban penosamente por las calles de Versalles, andrajosos y doloridos, entre dos filas de soldados. La multitud les insultaba, les escupía la cara; y ¡en esta multitud de odiosas figuras, los cautivos veían a sus antiguos compañeros de lucha, de ideas y esperanzas!

¡Cuánto camino hemos recorrido desde el día en que los revolucionarios de la víspera fueron los conservadores del día siguiente! La República, como forma de gobierno, se ha afirmado, y en la medida de su fortaleza ha degenerado hasta el punto de servir para todas las tiranías. Como un mecanismo de relojería o como la marcha de una sombra proyectada sobre una pared, todos los jóvenes fervientes que adoptaban actitudes heroicas para ponerse ante un policía, se han convertido en gentes prudentes y timoratas, pidiendo reformas con medida, o bien se han satisfecho con toda clase de goces y privilegios. ¡La mágica Circe, o mejor dicho, la lujuria de la fortuna y el poder los ha convertido en cerdos! Su misión actual es la de fortificar las instituciones que combatieron en otro tiempo: a esto llaman ellos consolidar las conquistas de la libertad, acomodándose perfectamente a todo lo que antes los indignaba. Ellos, que en otro tiempo trinaban contra la Iglesia, se complacen actualmente con el Concordato, y llenos de respeto por el señor obispo de la Diócesis, le colman de halagos y presentes. Los que hablaron con facundia de la fraternidad universal se sienten ultrajados en nuestros días cuando oyen pronunciar las mismas palabras que ellos emplearon en otro tiempo; los que combatieron con entusiasmo el impuesto de sangre son los mismos que recientemente han convertido en soldados a los niños y los ancianos. Insultar al ejército, es decir, denunciar las torpezas y los crímenes del autoritarismo sin límites y combatir la obediencia pasiva que a los hombres impone, es para ellos el mavor de los crímenes. Faltar el respeto al inmundo cobrador del impuesto sobre las prostitutas, al abyecto polizonte o a cualquier otro tipo de los que representan autoridad, es ultrajar a la justicia y a la moral. No hay ninguna institución, por antipática que sea, que no pretendan consolidar; gracias a ellos, la Academia, tan infamada en otro tiempo, ha ganado cierta popularidad: bajo la cúpula del Instituto se pavonean cuando uno de ellos, por adulador y soplón, adquiere el alto honor de que en su traje de corte irreprochable crezcan las palmas verdes, nutridas con la savia de la nulidad y la bajeza. La cruz de la Legión de Honor era objeto de risa para ellos; hoy las han inventado de nuevos colores: amarillas, verdes, azules. Lo que llaman República es un Estado que abre sus puertas al traidor rebaño de los que aborrecen hasta su nombre: a los heraldos del derecho divino, a los cantores de Silabus ¿Cómo queréis que entren en razón? ¿No están en su ambiente, rodeados de aduladores y serviles que los ensalzan y apoyan con la cabeza descubierta?

Pero no se trata aquí de criticar ni juzgar a los que, por lenta corrupción o cambios bruscos en sus opiniones, han pasado del culto a la santa República, al del poder y los abusos consagrados por el tiempo.

La carrera que han hecho es la única que fatalmente podían hacer. Admitieron siempre que la sociedad debía estar constituida en Estado, con jefe y legisladores; y se inspiraban en la noble ambición de servir a su país, consagrándose a la defensa de su propiedad y de su gloria. Aceptaban el principio; lo que había de suceder alguien lo tenía previsto: hoy lo sabemos todos; el fúnebre sudario de miles de cadáveres sirve de envoltura a nuestros nietos. Republicanos y República han llegado a ser la triste cosa que nosotros nos imaginábamos. ¿Por qué irritarnos, pues? Es ley natural que el árbol produzca su fruto y que todo gobierno florezca y fructifique en caprichos, tiranías, usura, perfidias, asesinatos v desgracias.

Desde el momento en que una institución se funda, aunque sea para suprimir abusos, crea inmediatamente otros nuevos por el hecho mismo de su existencia; es preciso que se adapte a un ambiente malo y que funcione de un modo patológico. Los iniciadores pueden obedecer a un noble y sincero ideal; los empleados, al contrario, no tienen otro interés que el de velar por sus emolumentos y por la duración de su empleo. Desean, tal vez, que la obra se lleve a feliz término, pero lo más tarde posible. Para ellos, la tarea que la institución se ha impuesto no tiene gran importancia; lo esencial son los honores que confiere, los beneficios que produce y la pereza que autoriza. Así sucede, por ejemplo, que una comisión de ingenieros nombrada para atender las quejas de algunos propietarios expropiados para la construcción de un viaducto atienda a todo menos a las quejas. Lo natural y sencillo, al parecer, sería estudiar las reclamaciones formuladas para contestadas con perfecta equidad. Pues no; les parece más ventajoso no admitir ninguna reclamación durante algunos años y emplear los fondos que la atención de éstas distraería en realizar una nueva nivelación del terreno, ya hecha y rehecha. El objeto es enredar y alargar la cosa; a un papelerío costoso, añadir otro no menos caro.

Es una ilusión quimérica creer que la Anarquía, ideal humano, pueda derivarse de la República, forma gubernamental. Las dos evoluciones se hacen en sentido inverso, y el cambio no puede realizarse si no es por una ruptura brusca, es decir, por la revolución. Con decretos hacen o quieren hacer los republicanos la felicidad del pueblo, y por la policía y la fuerza tienen la pretensión de sostenerse. Como el poder radica en la fuerza y sólo con el empleo de ésta podrán mantenerse, su primer cuidado será siempre poseerla y consolidar todas las instituciones que le faciliten el gobierno de la sociedad. Tendrán la audacia de fortalecer y renovar su poder por la ciencia con objeto de dade una energía nueva, y por eso tal vez se emplean en el ejército los modernos explosivos y las terribles armas nuevas, dinamita, pólvora sin humo, cañones rayados, afustes a resorte y otras máquinas de guerra cuyo uso facilita la matanza de hombres. Con el mismo objeto han inventado en Francia la antropometría, convirtiéndola en ciencia exclusiva de la policía y método excelente para hacer de la nación un inmenso presidio. Empezaron por medir sólo a los criminales o supuestos tales, luego se sometió a esta medida a los sospechosos y dentro de poco tiempo, todos, menos las clases directoras. tendremos que sufrir las afrentas de infamantes fotografías. La policía y la ciencia se han abrazado, hubiera dicho el Salmodista.

Así, pues, nada bueno puede venir de la República ni de los republicanos detentadores del poder. En historia es una quimera o un contrasentido esperado. La clase que posee y que gobierna ha sido y será siempre fatalmente enemiga del progreso. El vehículo del pensamiento moderno, de la evolución intelectual y moral, es la parte de la sociedad que vive oprimida, que trabaja y sufre; es ésta la que elabora la idea, la que realiza, la que, empujando, pone en marcha constante el carro social, que los conservadores intentan en vano volcar en el camino, precipirándolo en el abismo y sumergiéndolo en el pantano.

Pero los socialistas -nos preguntarán algunos--, esos evolucionistas y revolucionarios, ¿están igualmente expuestos a traicionar su causa y realizarán a su tiempo el movimiento de regresión normal cuando los que de entre ellos ambicionan la conquista del poder lo hayan, en efecto, conquistado? Ciertamente, los socialistas, llegados al poder, procederán y proceden del mismo modo que sus predecesores los republicanos: las leyes de la historia no se alterarán en su favor. Una vez en posesión del poder, no dejarían de servirse de él para barrer todos los obstáculos que se opusieran a su desarrollo autoritario, encubriendo sus actos con el eterno sofisma de combatir a los elementos hostiles. El mundo está lleno de cándidos ambiciosos que viven con la quimérica esperanza de transformar la sociedad por una aptitud maravillosa y desconocida en el modo de mandar; luego, los mismos, cuando se ven ascendidos al rango de jefes o formando parte del gran mecanismo de otros funcionarios públicos, se dan cuenta de que su voluntad aislada no tiene ninguna ascendencia sobre el poder real y el movimiento íntimo de la opinión y que sus esfuerzos están expuestos a perderse totalmente en medio de la indiferencia y mala voluntad de cuanto les rodea. ¿Qué resolución pueden tomar, llegados a este terreno, si no es la de seguir la rutina gubernamental, enriquecer a su familia y colocar a sus amigos?

Sin duda, nos dicen algunos entusiastas socialistas autoritarios, que en las alturas del poder y el ejercicio de la autoridad hay grandes peligros para los hombres simplemente animados de buenas intenciones; pero este peligro no debe temerse en quienes han trazado una línea de conducta con un programa rigurosamente discutido entre compañeros, los cuales sabrían llamados al orden en caso de negligencia o de traición. Los programas se elaboran detenidamente y se firman y contrafirman; se publican en miles de documentos; se fijan en las paredes, en las salas, en todas partes, y no hay candidato que no los sepa de memoria; pero ¿es esto suficiente garantía? No obstante, el sentido de las palabras escrupulosamente debatidas varía de año en año, según la perspectiva y los acontecimientos: cada cual los interpreta conforme sus intereses; y cuando todo un partido ha llegado a ver las cosas de otro modo al que las veía en un principio, las más precisas declaraciones adquieren una significación simbólica y concluyen por convertirse en simples documentos históricos.

Los que ambicionan la conquista del poder deben, en efecto, emplear los medios que crean más eficaces para llegar a él. En las repúblicas con sufragio universal hay que trabajar al número, a la multitud. Los socialistas autoritarios admitirán con gusto al tabernero como cliente y se harán populares hasta sometiéndose a exámenes en cualquier bodegón; recibirán con la sonrisa en los labios a los electores, procedan de ésta o la otra clase social; fingirán, si así lo creen prudente, sacrificar el fondo por la forma; harán entrar a los enemigos en sus combinaciones; envenenarán completamente el organismo. En los países donde impere el régimen monárquico, muchos socialistas se declararán indiferentes ante la forma de gobierno, y hasta se dirigirán a los ministros del rey pidiéndoles apoyo para realizar sus planes de transformación social, como si lógicamente fuera posible conciliar la dominación de uno solo y el apoyo fraternal entre los hombres. Pero la impaciencia de obrar les impide ver los obstáculos y con la fe se imaginan poder transportar los montes. Lassalle anhela tener a Bismarck como asociado para la instauración de un mundo nuevo; otros se vuelven hacia el Papa rogándole que se ponga a la cabeza de la liga de los humildes, y cuando el pretencioso emperador de Alemania ha reunido a algunos filántropos y sociólogos en su mesa, no ha faltado quien ha dicho que el gran día empezaba por fin a amanecer.

Y si el prestigio del poder político, representado por el derecho divino o por el derecho de la fuerza, fascina todavía a ciertos socialistas, ¿qué no sucederá con otros poderes de origen popular conquistados por el sufragio restringido o el sufragio universal? Por conquistar votos, es decir, por captarse las simpatías de los ciudadanos, el candidato socialista ha de halagar todos los gustos, las inclinaciones y hasta los prejuicios de sus electores; ha de fingir ignorar todos los disentimientos, las disputas y antipatías, y tiene que ser el amigo o al menos el aliado de los mismos con quienes poco ha tuvo palabras gruesas. Entre los clericales habla del socialismo cristiano; entre la burguesía liberal se presenta como reformador moderado, y dirigiéndose a los patriotas hace alarde de valiente defensor de la dignidad cívica. En ciertos casos hasta se guarda bien de ponerse enfrente del casero o del patrono y llega a ofrecerle sus reivindicaciones como garantía de paz. El 1° de Mayo, que debía ser principio de verdadera lucha contra Su Majestad el Capital, se ha convertido en un día de fiesta como otro cualquiera. Con estas solapadas bajezas del candidato, el elector el primero, olvida poco a poco el lenguaje de la verdad que antes empleaba, y pierde la actitud intransigente del combate. Por la influencia de tanta mentira se cambian el espíritu y la idea, sobre todo en aquellos que han arribado al final ansiado cuando se sientan en los bancos de terciopelo del Parlamento, frente a la tribuna con franjas doradas. Llegados a este caso es cuando han de redoblar las sonrisas, los apretones de manos y los servicios.

La naturaleza humana lo quiere así, y de nuestra parte sería absurdo odiar a los jefes socialistas que, cogidos en el engranaje de los electores, concluyen gradualmente por modelarse en burgués con amplias ideas; se meten en condiciones determinadas, y las condiciones concluyen por determinarlos a su vez; la consecuencia es fatal y la historia debe limitarse a consignarla, a señalarla como un peligro para los revolucionarios que sin reflexión se arrojan en las lides políticas. Por lo demás, no debe exagerarse sobre los resultados de esta evolución socialista, porque la multitud de luchadores se compone siempre de dos elementos cuyos respectivos intereses difieren más cuanto más se distancian: unos deben abandonar la causa primitiva y otros continuar fieles a ella; este hecho es suficiente para efectuar una nueva selección de individuos y agruparlos con arreglo a sus afinidades verdaderas. Por eso hemos visto no hace mucho desmembrarse el partido republicano, dividiéndose en dos, oportunistas y socialistas. Estos, a su vez, tendrán que dividirse en dos igualmente; unos para adulterar el programa y hacerlo aceptable por los conservadores, y otros para conservar el espíritu de franca evolución y sinceramente revolucionario. Luego de haber tenido su momento de desilusión y hasta de escepticismo, dejarán que los muertos entierren a sus muertos y vendrán a ocupar un puesto al lado de los vivos. Pero que sepan que todo partido lleva en sí el espíritu de cuerpo y por consecuencia la solidaridad en el mal como en el bien. Cada miembro de este partido se hace solidario de las faltas, mentiras y ambiciones de todos sus compañeros y jefes: el hombre libre que de buen grado une su fuerza a la de otros hombres que obran impulsados por su propia voluntad, es el único que tiene derecho a condenar los errores y maldades de sus supuestos compañeros, y nadie puede hacerle responsable más que de sí mismo.

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