Índice del libro Evolución, revolución y anarquismo de Eliseo ReclusCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

V

El ideal evolucionista, el fin revolucionario. Pan para todos. La pobreza y la ley de Malthus. Suficiencia y superabundancia de recursos. Ideal del pensamiento, de la palabra, de la acción libres. Anarquistas, enemigos de la religión, de la familia y de la propiedad.

El objeto primordial de los evolucionistas concienzudos y enérgicos debe ser conocer a fondo la sociedad que reforman con su pensamiento; en segundo lugar deben procurar darse cuenta exacta de su ideal revolucionario. Y este estudio debe ser tanto más escrupuloso cuanto más amplio es para el porvenir el ideal que se defiende, porque todos, amigos y enemigos, saben que no se trata de pequeñas revoluciones parciales, sino de una revolución general que transforme el conjunto de la sociedad en todas sus manifestaciones.

Las condiciones mismas de la vida nos fijan el punto capital. Los gritos y lamentaciones que salen de los campos, de las chozas, de los sótanos, de los tugurios, nos lo repiten incesantemente: ¡Pan, pan; queremos pan! Toda otra consideración pierde importancia ante esta expresión colectiva de la necesidad primordial de todos los seres vivos. Siendo imposible la existencia misma si el instinto de alimentación no se satisface, es preciso llenar esta imperiosa necesidad, pero satisfacerla para todos, porque la sociedad no puede dividirse en dos partes, una de las cuales haya de continuar sin el derecho a la vida. Hace falta pan y esta expresión debe tomarse en el sentido más amplio, es decir reivindicando para todos los hombres no sólo los alimentos, sino su parte de alegria, con todas las satisfaccionesmateriales útiles a la existencia; con todas las necesidades que la fuerza y la salud física necesitan para su desarrollo. Según la expresión de un poderoso capitalista, a quien sin embargo atormenta el deseo de implantar la justicia, es preciso igualar el punto de partida para todos los que han de hacer el recorrido de la vida.

Con frecuencia nos preguntamos cómo los hambrientos, tan numerosos en todas las épocas, han podido soportar durante tantos siglos y soportan aun hoy las dolorosas angustias del hambre, consintiendo que sus cuerpos se debiliten hasta la inanición. La historia del pasado nos lo explica. Es que, en efecto, durante el período del aislamiento primitivo, cuando las familias poco numerosas o las tribus débiles tenían que hacer grandes esfuerzos por la vida y no podían invocar el lazo de la solidaridad humana, ocurría con frecuencia, y hasta muchas veces durante la existencia de una sola generación, que los productos no eran suficientes para satisfacer todas las necesidades del grupo. En este caso, ¿qué podían hacer sino resignarse, acostumbrarse lo mejor posible a vivir de hierbas y cortezas, a soportar largos ayunos esperando que la marea aportara el pescado, que la caña creciera en el bosque y que en la tierra ingrata germinara otra cosecha?

Así los pobres se acostumbraron al hambre. Esos hambrientos que vemos errar melancólicamente por delante de las cocinas y los escaparates de hoteles y rotiserías obedecen inconscientemente a la moral de la resignación, que tuvo razón de ser en la época en que el destino ciego hería al hombre de un modo irreparable y fatal. Esta moral no debe existir en una sociedad de abundancia y al lado de hombres que han escrito la palabra Fraternidad en todas partes y que no cesan de ponderar sus sentimientos de filantropía. No obstante, el número de desgraciados que se deciden a alargar la mano para tomar la comida expuesta a los ojos del transeúnte es insignificante todavía; y es que la debilidad física producida por el hambre aniquila la voluntad, destruye la energía y mata toda iniciativa. Por otra parte, la justicia actual es bastante más severa con los que se atreven a robar un pedazo de pan de lo que lo era la antigua justicia con los ladrones y asesinos. Nuestra moderna Temis ha puesto un pan de trescientos gramos en la balanza y ha convenido en que pesa tres años de presidio.

¡Siempre habrá pobres entre vosotros!, repiten con frecuencia los satisfechos, sobre todo los que conocen los textos sagrados y les gusta pronunciar con acento doliente melancólicas sentencias ... ¡Siempre habrá pobres entre vosotros! ... Esta expresión ha sido pronunciada por Dios, dicen los felices, y la repiten ellos poniendo los ojos en blanco, hablando con el fondo de la garganta para dar a su entonación mayor solemnidad. Y por esta apócrifa expresión, que suponen divina, creyeron los desheredados, en los tiempos de su pobreza intelectual, que todos sus esfuerzos serían estériles para llegar a su bienestar; sintiéndose perdidos en este mundo, volvieron los ojos hacia otro mundo más allá. Durante muchos siglos, de un modo vago, como la ignorancia siente todas las cosas, ha sido para los desgraciados motivo de consuelo el creer en el cielo: Moriremos de hambre y de dolor en este valle de lágrimas; pero en el cielo, al lado de Dios, donde el sol bienhechor acariciará tibia y eternamente nuestras frentes y la Vía Láctea nos servirá de alfombra, no tendremos necesidad de comer y sí en cambio la inmensa alegría vengadora de oír aullar a nuestros tiranos de hoy, roídos por el tormento y el hambre, por los siglos de los siglos. Actualmente hay aún muchos desgraciados que se dejan conducir por estos vaticinios, pero la mayor parte, al volverse más sabios, fijan sus miradas en el pan de esta tierra, que asegura la vida material, que crea carne y sangre, y reclaman su parte, enterados de que su derecho está justificado por la abundancia de riquezas que existen en la Tierra.

Las alucinaciones religiosas, cuidadosamente conservadas por los sacerdotes interesados, han perdido ya el poder para desviar a los hambrientos (aunque sean éstos cristianos) del camino de la conquista de ese pan que en otro tiempo se pedía a la benevolencia caprichosa del Padre que está en los cielos. Pero la economía política, pretendida ciencia, ha recogido la herencia de la religión, predicando a su vez que la miseria es inevitable y que si los pobres mueren de hambre la sociedad no puede ser de ningún modo responsable. Ver de un lado la multitud de desgraciados hambrientos y del otro unos cuantos privilegiados comiendo según su apetito y vistiendo según su capricho y hacer creer ingenuamente que no puede ser otra cosa, tal es la misión de la moderna economía política. Es cierto que en tiempo de abundancia sería posible partir y que en momentos de escasez todo el mundo podría racionarse de común acuerdo, pero tal modo de obrar supone una sociedad estrechamente unida por los lazos fraternales de la solidaridad. Este comunismo espontáneo no parece por ahora posible, y el pobre ingenuo que cree cándidamente, según el decir de los economistas, en la insuficiencia de productos, debe aceptar por consecuencia con toda resignación su infortunio.

Lo mismo que los pontífices de la ciencia, las víctimas del mal funcionamiento social repiten, cada uno a su manera, la terrible expresión contenida en la ley de Malthus: El pobre está de sobra. Esta fórmula que como axioma matemático lanzó al mundo el célebre eclesiástico protestante hace cerca de un siglo, parece haber encerrado a la sociedad en las formidables mandíbulas de su silogismo. Es infinito el número de miserables que repiten con tristeza para nosotros no hay cubierto en el banquete de la vida.

El famoso economista, que por otra parte era un hombre de bien, vino a dar fuerza a tan cruel conclusión apoyándola sobre un verdadero andamiaje de argumentos matemáticos: la población, decía, se doblará normalmente cada veinticinco años, mientras que las sustancias se acrecentarán, según una proporción menos rápida, resultando necesaria, por consecuencia, la eliminación anual de los individuos sobrantes. ¿Qué es preciso hacer, según Malthus y sus discípulos, para evitar que la humanidad se vea sometida al sacrificio de la miseria, del hambre y la peste? Cierto que nadie se atreve a exigir a los pobres que abandonen generosamente la Tierra ni que se sacrifiquen en holacausto de la santa economía política, pero no es menos cierto que se les aconseja privarse de dos goces de la familia: nada de mujeres, nada de hijos. Así entienden esta reserva moral que recomiendan a los trabajadores como procedimiento juicioso para solucionar el problema de la vida. Dejar en el mundo sucesión numerosa es lujo sólo permitido a los favorecidos por la suerte; tal es la moral económica.

Pero si los pobres faltos de provisión, a pesar de la moral consabida, altamente pregonada por los profesores, no quieren emplear los medios preventivos contra el aumento de población, la naturaleza se encarga de suprimir lo que excede. Y esta supresión en nuestra enferma sociedad se hace en forma infinitamente más amplia de lo que puede imaginario el espíritu del más sombrío pesimista. No son miles, sino millones, las vidas que anualmente reclama el dios de Malthus. No es difícil calcular aproximadamente el número de los que el destino económico ha condenado a muerte desde el día en que el bárbaro teólogo proclamó su pretendida ley que la incoherencia social se ha encargado de convertir en verdadera, al menos durante algún tiempo. En el curso de este siglo XIX tres generaciones se han sucedido en Europa. Consultando las tablas de mortalidad, se ve que la vida media de las gentes ricas, por ejemplo los habitantes de los barrios confortables y suntuosos de Londres, París y Berna, pasa de sesenta y llega hasta los setenta años. Estas gentes, sin embargo, por la desigualdad misma no hacen una vida normal y sana; los vicios las corrompen bajo todas las formas, pero el aire, la buena alimentación, la variedad en la residencia y las ocupaciones las fortalece y renueva. Las gentes esclavas de un trabajo sedentario o excesivo en cuyo ejercicio se ganan el pan, mueren, según la estadística confirma, entre los veinte y cuarenta años, o sea un término medio en Europa de treinta años. Es decir, que sólo viven la mitad del tiempo del que vivirían si fuesen libres y dueños de elegir profesión y residencia para su trabajo. Mueren precisamente en la edad en que la vida adquiere toda su intensidad; y cada año, al hacer la estadística de los muertos, nos encontramos con doble cantidad de los que sucumbirían en una sociedad de iguales. Así, pues, la mortalidad anual en Europa es aproximadamente de catorce millones de seres humanos, y puede decirse, sin temor a incurrir en error, que seis millones de entre ellos han sido asesinados por las bárbaras condiciones sociales en que se vive. ¡Seis millones de muertos por falta de aire puro, de comida sana, de higiene conveniente y trabajo humanitario! ... Pues bien; contad los muertos desde que Malthus habló, pronunciando anticipadamente su oración fúnebre sobre la inmensa hecatombe. Es cierto que más de la mitad de la humanidad se compone de gentes que no han sido invitadas al banquete social o que no hallan puesto libre y por consecuencia están condenadas a morir con la boca contraída por los deseos no satisfechos. La muerte preside la comida, y si ésta falta quedan separados de la vida los que llegan tarde. En las exposiciones vemos toda clase de instrumentos y fenómenos; admirables incubadoras donde todas las leyes físicas, todos los conocimientos de fisiología y todos los recursos de una industria ingeniosa pueden aplicarse para hacer vivir a seres nacidos antes del término natural, a los siete y hasta a los seis meses, tratándose de niños. Y estos seres condenados a morir antes de vivir, prosperan y llegan a ser robustos mozos, gloria de los sabios salvadores y orgullo de sus madres. Pero esa inmensa diferencia de progreso entre la ciencia y las condiciones económicas de la vida es motivo de que mientras por un lado se da vida a seres condenados fatalmente a morir, se asesina a millones de niños que por sus excelentes condiciones de nacimiento estaban destinados a vivir. En Nápoles, en un hospital de niños abandonados, según nos dicen en una memoria oficial los mismos directores del establecimiento, de novecientos cincuenta niños sólo tres quedan con vida.

La situación es, pues, horrorosa, pero una inmensa evolución se ha realizado anunciando la próxima revolución. Esta evolución ha puesto de manifiesto a la ciencia económica que, profetizando la falta de medios de subsistencia y la muerte inevitable de los desheredados, ha descubierto que la humanidad que sufre y pasaba como pobre hasta hace poco tiempo es poseedora de inmensas riquezas: el ideal de pan para todos no es una utopía. La Tierra es suficientemente vasta para abrigarnos a todos en su seno y bastante rica para dar la vida en la abundancia; produce mieses suficientes para que todos tengamos qué comer, plantas fibrosas para que podamos ir vestidos todos los humanos, y piedra y cal abundantes para que cada cual tenga su casa. Tal es el hecho económico en toda su simplicidad. No sólo que la tierra produce lo suficiente para vivir cuantos la habitan, sino que puede doblar el consumo de éstos. Y ello sin que la ciencia intervenga para hacer salir a la agricultura de sus procedimientos empíricos y poner a su servicio todos los recursos de que disponen actualmente la física, la química, la meteorología y la mecánica. En la gran familia humana el hambre no sólo es el resultado de un crimen colectivo; es además un absurdo, puesto que los productos exceden dos veces a las necesidades del consumo. Todo el arte actual de la repartición, tal cual hoy se entiende, entregado al capricho individual y a la competencia desenfrenada de especuladores y comerciantes, consiste en elevar los precios, retirando de la circulación los productos comprados casi por nada para venderlos luego encarecidos. Por esto sucede que no sólo se vende a precios elevados, sino que con ese vaivén los productos se corrompen, se pierden, perjudican la salud y la vida de la humanidad.

Los pobres andrajosos que pasan por delante de los grandes y pequeños almacenes saben por experiencia propia que la riqueza social es suficiente para que nadie carezca de lo necesario. Por todas partes vense ropas de sobra para abrigar su cuerpo, zapatos en demasía para calzar sus pies, frutas sabrosas y bebidas tonificantes para restaurar su estómago. Todo está en abundancia, y mientras que errantes dan vueltas por las calles mirando con ojos hambrientos cuanto los rodea, el comerciante piensa cómo se las arreglará para encarecer sus artículos. Sea como fuere, el hecho de que hay exceso de productos es cosa probada hasta la saciedad. ¿Por qué, pues, los señores economistas no consignan esta verdad en sus manuales de estadística? ¿Por qué hemos de ser nosotros, los revolucionarios, quienes lo hemos de decir? ¿Cómo explicar que los obreros sin cultura, conversando después del trabajo diario, demuestren saber más sobre el particular que los profesores más sabios de la Escuela de Ciencias Morales y Políticas? ¡Es acaso preciso convenir en que el amor al estudio no es entre los sabios verídico ni sincero?

Habiendo justificado plenamente la evolución económica contemporánea en nuestra reivindicación del pan, nos resta saber ahora si nos justifica igualmente en otra aspiración de nuestro ideal: la reivindicación de nuestra libertad. El hombre no vive de pan solamente, dice un viejo proverbio que continuará siendo siempre verdadero a menos que el ser humano regrese al estado puramente vegetativo; ¿pero qué sustancia alimenticia indispensable es ésta además de la del pan? La Iglesia nos ha predicado que es la palabra de Dios, y el Estado, que la obediencia a las leyes. Este alimento que desarrolla la mentalidad y la moralidad es el fruto de la ciencia, del bien y del mal; fruto del que los mitos de los hebreos y de todas las religiones que de éstos derivan, nos privan como alimento altamente funesto, como veneno moral viciando todas las cosas y condenando hasta la tercera generación a los descendientes de quienes lo han gustado. ¡Aprender! He aquí un crimen según la Iglesia y el Estado, pese a la opinión contraria de ciertos sacerdotes y agentes del gobierno que, involuntariamente, son gérmenes de herejía.

Aprender es, al contrario, la virtud por excelencia del individuo libre, emancipado de toda tutela autoritaria, tanto divina como humana. Y esta virtud rechaza, lo mismo que a la Iglesia y al Estado, a todos los que en nombre de una Razón suprema se arrogan el derecho de pensar y hablar por los demás y a los que, por voluntad del Estado, imponen leyes y una pretendida moral exterior, reglamentada y definitiva. Así, pues, el hombre que quiere desenvolverse y ser moral debe hacer absolutamente lo contrario de cuanto le recomiendan la Iglesia y el Estado: es preciso pensar, hablar y obrar libremente. Estas condiciones son indispensables para todo progreso.

¡Pensar, hablar y obrar libremente en todos los casos! ... El ideal de la sociedad futura, en contraste y sin embargo continuando la sociedad actual, se precisa con admirable exactitud. ¡Pensar libremente! ... Cuando se llega a este terreno, el evolucionista convertido en revolucionario se separa inmediatamente de toda la Iglesia dogmática, de todo ideal cerrado, de toda agrupación política con cláusulas obligatorias, de toda asociación pública o secreta en la que el socio haya de empezar por aceptar, so pena de traición, y sin discusión de ninguna especie, cuanto digan e impongan los jefes. No más congregaciones que sometan nuestros escritos a la aprobación del índice; no más reyes ni príncipes que nos pidan juramento de lealtad; no más jefes de ejército que nos impongan fidelidad a la bandera; no más ministros de instrucción pública que dicten lo que hayamos de aprender. Fuera los jueces que obliguen a un testigo a prestar un juramento ridículo y falso, que implica necesariamente una tontería, cuando no un mal, puesto que el juramento es en sí una mentira. Se acabaron los jefes de toda clase, funcionarios, maestros, amos o padres de familia, para imponerse como déspotas a los débiles.

¿Y la libertad de palabra? ¿Y la libertar de acción? ¿Son otra cosa que consecuencias lógicas de la libertad de pensar? La palabra no es otra cosa que el pensamiento que se ha vuelto sonoro; el acto es el pensamiento hecho visible. Nuestro ideal lleva consigo la libertad absoluta para todos los hombres de exponer su pensamiento en todos los casos y sobre todas las cosas, ciencia, política, moral, sin otra reserva que la del respeto a sus semejantes; lleva consigo igualmente el derecho para todos de obrar según su gusto, de hacer lo que quiera, al mismo tiempo que asocia naturalmente su voluntad a la de los demás hombres en todos los casos de obra colectiva; su libertad propia no puede limitarse por esta unión, sino al contrario, se engrandece gracias a la fuerza de la voluntad común.

Inútil es decir que esta libertad absoluta del pensamiento, de la palabra y la acción es incompatible con el sostenimiento de las instituciones que ponen toda clase de restricciones a la libertad de pensamiento, que fijan las palabras en forma de voto definitivo, irrevocable, y hasta pretenden obligar a los trabajadores a cruzarse de brazos, a morir de inanición ante el capricho de su amo. Los defensores de lo existente no se han engañado al calificar a los revolucionarios, en sentido general, de enemigos de la religión, de la propiedad y la familia. Sí; los anarquistas rechazan la autoridad de un dogma y la intervención de lo sobrenatural en su vida, y, en este sentido, cualquiera que sea el grado de entusiasmo que sientan por la lucha en defensa de su ideal de fraternidad universal, son enemigos de la religión. Sí; es cierto que quieren la supresión del tráfico matrimonial, y defienden la unión libre fundada en la afección mutua, el respeto propio y la dignidad de sus semejantes, y también en este sentido, por amantes y fieles que sean a los seres cuya vida está asociada a la de ellos, resultan ser enemigos de la familia. Sí, es cierto también que quieren suprimir el acaparamiento de la tierra, y, en este sentido, la felicidad que a todos produce el goce de ser dueños de todos los frutos del suelo, al igual que todos los seres humanos, es una prueba de que son enemigos de la propiedad.

Queremos la paz, ciertamente; la divisa de nuestro ideal es armonía entre todos los seres, y sin embargo la guerra nos rodea por todos lados. A lo lejos, en el horizonte de nuestro campo nos aparece la guerra todavía como dolorosa perspectiva, porque en la inmensa complejidad de las cosas humanas, la marcha hacia la paz va acompañada siempre de la fuerza. Mi reino no es de este mundo, decía el Hijo del Hombre, y sin embargo también él establecía diferencias entre el padre y el hijo, entre la madre y la hija. Toda causa, por mala que sea, tiene defensores, y aun amando a éstos, los revolucionarios debemos combatirlos.

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