Índice del libro Evolución, revolución y anarquismo de Eliseo ReclusCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

IV

Comprobación de la situación social contemporánea. Poder del capitalismo. Transformaciones aparentes de las instituciones y su regresión fatal. Estado, iglesia, magistratura, ejército, burocracia. Espiritu de cuerpo. Patriotismo, orden, paz social.

La emancipación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos, dijo la Internacional en su declaración de principios.

Esta expresión es verdadera hasta en su sentido más amplio. Si es cierto que los hombres llamados providenciales han pretendido siempre hacer la felicidad de los pueblos, no es menos cierto que todos los progresos humanos se han realizado gracias a la iniciativa de los revoltosos o de los ciudadanos ya emancipados. Es pues a nosotros a quienes directamente nos incumbe libertarnos, a los que continuamos oprimidos de cualquier modo que sea y nos hacemos solidarios de todos los hombres que sufren sobre la superficie de la Tierra. Pero para luchar es preciso saber. No es suficiente lanzarse furiosamente a la batalla como los cimbros o los teutones, mugiendo bajo la adarga o con un cuerno de auroch; ha llegado la hora de prever, de calcular las peripecias de la lucha y preparar científicamente la victoria que nos traerá la paz social. La condición principal para asegurar el triunfo es deshacernos de nuestra ignorancia. Hemos de conocer todos los prejuicios que se hayan de destruir, todos los elementos hostiles y obstáculos que se opongan a nuestro paso y además no desconocer ninguno de los recursos de que podamos disponer, ninguno de los aliados que la evolución histórica nos proporcione.

Queremos saber. No admitimos que la ciencia sea un privilegio y que los hombres colocados en lo alto de un monte como Moisés, sobre un trono como el estoico Marco Aurelio, sobre un Olimpo o un Parnaso de cartón, o sencillamente sobre un sillón académico, nos dicten leyes atribuyéndose un conocimiento superior de las leyes eternas. Es cierto que entre las gentes que hacen de pontífices por las alturas los hay que pueden traducir ajustadamente el chino, leer los cartularios de los tiempos merovingios y disecar el aparato digestivo de una rata; pero entre los nuestros los hay que saben hacer más y mejor, sin pretender por eso tener el derecho de mandarnos. Por otra parte, la admiración que sentimos por esos hombres no nos impide en modo alguno discutir con entera libertad las frases que se dignan dirigirnos desde las alturas de su imperio. No aceptamos ninguna verdad promulgada, queremos hacerla nuestra por el estudio y la discusión y sabemos desechar todo error, aunque aparezca garantizado con mil honrosas firmas. ¡Cuántas veces el pueblo ignorante ha tenido que reconocer dolorosamente que los sabios educadores no poseían otra ciencia que la de enseñarle a marchar hacia el matadero, entusiasmado y alegre, como los bueyes de fiesta coronados de guirnaldas y papel dorado!

Profesores forrados de diplomas nos han ponderado las ventajas que produciría un gobierno de altos personajes como ellos. Los filósofos, Platón, Hegel, Comte, han reclamado orgullosamente la dirección del mundo. Hombres de letras como Balzac y Flaubert, para no citar más que a los ya muertos, han reivindicado el derecho de los hombres de genio a la dirección política de la sociedad. ¡Que el destino nos libre de semejantes amos enamorados de su persona y llenos de desprecio hacia la vil multitud y hacia la inmunda burguesía. Fuera de su gloria nada tiene sentido; fuera de su camarilla todo son apariencias, sombras fugitivas. Y, sin embargo, en sus libros, por buenos que sean, nos demuestran esos genios que no son más que medianos profetas: ninguno de ellos tuvo sobre el porvenir una concepción tan amplia como el más insignificante proletario, y en sus escuelas jamás pudimos aprender a ser fuertes y buenos. En cuanto a esto, el más oscuro de cuantos luchan y sufren por la justicia puede enseñarnos más que ellos.

Por escaso que sea nuestro saber y limitados nuestros conocimientos históricos hemos llegado a comprender, con indiscutible exactitud, que los males que esta sociedad produce son infinitos y que no obstante es posible evitarlos. Los desastres continuos, que se repiten a diario, producidos por el régimen social, causan muchísimas más víctimas que cuantas ocasionan las revoluciones imprevistas de la naturaleza, inundaciones, tormentas, temblores de tierra y erupciones de volcán. Constituye un verdadero problema explicarse cómo los optimistas, los que a toda costa quieren que el existente sea el mejor de los mundos, pueden permanecer con los ojos cerrados ante la horrible situación en que viven millones y millones de seres humanos. Las diversas calamidades económicas o políticas, administrativas o militares, que pesan sobre las sociedades civilizadas -sin contar con las de las naciones salvajes- producen innumerables víctimas, y los afortunados a quienes no alcanza la desgracia hacen como que no se han enterado de esas hecatombes, procurando a todo trance vivir tranquilos, lejos de la verdad, como si todos los desastres humanos no fueran realidades tangibles que a todo el mundo alcanzan.

¿No es cierto que en Europa, algunos millones de hombres ataviados con el equipo militar, deben anular su pensamiento durante algunos años, adaptarse a las imposiciones del servilismo, subordinar toda su voluntad a la de un jefe y aprender a fusilar a padre y madre si cualquier déspota imbécil se lo exige? ¿No es cierto también que otros millones, funcionarios de más o menos categoría, viven igualmente esclavos, obligados a humillarse ante unos, a erguirse ante otros y hacer una vida convencional, completamente inútil para el progreso? Nadie ignora tampoco que todos los años millones de delincuentes, de perseguidos, de pobres, de vagabundos, de obreros sin trabajo, se ven encerrados en calabozos, sometidos a todos los tormentos de la soledad. Y como consecuencia de nuestras hermosas instituciones políticas y sociales es igualmente una dolorosa realidad que aún en nuestros días los hombres se odian de nación a nación, de casta a casta. La sociedad vive en tal desarreglo que, a pesar de los hombres generosos y de buena voluntad, el desheredado está expuesto a morir de hambre en medio de la calle, y el extranjero puede hallarse solo, completamente solo, sin un amigo, en una gran ciudad, donde miles de hombres que sin embargo pretenden ser hermanos, se agitan en todos sentidos. No es sobre un volcán, sino en el volcán mismo donde vivimos; en un infierno tenebroso, en el cual sin la esperanza de días mejores y la invencible voluntad de trabajar para la humanidad futura, no tendríamos otro remedio que dejamos morir, como hacen miles de desesperados cuyo número aumenta anualmente de un modo alarmante.

Así, el estado social nos aparece por todos lados malo, y esto es para nosotros el mejor elemento para evolucionar. ¡Conocer el dolor!, tal es el precepto de la ley búdica. Nosotros tenemos perfecto conocimiento del sufrimiento. Lo conocemos tan bien que en los establecimientos fabriles ingleses la enfermedad recibe el nombre de juego: experimentar el dolor corporal no es más que un juego para el esclavo acostumbrado al trabajo forzado de la fábrica (1). Pero ¿cómo escapar al sufrimiento, o sea, al segundo estado del conocimiento según Buda? Empezamos ya a saberlo gracias al estudio del pasado. La historia, por muy lejos que nos remontemos en la sucesión de las edades, por diligentes que seamos estudiando a nuestro alrededor las sociedades y los pueblos bárbaros o civilizados, nos dice siempre que toda obediencia es una abdicación, que todo servilismo es una muerte anticipada; nos dice también que todo progreso se ha efectuado en relación con la libertad, la igualdad y el buen acuerdo entre los ciudadanos; que todo siglo de descubrimientos fue un siglo durante el cual el poder religioso y el político estuvieron debilitados por la oposición y en el que la iniciativa individual había escapado a la opresión como esas matas de hierba que crecen entre las piedras de un palacio abandonado. Las grandes épocas del pensamiento y del arte que se suceden con largos intervalos durante el curso de los siglos, la época ateniense, la del Renacimiento y del mundo moderno, tomaron siempre la savia original en períodos de lucha incesante y de continua anarquía que ofrecían a los hombres enérgicos ocasión de combatir en defensa de la libertad.

Por atrasada que esté todavía nuestra ciencia de la historia, hay un hecho innegable que predomina en toda la época contemporánea y constituve la nota característica esencial de nuestra edad: el poder omnipotente del dinero. No hay, ni siquiera en el fondo de las más oscuras aldeas, un rústico que no conozca el nombre de uno de los potentados de la fortuna, cuyo poder es mayor que el de los reyes y los príncipes, y todos lo conciben en forma de Dios, imponiendo su voluntad al mundo entero. Y el ingenuo campesino no se equivoca. ¿No hemos visto recientemente algunos banqueros judíos o cristianos pagarse el delicado placer de jugar con las seis grandes potencias, de hacer maniobras a los embajadores y a los reyes y hacer firmar en las cortes de Europa las notas que ellos habían redactado en sus despachos? Ocultos en el fondo de sus palacios, impusieron a los pueblos la representación de una inmensa comedia, animada alegremente con bombardeos y batallas, amenizada con sangre. Actualmente saborean la satisfacción de tener establecidas sus oficinas en los despachos de los ministros, en las cámaras secretas de los reyes, desde donde dirigen a su antojo la política de los Estados por la necesidad de su comercio. Son amos de Grecia, Turquía y Persia; han puesto a China a disposición de sus empréstitos y se disponen a tomar en arriendo todos los demás Estados, pequeños y grandes. No quieren ser reyes ni príncipes, pero son los acaparadores del dinero, símbolo ante el cual se prosterna todo el mundo.

Otro hecho histórico evidente se impone a la conciencia de todos los que estudian. Este hecho, causa de que todos los hombres de más buena voluntad que razón pierdan los bríos que para la lucha se necesitan, es que todas las instituciones humanas, todos los organismos sociales que no evolucionan, deben, en virtud de su estacionamiento, dar origen a conservadores de uso y abuso, a parásitos, a explotadores de toda especie, que se convierten en focos de reacción en el conjunto de las sociedades. Lo mismo si las instituciones son muy antiguas y para conocer sus orígenes es necesario remontarse a los más remotos tiempos o a la época de las leyendas y los mitos, que si nacieran de alguna revolución popular, producirán todas, en la proporción de su intensidad y fuerza, el mismo fenómeno de momificación en las ideas, de paralización de las voluntades, de supresión de libertad, de muerte para las iniciativas.

La contradicción entre las circunstancias revolucionarias que crearon la institución y su modo de funcionar es a menudo chocante; los efectos producidos son, casi siempre, absolutamente contrarios a la idea que tuvieron sus infelices fundadores. Al nacer, se gritaba: ¡Libertad!, ¡libertad!, y el himno de Guerra a los tiranos sonaba en las calles con desbordamiento de fe y entusiasmo; pero los tiranos, protegidos por la rutina en que se han informado siempre los actos colectivos, han encontrado una grieta para meterse en el movimiento, y con su espíritu de regreso invaden gradualmente toda institución. Cuanto más tiempo vive ésta, más temible se hace porque llega hasta pudrir el suelo sobre el que se reposa y apesta la atmósfera que la rodea. Los errores que consagra, la perversión de ideas y sentimientos que justifica y recomienda, toman tal carácter de retroceso y santidad, que apenas si hay un audaz bajo su dominio que intente atacarla. Cada siglo acrecienta la autoridad, y si al cabo sucumbe, como todo, en el infinito del tiempo, es porque vive en perpetuo desacuerdo con el conjunto de hechos nuevos que surgen a su alrededor.

Tomemos por ejemplo la primera de todas las instituciones, la realeza, que precedió hasta al culto religioso y a la existencia del hombre, ya que existió en algunas tribus animales; tomó cuerpo en los espíritus la necesidad de un rey y esta necesidad ha perdurado a través de los tiempos. ¡Cuán numerosos eran en Francia los individuos que se creían haber nacido para querer y adorar al rey en la época misma en que La Boétie escribía su Contr' Un, obra admirable de lógica, honradez y sencillez! Yo recuerdo todavía el estupor que la proclamación de la República produjo entre los campesinos en 1848: Nos es preciso un rey, repetían llenos de anhelo; y en efecto, no tardaron en tener el amo, sin el cual no podían imaginarse que fuera posible la vida social. Su mundo político tenía que ser a imagen y semejanza de su mundo familiar, en el cual reivindicaban la autoridad, la fuerza y hasta la violencia. De una parte la fascinación de los diversos ejemplos de los reyes, y de otra la herencia de servilismo que tan difícilmente se elimina de la sangre, los nervios y el cerebro, tenían sus ojos tan cerrados a la razón que, a pesar de los hechos realizados, no podían admitir esta revolución de las ciudades cuya trascendencia moral no había llegado a las poblaciones rurales.

Afortunadamente los reyes mismos se han encargado de destruir su antigua divinidad. Ya no se mueven en un mundo desconocido por el vulgo, sino que, descendidos del imperio, se presentan bien a su pesar, con todo su fárrago de imbecilidades, de caprichos, de pobrezas y ridiculeces; actualmente se los ve y se los puede estudiar por todos sus lados y bajo todos los aspectos. Como cualquier mortal, podemos verlos en fotografías y sorprenderlos con nuestras instantáneas, someterlos a los rayos catódicos para estudiar hasta sus vísceras. Han cesado de ser reyes para convertirse en simples hombres, quedando expuestos a las adulaciones bajamente interesadas de unos y al odio, la risa y el desprecio de otros. Por eso para dar vida a la monarquía es preciso hacer en su defensa grandes esfuerzos. Hay que presentar a los reyes como soberanos responsables, como ciudadanos que personifican con su majestad la mejor de las Repúblicas y con todos esos enjalbegamientos exteriores del régimen monárquico pueden sostenerlos en ciertas regiones durante muchísimos años, lo cual prueba por sí solo la lentitud de las evoluciones que producen revoluciones parciales, y han de preceder por ley fatal de la historia, a la revolución completa y lógica que llevará a nuestra especie a la libertad. Bajo todas sus transformaciones, el Estado, aunque fuera popular, tiene como principio un defecto de origen, la autoridad caprichosa de un jefe y por consecuencia la disminuci6n o pérdida completa de la iniciativa del individuo. El Estado ha de ser necesariamente representado por hombres, y estos hombres, en virtud de hallarse en posesión del poder y por la definición misma de la palabra gobierno bajo la cual se amparan, tienen más campo abierto a sus pasiones que la multitud de gobernados.

Otras instituciones, las de los cultos religiosos, han adquirido una ascendencia tal sobre los espíritus, que muchos historiadores, libres de apasionamientos, han creído en la imposibilidad absoluta de que los hombres puedan emanciparse de tan ominosa tutela. En efecto, la imagen de Dios, que la ignorancia popular ve resplandecer en lo más alto del cielo, no es cosa fácil de derribar. Por más que en el orden lógico del desarrollo humano la organización religiosa haya seguido el movimiento político y que los sacerdotes se hayan convertido en jefes, porque toda imagen supone una realidad primera, no obstante, la altura suprema en que habían colocado esta ilusión, para hacerla inaccesible a la razón inicial de toda autoridad terrestre, le daba un carácter augusto por excelencia. Los creyentes se dirigieron siempre a un poder soberano y misterioso, al Dios desconocido, y en un estado de temor pavoroso que anulaba toda idea, todo espíritu de crítica y juicio personal, la adoración fue, y es aún hoy, el único sentimiento que los sacerdotes consintieron a los fieles.

Para tomar posesión de sí mismo, para recuperar el derecho de pensar con libertad y conquistar la independencia de hombre libre -herético o ateo- tenía que luchar con energía, reconcentrando todos los esfuerzos de su ser, y la historia nos dice lo que costó esta evolución durante las épocas sombrías de la dominación eclesiástica. Actualmente la blasfemia no es el crimen de los crímenes; pero el antiguo atavismo, transmitido por herencia, flota todavía en el espacio a los ojos de la multitud.

Su influencia perdura aunque modificándose cada día y adaptándose a las dudas de las ideas modernas hace suyos los descubrimientos científicos, por más que exteriormente tenga la audacia de despreciarlos y envilecerlos. Todos esos cambios de costumbres ayudan a la Iglesia y a todos los cultos religiosos al mismo tiempo a mantener su autoridad sobre los espíritus, haciendo sabias mixturas entre las viejas mentiras y las verdades nuevas. Los pensadores no deben olvidar jamás que los enemigos del pensamiento son al mismo tiempo, por la lógica de las cosas, los enemigos de toda libertad. Los autoritarios están perfectamente de acuerdo en que la religión es la llave del arco que fortalece su templo: ¡El Sansón popular debe derribar las columnas que lo sostienen!

¿Qué diremos de las instituciones de justicia? Sus representantes, al igual que los sacerdotes, se llaman infalibles; y la opinión pública, aunque unánime, no puede arrancarles una víctima cualquiera, injustamente condenada. Los magistrados odian al hombre que sale de la cárcel y puede reprocharles justamente su infortunio y el peso infamante de la reprobación social que monstruosamente echaron sobre su espalda. Sin duda que no pretenden que la divina inspiración ilumine su entendimiento; pero la justicia, por más que sea una simple abstracción, ¿no es considerada como una diosa y su estatua se levanta en los palacios? Como los reyes, que en otro tiempo fueron absolutos, los magistrados han tenido que sufrir alguna restricción en su majestad. En nuestros días sus dictados se pronuncian en nombre del pueblo, pero so pretexto de que defienden la moral, se hallan igualmente investidos de suficiente poder para ser criminales ellos mismos, condenando a un inocente a presidio o dejando en libertad a un potentado facineroso. Disponen de la espada de la ley y de la llave del calabozo; es un placer para ellos el torturar material y moralmente a los detenidos por la prisión preventiva, por las amenazas y las promesas pérfidas del acusador, llamado Juez de Instrucción; ellos levantan la guillotina y oprimen el tornillo del cadalso; educan al policía, al soplón, al cobrador del impuesto sobre la prostitución, y ellos son también los que forman, en nombre de la defensa social toda esa odiosa infamia de la baja represión, que es lo más ruin y corrompido que puede existir en la basura y el cieno.

En lo que respecta a otra institución, el ejército, veamos lo que ocurre. En todos los países donde el espíritu de libertad sopla con bastante fuerza como para que los gobernantes consideren necesario el engaño, el ejército es presentado como pueblo armado (!) Pero hemos aprendido, por dura experiencia, que si el personal de los soldados se ha renovado, el cuadro continúa siendo el mismo, y el principio no ha variado. Los hombres no se compran directamente en Suiza o Alemania; los soldados de hoy no son lansquemetes y reítres (2), ¿pero son acaso más libres? ¿Las quinientas mil bayonetas inteligentes de que se compone el ejército de la República francesa tienen el derecho de manifestar esa inteligencia cuando el cabo, el sargento o cualquier otro jefe grita: -Silencio en las filas?

Y no es sólo la lengua lo que ha de enmudecer, sino también el pensamiento. ¿Qué oficial, salido de la escuela o de las filas, noble o burgués, toleraría que en la multitud alineada ante él germinara una idea diferente a la suya? En su voluntad reside la fuerza colectiva de toda esa masa que se mueve o se detiene con un gesto, un ademán o una mirada. El jefe manda, y sin vacilación ni duda es preciso obedecer. ¡Apunten! ¡Fuego! y no hay más remedio que tirar sobre los chinos, los negros, los árabes del Atlas o los habitantes de París, amigos o enemigos. ¡Silencio en las filas! Y si cada año el nuevo contingente que el ejército devora debiera inmovilizarse como la disciplina ordena, ¿no sería vana esperanza creer en mejorar el régimen bajo el cual perecen moral y materialmente cuantos a él se someten?

El emperador Guillermo dice: Mi flota, y aprovecha todas las ocasiones para decir a sus soldados que son objetos suyos, en propiedad física y moral, y no deben detenerse un momento en matar a su padre o a su madre si él, el amo, les señala como blanco esos seres queridos. Ese es el lenguaje del tirano; pero sus palabras monstruosas tienen el mérito de expresar lógicamente el concepto autoritario de una sociedad instituida por Dios.

Si en los Estados Unidos o en la libre Helvetie el general procura con prudencia no repetir las arengas imperiales, no por eso dejan de ser su norma de conducta en lo íntimo de su corazón, y cuando llega el momento de aplicarlas, no duda un instante. En la gran República americana, el presidente Mac Kinley lleva al rango de general a un héroe que aplica a los prisioneros filipinos la tortura del agua y que ordena fusilar en la isla de Samar a todos los niños de más de diez años; y en el pequeño cantón suizo de Uri, otros soldados imponen el orden disparando sus fusiles sobre sus hermanos los obreros. En cualquier país del mundo el hombre no puede hacer esfuerzos para convertirse en dueño de sí mismo, porque lesiona su dignidad moral, su voluntad y su iniciativa la cruel imposición de tener que sufrir durante algunos años un género de vida que soporta todas las groserías e insultos que puedan ocurrírsele a un galoneado y la obligación de matar a los suyos si así se lo ordenan. El soldado qúe ha conseguido callarse durante tres o más años, vuelve a su casa libre de todo castigo aparente, pero trae en el fondo de su alma, las más de las veces, hábitos de esclavitud que le hacen más inútil para la sociedad que si hubiera ido a una colonia penitenciaria; la imposición del silencio y la obediencia han hecho enmudecer su dignidad y su cerebro.

Como la magistratura y el ejército son las demás instituciones, llámense liberales, protectoras o tutelares. Por su funcionamiento mismo ¿no son malhechoras, autoritarias y abusivas? Algunos escritores cómicos se han burlado de las estulteces del gobierno y de la administración gubernativa, pero por risibles que resulten éstas, sus efectos son siempre funestos porque producen víctimas con frecuencia inconscientemente, como consecuencia de un estado de cosas en completo desacuerdo con la naturaleza y con la vida. Además de otros muchos elementos corruptores, favoritismo, papelerío, insuficiencia de ocupación útil, el hecho de haber instituido, reglamentado, llenado de trabas, multas, gendarmería y carceleros el conjunto más o menos incoherente de concepciones políticas, religiosas, morales y sociales de hoy para imponerlas a los hombres de mañana; este hecho absurdo en sí, no puede producir más que consecuencias contradictorias y desgraciadas. La vida, en la que surgen incidentes imprevistos continuamente y que sin cesar ha de renovarse, no se puede adaptar a condiciones elaboradas para un tiempo que pasó a la historia. No sólo la complicación y el enredo de los engranajes hacen imposible o retardan la solución de los más sencillos problemas, sino que la máquina toda cesa a veces de funcionar cuando los asuntos de gran importancia exigen su funcionamiento, y en estos casos han de vencerse las dificultades por golpes de Estado: los soberanos, los poderosos, se lamentan de que la legalidad los mata y se salen de ella bravamente para entrar en el derecho. El éxito legitima sus actos a los ojos de la historia; el fracaso los coloca entre los facinerosos. Lo mismo sucede con las multitudes o grupos de ciudadanos que destruyen reglamentos y leyes en un momento de revolución: la posteridad los consagra como a héroes sublimes. La derrota les hubiera convertido en bandidos.

Antes de existir como emanación del Estado y de haber recibido la consagración de manos de un príncipe o por el voto de los representantes del pueblo, las instituciones en formación son ya peligrosas; todas procuran su engrandecimiento en detrimento de la sociedad, constituyendo un monopolio en provecho propio. Así sucede que el espíritu de cuerpo, entre gentes que salen de la misma escuela con diploma, convierte a los camaradas, por honestos que sean, en otros tantos conspiradores inconscientes, unidos para su bienestar particular y contra el bien público, y convertidos en hombres de rapiña que saquearán a cualquiera para repartirse la presa. Ved si no a los futuros funcionarios en el colegio, con el quepis numerado, o en algunas universidades con gorras verdes o blancas: quizás no hayan jurado al ponerse el uniforme como en el ejército y la magistratura; pero no obstante obran como éstos, según el espíritu de casta, resueltos siempre a tomar la mejor parte. Intentad romper el monomio de los viejos politécnicos, a fin de que un hombre de mérito pueda ocupar un puesto en sus filas y llegar a partir con ellos las mismas funciones: ¡el más poderoso ministro no lo podría conseguir! Un intruso no se admite ni se tolera de ningún modo. Que un ingeniero, fingiendo conocer su profesión, a duras penas aprendida, construya puentes cortos, túneles bajos o muros demasiado débiles, poco importa; lo esencial es que haya salido de la Escuela, que haya tenido el honor de haber sido de la clase.

La psicología social nos enseña que es preciso desconfiar del gobierno establecido y del que pueda establecerse. Es también interesante el examen de lo que representan en la práctica las palabras de apariencia anodina y que tienen el poder de seducir, como por ejemplo, patriotismo, orden, paz social. Sin duda alguna el amor al suelo en que uno ha nacido es un sentimiento natural y simpático. Nada más agradable para el desterrado de su país que el oír hablar la lengua materna, que le recuerda la tierra de su nacimiento. Y el amor del hombre no se dirige solamente hacia el lugar de su nacimiento, sino que se extiende también a la lengua con que le cantaron en la cuna y hacia los hijos del mismo suelo de cuyas ideas, sentimientos y costumbres participa; y en fin, si su alma es noble se sentirá acogido de un gran fervor y pasión de solidaridad por todos aquellos cuyos sentimientos y necesidades le son conocidos. Si esto fuera el patriotismo, ¿qué hombre de corazón dejaría de ser patriota? Pero la palabra patriotismo oculta siemnre un significado muy distinto al de comunidad de sentimientos (Saint- Just) o al de ternura y amor al país de sus padres.

Por un extraño contraste jamás se habló de patria con tan afectado entusiasmo como en estos tiempos, cuando el concepto va desapareciendo ante el avance de otro más noble, grande y hermoso: el de la gran patria, la patria de la Humanidad. Por todas partes no se ven más que banderas. Las clases directoras hablan de patriotismo a boca llena, al mismo tiempo que colocan sus fondos en el extranjero y trafican en Viena y Berlín, lo cual les reporta pingües beneficios, explotando hasta los secretos de Estado. Los sabios mismos, olvidando que en otro tiempo quisieron constituir una República internacional, hablan ahora de ciencia francesa, de ciencia alemana, de ciencia italiana, como si fuera posible estacionar entre nuestras fronteras, bajo la égida de la guardia civil, el conocimiento de las cosas; establecer el proteccionismo para la ciencia como para los nabos y el cañamazo. Pero en proporción de esa misma restricción intelectual de los sabios se ensancha el pensamiento de los modestos y de los estudiosos. Los hombres de arriba limitan su dominio y su esperanza a medida que nosotros, los revolucionarios, tomamos posesión del universo y engrandecemos nuestros corazones. Nosotros nos sentimos hermanos de todos los seres de la Tierra, lo mismo de los americanos que de los europeos; así de los africanos, como de los asiáticos y australianos; empleamos el mismo lenguaje para reivindicar los mismos intereses, y aproximamos el momento en que, poseídos del mismo entusiasmo y la misma táctica, baste una sola palabra para levantarse nuestro ejército a un mismo tiempo en todos los rincones del mundo.

En comparación con este movimiento universal, el patriotismo no puede ser otra cosa que una funesta regresión desde todos los puntos de vista. Es preciso ser inocente entre los inocentes para ignorar que el catecismo del ciudadano, predicando el amor de la patria para servir el conjunto de los intereses y los privilegios de las clases directoras, no hace sino fomentar el odio de nación a nación entre los débiles y los desheredados. Con la palabra patriotismo y los comentarios modernos con que se la adorna, se encubren las viejas prácticas de servil obediencia a la voluntad de un jefe y la abdicación completa del individuo frente a las gentes que detentan el poder, sirviéndose de la nación como fuerza ciega. Las palabras orden y paz social suenan también en nuestros oídos con hermosa sonoridad, pero nosotros queremos saber cómo esos apóstoles de gobierno entienden el significado de estas palabras. Sí, la paz y el orden son un gran ideal digno de ser realizado pero con una condición, no obstante; y es que esta paz no sea la del cementerio y el orden el de Varsovia. La paz futura, la que nosotros anhelamos, no debe fundarse en la dominación indiscutible de unos y el servilismo sin esperanza de los otros, sino en la verdadera y franca igualdad entre compañeros.




Notas

(*) Ruskin, Tho Crown oo Wild Olive.

(2) Soldados alemanes de los siglos XVI y XVII.

Índice del libro Evolución, revolución y anarquismo de Eliseo ReclusCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha