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III

Revoluciones instintivas. Las masas. Las revoluciones conscientes sucediendo a las revoluciones instintivas. Revoluciones de palacio. Conjuraciones de partidos. Contraste de la élite y de la aristocracia. Los políticos.

El período de puro instinto, no tiene razón de ser en nuestros días. Las revoluciones no se harán ya al azar, porque las evoluciones son cada día más conscientes y reflexionadas. En todos los tiempos el animal o el niño gritaron cuando se les ultrajó y contestaron con gestos o con golpes; la sensitiva misma cierra sus hojas cuando un movimiento la ofende; pero la lucha metódica y precisa contra la opresión está muy lejos de esas rebeldías espontáneas. Los pueblos veían en otros tiempos cómo los acontecimientos iban sucediéndose y no se preguntaban a qué orden superior obedecían; luego aprendieron a conocer el encadenamiento de los sucesos y a estudiarlos con inexorable lógica, empezando a saber que es necesario trazarse una línea de conducta para conquistarse a sí mismos. La ciencia social, que señala las causas de la esclavitud y al mismo tiempo los medios de emancipación, se va desprendiendo del caos de opiniones en litigio.

El primer hecho demostrado por esta ciencia es que ninguna revolución puede realizarse sin una evolución anterior. La historia antigua nos cuenta a millares el número de revoluciones de palacio, es decir, el cambio de un rey por otro, de un ministro por otro, de una favorita por un consejero o por un nuevo amo. Pero estos cambios, al no tener ninguna trascendencia social y al no aplicarse en realidad más que a simples individuos, podían hacerse sin que la masa del puebló se preocupara en lo más mínimo de los acontecimientos ni de sus consecuencias: era suficiente hallar un sicario con un puñal bien afilado para que el trono fuera ocupado por otro. Sin duda que el capricho del rey podía entonces arrastrar a las multitudes de su país a aventuras imprevistas, porque el pueblo, acostumbrado a la obediencia y a la resignación, se conformaba con los mandatos de arriba: no emitía su opinión en ningún caso porque le parecían todos los asuntos superiores a su humilde competencia. Lo mismo sucedía en los países en que luchaban dos familias rivales con todos sus parciales de la aristocracia y la burguesía; luego de la lucha se producían revoluciones aparentes: una conjura de asesinos favorecidos por la suerte cambiaba el centro del gobierno y modificaba el personal de éste; ¿pero qué importaba todo esto a los oprimidos? Más tarde, en los Estados cuya base se había ensanchado, y en los que las clases se disputaban la supremacía por encima de una multitud sin derechos, condenada anticipadamente a sufrir el peso de las leyes impuestas por la clase victoriosa, los combates en las calles y la erección de barricadas producían la proclamación de gobiernos provisionales en los que el pueblo tomaba ya alguna parte.

Actualmente esas luchas no son ya posibles en nuestras ciudades, convertidas en cuarteles, y las últimas revoluciones de esa clase no obtuvieron más que un éxito fugaz. Por eso en 1848 Francia no siguió a los que habían proclamado la República, por ignorar lo que significaba la palabra y lo que valía el régimen, y aprovechó la primera ocasión para volverse atrás violentamente. Los campesinos, a los que no se había consultado, y cuya masa respondió al movimiento de un modo confuso, indeciso, informe, demostraron claramente a cuantos estudian estos fenómenos históricos que su evolución no se había hecho y que no podían admitir una revolución que había nacido antes de tiempo. Apenas tres meses después de la explosión revolucionaria, la masa electoral restablecía el régimen tradicional, hacia el cual se sentía atraída su alma esclava: igual hacen las bestias de carga aguantando sobre su espalda dolorida el peso que las aplasta.

Lo mismo sucedió con la revolución de la Comuna, tan admirablemente justificada y hecha necesaria por las circunstancias. No podía evidentemente triunfar porque sólo la hacía la mitad de París y la secundaban algunas ciudades industriales: el reflujo la ahogó en un diluvio, pero diluvio de sangre.

Por consecuencia, no es suficiente el repetir las viejas fórmulas, vox populi, vox Dei, ni basta con pronunciar gritos de guerra y agitar al viento una bandera. La dignidad del ciudadano puede exigir de él en ciertas circunstancias que levante barricadas, defendiendo su pueblo o su libertad; pero debe saber y no olvidar nunca que por el efecto de las balas solamente no se resolverá jamás la más insignificante cuestión social. En la cabeza y en los corazones se ha de hacer la transformación antes de poner en tensión los músculos y de cambiarse en fenómeno histórico. Con todo, lo que resulta verídico respecto a la revolución progresiva lo es igualmente con relación a la regresiva. No puede negarse que un partido en el poder, que una clase en posesión de funciones, honores y dinero y de fuerza pública, puede hacer mucho mal y contribuir en cierta medida al retroceso de las gentes cuya dirección ha usurpado. Sin embargo, no aprovechará su victoria sino dentro de los límites trazados por el término medio de la opinión pública: hasta puede suceder que no le sea posible poner en vigor ciertas medidas y leyes promulgadas por asambleas, formadas según su deseo. La influencia del ambiente moral e intelectual se ejerce constantemente sobre el conjunto de la sociedad, lo mismo sobre los hombres ávidos de dominación que sobre la multitud resignada de esclavos voluntarios; y en virtud de esta influencia, las oscilaciones que tienen lugar a una y otra parte del centro no se alejan sino muy débilmente.

Sin embargo, y esto es una enseñanza de la historia contemporánea, el centro mismo varía incesantemente por efecto de miles de cambios parciales surgidos en el cerebro humano. Es, pues, en el individuo, o sea, en la célula primordial de la sociedad, donde hemos de buscar las causas de la transformación general con sus mil alternativas, según el tiempo y el medio ambiente. Si de un lado vemos al hombre aislado sometido a la influencia de la sociedad entera, con su moral tradicional, su religión y su política, de otro asistimos al espectáculo del individuo libre que, por insignificante que sea, en el espacio y el curso de las edades, consigue no obstante imponer su condición personal sobre el mundo que lo rodea y hasta modificado de un modo definitivo por el descubrimiento de una ley, por la realización de una obra, por la aplicación de un procedimiento o a veces por una hermosa expresión que el mundo no olvidará jamás. Distinguir en la historia las huellas de millares y millares de héroes que con su personalidad han contribuido de un modo eficaz al trabajo colectivo de la civilización, nos resultaría tarea fácil.

La inmensa mayoría de los hombres se compone de sujetos que quieren vivir sin esfuerzo, como viven las plantas, y que no hacen nada para reaccionar para bien o para mal contra el ambiente en el que están sumergidos como una gota de agua en el océano. Sin que pretendamos engrandecer aquí el valor propio de los hombres conscientes de sus actos y resueltos a emplear su fuerza en defensa de un ideal, nadie podrá negar que este hombre representa todo un mundo en comparación de otros mil que viven con el pensamiento adormecido sin la menor protesta interior, y que lo mismo se mueven en las filas de un ejército que en una procesión de peregrinos. En un momento dado, la voluntad de un hombre puede contener el desbordamiento y el pánico de todo un pueblo. En la historia de los acontecimientos se registran las muertes heroicas de muchos hombres generosos; ¡pero la misión de sus existencias consagradas al bien público fueron más importantes que el sacrificio de sus vidas!

Tratemos ahora de distinguir cuIdadosamente, ya que equivocarse es fácil, quiénes son los mejores, con objeto de no incurrir en el pecado de atribuir este don a la aristocracia, tomado en el sentido usual. Muchos escritores y oradores, sobre todo los pertenecientes a la clase en la que se reclutan los detentadores del poder, hablan con fruición de la necesidad de crear para la dirección de las sociedades un grupo escogido cuyas funciones serán las mismas que las del cerebro en el organismo humano. ¿Pero qué grupo escogido ha de ser ese, inteligente y fuerte a la vez, en cuyas manos debe abandonarse el gobierno de los pueblos? Pues sencillamente un grupo compuesto de todos los que reinan y mandan, reyes, príncipes, ministros y diputados, ensoberbecidos y orgullosos de sus propias personas, contestan a esto fútilmente: Nosotros somos los escogidos, representamos la sustancia cerebral del cuerpo político. ¡Amarga irrisión la pretendida y arrogante superioridad de la aristocracia oficial al creer constituir realmente la aristocracia de la inteligencia, de la iniciativa y de la evolución intelectual y moral! Lo contrario es precisamente lo cierto, o al menos lo que mayor verdad encierra; en muchísimas ocasiones la aristocracia tuvo bien merecido el nombre de kakistocracia con que Leopoldo de Ranke la trata en su historia. ¡Qué puede decirse, por ejemplo, de esa aristocracia de prostituidos y prostituidas que se apiñaba en los manicomios de Luis XV, y la de la flor y nata de la nobleza francesa que recientemente, para salvarse del incendio del Bazar de la Caridad, se abría paso a bastonazos y patadas sobre la cara y el vientre de las mujeres!

Es cierto que los que disponen de medios de fortuna tienen más facilidades que los demás para estudiar e instruirse, pero es cierto también que tienen muchos más medios para pervertirse y corromperse. Un sujeto adulado, como lo ha de ser siempre un jefe, tanto si es emperador como si es encargado de taller, está expuesto a ser siempre engañado y por consecuencia condenado a no saber nunca apreciar las cosas en sus proporciones verdaderas. Está expuesto, sobre todo, por las facilidades que halla para vivir, a no aprender a luchar contra el infortunio y a abandonarse egoístamente esperándolo todo de los otros; su situación le empuja hacia la crápula elegante y grosera, mientras la turba de los vicios se lanza alrededor de él como una bandada de chacales en torno de una presa. Y cuanto más se degrada más grande se cree ante sus propios oios por las adulaciones interesadas: una vez descendido hasta el bruto puede creerse Dios, y agitándose en el cieno puede creerse en plena apoteosis.

¿Y quiénes son los que pretenden conquistar el poder para reemplazar a esos privilegiados de la fortuna por un nuevo grupo elegido, considerado grupo de la inteligencia? Un adversario del socialismo, un defensor de eso que se llama buenos principios, M. Leroy-Beaulieu, nos ha hablado de esta nueva aristocracia en términos que, proviniendo de un anarquista, parecerían demasiado violentos y realmente injustos: Los políticos contemporáneos de todas las tallas y categorías -dice-, desde el concejal de ayuntamiento hasta el ministro, representan en conjunto, salvo muy rarísimas excepciones, una de las clases más viles, más limitadas de sicofantes y cortesanos que jamás haya conocido la humanidad. Su única finalidad es fomentar todas las bajezas y desarrollar todos los prejuicios populares, de los que están poseídos vagamente la mayor parte, porque ninguno ha consagrado un instante de su vida a la observación y a la reflexión.

Por lo demás, la prueba de que las dos aristocracias, la que representa el poder y la otra realmente compuesta de los mejores, no podrían confundirse nunca, nos lo demuestra la historia con páginas sangrientas. Considerados en conjunto, los anales humanos pueden definirse como el relato de una lucha eterna entre los que, habiendo sido creados en el rango de los que mandan, gozan de la fuerza adquirida por las generaciones, y los que nacen, llenos de entusiasmo y admiración, por las fuerzas creadoras. Los dos grupos de los mejores están en guerra, y la profesión histórica de los primeros fue siempre la de perseguir, la de esclavizar, la de matar a los otros. Los mejores, oficialmente, los dioses mismos, fueron los que enclavaron a Prometeo en una roca del Cáucaso y desde esta época mitológica fueron siempre los mejores, los emperadores, Papas y magistrados, que encarcelaron, torturaron y quemaron a los innovadores que maldijeron sus obras. El verdugo estuvo siempre al servicio de esos buenos por excelencia.

En todas las épocas hallaron sabios prontos a defender su causa. Fuera de la multitud anónima que no piensa en nada y que acepta como buena la civilización tradicional, existen hombres de instrucción y talento que se convierten en voluntarios panegiristas de lo existente o en defensores del salto hacia atrás y cuyas concepciones no alcanzan más que a mantener la sociedad en su estado actual e invariable, como si fuera posible contener la fuerza de proyección de un globo lanzado en el espacio. Esos misoneístas que odian todo lo nuevo, no ven más que locos en los innovadores, en los hombres que piensan y tienen ideales, y llevan su amor por la estabilidad social hasta señalar como criminales políticos a todos los que critican las cosas existentes, a todos los audaces que se lanzan hacia lo desconocido.

Incongruentes en todo, declaran que cuando una idea nueva ha penetrado en el espíritu de las mayorías no hay otro remedio que admitirla para evitar que se imponga por la revolución. Pero mientras llega esta revolución inevitable piden que los partidarios del cambio sean tratados como criminales, que se castiguen hoy actos que serán mañana alabadas manifestaciones de la más pura moral. Esta clase hubiera hecho beber a Sócrates la cicuta, hubiera llevado a Juan Hus a la hoguera y decapitado a Babeuf, pues en nuestros días, Babeuf sería todavía un innovador.

A nosotros nos arrojan a todos los furores de la vindicta social no porque no tengamos razón, sino porque la tenemos demasiado pronto.

Bien hemos tenido ocasión de saber que nuestro siglo es el de los ingenieros y los soldados y que por lo tanto todo debe trazarse en línea recta. ¡Alineación!, tal es la palabra de orden de esos pobres de espíritu que sólo ven la belleza en la simetría, y la vida, en la rigidez de la muerte.

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