Índice del libro Evolución, revolución y anarquismo de Eliseo ReclusCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

II

Revoluciones progresivas y revoluciones regresivas. Acontecimientos complejos (simultáneamente progresivos y regresivos). Falsa atribución del progreso a la voluntad de un conductor o a la acción de las leyes. Renacimiento, Reforma y Revolución Francesa.

Sin embargo, las revoluciones no son necesariamente un progreso, lo mismo que las evoluciones no están siempre orientadas hacia la justicia. Todo cambia, todo se mueve en la naturaleza con un movimiento eterno, pero lo mismo puede haber un progreso que un retroceso y si las evoluciones tienden a un aumento de vida, hay casos en los que la tendencia es hacia la muerte. Detenerse es imposible, es preciso moverse en un sentido u otro y el reaccionario empedernido como el liberal conservador que se llenan de espanto ante la palabra revolución, van sin embargo hacia una revolución, la última que constituye el gran reposo. La enfermedad, la senilitud, la gangrena, son evoluciones lo mismo que la pubertad. La invasión de gusanos a un cadáver, como el primer suspiro del niño, indican que una revolución se ha producido. La fisiología, la historia, están allí para demostrarnos que existen evoluciones hacia la decadencia y revoluciones que implican la muerte.

La historia de la humanidad, a pesar de no sernos conocida más que a medias durante un corto período de algunos millares de años, nos ofrece ya innumerables ejemplos de pueblos, ciudades e imperios que han perecido miserablemente tras lentas evoluciones, arrastrados hacia la muerte. Múltiples son los hechos de todos los órdenes que han podido determinar esas enfermedades de naciones, de razas enteras. El clima y el sol pueden haber empeorado, como ha debido suceder con las vastas extensiones del Asia central, de donde lagos y ríos han desaparecido y una eflorescencia salitrosa ha cubierto la tierra, en otro tiempo fértil. Las invasiones de hordas enemigas han destruido ciertas regiones de tal modo que la desolación perdurará por los siglos de los siglos. Otras naciones, no obstante, han podido florecer nuevamente luego de la conquista y la destrucción, y hasta después de siglos de opresión: si un pueblo recae en la barbarie o muere es por defecto de su constitución íntima y no por circunstancias exteriores; en aquéllas es preciso buscar los motivos de la regresión y de la ruina. Existe una causa mayor, la causa de las causas, que resume la historia de la decadencia. Es la constitución social de forma que una parte de la humanidad sea dueña de la otra parte; es el acaparamiento de la tierra, de los capitales, del poder, de la instrucción y de los honores para unos cuantos solamente o para una clase aristocrática. En cuanto la multitud se halla en estado de imbecilidad y ha perdido la virtud de rebelarse contra el monopolio de un pequeño número de hombres, puede afirmarse que está, virtualmente muerta; su desaparición ya no es más que cuestión de tiempo. La peste negra llega inmediatamente para limpiar toda la inútil multitud de individuos sin libertad. Los grandes asesinos (vulgo guerreros) llegan de Oriente o de Occidente y las ciudades inmensas conviértense en desierto. Así murieron Asiria y Egipto; así desapareció Persia; y cuando todo el imperio romano pertenecía a unos cuantos propietarios, los bárbaros reemplazaron bien pronto al proletario esclavizado.

Todos los acontecimientos suelen ser a la vez un fenómeno de muerte y de vida, resultado de evoluciones de decadencia y de progreso. La caída del imperio romano constituye, en su inmensa complejidad, todo un conjunto de revoluciones, que corresponden a una serie de evoluciones de las cuales unas han sido felices y otras desgraciadas. Cierto es que para los oprimidos fue un gran paso la ruina de la formidable máquina aplastante que pesaba sobre el mundo, y no es menos cierto que, desde muchos puntos de vista, fue también una etapa feliz en la historia humana la entrada violenta de todos los pueblos del Norte en el mundo de la civilización. Muchos esclavos hallaron en la tormenta algo de libertad en contra de sus amos; pero en cambio las ciencias y las industrias perecieron las más y perdieron todas su importancia; se destruyeron las estatuas, se incendiaron las bibliotecas. La cadena de los tiempos se rompió, al parecer. Los pueblos renunciaban a su herencia de conocimientos. A un despotismo sucedió otro peor; de una religión muerta retoñaron los principios de otra religión nueva más autoritaria, más cruel y fanática que la anterior; y durante un millar de años, una noche de ignorancia e imbecilidad, propagada por los frailes, se esparció por toda la Tierra.

Otros movimientos históricos se presentan igualmente bajo dos aspectos, impulsados por los miles de elementos que los componen y cuyas múltiples consecuencias quedan señaladas en las transformaciones políticas y sociales. Por eso cada acontecimiento da lugar a juicios muy diversos que son correlativos de la amplitud de concepto y prejuicios del historiador que los aprecia. Así, por ejemplo, para citar un caso famoso, mencionaremos la creencia de que el florecimiento de la literatura francesa en el siglo XVII fue atribuida al genio de Luis XIV, porque este rey se hallaba en el trono en la época misma en que un gran número de hombres producían grandes obras en un leguaje admirable. La mirada de Luis hizo nacer a Corneille. Es cierto que un siglo después nadie pretendió que los Voltaire, los Diderot, los Rousseau debieran igualmente su genio y su gloria a la mirada evocativa de Luis XV. En nuestro mismo tiempo, ¿nó hemos visto al mundo británico postrarse de hinojos ante la reina rindiéndole homenaje por todos los faustos acontecimientos de su reinado, atribuyendo a sus virtudes los progresos realizados durante medio siglo, como si la gran evolución universal fuera debida a los méritos particulares de esta soberana? Sin embargo, esta mujer de valor mediocre no tuvo otra molestia que la de estar sentada en su trono durante sesenta largos años, obligada por la misma constitución que representaba a una abstención política que ha durado cerca de medio siglo. Muchos millones de hombres apiñados en las calles, amontonados en casas, fábricas y talleres pretendían que esta señora era el genio todopoderoso de la prosperidad inglesa. La hipocresía pública lo exigía así, tal vez porque la apoteosis oficial de la reina-emperatriz permitía a la nación adorarse a sí misma. No obstante, al general clamoreo no unían sus voces algunos individuos; y durante su reinado se vio a los irlandeses hambrientos enarbolar la bandera negra y en las ciudades de la India asaltar las multitudes los palacios y cuarteles.

Pero hay circunstancias durante las cuales el elogio del poder parece menos absurdo y hasta justificado a primera vista. Puede suceder que un buen rey, un Marco Aurelio, por ejemplo, un ministro de sentimientos generosos, un funcionario filántropo, un déspota bienhechor, en una palabra, ejerza su autoridad en provecho de una clase del pueblo, haga alguna cosa útil para todos, decrete la abolición de una ley funesta, beneficie a los oprimidos para vengarse del poderío de los opresores. Son coyunturas felices que por la condición misma del medio ambiente no se producen sino de un modo excepcional, porque los poderosos tienen más ocasiones que los otros para abusar de su situación, no teniendo ningún motivo para ser buenos en sí, y estando rodeados además por gentes interesadas en hacerles ver las cosas siempre falsamente. Aun cuando se pasearan disfrazados durante la noche, como Harun al Raschid, les sería imposible saber la verdad completa; contra su buen deseo sus actos parten siempre del error, desviados de su finalidad desde el punto de partida por la influencia del capricho, de las dudas y las falsedades voluntarias o involuntarias cometidas por los agentes encargados de realizar el bien.

Hay casos, sin embargo, en que la labor de los jefes, reyes, príncipes o legisladores resulta buena en sí, o al menos bastante aceptable; en estas circunstancias la opinión pública, el sentido común, la voluntad de abajo, han obligado a los jefes a hacer el bien, pero en estos casos la iniciativa de los jefes no es más que aparente; ceden a una presión que podría ser funesta y que esa vez resulta útil, porque las fluctuaciones de la multitud se producen con igual frecuencia en sentido progresivo que en sentido regresivo; con más frecuencia cuando las sociedades se hallan en estado de progreso general. La historia contemporánea de Europa, y de Inglaterra sobre todo, nos ofrece mil ejemplos de medidas equitativas que no provienen en modo alguno de la buena voluntad de los legisladores, sino que fueron impuestas por la multitud anónima: el promulgador de la ley que reivindica méritos ante la historia, no es en realidad más que un simple sancionador de decisiones tomadas por el pueblo; que es en estos casos el verdadero amo. Cuando las leyes sobre los cereales fueron abolidas por las Cámaras inglesas, los grandes propietarios, que con su voto se perjudicaban a sí mismos, se convirtieron en defensores del bien público contra su espontánea voluntad: no hicieron más que conformarse con las imposiciones directas de la multitud. Por otra parte, cuando en Francia, Napoleón III, aconsejado en secreto por Ricardo Cobden, estableció algunas disposiciones sobre el libre cambio, no estaba apoyado por sus ministros, ni por las Cámaras, ni por la generalidad de la nación: las leyes que hizo votar por orden no podían subsistir, y sus sucesores, confiando en la indiferencia del pueblo, aprovecharon la primera ocasión para restaurar la práctica del proteccionismo y casi de la prohibición, en beneficio de los grandes industriales y grandes propietarios.

El contacto de civilizaciones diferentes produce situaciones complejas en las cuales puede un espíritu superficial atribuir a un poder fuerte honores que no le corresponden ni remotamente siquiera. Así se elogia al gobierno británico por haber prohibido en la India los sutti o sacrificio de las viudas en el mismo fuego que consumía los cadáveres de sus esposos, cuando al contrario, tendríamos derecho para extrañarnos cómo las autoridarles inglesas han estado tantos años y tan sin motivo resistiéndose a los deseos de todos los hombres nobles de Europa y de la India misma, que veían con estupor que el gobierno se hacía cómplice de los crímenes de una turba inmunda de verdugos, amparándose en las instrucciones brahmánicas, desprovistas de toda sanción salvo los textos vedas, indudablemente falsificados. La abolición de tales horrores fue ciertamente un bien, aunque tardía; ¡pero cuántos males pueden atribuirse también al ejercicio mismo de ese poder tutelar, cuántos impuestos opresivos, cuántas miserias y cuántos hambrientos interceptando los caminos con sus cadáveres!

Todo acontecimiento, todo período histórico que ofrece un doble aspecto, es imposible juzgarlo en conjunto sin incurrir en el error. El ejemplo mismo del amanecer del Renacimiento que puso fin a la Edad Media y al largo sueño del pensamiento humano, nos demuestra que dos revoluciones pueden realizarse a un mismo tiempo: una, causa de decadencia, y la otra, de progreso. El período del Renacimiento, que descubrió los monumentos de la antigüedad, que descifró los libros y su enseñanzas, que salvó a la ciencia del oscurantismo y de las fórmulas supersticiosas y lanzó de nuevo a los hombres por el camino de los estudios desinteresados, tuvo también por consecuencia la paralización definitiva del espontáneo movimiento artístico que tan maravillosamente se había desarrollado durante el período de las comunidades y de las ciudades libres. Fue una repentina inundación, destruyendo la cultura de los campos inmediatos: hubo que empezarlo todo nuevamente y ¡cuántas veces la trivial imitación de lo antiguo tuvo que reemplazar obras que al menos tenían el mérito de ser originales!

El renacimiento de las ciencias y las artes fue acompañado paralelamente en el mundo religioso por esa escisión del cristianismo, a la que han dado el nombre de Reforma. Durante mucho tiempo se ha visto en esta revolución una de las crisis bienhechoras de la humanidad, resumida por la conquista del derecho de iniciativa individual, por la emancipación de los espíritus que los sacerdotes habían tenido durante tanto tiempo en una servil ignorancia: se creyó que en lo sucesivo los hombres serían dueños de sí mismos, iguales unos y otros, por la independencia del pensamiento. Pero hoy sabemos que la Reforma fue también la constitución de otra Iglesia autoritaria, enfrente de la Iglesia que hasta entonces había poseído el monopolio de envilecer las inteligencias. La Reforma desplazó las fortunas y prebendas en provecho de un poder nuevo, y de una y otra parte nacieron órdenes, jesuitas y contra jesuitas, para explotar al pueblo mediante formas nuevas. Lutero y Calvino, para las gentes que no participaban de su modo de ser, hablaron el mismo lenguaje de intolerancia feroz que Santo Domingo e Inocencio III. Como la Inquisición, establecieron el espionaje, el encarcelamiento y descuartizaron y quemaron con igual o mayor ferocidad que sus predecesores; sus doctrinas impusieron igualmente como principio la obediencia a los reyes y a los intérpretes de la palabra divina.

No hay duda que existe una diferencia entre el protestante y el católico; éste es más sencillamente crédulo, ningún milagro le extraña (hablo de los sinceramente creyentes); el otro elige entre los misterios y los sostiene con igual tenacidad, después de haberse pronunciado por uno que cree haber sondado. Ve en su religión una obra personal, como una creación de su genio. El católico, cuando acaba de creer cesa de ser cristiano. mientras que generalmente el protestante raciocinador no hace más que cambiar de secta cuando modifica sus interpretaciones de la palabra divina: continúa siendo discípulo de Cristo, místico incontrovertible. Los pueblos contrastan como los individuos, según la religión que profesan, y cuya esencia moral han penetrado más o menos. Los protestantes tienen ciertamente más iniciativa y más método en su conducta, pero cuando este método lo aplican al mal lo hacen con un rigor impío. Recuérdese si no el fervor religioso que los americanos del Norte emplearon para mantener la esclavitud de los africanos como institución divina.

Otro acontecimiento complejo fue el de la gran época revolucionaria, cuyas crisis sangrientas son la Revolución Americana y la Revolución Francesa. ¡Ah! ¡También entonces pareció que el cambio beneficiaba por entero al pueblo, y verdaderamente esas fechas históricas deben considerarse como el principio de una humanidad nueva! Los convencionales quisieron empezar la historia desde el primer día de su constitución, como si los siglos anteriores no hubieran existido y el hombre político pudiera contar su origen desde la proclamación de sus derechos. Cierto que este período es una gran época en la vida de las naciones; una esperanza inmensa se esparció entonces por todo el mundo; el pensamiento libre adquirió una extensión que jamás había tenido; las ciencias se renovaron, el espíritu de invención llegó hasta el infinito y nunca se vio un número tan grande de hombres, transformados por un ideal nuevo, hacer con mayor desinterés el sacrificio de la propia vida.

Sin embargo, esta revolución, según hoy tenemos ocasión de ver, no emancipó a todos los hombres, sino a una porción solamente; los derechos del hombre no pasaron del estado de teoría: la garantía de la propiedad individual que se proclamó al mismo tiempo convirtió en ilusorios tales derechos. Una nueva clase de poseedores avaros empezó la obra de acaparamiento; la burguesía sustituyó a la clase gastada, escéptica y pesimista, de la vieja nobleza, y con una ciencia y un entusiasmo que jamás habían tenido las antiguas clases directoras, se ocupó en explotar a la multitud desheredada. En nombre de la libertad, la igualdad y la fraternidad cometieron desde entonces toda clase de iniquidades. Napoleón arrastró tras de sí a un millón de asesinos con el plausible fin de emancipar al mundo; y para hacer la felicidad de sus queridas y respectivas patrias, los capitalistas fundaron vastas propiedades y organizaron las grandes industrias, establecieron poderosos y absorbentes monopolios y continuaron la esclavitud antigua bajo nueva forma.

De esta manera las revoluciones produjeron siempre un doble efecto. Puede decirse que la historia ofrece en todos los casos un anverso y un reverso, y cuantos no se satisfacen con palabras deben en consecuencia estudiar detenidamente los hechos con crítica severa e interrogar con intención a los hombres que pretenden ser defensores de la buena causa. No es suficiente gritar: ¡Revolución! ¡Revolución! para que inmediatamente sigamos detrás de cualquiera que tenga interés en arrastrarnos. Es natural, sin duda, que el ignorante obedezca a su instinto: el toro enloquecido se precipita sobre un trapo rojo, y el pueblo, siempre oprimido, se lanza contra cualquiera que se le designe como causante de su desgracia. Una revolución cualquiera es siempre buena cuando se produce contra un amo o contra un régimen; pero si de ella ha de surgir un nuevo despotismo, es cosa de preguntarse si no resulta preferible dirigida de otro modo. El momento de no emplear en estas luchas sino fuerzas conscientes, ha llegado ya; los evolucionistas, con perfecto conocimiento de lo que quieren realizar en la próxima revolución, no se entretendrán en la inicua tarea de sublevar a los descontentos y lanzarlos a una lucha sin finalidad, sin brújula.

Puede decirse que hasta nuestros días ninguna revolución ha sido razonada, y por esta causa ninguna tampoco ha completado el triunfo. Todos los grandes movimientos fueron, sin excepción, actos casi inconscientes de la multitud, movida oor su instinto o arrastrada por interesados, y las ventajas obtenidas no han sido de verdad más que para los directores del movimiento. La Reforma fue producida por una clase y ella fue quien recogió las ventajas; la Revolución Francesa la hizo una clase y ella fue quien la explotó en su provecho, sometiendo a nueva tiranía a todos los desgraciados que tomaron parte en la lucha y procuraron la victoria. Y aun en nuestros días, el Cuarto Estado, olvidando a los campesinos, a los presos, a los vagabundos, a los desocupados, a los sin-clase, ¿no corre también el peligro de considerarse como una clase distinta y trabajar, no por la humanidad, sino para sus electores, sus cooperativas y sus administradores?

Por eso toda revolución tuvo su día siguiente. La víspera se empujaba al pueblo al combate; al día siguiente se le exhortaba a la prudencia; la víspera se le decía que la insurrección es el más sagrado de los deberes, y al día siguiente se le predicaba que el rey es la mejor de las Repúblicas o que el mayor de los heroísmos consistía en pasar tres meses de hambre en beneficio de la sociedad, o bien aún, que ningún arma puede reemplazar a la papeleta electoral. De revolución en revolución, el curso de la historia parece el de un río contenido cada tanto por obstáculos. Cada gobierno, cada partido vencedor, ensaya a su turno dirigir la corriente a derecha o izquierda para llevarla a su campo o a sus molinos. La esperanza de los reaccionarios es que siempre será así y que el pueblo, como rebaño, se dejará eternamente desviar de su verdadero camino, empujado por soldados hábiles o por abogados charlatanes.

Ese eterno vaivén que nos enseña en el pasado la serie parcialmente abortada de revoluciones, la labor infinita de las generaciones que se suceden en la desgracia, dando vueltas sin parar a la roca que las aplasta; esa ironía del destino que nos enseña cómo los cautivos rompen sus cadenas para dejarse atar nuevamente, es causa de un gran trastorno moral, y hemos visto entre los nuestros, hombres que, al perder toda esperanza y cansados antes de haber luchado, se cruzaban de brazos, abandonándose al azar y olvidando a sus hermanos. No sabían lo que hacían o lo sabían a medias; no veían todavía los accidentes del camino que habían de seguir o bien creían ser transportados por la suerte, como el navío, al que un viento favorable empuja felizmente hacia el puerto de salvación; quisieron llegar al fin, no por el conocimiento de las leyes náturales y de la historia, ni por la tenacidad de su voluntad, sino por la suerte o nor vagos deseos, pareciéndose en esto a los místicos que, convencidos de que pasean por la tierra, creen no obstante que los guía en su camino una estrella de las que brillan en el cielo.

Escritores que se complacen afirmando su superioridad y a quienes las agitaciones de la multitud sólo inspiran un soberano desprecio, afirman que la humanidad está condenada a moverse eternamente en un círculo sin salida. Según ellos, la multitud, incapaz de reflexionar jamás, estará siempre bajo el dominio de los demagogos, y éstos, según sus intereses, dirigirán las masas hacia el progreso o hacia el retroceso. En efecto, de la multitud de individuos apiñados unos contra otros se desprende fácilmente un alma común completamente subyugada por la misma pasión, dejándose arrastrar por los mismos gritos de entusiasmo, por las mismas vociferaciones, que no forman más que un solo ser, con mil gritos frenéticos de amor o de odio. En unos cuantos días o unas cuantas horas, el curso de los acontecimientos arrastra a la misma multitud a las manifestaciones más opuestas de apoteosis o de maldición. Los que de entre nosotros tomaron parte en las luchas de la Comuna de París conocen perfectamente esos movimientos de resaca de la ola humana.

Al partir hacia puntos de vanguardia se nos aclamaba con entusiasmo; lágrimas de admiración brillaban en los ojos de los que nos saludaban; las mujeres agitaban sus pañuelos con ternura. ¡Pero cuán diferente fue la acogida para los héroes de la víspera, al volver prisioneros entre dos filas de soldados, los que nos habíamos salvado de la metralla! En todos los barrios la multitud se componía de los mismos individuos, y, sin embargo, ¡qué diferencia en sus sentimientos y su actitud! ¡Qué ferocidad en sus imprecaciones de odio! ¡Mueran! ¡Mueran!, gritaban. ¡A la guillotina! ¡A la metralla!

Consignemos, no obstante, que hay multitudes distintas, y que según el impulso recibido por la conciencia colectiva, compuesta de miles de conciencias individuales, reconoce más o menos claramente la naturaleza de su emoción y si la obra realizada ha sido verdaderamente buena. Por otra parte, no se puede negar que el número de hombres que adquieren una individualidad independiente, con sus convicciones personales y su línea de conducta propia, aumenta en las mismas proporciones que el progreso humano. A veces estos hombres cuyas ideas concuerdan o al menos se aproximan unas a otras, son bastante numerosos como para constituir ellos solos asambleas, en las que las palabras y las voluntades aparezcan en perfecto acuerdo. Sin duda que los instintos espontáneos, los actos sin reflexión aún prevalecen, impónense en determinados momentos, pero éstos son cada día menos frecuentes, y la dignidad personal adquiere inmediatamente su salvadora preponderancia. Se han visto ya algunas de esas reuniones, respetuosas de sí mismas, bien diferentes de esas masas vociferantes que se envilecen hasta la bestialidad. En cuanto al número tienen la apariencia de la multitud, pero por su responsabilidad constituyen agrupaciones de individuos que continúan siendo ellos mismos por convicción personal, al mismo tiempo que comportan en conjunto un ser superior, consciente de su voluntad, decidido en la acción.

Con frecuencia se ha comparado a la multitud con los ejércitos que, según las circunstancias, se sienten empujados por la locura colectiva del heroísmo o dispersados por el terror pánico; sin embargo, en la historia misma no faltan ejemplos de hombres resueltos que lucharon hasta el fin con plena conciencia de su valor y de su fuerza.

En verdad, las oscilaciones de la multitud continuarán produciéndose durante mucho tiempo aún. ¿Pero en qué medida? Sólo los acontecimientos nos lo podrán decir. Para comprobar el progreso sería preciso saber en qué proporción, durante el curso de la historia, ha crecido el número de hombres que piensan y se trazan una línea de conducta, sin reparar en aplausos ni improperios. Tan singular estadística es imposible, ni aproximadamente siquiera, porque hasta entre los innovadores se encuentran con lamentable frecuencia hombres que sólo lo son de palabra y que, careciendo de personalidad, se dejan arrastrar por los jóvenes, compañeros en ideas. Además, es grande también el número de los que, por petulancia y vanidad, fingen levantarse como bravos ante la tradición y la fuerza de los siglos y pierden tierra al menor contratiempo, cambiando de opinión y de lenguaje sin darse cuenta siquiera. ¿Quién será el hombre que actualmente, en una conversación sincera, no declare sustentar ideas más o menos socialistas? Por el solo hecho de procurar darse cuenta de los argumentos del adversario, se ve forzosamente obligado a comprenderlos, a participar de ellos en cierta medida, a tenerlos en cuenta en una concepción general de la sociedad, que responde así a su ideal de perfección. La lógica misma lo obliga a entrelazar las ideas de otro con las suyas.

Entre los revolucionarios debe producirse un fenómeno análogo; debemos esforzarnos para interpretar con exactitud y sinceridad todas las ideas de aquellos a quienes combatimos para hacerlas nuestras y darles el verdadero sentido revolucionario. Todos los razonamientos de nuestros interlocutores, atrasados con relación a las modernas teorías, deben cIasiticarse en el puesto que les corresponda en el pasado, no en el porvenir. Su estudio pertenece a la filosofía de la historia.

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