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Del heroismo en los estudiantes y en los profesores

Discurso pronunciado el 22 de octubre de 1895 durante la sesión de apertura de la Universidad Nueva de Bruselas.

Reunidos en solemne asamblea general, todos nosotros, amigos, alumnos y profesores de la Universidad Nueva, acabamos de proclamar otra vez nuestra dedicación a la obra común, que ha entrado ya en su período de experiencia decisiva. ¿Realizaremos todas las esperanzas que se ponen en nosotros o bien seremos inferiores a la tarea emprendida? Tenemos plena confianza en el éxito, pero cualesquiera que hayan de ser nuestros destinos, vamos hacia adelante, asociando nuestros esfuerzos, y tomando cada cual nuestra parte de la responsabilidad colectiva con el altivo sentimiento de nuestro deber y la poderosa resolución de triunfar.

Pero, ¿con qué derecho -se me preguntará- hablo aquí de voluntad y de esfuerzos comunes cuando, como individuos, presentamos tan grande diversidad de pensamiento y principalmente de ideales sociales? Ese perfecto acuerdo que invocamos, ¿no será más que ilusión pura, y la unidad que nos es indispensable, sólo una quimera? No; ese acuerdo, esa unidad existen, porque, por diferentes que seamos entre nosotros por el carácter, la comprensión de la Historia, las aspiraciones hacia un porvenir próximo, todos reconocemos con absoluta unanimidad y en su entera plenitud la libertad del pensamiento: la proclamamos con toda la potencia de nuestro ser y cada uno de nosotros encuentra en ello la garantía de su enseñanza. La reivindicación del pensamiento libre fue el origen mismo de nuestra existencia como grupo de enseñanza; ella será también constantemente la condición de vida y de prosperidad de esa enseñanza. Una llama libre, de resplandor modesto, sin duda, pero alerta y vivo, arde sobre el altar que hemos levantado con nuestras manos: esa irradiación alegre la alimentamos con una atención celosa, porque es en ella donde vemos resplandecer nuestra alma colectiva.

Así podemos afirmar altamente nuestro derecho a hablar de una voluntad común. La ciencia, tal como la concebimos, tal como trataremos de interpretarla, tiene el ligamen por excelencia que da el respeto sin límites al pensar del hombre. Tendrá también el lazo que nos aseguran la comunidad del método, la voluntad firme de no sacar conclusiones que no se deriven de la observación y de la experiencia, de descartar escrupulosamente todas las ideas preconcebidas, puramente tradicionales o místicas. En fin, contamos con un tercer lazo, el que los alumnos y los oyentes anudarán entre nosotros por su amor a la verdad, por su alto espíritu de estudio sincero y desinteresado. A ellos corresponde elevarnos y mantenernos muy alto por el llamado constante que tienen derecho a hacer a nuestro celo, porque nosotros les debemos una enseñanza, si no siempre nueva, al menos incesantemente renovada por la perseverante investigación y la reflexión profunda. Puesto que aceptamos esta tarea grandiosa y temible -contribuir a formar hombres-, los estudiantes que vengan a escucharnos podrán exigir de nosotros una abnegeción unánime y completa a la causa que representamos. Lo mismo que Emerson, nos dirán con toda justicia que la primera cualidad del hombre que se consagra a la verdad científica es el heroísmo.

Esta cualidad que el filósofo americano pide al profesor, puede, con un derecho igual, incluso superior, pedirla el alumno, porque éste nos permite más vastas esperanzas; es a él a quien pertenece el porvenir. Muchos de entre nosotros casi han concluido su vida; los jóvenes que vienen a nosotros apenas la han comenzado, y nosotros debemos ayudar a que la vivan noblemente. Sobre todo aquéllos deben ser héroes, y nosotros, que tenemos una parte de responsabilidad en su existencia, no sabríamos proponerles un ideal demasiado grandioso, pedirles realizaciones demasiado elevadas.

Aun en lo que concierne únicamente a los estudios, el objetivo que debe alcanzar el alumno es de un singular rigor y, si se quiere observar bien, su realización le costará grandes esfuerzos en valor y en perseverancia. Es que a la entrada misma de los cursos le será necesario elegir entre dos maneras de concebir la vida de disciplina intelectual. Millares de jóvenes, se sabe, tratan de simplificar su trabajo aprendiendo de memoria las fórmulas de sus manuales, remachando frases expectoradas ante ellos por profesores célebres, rompiéndose la cabeza en secas definiciones, sin color y sin vida, como las de un diccionario. Pero no es eso lo que nosotros esperamos de un estudiante digno de su bello nombre. Al contrario, lo ponemos vivamente en guardia contra todos los formularios y los guía-asnos que no gustan de los libros ni tampoco de la Naturaleza; le decimos que desconfíe de los programas que limitan la inteligencia, de los cuestionarios que la anquilosan, de los resúmenes que la empobrecen, y le aconsejamos que estudie por sí mismo, con todo el entusiasmo del descubrimiento. Sin duda, puesto que los reglamentos universitarios lo quieren así y que, en las familias mismas, pocos padres tienen el valor o incluso la posibilidad material de preferir para sus hijos el estudio puramente desinteresado de la ciencia a la que se gradúa por exámenes y diplomas, sin duda la mayor parte de los jóvenes inscritos en nuestros cursos tendrá ante sí la perspectiva de fórmulas a aprender y de preguntas oficiales que responder; pero estas pruebas, que se consideran a menudo como el acontecimiento capital de los estudios, será para ellos, si verdaderamente son hombres, una preocupación muy secundaria. Su grave preocupación consistirá no en aparentar que saben, sino en saber.

Comenzarán, pues, con toda ingenuidad de espíritu, por el estudio alegre y libre de la ciencia por sí misma, sin recurrir nunca a los memorándum con que se pretende favorecerles. La Naturaleza, tal será su gran campo de observación todo lo a menudo que les sea posible contemplarla; es a ella a la que deben interrogar, escrutar directamente, sin tratar de verla más o menos falseada, a través de las descripciones de los libros o los cuadros de los artistas. Estudiarán también la naturaleza más restringida, pero más intensa, que presentan los seres vivos, sobre todo el hombre, con las mil alternativas de la salud y de la enfermedad. Fuera de todos los volúmenes que el tiempo envejece, ¿no están ahí los libros por excelencia, los libros siempre vivientes en donde, para el lector atento, nuevas páginas, cada vez más bellas, se agregan incesantemente a las precedentes?

Eso no es todo: el lector se transforma en autor. Gracias al poder de magia que le da la experiencia, puede suscitar cambios a su antojo en la Naturaleza ambiente, evocar fenómenos, renovar la vida profunda de las cosas por las operaciones del laboratorio, convertirse en creador; por decirlo así, transfigurarse en un Prometeo portador del fuego. ¿Y qué palabra impresa, bien aprendida de memoria, podrá nunca reemplazar para él esos actos verdaderamente divinos? Y, sin embargo, puede tener más todavía si la amistad de otros compañeros de labor dobla sus fuerzas.

Las conversaciones serias con los compañeros de estudios, buscadores como él de la verdad, elevarán y afirmarán su espíritu, le adiestrarán en todos los ejercicios del pensamiento, le darán el atrevimiento y la sagacidad, enriquecerán hasta el infinito el libro de su cerebro y le enseñarán a manejarlo con una perfecta soltura.

Sin duda, entre los jóvenes que se preparan para los estudios fuertes hay algunos muy excepcionales que tienen una potencia de absorción y de digestión intelectuales suficiente para utilizar toda modalidad de instrucción, incluso la de los manuales, de la manera más feliz en apariencia: aprovechan de todo, incluso de los formularios más insípidos, como esos trabajadores de buena salud para los cuales, según un proverbio enérgico, para digerir todo es bueno. Pero, por dispuestos que estén para las distintas formas de instrucción, tienen que desconfiar sobre todo de su excesiva facilidad: es un peligro capital el comprender demasiado pronto, sin trabajo, sin esfuerzo ni larga labor de asimilación. Se rechaza negligentemente el hueso que otro hubiere lamido hasta el tuétano; se deja ir a la indiferencia, casi al desprecio de las cosas más bellas; se desgasta vergonzosamente a propósito de la ciencia que debería suscitar tanto respeto, evocar tanta alegría profunda; en fin, se limita a repetir lo que otros han dicho, en lugar de aportar en su lenguaje el acento personal, la altiva originalidad.

Es, pues, de arriba, desde muy arriba que el estudiante verdaderamente amante del saber debe preludiar esas formalidades de fin de año, esos triviales exámenes de salida, que le darán una estampilla oficial, símbolo de pereza y de detención definitiva del estudio para los cobardes, cuando para los valientes no implica siquiera un tiempo de reposo en la continua labor. Sin duda, se requieren exámenes en el alto sentido de la palabra, y la enseñanza de los filósofos griegos, tal como la reproducen los Diálogos de Platón, no consistía en realidad más que en una conversación permanente del estudiante con su propio pensamiento, en su examen continuo del alumno por sí mismo, bajo la evocación de un Sócrates o de otro pensador.

Cuando se trataba ante todo de conocerse a sí mismo, ese examen incesante era necesario al hombre que estudiaba; ahora se hace más indispensable, puesto que se trata de conocer a la Naturaleza, de la que cada individuo no es más que una simpIe célula. Así, el joven que vive de su enseñanza debe interrogarse y responderse sin cesar, con toda probidad y severidad: comparadas con este examen personal, las formalidades usuales de fin de año son poca cosa; le bastará una conciencia tranquila y no experimentará disgusto en formular con voz alta lo que su inteligencia ha comprendido desde hace mucho tiempo. Le bastará dar mentalmente a las cuestiones casi siempre incoherentes del examen la unidad que les hace falta.

La dignidad del estudio es a ese precio. A vosotros os corresponde elegir, puesto que tenéis la conciencia de vuestra responsabilidad; a vosotros os corresponde decidir cómo utilizaréis la enseñanza de vuestros profesores y amigos, sea para amontonar en vuestra memoria palabras que olvidaréis pronto, sea para abarcar en vosotros ese mundo del conocimiento que crece sin cesar y del cual cada hecho nuevo despierta un entusiasmo siempre renaciente. Si el heroísmo de un trabajo a la vez ascético y alegre os asegura esa noble conquista de la ciencia, ¡no seréis ampliamente compensados por todas las pequeñas miserias que la vida aporta consigo? Pero si no habéis tenido otro mérito, en el día final, que el de responder a cada pregunta, como un eco más o menos fiel; si no habéis tenido la plena independencia de vuestro espíritu original y personal, se preguntará uno si sois verdaderamente dignos de la ciencia que pretendéis amar y se os acusará quizá de una ambición mezquina, la de las ventajas materiales aseguradas por el examen. Se podría entonces, como se hace en Rusia, calificaros, con un matiz de desprecio, con el término de carreristas y trataros de aprendices industriales que recuerdan fórmulas lucrativas para acumular oro. ¡Triste y vergonzosa piedra filosofal!

Al que ha mordido francamente el fruto del árbol de la ciencia, durante toda su vida ese alimento le será indispensable: el aprender formará parte de su existencia misma. Importa pues que su trabajo se prosiga con método, de una manera armónica y ponderada, de suerte que no se convierta en prisionero de sus propios estudios, sino que quede dueño de ellos. Así, como acaba de decirse, el estudiante debe ocuparse ante todo de los estudios hacia los cuales le impulsa su genio particular y cavar muy profundamente en la ciencia especial que siente la vocación de profesar. Con muy justo título se os ha prevenido contra un peligro, el de difundiros en demasiadas investigaciones a la vez, con el riesgo de no ser más que aficionados, de no tener más que una visión superficial de las cosas; pero hay que preveniros también contra el peligro opuesto, el de una especialización extrema, peligro tanto más temible cuanto que algunos se dejan ir fácilmente a considerarle como un objetivo a alcanzar.

Hubo un tiempo, todos lo recuerdan, en que se veía en la extrema división del trabajo una de las realizaciones más deseables de toda gran industria manufacturera; los economistas auspiciahan esa división con un entusiasmo casi religioso y se exaltaban en la descripción de la fabricación de un alfiler, obtenido por el trabajo de un centenar de obreros, cada uno de los cuales durante días, meses, años -durante la vida entera-, tenía que hacer el mismo movimiento, dar el mismo golpe de cincel, de lima o de bruñidor. Esta especialización absoluta de las funciones del organismo industrial ha cesado de parecer tan perfectamente admirable, y algunos se preguntan si está conforme con el respeto del hombre por el hombre el cambiar un ser humano en un simple instrumento condenado durante toda su existencia a no hacer más que un solo movimiento mecánico, deformando el cuerpo, subyugando, aniquilando el espíritu.

De igual modo se puede dudar de que la recomendación habitual, continuamente repetida a los jóvenes sabios, de mantenerse estrechamante en su especialidad -en su Fach o cajón, como dicen los alemanes--, sea verdaderamente favorable al desenvolvimiento intelectual del individuo y al progreso de la ciencia en su conjunto. El químico que es simplemente químico y que se liga estrictamente a una cuestión particular en el dominio infinito del saber, ¿adquiere un conocimiento más íntimo y más profundo que el compañero que ha llegado a ser al mismo tiempo biólogo y físico, y capaz de estudiar los hechos infinitamente complejos, en el múltiple resplandor de varias ciencias? En toda su investigación se encuentra en presencia de cuestiones que promueven como por rebote una sucesión indefinida de problemas en todo el saber humano.

Yo no quiero citar más que un ejemplo tomado en el rincón más estrecho de mi especialidad geográfica, envidiosamente vigilada por tantos sabios. Una de sus recomendaciones más urgentes para el estudio de los mapas consiste en enseñar a los niños a tomar la medida de su aula con sus bancos, sus mesas, sus pobres paredes blancas o decoradas sin gusto. ¡He ahí el microcosmo que se trata nrimero de conocer a fondo, de medir en todos los sentidos, de cartografiar, de situar en el espacio relativamente a las calles y a las casas de los alrededores! Pero un obstáculo se presenta de inmediato. Para orientar esas mesas, esos bancos, esas paredes, no hay que salir ya de la habitación a fin de trazar líneas indefinidas hacia los puntos cardinales, es decir, más allá de la Tierra, de la Luna y del Sol, de las estrellas y de las vías lácteas, hasta el mundo sin límites del éter desconocido? ¡Para sus comienzos en la ciencia el alumno debe encerrarse en un agujero, y he ahí que el Universo se abre a su alrededor en su inmensidad!

Y para todas las ciencias sería fácil hacer observaciones análogas porque no se podría imaginar un solo hecho que no se halle en el punto de cruce de todas las series de fenómenos que se estudian en la Naturaleza: para explicarlo completamente haría falta saberlo todo. Así, el estudiante ve prolongarse ante él la perspectiva de un campo de estudios ilimitado. Un buen método exige que en ese infinito trate de conocer a fondo, con una precisión, una claridad perfectas, cada punto que se relacione con la especialidad de que sea en el mundo el intérprete escuchado con deferencia; pero que en las otras ciencias tenga claridades de todo, como la mujer de Moliere, que no ignoraba ninguno de los grandes órdenes de hechos, ninguna de las ideas generales; que abarque en su espíritu todo el saber posible, a fin de apreciar todos los progresos que se realizarán en el mundo del pensamiento y se sienta vivir por todos los foliculos de su cerebro.

Además del peligro de una especialización demasiado estrecha, en un cerebro desprovisto de horizonte, existe otra especialización que sería más peligrosa todavía si se pudiese admitir su sinceridad perfecta y si no comistiese por una parte en vanidad, por otra en hipocresía. Aun en ciertas obras de alto saber, donde no se esperaría hallar semejantes pobrezas, se habla de ciencia alemana o de ciencia francesa, de ciencia italiana o de alguna otra ciencia llamada nacional, como si la noción misma del conocimiento no excluyese todas las supervivencias de fronteras y de enemistades nacionales. No hay ni Alpes, ni Pirineos, ni Balcanes, ni Vístula, ni Rin para transformar la verdad del lado de acá en error del lado de allá. Es en perfecta comunión fraternal como los sabios separados por montañas, ríos o mar tienen que juzgar del valor de una hipótesis o de una teoría: la nacionalidad de un inventor no agrega nada al valor de su descubrimiento y no le quita nada. Y por otra parte, ¡cómo dar un timbre nacional a lo que por su esencia misma es de origen infinitamente múltiple, al producto de una colaboración universal de todas las naciones y de todos los tiempos? ¡Qué sería de los más audaces de los sabios si de repente las teorías de Euclides, la tabla llamada de Pitágoras y las leyes de Arquímedes les faltaren, si el alfabeto de los fenicios y las cifras árabes desaparecieran de su memoria? Cada hombre de ciencia no es nada más que un representante de la inmensa Humanidad pensante, y si lo olvida disminuye otro tanto la grandeza de su obra. ¡Qué asombro acogería al hombre de estudio que proclamase la gloria de la ciencia gascona, burgonda, normanda campinense! Y el ridículo, ¿es menor para el que se vanagloria de ser un astro en la pléyade francesa o en la constelación romana?

¡Y, sin embargo, se atreve incluso a emitir la pretensión curiosa de restringir la ciencia a los intereses de un partido, de una clase, de un soberano! Ciertamente, tal químico famoso se prestó ampliamente a la risa cuando presentó al rey Luis Felipe dos gases que iban a tener la felicidad de combinarse ante él; pero, ¿es preciso reír o llorar cuando se oye a un profesor eminente y de muy alto saber, pero teniendo quizá que hacerse perdonar su nombre francés, reivindicar un privilegio para los sabios alemanes, el de ser los guardias intelectuales de la imperial casa de los Hohenzollern?

Admitiendo que el estudiante ideal, tal como lo soñamos en vosotros, sepa perfectamente dirigir su trabajo y dar a su ciencia toda la altura y la amplitud necesarias, le quedará siempre por resolver la gran cuestión planteada ante los hombres desde la leyenda relativa al árbol del conocimiento y al fruto prohibido. Le será preciso probar con su ejemplo que se llega a ser realmente feliz por el acrecentamiento del saber. Si no, las almas timoratas se complacerán siempre en pensar que hubiera valido más pudrirse en la ignorancia primitiva, y hasta entre aquellos que estudiaron se encontrarán ciertamente quienes, fatigados del largo esfuerzo, se dejarán desalentar, cesarán de confiarse a su razón. Consentirán en que se les vende los ojos o al menos en que se les proporcione pantallas, anteojeras y viseras, y en lo sucesivo, ciegos o semiciegos, se remitirán a la guía de los hombres que se dicen ilustrados por la luz celeste de la fe, católica en la Eurona occidental, ortodoxa en Rusia, brahmánica en la India, budista en el Extremo Oriente, o en todas partes vallamente mística, abandonada a las fuerzas desconocidas del más allá.

Podemos comprender en efecto dos especies de dicha, dadas ambas por la paz de la conciencia. La primera, que glorifica Tolstoi, es la del humilde de espíritu, del primitivo que no pide nada y se deja vivir, reconociendo todo lo que el destino le trae, fortuna o infortunio; la segunda es la felicidad del hombre fuerte que trata siempre de conocer su camino y que, aun en la incertidumbre del espíritu, conserva una perfecta igualdad del alma, porque sabe dirigir sus estudios y sus actos para llegar a la calma suprema conquistada por la bondad y el querer incesante. Entre esos dos géneros de dicha, ¿hay un tercero, el que buscaba Pascal por el embrutecimiento del pensamiento? Es permitido dudar de ello, porque Pascal y todos los que gustaron ya del fruto de la ciencia no conseguían olvidar completamente lo que habían aprendido. Es demasiado tarde para que vuelvan a encontrar la dicha en la simplicidad de la ignorancia; la lucha de los dos principios que les atenazan no puede menos que arrastrarlos al sufrimiento y también a la desesperación. Para ellos no habría más que una salvación: no mirar hacia atrás, avanzar resueltamente hacia adelante por el camino del saber.

Recuérdese que, en ocasión de los grandes acontecimientos de la Revolución Francesa, cuando tantos hombres inteligentes eran amenazados por la cuchilla de la guillotina, el lenguaje de los valientes no por eso se volvía menos altivo a medida que crecía el peligro: los que querían quedar libres a pesar de todo habían hecho un pacto con la muerte. A su ejemplo, cada uno de nosotros debe tener tan alta idea de su labor, que para llevarla a cabo haga un pacto con todos los desastres posibles e imposibles: es así como permanecerá seguro de una dicha que no engaña nunca, quedando por encima de todas las miserias de la vida. Y sobre todo que para sus estudios no cuente con ninguna recompensa, con ninguna deuda que la sociedad haya contraído hacia él: ésta no le debe nada y le da suficientemente al asegurarle la alegría de aprender y de utilizar su saber al servicio del prójimo. Pero si espera que la ciencia le remunere como a un rentista del Estado, que no se las tome más que consigo mismo si le llega a engañar, si no eleva su espíritu, no ennoblece su corazón y no le da la serenidad de una existencia dichosa. Cuanto más sabe, es decir, cuanto más ha recibido, más debe dar en cambio, más debe adquirir su obra un carácter de abnegación y también de sacrificio: no puede pagar la deuda a sus hermanos más que convirtiéndose en apóstol.

Vivificar la ciencia por la bondad, animarla con un amor constante por el bien público, tal es el único medio de hacerla productora de dicha, no sólo por los descubrimientos que acrecientan las riquezas de toda especie y por las que podrían aliviar el trabajo del hombre, sino sobre todo por los sentimientos de solidaridad que evoca entre aquellos que estudian y por las alegrías que suscita todo progreso en la comprensión de las cosas. Esta dicha es una dicha activa: no es la egoísta satisfacción de conservar el espíritu en reposo, sin perturbaciones ni rencores; al contrario, consiste en el ejercicio arduo y continuo del pensamiento, en el disfrute de la lucha que la ayuda mutua hace triunfante, en la conciencia de una fuerza constantemente empleada. La felicidad a que la ciencia nos convida es, pues, una felicidad que nos hace trabajar para conquistarla todos los días. No hay para nosotros reposo más que en la muerte.

Pero -se nos dirá-, la obra que ofrecéis como ideal al joven, ¿no es difícil, casi imposible?

Ciertamente, le pedimos que realice una obra muy alta. Hemos hecho nuestra la frase de Emerson: ¡El sabio debe ser un héroe!

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