Presentación de Omar CortésSEGUNDA PARTE - LA EDUCACIÓN DEL CARÁCTER - Capítulo III - El primer añoSEGUNDA PARTE - LA EDUCACION DEL CARÁCTER - Capítulo V - Juego y fantasíaBiblioteca Virtual Antorcha

Bertrand Russell

ENSAYOS SOBRE EDUCACIÓN

SEGUNDA PARTE

LA EDUCACIÓN DEL CARÁCTER

CAPÍTULO CUARTO

MIEDO





En los capítulos siguientes me propongo tratar de aspectos varios de la educación moral, especialmente desde los dos a los seis años. Al llegar a los seis años la educación del niño debiera ser completa, es decir, que las cualidades que se le han de exigir en años posteriores debieran desenvolverse en el niño espontáneamente, como consecuencia de los buenos hábitos ya adquiridos y de su ambición ya estimulada. Si se desdeña la educación moral temprana o se da defectuosamente, habrá mucho más que hacer en años posteriores.

Demos por supuesto que el niño ha llegado, feliz y saludable, a la edad de doce meses con las bases de un carácter disciplinado, gracias a los métodos de que hablamos en el capítulo anterior. Siempre existirán niños de mala salud, aunque sus padres tomen todas las precauciones científicas conocidas. Pero podemos esperar que su número disminuirá enormemente de día en día. Hoy mismo debían de ser tan pocos, que no tuvieran importancia estadística, si los conocimientos actuales se aplicaran debidamente. Prescindiré de hablar de lo que deba hacerse con los niños cuya primera formación haya sido indeseable. Éste es un problema para el maestro de escuela, no para el padre, y este libro está escrito especialmente para padres.

El segundo año de la vida debiera ser de una gran felicidad. El andar y el hablar son nuevas conquistas, que significan un sentido de libertad y de poder. Cada día que pasa significa un nuevo avance (Esto tal vez no sea estrictamente exacto. Muchos niños tienen períodos de aparente estancamiento, que inquieta a padres inexpertos. Pero probablemente el progreso sigue su curso en esos períodos, aunque de manera menos claramente perceptible).

El niño puede jugar solo y tiene más despierto el sentido de descubrir el mundo que el viajero más infatigable. Los pájaros y las flores, los ríos y el mar, los automóviles, los barcos y los trenes le causan delicia e interés apasionado. Su curiosidad no tiene límites; quiero ver, es una de las frases más corrientes a esta edad. El correr libremente por el jardín o por el campo a orillas del mar le produce un éxtasis de emancipación, después del encierro de su cuarto y de su cuna. La digestión es generalmente más fuerte que en el primer año; el alimento más variado y la masticación una nueva alegría. Por todas estas razones, si el niño está sano y bien cuidado, la vida es una aventura deliciosa.

Pero con la mayor independencia de hablar y de correr, aparece asimismo una nueva timidez. El niño recién nacido se asusta fácilmente; los señores Watson observaron que las cosas que más le alarman son los ruidos fuertes y la sensación de encontrarse mojado. Mas está tan completamente protegido, que tiene pocas ocasiones de ejercitar su miedo, y en los peligros reales está tan desamparado, que de nada le serviría tenerlo. Durante los años segundo y tercero surgen nuevos miedos. No vale la pena discutir la participación que en ellos tienen la sugestión y el instinto. El hecho de que los miedos no existan durante el primer año nada prueba contra su carácter instintivo, puesto que un instinto puede madurar en una edad cualquiera. Ni el más exaltado freudiano se atrevería a sostener que el instinto sexual está maduro al nacer. No cabe duda de que tienen mayor necesidad del miedo los niños que pueden andar por sí solos que los que no pueden hacerlo, y no sería, por lo tanto, sorprendente que el instinto del miedo surgiese con su necesidad. La cuestión es de gran importancia educacional. Si todos los miedos surgen de la sugestión, pueden prevenirse con el sencillo procedimiento de no mostrar miedo ni aversión ante un niño. Si, por el contrario, algunos son instintivos, será necesario emplear métodos más elaborados.

El doctor Chalmers Mitchel, en su libro La infancia de los animales, presenta una gran cantidad de observaciones y experiencias para demostrar que no existe habitualmente el instinto hereditario del miedo entre los animales jóvenes (Tuve noticia de este libro a través de una cita del libro del doctor Paul Bousfield, Sexo y civilización, donde se sostiene enérgicamente igual punto de vista). Con excepción de los monos y de algunos pájaros, no experimentan la menor alarma en presencia de inveterados enemigos de su especie, como las serpientes, hasta tanto que sus padres les enseñan a tener miedo de estos animales. Los niños menores de un año no tienen temor alguno de los animales. El doctor Watson enseñó a uno a tener miedo de una rata, haciendo sonar repetidamente un gongo detrás de su cabeza, en el momento en que le enseñaba una rata. El ruido era terrible, y por asociación acabó siéndolo también la rata. Pero el miedo instintivo a los animales parece desconocido en los primeros meses. El miedo a la oscuridad, asimismo, parece no afectar a los niños que no han estado expuestos a la sugestión de que la oscuridad es terrorífica. Hay ciertamente razones suficientes para creer que la mayor parte de los miedos que creemos instintivos son adquiridos, y que no surgirían si las personas mayores no lo crearan.

Para aclarar más este aspecto, he observado a mis propios hijos cuidadosamente, pero como no podía saber siempre lo que nodrizas y criadas les habían dicho, la interpretación de los hechos era muy dudosa. Por lo que yo pude deducir, confirmaron la opinión del doctor Watson en el primer año de su vida. En el segundo año no tuvieron miedo de los animales, a excepción de uno de ellos, que durante algún tiempo se asustaba de los caballos. Esto, sin embargo, era aparentemente debido al hecho de que un caballo pasó repentinamente por su lado galopando muy ruidosamente. Se trata de una niña que no ha cumplido los dos años, y para observaciones ulteriores me apoyaré en mi hijo, que al cumplir los dos años tuvo una niñera que era tímida y se asustaba muy especialmente de la oscuridad. Mi hijo, que antes era normal, se contagió muy pronto; huía de gatos y perros, sentía horror ante una alacena oscura, quería luz en todas las partes de la habitación al llegar la noche, y se asustaba hasta de su hermanita la primera vez que la vio, creyendo, al parecer, que era un animal extraño de alguna especie desconocida (Creo que este miedo era análogo al de los juguetes mecánicos. La vio por primera vez dormida, y creyó que era una muñeca; cuando la vio moverse se quedó asombrado). Todos estos miedos pudo adquirirlos de su tímida doncella y, de hecho, cuando ella se marchó, fueron desapareciendo. Tenía otros miedos, sin embargo, que no podían atribuirse a la misma causa, puesto que comenzaron antes de que llegara la nodriza, y se referían a objetos de los que ninguna persona mayor hubiera sentido alarma. El más importante era el miedo a todo lo que se moviera de una manera extraña, especialmente sombras y juguetes mecánicos. Después de hacer esta observación, supe que esta clase de miedos son normales en la niñez, y que hay razones poderosas para creerlos instintivos. Este hecho lo discute William Stern en su Psicología de la primera niñez, página 494, en el capítulo titulado Temor a lo misterioso. Dice lo siguiente:

La significación especial de esta forma de miedo, particularmente en la primera niñez, ha escapado a la atención de los antiguos psicólogos infantiles; últimamente ha sido fijada por Groos y por nosotros.

Parece que el temor a lo desconocido es más primitivo que el miedo a lo conocido (Groos, pág. 284). Si el niño tropieza con algo que no está de acuerdo con la trayectoria normal de su percepción: son posibles tres cosas. O la impresión es tan rara que es rechazada sencillamente como un cuerpo extraño, y la conciencia no se da cuenta de ello. O la interrupción del curso habitual de la percepción es lo suficientemente pronunciada como para atraer la atención, pero no tan violenta como para producir trastornos, y produce sorpresa, deseo de conocer, que es el origen de todo pensamiento, juicio, investigación. O, finalmente, lo nuevo choca súbitamente con lo antiguo con violenta intensidad, produce confusión inesperada en las ideas habituales, sin la posibilidad de una acomodación práctica inmediata, y entonces se produce la conmoción, el fuerte tono efectivo de malestar, el miedo a lo misterioso. Groos ha demostrado ahora, con gran acierto, que este miedo a lo misterioso se basa en el miedo instintivo y corresponde a la necesidad biológica de que trabaje una generación para la siguiente.

Stern presenta muchos casos; entre otros, el miedo de un paraguas súbitamente abierto, y el miedo de los juguetes mecánicos. El primer caso es muy frecuente, desde luego, entre vacas y caballos; yo he hecho la experiencia de ahuyentar durante largo rato a un rebaño con este procedimiento. Los miedos de mi hijo a este respecto eran tales como Stern los describe. Las sombras que le inspiraban eran vagas; sombras producidas en una habitación por el movimiento rápido de objetos invisibles (autobuses, por ejemplo) que pasaban por las calles. Acabé con sus temores haciendo sombras en la pared y en el suelo con mis dedos e invitándole a que me imitase; poco después comenzó a comprender las sombras y a divertirse con ellas. Apliqué el mismo principio para los juguetes mecánicos; cuando vio su mecanismo, ya no se asustó más. Pero cuando el mecanismo era invisible el proceso era más lento. Alguien le regaló un cojín que al oprimirlo o al sentarse sobre él emitía un largo gemido melancólico. Nunca le separamos por completo del objeto terrible; se lo pusimos primero a distancia, desde donde le alarmaba relativamente; poco a poco se fue familiarizando con él hasta que el miedo desapareció en absoluto. Generalmente, las mismas cualidades misteriosas que en un principio le producían miedo acababan por encantarle cuando conseguía dominarlo. Yo creo que no debe tolerarse la existencia de un miedo irracional, sino que debe extinguirse gradualmente, familiarizándose con él desde sus primeras manifestaciones.

Adoptamos un procedimiento totalmente distinto (tal vez equivocadamente), en el caso de dos miedos razonables que no existían. Yo vivo la mitad del año en una costa rocosa, donde hay muchos precipicios. El niño no tenía el menor sentido del peligro de las alturas, y se hubiera podido caer desde un acantilado al mar si le hubiéramos dejado solo. Un día que estábamos sentados en un profundo despeñadero de cien pies de altura, le explicamos tranquilamente que si se inclinaba sobre el borde se caería y se rompería como un plato. (Había visto ya un plato roto en muchos pedazos al caer al suelo.) Durante algún tiempo estuvo repitiendo las palabras caer, romper, y luego pidió que se le apartase de allí. Ocurría esto a la edad de dos años y medio. Desde entonces tiene el suficiente miedo a las alturas para estar a salvo mientras se le vigila un poco. Pero todavía sería un poco temerario dejarle solo. Ahora (a los tres años y nueve meses), salta desde alturas de seis pies, sin vacilación, y saltaría veinte pies si se le dejara. Así, pues, nuestras recomendaciones de precaución no produjeron excesivos resultados. Yo lo atribuyo al hecho de que nuestro procedimiento fue instructivo y no sugestivo: ninguno de nosotros sentía miedo cuando le instruíamos. Yo creo que esto es muy importante en la educación. Es necesaria la comprensión razonable de los peligros, no el miedo. Un niño no puede comprender el peligro sin algún elemento de miedo, mas este elemento disminuye mucho cuando no existe en el instructor. Una persona mayor encargada de un niño no debiera sentir miedo nunca. Y esta es la razón por la cual el valor debiera cultivarse entre las mujeres tanto como entre los hombres.

El segundo caso no fue tan deliberado. Un día que paseaba con el niño (a la edad de tres años y cuatro meses), encontramos una culebra en el sendero. Él había visto reproducciones de culebras, pero nunca hasta entonces había visto una culebra verdadera. No sabía que las culebras mordieran. Le encantó la culebra, y cuando desapareció, echó a correr tras ella. Como sabía que no podía cogerla, no se lo impedí, y no le dije que las culebras son peligrosas. Su niñera, en tanto, le advirtió por aquel tiempo que no corriera por la hierba, puesto que podía haber culebras. En consecuencia, comenzó a temerlas un poco, pero no más de lo razonable.

El miedo más difícil de vencer ha sido siempre el miedo al mar. Nuestra primera tentativa de meter en el mar al niño fue a la edad de dos años y medio. Al principio era imposible. Le molestaba el frío del agua, le asustaba el ruido de las olas, que le parecía que venían siempre y no volvían nunca. Si las olas eran grandes no quería ni acercarse al mar. Éste era un periodo de timidez general: los animales, los ruidos extraños y otras varias cosas le alarmaban. Acabamos con su miedo gradualmente. Pusimos al niño en balsas de poco fondo, alejadas del mar, hasta quitarle el miedo al frío; al fin de los cuatro meses de verano ya le gustaba chapotear en el agua estancada a distancia de las olas, pero todavía gritaba si se le metía en pozos más profundos, donde el agua le llegaba hasta la cintura. Le acostumbramos al ruido de las olas dejándole jugar durante una hora sin mirarlas; después hicimos que las viera y le convencimos de que después de llegar, volvían. Todo ello, combinado con el ejemplo de sus padres y otros niños, hizo que se acercara a las olas sin temor. Estoy convencido de que el miedo era instintivo; estoy seguro de que no había habido sugestión que lo causara. El verano siguiente, a la edad de tres años y medio, volvimos a la carga. Persistía el terror a meterse entre las olas. Después de una insistencia infructuosa, combinada con el espectáculo de la gente que se bañaba, nos decidimos por los antiguos métodos. Cuando se manifestaba cobarde le decíamos que nos avergonzábamos de él; cuando se animaba, le elogiábamos calurosamente. Durante quince días seguidos le metimos en el mar hasta el cuello, a pesar de sus protestas y de sus gritos (El método que emplearon conmigo a la misma edad consistia en agarrarme por los pies y tenerme durante algún tiempo con la cabeza bajo el agua. Este método, bastante raro, acabó por aficionarme al agua; sin embargo, no lo recomiendo). Cada día fueron menores, hasta que al fin comenzó él mismo por pedirnos que lo metiéramos en el agua. Pasados los quince dias, habíamos conseguido nuestro propósito: que perdiera el miedo al mar. Desde aquel momento le dejamos completamente libre, y se bañó espontáneamente y con el mayor placer, siempre que el tiempo era favorable. No se le había acabado todo el miedo, sustituido en parte por el orgullo. La familiaridad hizo que el miedo disminuyera poco a poco, hasta desaparecer completamente. Su hermana, que tiene ahora veinte meses, nunca ha demostrado el menor temor al mar, y se baña en él sin la menor vacilación.

He contado esto con algún detalle porque, hasta cierto punto, contradice las modernas teorías, por las que siento gran respeto. El uso de la fuerza en la educación debiera ser muy raro. Mas para la conquista del miedo, yo creo que es a veces saludable. Cuando un miedo es irrazonable y fuerte, el niño abandonado a si mismo nunca podria saber por experiencia que no había razón para temer. Cuando una situación se repite experimentalmente sin daño, la familiaridad mata al miedo. Sería inútil hacer la temida experiencia una vez tan sólo; es necesario repetirla hasta que no cause sorpresa. Si puede realizarse la experiencia necesaria sin utilizar la fuerza, tanto mejor pero de lo contrario la fuerza es preferible a la persistencia de un miedo no domado.

Hay otro aspecto más amplio. En el caso de mi propio hijo, y probablemente en otros casos, la experiencia de vencer al miedo es extraordinariamente deliciosa. Es fácil estimular el orgullo del niño; cuando se le alaba por su valor le rebosa el contento durante todo el dia. En edad más avanzada, el niño sufre la tortura del desdén de los otros niños, y es mucho más difícil para él la adquisición de nuevos hábitos. Creo, pues, que la pronta adquisición del dominio de sí mismo en el aspecto del miedo y la pronta recomendación de la aventura física son de importancia suficiente para evitar la aplicación de métodos más enérgicos.

Los padres aprenden equivocándose; cuando los niños se han desarrollado es cuando comprenden cómo debieran haberlos educado. Voy a contar un incidente que muestra los peligros de la excesiva indulgencia. A la edad de dos años y medio mi hijo comenzó a dormir solo en una habitación. Estaba muy orgulloso de salir del cuarto de la niñera, y al principio dormía muy tranquilamente. Pero una noche un viento horrible arrancó una valla, que sonó estrepitosamente. Se levantó aterrorizado y gritó. Acudí inmediatamente; al parecer, se había levantado con una pesadilla y se abrazó a mí, mientras el corazón le latía con violencia. Pronto cesó su terror. Pero se quejó de que estaba oscuro —habitualmente, en aquella época del año, dormía durante las horas de oscuridad—. Cuando le dejé, parecía que no le abandonaba su temor, aunque más mitigado, y le encendí una luz. Después de esto se acostumbró a gritar casi todas las noches, hasta que nos convencimos de que lo hacía por el placer de tener junto a sí a las personas mayores y charlar con ellas. Así, pues, le hablamos detenidamente acerca de la ausencia de peligro durante la noche, y le dijimos que si se levantaba tendría que volverse a dormir de nuevo, pues nosotros no le haríamos caso, a menos que se tratara de un asunto de importancia. Escuchó atentamente, y ya no volvió a gritar sino en raras ocasiones y por motivos importantes. Si hubiéramos sido más indulgentes, probablemente nos habría obligado a dormir mal durante mucho tiempo o durante toda la vida.

Basta la experiencia personal; ahora debemos pasar a consideraciones más generales sobre los métodos para eliminar el miedo.

Después de los primeros años, los mejores instructores en valor físico son otros niños. Si el niño tiene hermanos y hermanas mayores, éstos le estimularán con su mandato y con su ejemplo y ensayarán todas las pruebas imaginables. En la escuela se siente desprecio por la cobardía física, y no hay necesidad de que los maestros insistan sobre ello. Por lo menos esto es lo corriente entre los niños. Debiera ocurrir lo mismo entre las niñas, cuyas normas de valor debieran ser iguales. Felizmente, en el aspecto físico, ya no se enseña a las niñas en la escuela a ser como señoritas, y se concede una gran extensión a su impulso natural hacia el ejercicio físico. Sin embargo, todavía hay alguna diferencia entre niños y niñas en este aspecto. Yo estoy convencido de que esta diferencia debia desaparecer (Véase See Bousfield: Sexo y civilización). Cuando hablo del valor como de algo deseable, lo hago ateniéndome a una definición consuetudinaria: un hombre es valiente cuando hace cosas que otros dejarían de hacer por miedo. Si no siente miedo, tanto mejor; yo no considero la regulación del miedo por la voluntad como el único valor verdadero, ni siquiera como la mejor forma de valor. El secreto de la moderna educación moral está en producir resultados por medio de los buenos hábitos que anteriormente se formaron (o se intentó formar) por medio de la fuerza de voluntad y el imperio sobre sí mismo.

El valor debido a la voluntad produce desastres nerviosos, de los cuales presenta muchos casos la conmoción producida por la explosión de las granadas. Los miedos que habían sido reprimidos forzaron su camino hacia la superficie de manera no perceptible por la introspección. No quiero dar a entender que se pueda prescindir por completo del imperio sobre sí mismo, pues ningún hombre puede vivir sin él una vida consistente. Lo que quiero decir es que el imperio sobre sí mismo debiera ser necesario solamente en situaciones excepcionales que la educación no había previsto de antemano. Aunque hubiera sido posible, hubiera sido estúpido acostumbrar a todo el país a adquirir sin esfuerzo el valor que se necesitaba en la guerra. La guerra significaba una necesidad tan excepcional y temporal por su naturaleza, que se hubiera debido impedir si se hubiera iniciado a la juventud en los hábitos adquiridos en las trincheras.

El finado doctor Rivers, en su libro sobre El instinto y lo inconsciente, presenta el mejor análisis psicológico del miedo que yo conozco. Hace notar que uno de los procedimientos para afrontar una situación peligrosa es la actividad manual, y que quienes la emplean adecuadamente no sienten de una manera consciente la emoción del miedo. Es una experiencia valiosa, que estimula el esfuerzo y la propia estimación, para pasar gradualmente del miedo a la pericia. La sencilla experiencia de aprender a guiar una bicicleta es una de estas pruebas insignificantes. En el mundo moderno, con el progresivo aumento del maquinismo, esta destreza es cada vez más importante. Yo insinúo que el entrenamiento en el valor físico debiera realizarse enseñando a manipular o a dominar algo, y no por medio de luchas corporales con otros seres humanos. El valor que se requiere para escalar las montañas, para manipular un aeroplano o para gobernar una pequeña embarcación en un temporal, me parece mucho más admirable que el valor que se exige en la lucha. Además, yo entrenaría a los niños de la escuela, siempre que fuera posible, en ejercicios de destreza más o menos peligrosa, mejor que en juegos como el fútbol. Cuando hay un enemigo que vencer, es preferible que no sea otro ser humano. No quiero decir que este principio deba aplicarse con pedantería, sino que debe concedérsele más importancia de la que hoy se le concede en atletismo.

Hay, desde luego, más aspectos pasivos de valor físico. Hay la resistencia al dolor sin hacer alarde de ello, cosa que debiera enseñarse a los niños no concediendo demasiada atención a los pequeños accidentes. La mayor parte de la histeria se debe al excesivo deseo de simpatia; hay gente que inventa dolores para que la atiendan y la traten con mimo. Puede evitarse el desarrollo de esta inclinación acostumbrando a los niños a que no alboroten por un sencillo arañazo o cardenal. En este aspecto, es mucho peor la educación que dan las niñeras a las niñas. Es tan malo ser blando con las niñas como con los niños; si las mujeres han de ser iguales a los hombres, no deben serles inferiores en fortaleza.

Llego ahora a otras manifestaciones del valor que no son puramente físicas. Son las más importantes, pero es dificil desarrollarlas sin una previa base elemental.

Ya he hablado del temor a lo misterioso, a propósito de los terrores infantiles. Creo que este miedo es instintivo y de enorme importancia histórica. La mayor parte de las supersticiones se deben a él. Los eclipses, los terremotos, las plagas y otros acontecimientos parecidos se producen con gran frecuencia en los pueblos atrasados. Es una manifestación del miedo muy peligrosa, tanto individual como socialmente; es, pues, muy deseable desarraigarla en la juventud. El mejor antídoto para ello es la explicación científica. No es necesario explicar todo lo que parece misterioso a simple vista; después de un cierto número de explicaciones, el niño creerá que hay otras explicaciones en otros casos, y será posible decirle que la explicación no se ha dado todavía. Lo importante es dar lo más pronto posible la sensación de que el sentido del misterio es debido tan sólo a la ignorancia, que puede disiparse con paciencia y esfuerzo mental. Es un hecho notable que lo que más aterroriza al principio al niño por sus misteriosas propiedades es lo que más le encanta después que el miedo se ha desvanecido. De este modo, el misterio, al dejar de provocar la superstición, se convierte en un incentivo para el estudio. Mi chico pequeño, a la edad de tres años y medio, pasaba horas enteras absorto en el examen solitario de un cañón hidráulico, hasta que comprendió cómo el agua entraba, cómo salía el aire y cómo se verificaba el proceso contrario. Los eclipses pueden explicarse de manera comprensible a a los niños más pequeños. Todo lo que atemoriza o interesa al niño debiera ser explicado a ser posible; así el miedo se transforma en interés científico por un proceso que es paralelo al instinto y que repite la historia de la raza. Algunos de estos problemas son difíciles y requieren mucho tacto. El más difícil es el de la muerte. El niño descubre pronto que las plantas y los animales mueren. Es posible que alguien que él conoce muera antes de llegar a los seis años. Si tiene una inteligencia despierta, se le ocurre que sus padres morirán y que él mismo puede morir (esto ya es más difícil que lo piense). Estos pensamientos le sugerirán muchas preguntas, a las que debe contestarse cuidadosamente. Las personas religiosas tendrán mucha más dificultad para contestar que los que creen que no existe la vida después de la muerte. Si se piensa esto último, nunca debe decirse al niño lo contrario; no hay en el mundo nada que justifique el que un padre cuente mentiras a sus hijos. Es mejor decirles que la muerte es un sueño del cual no se despierta. Esto debiera decirse sin solemnidad, como si fuera la cosa más natural del mundo. Si el niño se preocupa por su muerte, conviene decirle que ello tardará muchos, muchos años. Sería inútil el intento de sugerir en los primeros años ideas estoicas de desdén hacia la muerte. No hay que recordar ese tópico, pero tampoco hay que evitarlo cuando el niño lo sugiere. Hay que hacer todo lo posible para que el niño no crea en su misterio. Si el niño es normal y sano, este procedimiento le evitará preocupaciones. En toda ocasión conviene hablar clara y francamente, decir todo lo que se cree y dar la impresión de que el asunto no es muy interesante. Ni para los jóvenes ni para los viejos es bueno perder mucho tiempo en meditar sobre la muerte.

Además de los miedos especiales, los niños suelen sufrir de ansiedad difusa. Ello es debido casi siempre al exceso de represión por parte de sus mayores y es mucho más frecuente de lo que debiera ser. El regaño constante, la prohibición de hacer ruido, las observaciones interminables acerca de sus modales, hacen al niño desgraciado. Me acuerdo de que a los cinco años me decían que la niñez era la edad más feliz de la vida (una mentira lisa y llana en aquella época). Yo lloraba inconsolablemente, hubiera querido morir , y me preguntaba cómo podría soportar el aburrimiento de los años venideros. Es casi inconcebible que hoy pueda decirse esto a un niño. La vida del niño es instintivamente prometedora; está siempre dirigida hacia realidades que serán posibles más adelante. Éste es el aspecto estimulante del esfuerzo infantil. Hacer al niño retrospectivo, representarle el futuro peor que el pasado, es secar la vida del niño en su fuente. Y, sin embargo, esto es lo que hacían sentimentales sin corazón al hablarle al niño de las alegrías de la niñez. Afortunadamente, la impresión de sus palabras no fue duradera. Y de pequeño creía que las personas mayores debían ser completamente felices porque no tenían que ir a clase y porque podían comer lo que quisieran. Esta creencia era estimulante y saludable.

La reserva es una forma perturbadora de la timidez, que es corriente en China e Inglaterra, pero poco frecuente en otras partes. Se debe en parte a la falta de contacto con personas extrañas y en parte a la importancia concedida a las maneras. Convendría que los niños, después de cumplir un año, se acostumbraran a ver personas extrañas y a que les dieran la mano. En cuanto a las maneras, debiera enseñárseles el mínimo indispensable para no convertirse en una molestia intolerable. Es preferible que vean gente extraña durante unos minutos sin limitación y que se los lleven, a tenerlos quietecitos en su cuarto. Pero a partir de los dos años, no está mal enseñarles a que se diviertan por sí mismos una parte del día, con la tiza, con los aparatos Montessori o con algo parecido. Para conseguir que se estén quietos, debe haber siempre una razón comprensible para ellos. Los modales no debiera enseñárseles en abstracto, excepto cuando puedan realizarse como un juego divertido. Pero tan pronto como el niño pueda comprender, debiera comprender que los padres tienen también sus derechos, que debe dar libertad a los demás y tenerla para sí en la mayor extensión posible. Los niños comprenden muy pronto la justicia, y conceden fácilmente a los demás lo que ellos les conceden a su vez. Esto es lo fundamental de los buenos modales.

Por encima de todo, si queremos disipar el miedo en nuestros niños, no lo tengamos nosotros. Si nos asusta la tormenta, el hijo se contagiará de nuestro miedo la primera vez que oiga un trueno en nuestra presencia. Si tenemos miedo a la revolución social, el niño la temerá mucho más todavía, por no poder comprender en qué consiste. Si somos aprensivos para las enfermedades, también nuestro hijo lo será. La vida está llena de peligros, pero el hombre cuerdo ignora los que son inevitables y actúa prudentemente, aunque sin emoción, contra los que pueden evitarse. No podemos impedir la muerte, pero podemos evitar la muerte ab intestato; así, pues, hagamos nuestro testamento olvidando que somos mortales. La previsión razonable contra la desgracia es completamente distinta del miedo: es una parte de la sabiduría, mientras que todo miedo es una esclavitud. Si no podemos evitar nuestros temores, procuremos que nuestros hijos no los adivinen. Ante todo, démosles amplitud de criterio y una multiplicidad de intereses vivos que les impidan más adelante el preocuparse con las posibilidades de desgracia personal. Sólo así podremos hacerlos ciudadanos libres del universo.
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