Presentación de Omar CortésSEGUNDA PARTE - LA EDUCACIÓN DEL CARÁCTER - Capítulo II - Finalidades de la educaciónSEGUNDA PARTE - LA EDUCACION DEL CARÁCTER - Capítulo IV - MiedoBiblioteca Virtual Antorcha

Bertrand Russell

ENSAYOS SOBRE EDUCACIÓN

SEGUNDA PARTE

LA EDUCACIÓN DEL CARÁCTER

CAPÍTULO TERCERO

EL PRIMER AÑO





El primer año de la vida se consideraba anteriormente fuera de la órbita educativa. Mientras el niño no podía hablar, y a veces más tarde, se le confiaba por completo al cuidado de madres y nodrizas, quienes se suponía conocían por instinto lo que era beneficioso para el niño. Desde luego que no lo sabían. Una enorme proporción de niños moría al primer año, y muchos de los que se salvaban tenían quebrantada su salud. Por descuido, se les dejaba arraigar funestos hábitos mentales. Todo esto se ha averiguado hace muy poco tiempo. Se ha combatido la invasión de la crianza por la ciencia porque perturba la representación sentimental de la madre y el hijo. Pero la sentimentalidad y el amor no pueden coexistir; el padre que ama a su hijo ha de querer en caso necesario emplear su inteligencia para que su hijo viva. Así podemos observar que esta sentimentalidad es más viva en gentes infantiles y en gentes que, como Rousseau, no vacilarían en enviar sus hijos al Hospicio. Muchos padres cultivados desean conocer lo que la ciencia dice, y padres ignorantes acuden asimismo a los centros de maternidad. El resultado está patente en la notable disminución de la mortalidad infantil. Hay razones para creer que pocos niños morirían en la infancia criándolos cuidadosa y conscientemente. Y no solamente morirían pocos, sino que los sobrevivientes serían más sanos de espíritu y de cuerpo.

Las cuestiones de salud física en un sentido estricto no encajan dentro de este libro y deben dejarse a los especialistas. Me ocuparé de ellas tan sólo cuando tengan importancia psicológica. Pero lo mental y lo físico apenas pueden diferenciarse en el primer año de la vida. Además, el educador, en años posteriores, al educar al niño, tropezará con equivocaciones puramente fisiológicas. No podemos evitar, pues, hacer excursiones a un campo que no nos pertenece de derecho. El niño recién nacido tiene instintos y reflejos, pero no hábitos. Los hábitos que hubiere podido adquirir en el útero materno de nada le sirven en su nueva situación; hasta el respirar tienen que enseñárselo, y algunos niños mueren por no haber aprendido a tiempo la lección. Hay un instinto que está muy desarrollado: el instinto de la succión; cuando el niño está entregado a ella, se encuentra en su elemento. Pero el resto de su vida activa transcurre en un vago aturdimiento, del cual descansa entregado al sueño la mayor parte de las veinticuatro horas. Al cabo de quince días todo ha cambiado. El niño ha adquirido esperanzas de experiencias regularmente repetidas. Es ya conservador, probablemente un conservador más completo que lo será nunca. Toda novedad le enoja. Si pudiera hablar, diría:

¿Creéis que a mis días voy a cambiar el curso de mi vida?

Es asombrosa la rapidez con que el niño adquiere hábitos. Todo mal hábito adquirido es una barrera contra mejores hábitos posteriores; por ello es tan importante la primera formación de los hábitos en la primera infancia. Si los primeros hábitos son buenos, se evitan muchas molestias posteriores. Además, los hábitos adquiridos tan pronto, se parecen más tarde a los instintos; tienen el mismo profundo arraigo. Los nuevos hábitos opuestos que más tarde se adquieren no tienen igual fuerza; por ello también los hábitos debieran preocupar profundamente.

Dos consideraciones acuden al estudiar la formación de hábitos en la infancia. La consideración primera y principal es la salud; la segunda es el carácter. Queremos que el niño sea una persona amable y capaz de luchar con éxito en la vida. Afortunadamente, la salud y el carácter se orientan en la misma dirección; lo que es bueno para la una, es excelente asimismo para el otro. El carácter es lo que particularmente nos interesa en este libro, pero la salud requiere prácticas análogas. Así no nos colocamos en la difícil alternativa de un santo enfermo o un canalla sano.

Toda madre educada conoce hoy hechos tan sencillos como la importancia de alimentar al niño a intervalos regulares y no sólo cuando llora. Esta práctica se ha adoptado porque es mejor para la digestión del niño, lo cual es una razón completamente convincente. Pero es asimismo deseable desde el punto de vista de la educación moral. Los niños son más astutos de lo que las personas mayores se figuran; si notan que el llorar produce resultados agradables, llorarán. Cuando notan, más adelante, que el hábito de quejarse los hace desagradables, sienten sorpresa y molestia, y les parece el mundo antipático y hostil. Si se educan entre mujeres deliciosas que los miman cuando se quejan, la mala costumbre de su niñez se intensificará más tarde. Lo mismo puede decirse respecto a los ricos. A menos que se adopten buenos métodos en la infancia, los ricos serán más tarde descontentos o codiciosos, según la gradación de su poder. El verdadero momento para comenzar el necesario entrenamiento moral es el del nacimiento, porque entonces puede comenzar sin desagradables esperanzas. Más tarde, tendría que luchar contra hábitos contrarios y, por lo tanto, contra un resentimiento indignado.

Al tratar al niño hay que mantenerse en un justo medio entre la negligencia y la indulgencia. Al niño no le conviene el aire; se le debe tener seco y caliente. Pero si grita cuando no hay una causa física motivada, se le debe dejar gritar; de lo contrario, se convierte muy pronto en un tirano. Cuando se le atiende, debe ser con moderación; debe hacerse lo necesario, pero sin expresiones excesivas de simpatía. En ningún período de su vida debe ser un niño mimado, algo más interesante que un perrillo faldero. Debe tratársele desde muy pronto seriamente, como a un adulto en potencia. Los hábitos, que en un adulto pudieran ser intolerables, pueden ser muy agradables en un niño. El niño no puede, naturalmente, tener los hábitos de un adulto, pero deberíamos evitar todo lo que supone un obstáculo en el camino para adquirirlos. Por encima de todo, evitemos que el niño crea en su importancia, que más adelante habrá de perjudicarle y que no está nunca de acuerdo con la realidad.

La dificultad en la educación de los niños reside en la percepción del justo medio que debe poseer el padre. Se necesita una constante vigilancia y muchas molestias para evitar que la salud se altere; estas cualidades en el grado necesario apenas existen cuando no hay un gran cariño paterno. Pero donde existe, es muy probable que no sea muy sensato. Para un padre cariñoso el hijo es de una importancia enorme. A menos que se tenga mucho cuidado, el niño se siente y se juzga tan importante como le juzga su padre. Más tarde no encontrará en su medio social igual cariño, y el hábito adquirido de creerse el centro del universo le conducirá al desengaño. Es igualmente necesario que, no sólo en el primer año, sino también más tarde, los padres tengan un conocimiento claro de la realidad en cuanto a las posibles dolencias de los niños se refiere. En otras épocas los niños tenían mimos y restricciones al propio tiempo; sus piernas no estaban libres, llevaban demasiada ropa, se les dificultaban sus actividades espontáneas, pero se les cantaba, se les arrullaba y se les mecía. Esto era equivocado, pues se les convertía en parásitos inútiles y regalados. La verdadera regla es animar sus actividades espontáneas y dificultar la demanda del apoyo ajeno. No debe el niño enterarse de lo mucho que se hace por él o del mucho trabajo que cuesta. Siempre que sea posible, conviene que el niño saboree el placer de un éxito conseguido por su propio esfuerzo y no logrado tiranizando a los mayores. Nuestro propósito en la educación moderna es reducir la disciplina externa al mínimo, pero esto requiere una propia disciplina externa, que se adquiere con mucha mayor dificultad en el primer año de la vida que en otra época cualquiera. Por ejemplo: cuando se quiere dormir a un niño, no hay que llevarlo en el coche de un sitio para otro, ni cogerlo en los brazos, ni siquiera situarse donde pueda vernos. Si se hace esto una vez, el niño exige que se vuelva a hacer la vez siguiente, y en poquísimo tiempo se convierte en un asunto tremendo el hecho de hacer dormir al niño. Se le debe colocar en un sitio caliente, seco, confortable y seguro, y después de algunas observaciones, dejarle solo. Puede ser que grite durante unos minutos, pero a menos que esté enfermo, callará pronto. Y dormirá más y mejor con este procedimiento que con mimos y halagos.

El niño recién nacido no tiene —como ya indicamos— hábitos, sino instintos y reflejos. Por lo tanto, su mundo no está compuesto de objetos. Son necesarias experiencias posteriores para el reconocimiento, y el reconocimiento es necesario antes de que pueda surgir la concepción de un objeto. La sensación de la cuna, la sensación y olor del pecho materno (o del biberón) y la voz de la madre o de la nodriza se le harán muy pronto familiares. La apariencia visual de la cuna o de la madre surge algo más tarde, porque el recién nacido no sabe cómo enfocar y ver las formas claramente. De modo gradual, a través de la formación de hábitos por asociación, el tacto, la vista, el oído y el olfato aparecen juntos y se funden en la noción vulgar de un objeto, cuyas primeras manifestaciones tienden a producir otras sucesivas. Aun entonces, durante algún tiempo, apenas percibe la diferencia entre personas y cosas; un niño criado al mismo tiempo con biberón y por su madre, tendrá durante algún tiempo sensaciones similares respecto a la madre y al biberón. Durante todo este tiempo, la educación debe efectuarse por medios puramente físicos. Sus placeres son físicos —alimentos y calor principalmente— y sus dolores también son físicos. Los hábitos de conducta surgen al desear lo que se relaciona con el placer y al evitar lo que se refiere al dolor. El lloro de un niño es un reflejo relacionado parcialmente con el dolor y un acto parcialmente realizado en busca del placer. En un principio, no es más que lo primero. Pero puesto que todo dolor real que el niño puede estar sufriendo puede posiblemente desaparecer, es inevitable que el lloro aparezca para asociarlo a consecuencias agradables. El niño, por lo tanto, comienza pronto a llorar porque necesita un placer, no porque siente un dolor real; éste es uno de los primeros triunfos de la inteligencia. Pero a pesar de todo, no es igual el lloro producido por un dolor real. El oído atento de la madre nota la diferencia, y si es sensata, no concederá importancia al lloro que no sea la expresión de un dolor físico. Es agradable y fácil divertir al niño cantándole o meciéndole. Pero aprende con tal rapidez a pedir más y más diversiones de esta clase, que pronto le quita parte de su sueño, y el sueño debiera ocupar casi todo su tiempo, excepto el tiempo dedicado a su alimentación. Algunos de estos preceptos pueden parecer demasiado rígidos, mas la experiencia demuestra que son convenientes para la salud y felicidad del niño.

Pero mientras las diversiones a que las personas mayores se dedican deben encerrarse dentro de ciertos limites, las diversiones infantiles deben recomendarse hasta el límite máximo. Desde el principio, deben dársele oportunidades de dar puntapiés y ejercitar sus músculos. Es casi inconcebible que nuestros antepasados hayan persistido tanto tiempo en la práctica de fajar al niño; ello demuestra que al mismo cariño paternal le cuesta trabajo dominar la pereza, puesto que el niño que tiene las piernas libres requiere mayor atención. Tan pronto como el niño puede enfocar, encuentra placer en observar los objetos amovientes, especialmente los que se agitan en el aire. Pero el número de posibles diversiones es pequeño hasta que el niño ha aprendido a coger los objetos que ve. Entonces, inmediatamente, aumenta de un modo enorme su placer. Durante algún tiempo, el ejercicio de agarrar basta para hacerle feliz durante las horas que está despierto. El placer del ruido aparece también en este periodo. Un poco anterior es la conquista de los dedos de los pies y de las manos. Al principio, el movimiento de los dedos de los pies es puramente reflejo; entonces el niño descubre que pueden moverse a su capricho. Esto le produce el placer de un imperialista al conquistar un país extranjero; los dedos de los pies dejan de ser cuerpos extraños y se incorporan al yo. De aquí en adelante, el niño está en disposición de encontrar muchas diversiones, siempre que se le faciliten objetos propicios a su alcance. Y las diversiones de los niños deben ser las que su educación requiere, cuidando, naturalmente, de que no se caigan, ni se tragüen alfileres, ni se hagan daño alguno.

Los tres primeros meses de la vida son, en conjunto, algo triste para el niño, excepto durante los momentos de su alimentación. Cuando está a gusto, duerme; cuando está despierto, está a disgusto casi siempre. La felicidad de un ser humano depende de capacidades mentales, pero éstas pueden encontrar poca salida en un niño de tres meses por falta de experiencia e intervención muscular. Los animales jóvenes gozan mucho antes de la vida, porque dependen más del instinto y menos de la experiencia, si bien las cosas que puede hacer un niño por instinto son muy pocas para que puedan proporcionarle un mínimum de placer y de interés. En conjunto, los tres primeros meses suponen una gran cantidad de aburrimiento. Pero el aburrimiento es necesario para dormir bien; no dormiría bastante si se hiciera mucho por divertir al niño.

A la edad aproximada de dos o tres meses, el niño aprende a sonreír y a considerar a las personas de manera diferente a como mira a los objetos. A esta edad ya es posible una relación social entre la madre y el niño; el niño puede expresar alegría a la vista de su madre y responder de una manera no exclusivamente animal. Muy pronto aparece el deseo de elogio y aprobación; en mi propio hijo surgió inequívocamente a la edad de cinco meses, cuando consiguió, después de muchos ensayos, levantar de la mesa una campanilla algo pesada, y sonándola miró a su alrededor con una sonrisa de triunfo. Desde este momento el educador posee una nueva arma: el elogio y la censura. Esta arma es extraordinariamente poderosa para la niñez, mas hay que usarla con suma precaución. No debiera haber motivo alguno de censura durante el primer año, y más tarde, debiera usarse muy moderadamente. El elogio es menos dañino. Pero no debiera prodigarse de manera que perdiera su valor, ni debiera usarse para sobrestimular a un niño. Ningún padre corriente podrá evitar el elogio a su niño cuando da el primer paso y cuando dice por primera vez una palabra inteligible. Y, generalmente, cuando un niño ha dominado una dificultad, después de esfuerzos persistentes, el elogio es su propia recompensa. Además, es conveniente hacer creer al niño que se simpatiza con su deseo de aprender.

Por regla general, el deseo del niño de aprender es tan fuerte, que los padres no necesitan hacer sino proporcionarle una oportunidad. Dad al niño una oportunidad para desenvolverse y sus propios esfuerzos harán el resto. No es necesario enseñar a un niño a andar a gatas, ni a andar, ni ninguna de las otras manifestaciones elementales de ejercicio muscular. Naturalmente, enseñamos a un niño a hablar, hablándole, pero yo dudo de que se consiga algo con el propósito deliberado de enseñarle palabras. Los niños aprenden a su antojo, y es una equivocación pretender forzarles. El gran incentivo del esfuerzo a través de la vida es la experiencia del éxito después de dificultades iniciales. Las dificultades no deben ser tan grandes que causen desánimo, ni tan pequeñas que no estimulen el esfuerzo. Desde el nacimiento hasta la muerte, hay un principio fundamental, y es que sólo hacemos lo que hemos aprendido. Lo que las personas mayores pueden hacer es realizar alguna simple acción que el niño quisiera, como sonar un sonajero y dejar después que el niño lo haga. Lo que otros hacen es tan sólo un estímulo para la ambición, nunca una educación en sí misma.

La regularidad y la rutina son de la mayor importancia en la primera niñez, y especialmente en el primer año de la vida. Por lo que se refiere al sueño, a la comida y a la evacuación, deben formarse hábitos regulares desde el principio. Además, la familiaridad con su ambiente es muy importante en lo mental. Enseña agradecimiento, evita el exceso de esfuerzo y produce una sensación de seguridad. A veces he pensado que la creencia en la uniformidad de la naturaleza, que se dice es un postulado de la ciencia, se deriva por completo del deseo de seguridad. Podemos luchar con algo esperado, pero si las leyes de la naturaleza cambiasen súbitamente, pereceríamos. El niño, a causa de su debilidad, necesita seguridad, y será mucho más feliz si todo lo que ocurre parece acordado a leyes invariables que si tiene que ser vaticinado. En la niñez más avanzada se desarrolla el afán de la aventura, pero en el primer año de la vida, todo lo que no es usual tiende a ser alarmante. Si es posible evitarlo no debe permitirse que el niño sienta miedo. Si está enfermo y nos preocupa, debemos ocultar nuestra preocupación cuidadosamente, pues de lo contrario pasará por sugestión al niño. Debemos evitar todo lo que le produzca excitación. Y no se le haga creer en su importancia diciéndole que nos preocupa el que no duerma o coma o vaya al evacuatorio. Esto no sólo puede aplicarse al primer año de la vida, sino a años subsiguientes. No permitamos que el niño crea que una acción normal y necesaria como el comer, que debiera ser una satisfacción, es algo que deseamos y que quisiéramos se hiciese para darnos gusto. Si esto se hace, el niño nota pronto que ha adquirido una nueva fuente de poder y aguarda a que se le obligue a acciones que él desea realizar espontáneamente. No creamos que el niño no tiene inteligencia para conducirse así. Su poder es escaso y su inteligencia limitada, pero tiene tanta inteligencia como una persona mayor, donde no operan tales limitaciones. Aprende más en los primeros doce meses de lo que aprenderá nunca en igual espacio de tiempo, y ello sería imposible si no tuviera una inteligencia muy activa.

En resumen: tratemos, aun a los niños más pequeños, como a personas que han de ocupar un puesto en el mundo. No sacrifiquemos su futuro a nuestra conveniencia actual o a nuestro placer en sacar mucho partido de él: lo uno es tan perjudicial como lo otro. En esto, como en todo, es necesario unir el amor al conocimiento para seguir el buen camino.
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