Presentación de Omar CortésSEGUNDA PARTE - LA EDUCACIÓN DEL CARÁCTER - Capítulo IV - MiedoSEGUNDA PARTE - LA EDUCACION DEL CARÁCTER - Capítulo VI - ConstructividadBiblioteca Virtual Antorcha

Bertrand Russell

ENSAYOS SOBRE EDUCACIÓN

SEGUNDA PARTE

LA EDUCACIÓN DEL CARÁCTER

CAPÍTULO QUINTO

JUEGO Y FANTASÍA





La afición al juego es uno de los rasgos más claramente distintivos de los animales jóvenes, sean o no humanos. En los niños va acompañada de un placer inagotable en la ficción. Juego y ficción son una necesidad vital de la niñez, cuya oportunidad debe buscarse constantemente, si el niño ha de ser alegre y sano, con absoluta independencia de otras actividades. Hay dos preguntas relacionadas con la educación en este aspecto; primera: ¿qué es lo que padres y escuelas debieran hacer para ofrecer oportunidades?, y segunda: ¿debieran hacer algo más para aumentar la utilidad educativa de los juegos?

Comencemos con unas palabras acerca de la psicología de los juegos. Esto ha sido tratado de una manera exhaustiva por Groos; un ensayo más breve puede hallarse en el capítulo anterior, en el libro citado de William Stem. Hay que considerar dos aspectos distintos en este particular; el primero se refiere a los impulsos que produce el juego; el segundo a su utilidad biológica. Éste es el aspecto menos complicado. Parece indudable la teoría de que en el juego la juventud de todas las especies ensaya y practica las actividades que más tarde ha de desarrollar. El juego de los perrillos es exactamente igual a una riña de perros mayores, con la única diferencia de que no se muerden. El juego de los gatitos se parece al del ratón y el gato. A los niños les gusta imitar todo lo que ven, como cavar o construir, y cuanto más importante les parece el trabajo, mayor placer encuentran en jugar a él. Les place todo lo que desarrolla sus músculos, como saltar, trepar por todas partes, andar sobre un tablón estrecho, siempre que la faena no sea demasiado difícil. Pero aunque esto sea un argumento en pro de la utilidad del juego como impulso, en modo alguno puede aplicarse a todas sus manifestaciones, y de ninguna manera puede considerarse como una prueba de análisis psicológico.

Algunos psicoanalistas han creído ver un simbolismo sexual en el juego de los niños. Estoy convencido de que esto no es más que una alucinación. El principal estimulante instintivo de la niñez no es el sexo, sino el deseo de llegar a ser adulto, o tal vez más concretamente, la voluntad de poder. Al niño le impresiona su propia debilidad al compararse con las personas mayores, y desea hacerse igual a ellas. Recuerdo la profunda alegría de mi hijo al convencerse de que algún día llegaría a ser hombre y de que yo había sido antes un niño; su esfuerzo tenía ya un estímulo: la convicción real de que su éxito era posible. Desde muy tierna edad el niño desea hacer lo que hacen las personas mayores, como lo demuestra su afán de imitación. El sentimiento de inferioridad es muy fuerte en los niños; cuando son normales y bien educados, es un estímulo para el esfuerzo, pero si se les oprime, puede convertirse en un motivo de infelicidad.

En el juego encontramos dos manifestaciones del afán de poder: una que consiste en el aprendizaje para hacer cosas y otra que reside en la fantasía. Así como un adulto contrariado se entrega a sueños que tienen una significación sexual, así el niño normal se goza en ficciones que tienen un sentido de poder. Le gusta ser un gigante, un león, un tren; en sus artificios procura inspirar terror. Cuando conté a mi hijo la historia de Jack, el matador de gigantes, procuré que se identificara con Jack, pero él eligió decididamente el gigante. Cuando su madre le contó el cuento de Barba-Azul, él insistió en ser Barba-Azul, y le pareció que hacía bien en castigar a las mujeres por insubordinación. En su juego había la sanguinaria pasión de cortar cabezas femeninas. Sadismo, dirán los freudianos, pero a él le seducía lo mismo ser un gigante devorador de niños, o una máquina que pudiera arrastrar un peso enorme. El elemento común a estas ficciones era el poder, no el sexo. Un día, al volver de paseo, le dije, en broma, que tal vez nos encontrásemos a un tal míster Tiddliewinks en posesión de nuestra casa, y que tal vez nos impidiese que entráramos en ella. Después de ello, durante mucho tiempo, le gustaba situarse en el pórtico como míster Tiddliewínks y decirme que me fuera con la música a otra parte. Le encantaba sobremanera este juego, y no cabe duda que era la ilusión del poder lo que le divertía.

Sería, sin embargo, excesivamente ingenuo suponer que el afán de poder es el único motivo de los juegos infantiles. Les gusta fingir terror, quizá porque la conciencia de que es una ficción aumenta su sentido de seguridad. A veces yo pretendo ser un cocodrilo que se va a comer a mi hijo. Él se asusta de una manera tan realista, que yo me detengo creyendo que, efectivamente, está asustado, pero en el momento en que me detengo, me dice: Papá, haz otra vez el cocodrilo. En el placer de la ficción interviene la afición al drama, la misma que hace gustar a los adultos del teatro y de la novela. Yo creo que en todo esto hay algo de curiosidad; haciendo el oso el niño se imagina que va a aprender algo acerca de esos animales. Yo creo que todo impulso de importancia en la vida del niño se refleja en el juego; el poder interviene en el juego en la proporción en que interviene en sus deseos.

Al tratar del valor educativo del juego, todo el mundo aprueba la posibilidad que hay en él de adquirir nuevas aptitudes, pero muchos modernos miran con recelo la importancia que se le concede a la ficción. A los ensueños en la vida adulta se les atribuye un carácter más o menos patológico y se les considera como un sustitutivo del esfuerzo en la esfera de la realidad. Algo del descrédito en que han caído los ensueños ha influido en la actitud respecto a las ficciones infantiles, equivocadamente a mi entender. Los profesores del método Montessori no quieren que sus niños conviertan sus aparatos en trenes, vapores o cosas parecidas; a esto lo llaman desorden imaginativo. Y tienen razón, porque lo que hacen los niños, en realidad, no es jugar, aunque ellos mismos no crean hacer otra cosa. El aparato divierte al niño, pero su propósito es instructivo; la diversión no es más que un medio para la instrucción. En el juego real la diversión es el propósito fundamental. Cuando la objeción del desorden imaginativo se lleva al juego genuino, me parece que se va demasiado lejos. Lo mismo puede contestarse a la objeción a propósito de contar a los niños cuentos de hadas y gigantes, brujas, recursos mágicos, etc. Yo no puedo simpatizar con los ascéticos de la verdad, como con ninguna clase de ascetismo. Se dice comúnmente que los niños no distinguen entre ficción y realidad, pero no veo la razón para creerlo. Nadie cree que Hamlet ha existido, pero nos molestaría quien nos lo recordara cuando gozamos de la obra. Así a los niños les aburre quien inoportunamente les recuerda la realidad, pero no se dejan engañar nunca por su propio artificio.

La verdad es tan importante como la imaginación, pero la imaginación se desarrolla antes en la historia del individuo, como en la historia de la raza. Una vez satisfechas sus necesidades físicas, le interesa el juego mucho más que la realidad. En los juegos es un rey; rige, en efecto, su territorio con un poder superior al de cualquier monarca de la Tierra. En la realidad tiene que ir a la cama a una hora fija y tiene que obedecer multitud de órdenes estúpidas. Se irrita cuando adultos sin imaginación intervienen caprichosamente en su mise en scéne. Cuando acaba de construir un muro que ni los más altos gigantes pueden escalar y uno cualquiera pasa con su pierna por encima de él, se siente tan indignado como Rómulo contra Remo. Comprendiendo que su inferioridad con respecto a otras gentes es normal y no patológica, su compensación imaginativa es también normal y no patológica. Sus juegos no le ocupan un tiempo que estaría mejor aprovechado de otro modo; si todas sus horas estuvieran dedicadas a cosas más serias, su sistema nervioso se destrozaría. A un adulto imaginativo debe obligársele a que haga una realidad de sus ensueños, pero un niño no debe realizar sueños que está muy bien que los tenga. Para él sus fantasías no son un sustitutivo permanente de la realidad; por el contrario, su deseo más vehemente es el de convertirlas en realidad a su debido tiempo. Es un error peligroso confundir la realidad con lo supuesto. Nuestra vida está regida no sólo por hechos, sino por esperanzas; la veracidad que se funda únicamente en hechos es una prisión para el espíritu humano. Se deben condenar los hechos cuando son un sustitutivo perezoso de un esfuerzo para cambiar la realidad; cuando son un incentivo, cumplen un fin vital en la encarnación de los ideales humanos. Matar la fantasía en la niñez es esclavizar algo que existe, una criatura que, aun atada a la Tierra, es capaz de crear el Cielo.

Tal vez diga alguien:

Todo eso está muy bien; pero ¿qué tiene que ver con los gigantes traga-niños o con Barba-Azul, que corta a sus mujeres la cabeza? ¿Van a existir en ese cielo tales cosas? ¿No habrá que purificar y ennoblecer la imaginación para que pueda servir ideales generosos? ¿Cómo puede un pacifista permitir a un hijo inocente que se goce en la idea de destruir vidas humanas? ¿Cómo puede justificarse un placer derivado de instintos de salvajismo que debe extirpar la raza humana?

Supongo que se le ha ocurrido al lector todo esto. La cuestión es importante, y procuraré demostrar por qué sostengo un punto de vista diferente.

La educación consiste en el cultivo de los instintos, no en su supresión. Los instintos humanos son muy vagos y pueden satisfacerse de maneras muy distintas. Muchos de ellos exigen para su goce una cierta habilidad. El cricket y el baseball satisfacen el mismo instinto, pero al muchacho le gustará practicar el que haya aprendido. Así, el secreto de la instrucción en lo que se refiere al carácter consiste en dar al hombre las habilidades que le conduzcan a emplear de una manera útil sus instintos. El instinto de poder, que en el niño se satisface crudamente identificándose con Barba-Azul, puede encontrar más adelante una refinada satisfacción con descubrimientos científicos, obras de arte, creación y educación de hijos espléndidos o cualquiera otra de las muchas actividades útiles. Si lo único que sabe un hombre es luchar, su afán de poder le inducirá a complacerse con la guerra. Pero si tiene otras habilidades, puede encontrar satisfacción por caminos diferentes. Si, en cambio, su afán de poder se marchitó en flor cuando era niño, será descuidado y perezoso, hará poco bien y poco mal, será a Dio spaciente ed a'nemici sui. Esta bondad dulzona no es la que necesita el mundo ni la que debemos aspirar a producir en nuestros hijos. Cuando son pequeños y no pueden hacer mucho daño, es biológicamente natural que revivan imaginativamente la vida de remotos antepasados salvajes. No temamos que persistan con tales hábitos si les proporcionamos el conocimiento y la destreza requeridas para satisfacciones más refinadas. Cuando yo era niño me gustaba poner la cabeza en el suelo y los pies en alto. Ahora, aunque no crea que esté mal, nunca lo hago. Asi mismo el niño a quien le gusta hoy ser Barba-Azul perderá ese gusto y se lanzará a la conquista del poder por otras vías. Y si su imaginación se ha mantenido viva en la niñez mediante los estímulos apropiados a esa edad, es mucho más posible que siga viva en años posteriores, cuando puede ejercitarse con procedimientos más apropiados para un hombre. Es inútil imponer ideas morales a una edad en la que no pueden hallar eco y cuando no son necesarias para regir la conducta. El único efecto es aburrimiento e impenetrabilidad para las mismas ideas que en mayor edad pudieran haber sido potentes. Ésta es, entre otras, la razón por la cual el estudio de la psicología infantil es tan importante en la educación.

Los juegos de los años juveniles difieren de los de la primer a niñez por su carácter progresivamente antagonista. Al principio, el juego del niño es solitario; le cuesta trabajo tomar parte en los juegos de sus hermanos mayores. Pero el juego colectivo, tan pronto como se hace posible, es mucho más atractivo, y el placer de jugar solo se desvanece. En la educación de las clases altas inglesas se ha concedido siempre una enorme importancia moral a los juegos escolares. A mi parecer, hay alguna exageración en el punto de vista inglés convencional, aunque comprendo que los juegos tienen cualidades positivas. Son excelentes para la salud, siempre que no se tenga demasiada destreza; cuando se elogia con exceso una habilidad excepcional, los mejores jugadores se extenúan y los demás tienden a convertirse en espectadores. Enseñan a muchachos y muchachas a sufrir accidentes sin quejarse y a soportar grandes fatigas con gesto alegre. Pero las otras ventajas que se les atribuyen me parecen ilusorias. Se dice que fomentan la cooperación, pero lo cierto es que lo hacen en un sentido antagonista. Y ello está bien para la guerra, no para la industria ni para la relación social correcta. La ciencia ha hecho técnicamente posible sustituir la cooperación por la competencia (en forma de guerra), mucho más peligrosa que solía ser. Por tales razones, importa hoy, más que en épocas anteriores, cultivar la idea de empresas cooperativas, en las cuales el enemigo es la naturaleza física más bien que las empresas de competencia, en las que hay seres humanos vencedores y vencidos. No quiero insistir mucho en esto, porque la lucha es natural al hombre y debe tener alguna satisfacción, que difícilmente será más inocente que los juegos y pugnas atléticos. Ésta es una razón de peso para no prohibir los juegos, pero no lo es para elevarlos a una posición preeminente en los programas escolares. Dejemos a los muchachos que jueguen porque ello les agrada, no porque sus superiores crean que los juegos son un antídoto para lo que los japoneses llaman pensamientos peligrosos.

He hablado mucho en el capítulo anterior acerca de la importancia de dominar al miedo y de tener valor, pero no hay que confundir el valor con la brutalidad. Brutalidad es el placer de imponer su voluntad a los demás; valor es indiferencia ante los infortunios personales. Yo enseñaría a niños y niñas, siempre que hubiera oportunidad para ello, a dirigir pequeñas embarcaciones en días de tormenta, a zambullirse en el mar desde alturas, a guiar un automóvil y hasta un aeroplano. Yo les enseñaría, como Sanderson de Oundle lo hizo, a construir máquinas y a exponerse a riesgos en experimentos científicos. A ser posible, yo representaría a la naturaleza como al antagonista en el juego; el deseo de poder puede satisfacerse en esta lucha tanto como al competir con otros seres humanos. La habilidad orientada en esta dirección es más útil que la aptitud para el cricket o el fútbol, y el desarrollo del carácter está más de acuerdo con la moralidad social. Y aparte de las cualidades morales, el culto del atletismo envuelve una infraestimación de la inteligencia. La Gran Bretaña está perdiendo su posición industrial y perderá probablemente su Imperio por estupidez y por el hecho de que sus elementos directores no fomentan ni valoran la inteligencia. Todo esto está relacionado con el fanático convencimiento de la excepcional importancia del deporte. El mal es hondo: la creencia de que batir una marca atlética es la demostración del valor de un hombre es un síntoma de nuestro fracaso al no comprender la necesidad del pensamiento y el saber para dominar las complejidades del mundo moderno. Pero acerca de este tópico no quiero decir más, pues he de hablar detalladamente de él más adelante. Hay otro aspecto de los juegos escolares que es usualmente considerado bueno, aunque yo lo creo totalmente perjudicial; me refiero a su eficacia al fomentar el espíritu de cuerpo. Las autoridades miran con simpatía el espíritu de cuerpo porque así es posible utilizar malos motivos para lo que se consideran buenas acciones. Si hay que hacer esfuerzos, se consigue estimularlos fácilmente promoviendo el deseo de sobrepasar a algún otro grupo. Lo terrible es que no se ofrecen posibilidades de desarrollar esfuerzos que no tengan un sentido antagonista. Y es sorprendente cómo ha absorbido esta obsesión todas nuestras actividades. Si se quiere convencer a un Municipio de que debe aumentar la cantidad consignada a protección infantil, hay que resaltar el hecho de que la ciudad próxima tiene una mortalidad infantil más baja. Si se quiere convencer a un fabricante para que adopte un nuevo procedimiento que implique una mejora evidente, hay que insistir en el peligro de la competencia. Si se quiere persuadir al Ministerio de la Guerra de que son deseables en el alto mando ciertos conocimientos militares, ¡ah, no!, ni el temor a la derrota les hará cambiar; tan fuerte es la tradición de caballerosidad (Véase El cuerpo secreto, por el capitán Ferdinand Tuohy, cap VI . Murray, 1920). Nada se hace para fomentar la actividad creadora en sí misma ni para interesar a la gente en que haga su trabajo de manera eficaz sin molestar a nadie. Nuestro sistema económico tiene que conceder a esto más importancia que a los juegos escolares. Porque los juegos escolares en la actualidad llevan envuelto el espíritu de competencia. Para sustituirlo por el espíritu de cooperación hace falta cambiar los juegos escolares. Pero el desarrollo de esto nos apartaría demasiado de nuestro tema. Yo no trato de la construcción de un Estado bueno, sino de la formación de un individuo bueno, en cuanto sea posible dentro del actual Estado. El mejoramiento del individuo y de la sociedad deben ser simultáneos, pero el individuo es quien interesa especialmente al escribir de educación.
Presentación de Omar CortésSEGUNDA PARTE - LA EDUCACIÓN DEL CARÁCTER - Capítulo IV - MiedoSEGUNDA PARTE - LA EDUCACION DEL CARÁCTER - Capítulo VI - ConstructividadBiblioteca Virtual Antorcha