Presentación de Omar CortésPRIMERA PARTE - IDEALES EDUCATIVOS - Capítulo I - Postulados de las modernas teorias educativasSEGUNDA PARTE - LA EDUCACION DEL CARÁCTER - Capítulo III - El primer añoBiblioteca Virtual Antorcha

Bertrand Russell

ENSAYOS SOBRE EDUCACIÓN

PRIMERA PARTE

IDEALES EDUCATIVOS

CAPÍTULO SEGUNDO

FINALIDADES DE LA EDUCACIÓN





Antes de analizar los procedimientos educativos, conviene precisar los resultados que deseamos obtener. El doctor Arnold preconizaba la humildad de espíritu, cualidad que no poseía el hombre magnánimo de Aristóteles. El ideal de Nietzsche no es el ideal del cristianismo. Ni tampoco el de Kant, pues mientras Cristo ordena amor, Kant enseña que ninguna acción cuyo móvil sea el amor puede ser completamente virtuosa. Y las mismas gentes que están de acuerdo en cuanto a las condiciones de un buen carácter, pueden disentir en cuanto a su importancia relativa. Para unos, lo más importante es el valor; para otros, los conocimientos, o la bondad, o la rectitud. Hombres como Bruto el Viejo antepondrán los deberes del Estado a las afecciones familiares; otros, como Confucio, piensan lo contrario. Todas estas divergencias se reflejan en la educación. Antes de emitir una opinión definida acerca de la educación que nos parece preferible, debemos tener alguna idea de la clase de persona que deseamos producir.

Un educador puede muy bien equivocarse, produciendo resultados muy distintos de los que pretendía. Uría Heep fue el producto de lecciones de humildad en una escuela de caridad, con resultados completamente distintos de lo que se pretendía. Pero en lo fundamental, los mejores educadores triunfan totalmente. Por ejemplo, los chinos cultivados, los modernos japoneses, los jesuítas, el doctor Arnold y los directores del sistema escolar en Norteamérica. Todos ellos, en distintos aspectos, han triunfado plenamente. Los fines que perseguían eran completamente diferentes, sí bien el resultado principal lo consiguieron todos los citados. Tal vez valga la pena dedicar algún espacio a estos sistemas distintos antes de decidir lo que nosotros creemos que debiera constituir la finalidad de la educación.

La educación tradicional china era en algunos aspectos muy semejante a la de Atenas en su mejor época. Los niños atenienses aprendían a leer a Homero de memoria, desde el principio hasta el fin; los niños chinos estudiaban los clásicos confucianos con igual detenimiento. A los atenienses se les enseñaba a adorar a los dioses con prácticas exteriores, sin oponer ningún obstáculo a la libre especulación intelectual. Similarmente, a los chinos se les enseñaban ciertos ritos relacionados con el culto de los antepasados, pero de ningún modo estaban obligados a compartir las creencias anejas a los ritos. La actitud natural de un adulto educado era la de un fácil y elegante escepticismo, mas se consideraba un tanto vulgar llegar a conclusiones muy positivas. No se debía luchar ardientemente por las ideas, sino sostenerlas agradablemente como en charla de sobremesa. Carlyle llama a Platón un altivo caballero ateniense, que está en Sión como en su centro. Esta característica de encontrarse en Sión muy a su gusto, se encuentra asimismo en los sabios chinos, y no aparece en los sabios producidos por la civilización cristiana, con excepción de Goethe, cuyo espíritu estaba profundamente nutrido de helenismo. Tanto los atenienses como los chinos, gustaban de gozar la vida, y su concepción del placer estaba refinada por una exquisita apreciación de la belleza.

Había, por lo demás, grandes diferencias entre las dos civilizaciones, debidas al hecho de que los griegos eran en general enérgicos y los chinos perezosos. Los griegos dedicaron su energía al arte, a la ciencia y a exterminarse mutuamente, y en todo ello su éxito no tuvo precedentes. La política y el patriotismo eran salidas naturales de la energía griega; cuando un politico era proscrito, se ponía al frente de una partida de expatríados para atacar su ciudad nativa. Cuando un oficial chino caía en desgracia, se retiraba a las montañas y escribía versos ensalzando las bellezas de la vida campesina. En consecuencia, la civilización griega se destruyó a sí misma, mientras que a la civilización china sólo podían destruirla los extranjeros. Estas diferencias, sin embargo, no parece que deban atribuirse exclusivamente a la civilización, pues el confucianismo en el Japón nunca produjo la indolente cultura escéptica que caracteriza a los chinos cultivados con excepción de la nobleza de Kioto, que logró formar una especie de Faubourg Saint-Germain.

La educación china produjo estabilidad y arte, pero no logró producir ciencia ni progreso. Tal vez no pueda esperarse otra cosa del escepticismo. Las creencias apasionadas producen progreso o desastre, no estabilidad. La ciencia, aun cuando ataque creencias tradicionales, tiene creencias propias y florece difícilmente en una atmósfera de escepticismo literario. Un mundo de lucha que ha sido unificado por los inventos modernos necesita de la energía para su propia conservación. Y sin ciencia la democracia es imposible; la civilización china estaba confinada a un pequeño porcentaje de personas educadas, y la civilización griega se basaba en la esclavitud. Por estas razones, la educación tradicional china no se adapta al mundo moderno y ha sido abandonada por los mismos chinos. Los caballeros cultos del siglo XVIII, que en algunos aspectos se parecen a los chinos instruidos, fracasaron por razones parecidas.

El Japón moderno presenta el ejemplo más elocuente de una tendencia muy acusada en las grandes potencias de hoy: la tendencia a hacer de la prosperidad nacional el supremo ideal educativo. El ideal de la educación japonesa es producir ciudadanos que se entreguen al Estado con todo el ardor de su pasión y que le sean útiles con sus conocimientos adquiridos. Nunca alabaré bastante la habilidad con que han perseguido este doble fin. Aun antes de la llegada del escuadrón del comodoro Perry, los japoneses habían estado en una situación muy difícil para su independencia; su éxito aporta una justificación de sus métodos, a menos que sostengamos que la propia conservación es en sí misma un pecado. Pero tan sólo una situación desesperada podía haber justificado sus métodos educativos, que serían culpables en una nación no amenazada de un peligro inminente. La religión sintoísta, que no puede ser discutida ni siquiera en las aulas universitarias, encierra una historia tan dudosa como el Génesis; el caso de Dayton es una insignificancia junto a la tirania teológica del Japón. Hay asimismo una tirania ética: el nacionalismo, la piedad filial, la adoración al Mikado no pueden discutirse y, por lo tanto, muchas posibilidades del progreso apenas son posibles. El gran peligro de un sistema de tal rigidez está en que puede provocar la revolución como único método de progreso. Este peligro es real, aunque no inmediato, y es causado en gran parte por el sistema educativo.

Así vemos que el defecto del Japón moderno es contrario al de la antigua China. Mientras los chinos cultivados eran escépticos y perezosos, la educación japonesa tiende a producir dogmatismo y energía. Y la educación no debe producir aceptación del dogma ni del escepticismo. Lo que debe producir es la convicción de que el conocimiento puede adquirirse en cierto modo, aunque difícilmente; que gran parte de lo que se juzga conocimiento está sujeto a más o menos equivocaciones, pero que las equivocaciones pueden rectificarse con cuidado y diligencia. Debemos actuar sobre nuestras creencias a sabiendas de que al actuar sobre ellas el menor error nos puede conducir al desastre. Este estado mental es muy difícil; requiere un alto grado de cultura intelectual desprovisto de emoción. Pero, aunque difícil, no es imposible; en realidad, el temperamento científico no es otra cosa. El conocimiento, como otras cosas excelentes, es difícil, pero no imposible; el dogmático olvida la dificultad; el escéptico niega la posibilidad. Ambos se equivocan, y sus errores, al extenderse, producen desastres sociales.

Los jesuítas, como los japoneses modernos, cometieron el error de subordinar la educación a la prosperidad de una institución —la Iglesia católica en su caso—. No les interesaba en principio el bien de un discípulo determinado, sino el convertirlo en un medio para el bien de la Iglesia. Si aceptamos su teología no podemos censurarles; el salvar almas del infierno es más importante que todos los negocios terrenales, y ello sólo se puede llevar a cabo por la Iglesia católica. Pero los que no acepten su dogma juzgarán de la educación jesuítica por sus resultados. Es cierto que estos resultados fueron algunas veces tan indeseables como Urial Heep —Voltaire se educó con los jesuítas—. Pero en conjunto y durante mucho tiempo los resultados apetecidos se consiguieron; la Contrarreforma y el colapso del protestantismo en Francia deben atribuirse en gran parte al esfuerzo de los jesuitas. Para conseguir estos fines crearon un arte sentimental, superficializaron el pensamiento y relajaron la moral, y al fin se hizo necesaria la Revolución francesa para deshacer todo el daño que los jesuítas habían producido.

El sistema del doctor Arnold, que ha subsistido en las escuelas públicas inglesas hasta ahora, tenía el defecto de ser aristocrático. Su finalidad consistía en preparar hombres para puestos de autoridad y de poder en Inglaterra y en sus dominios imperiales. Una aristocracia, si quiere sobrevivir, necesita poseer ciertas virtudes que debían ser inculcadas en la escuela. El producto debia ser enérgico, estoico, físicamente fuerte, poseído de un núcleo de verdades indudables, de una gran rectitud, y convencido de que estaba llamado a desempeñar una misión importante en el mundo. Estos resultados se consiguieron en una sorprendente extensión. Se sacrificó a ellos la inteligencia, porque la inteligencia puede producir la duda. También se sacrificó la simpatía, porque ella puede conducir al gobierno de las clases o razas inferiores. Se sacrificó la bondad en aras de la dureza y la imaginación en aras de la energía. En un mundo inmutable el resultado podía haber sido una aristocracia permanente poseedora de los méritos y defectos de los espartanos. Pero la aristocracia no está de moda, y los pueblos sometidos no obedecen ya ni a los más sabios y virtuosos gobernantes. Los gobernantes tienen tendencia a la brutalidad, y la brutalidad engendra la revolución. La complejidad del mundo moderno requiere cada vez más inteligencia, y el doctor Arnold sacrificó la inteligencia a la virtud. Es posible que la batalla de Waterloo se haya ganado en los campos de deportes de Eton, pero allí se está deshaciendo el Imperio británico. El mundo moderno necesita un nuevo tipo, con más simpatía imaginativa, con más flexibilidad intelectual, con menos fe en la valentía de bull-dog y más seguridad en los conocimientos técnicos. El administrador del futuro debe ser servidor de ciudadanos libres, no el gobernante benévolo de súbditos que le admiran. La aristocrática tradición contenida en la educación superior inglesa es banal. Quizá pueda eliminarse esta tradición gradualmente; tal vez las más antiguas instituciones educativas sean incapaces de adaptarse. No quiero aventurar en esto mi opinión.

Las escuelas públicas norteamericanas realizan con éxito lo que nunca se habia intentado en gran escala: la tarea de transformar una selección heterogénea de la humanidad en una nación homogénea. Ello se lleva a cabo con tanta habilidad y es en conjunto un trabajo tan beneficioso, que hay que elogiar fervorosamente a quienes la realizan. Pero América, como el Japón, está colocada en una situación especial, y lo que está justificado por circunstancias especiales no es necesariamente un ideal que se debe seguir siempre y en todas partes. América ha tenido ciertas ventajas y ciertas dificultades. Entre las ventajas se contaban: una gran cantidad de riqueza, falta de peligro y de derrotas en la guerra, ausencia comparativa de tradiciones estrechas heredadas de la Edad Media. Los inmigrantes encontraron en América un sentimiento de democracia muy difundido y un estado adelantado de técnica industrial. Creo que por estas dos razones principales llegaron a admirar a América más que a su país nativo. Pero los inmigrantes actuales conservan, por regla general, un doble patriotismo; en las luchas europeas continúan inclinándose apasionadamente por la nación a la cual originariamente pertenecían. Sus hijos, por el contrario, pierden toda lealtad hacia la nación de donde llegaron sus padres y se convierten lisa y llanamente en americanos. La actitud de los padres puede atribuirse a los méritos generales de América; la de los niños está determinada en gran parte por la educación escolar. Esta contribución escolar es lo único que a nosotros nos interesa. Mientras la escuela pueda apoyarse en méritos positivos de América, no hay necesidad de asociar la enseñanza del patriotismo americano con la inculcación de ideas falsas. El nivel intelectual en la Europa del oeste y el nivel artístico en la Europa del este son, en general, más altos que en América. A través de la Europa occidental, exceptuando España y Portugal, hay menos superstición teológica que en América. En casi todas las naciones europeas el individuo está menos sujeto al dominio de la masa que en América; su libertad íntima es más grande, aunque su libertad política sea menor. En este respecto las escuelas públicas americanas son dañinas. El daño es esencial a la enseñanza de un exclusivo patriotismo americano. El daño procede, como en el caso de los japoneses y los jesuítas, de considerar a los discípulos medios para un fin y no como fines en sí mismos. El maestro debe amar a sus discípulos más que a su Estado o a su Iglesia, de lo contrarío, no será un maestro ideal.

Al decir que los discípulos deben ser considerados como fines en sí mismos y no como medios, se me puede objetar que, en resumidas cuentas, todo el mundo tiene más importancia como medio que como fin. Lo que hay de finalidad en el hombre desaparece con su muerte; lo que hay en él de producción de medios perdura eternamente. Esto no puede negarse, pero sí pueden negarse las consecuencias que de ello se deduce. La importancia de un hombre considerado como un medio puede ser para el bien o para el mal; los efectos remotos de las acciones humanas son tan inciertos, que un hombre prudente tiende a alejarlos de sus cálculos. Hablando de un modo general, los hombres buenos producen buenos efectos, y los hombres malos efectos malos. Esto no constituye, desde luego, una ley invariable de la naturaleza. Un hombre malo puede matar a un tirano por haber cometido crímenes que el tirano intentaba castigar; los efectos de este acto pueden ser buenos siendo el acto en sí reprobable. Sin embargo, como una amplia regla general, la comunidad de hombres y mujeres que son intrínsecamente excelentes producirá peores efectos que la compuesta de gentes que son ignorantes y malévolas. Aparte de estas consideraciones, los niños y los jóvenes adivinan instintivamente la diferencia entre los que quieren bien y los que ven en ellos un mero instrumento para un plan. Ni el carácter ni la inteligencia se desarrollarán bien o libremente cuando el cariño del maestro sea deficiente; y esta clase de cariño consiste en sentir al niño como un fin. Todos lo sentimos asi con respecto a nosotros mismos; deseamos que nos sucedan cosas agradables sin exigirnos de antemano la prueba de que el obtenerlas sirve para realizar un gran propósito. Todo padre medianamente afectuoso siente lo mismo a propósito de sus hijos. Los padres quieren que sus hijos crezcan, que sean fuertes y sanos, que sobresalgan en la escuela, etc., del propio modo que lo desean para sí mismos; ningún esfuerzo de abnegación y ningún principio abstracto de justicia va envuelto en el hecho de molestarse por estas cosas. El instinto paterno se limita siempre estrictamente a sus propios hijos. En una forma difusa, puede existir en todos los buenos maestros de muchachos y muchachas. A medida que los discípulos se hacen mayores, disminuye de importancia. Pero sólo quienes poseen este instinto pueden trazar sistemas de educación. Quienes creen que uno de los propósitos de la educación masculina es producir hombres dispuestos a matar y a morir por razones frivolas, tienen un instinto paternal positivamente deficiente; sin embargo, ellos controlan la educación en todos los países civilizados, con excepción de China y Dinamarca.

No basta que el educador ame al joven; es necesario asimismo que tenga una concepción recta de la excelencia humana. Los gatos enseñan a los gatitos a cazar ratones y a jugar con ellos; los militares hacen lo propio con la juventud humana. El gato ama al gatito, pero no al ratón; el militarista ama a su propio hijo, pero no a los enemigos de su patria. Aun los que aman a toda la humanidad pueden equivocarse por tener una concepción equivocada de la buena vida. Procuraré, pues, dar una idea de lo que me parece recomendable para hombres y mujeres, prescindiendo del punto de vista práctico. Esto nos servirá más adelante para considerar algunos detalles de la educación y conoceremos la dirección en que hemos de orientarnos.

Debemos comenzar por hacer una distinción: hay cualidades deseables para una parte determinada de la humanidad y hay cualidades deseables para todo el mundo. Deseamos artistas, pero deseamos también hombres de ciencia. Deseamos grandes administradores, pero deseamos también agricultores, panaderos y molineros. Muchas veces las cualidades que producen un hombre de genio serían indeseables en un sentido universal. Shelley describe así el trabajo del día de un poeta:

Contemplará desde la aurora hasta el crepúsculo
el reflejo del sol iluminando el lago,
las abejas melifluas en la florida hiedra
sin fijar su atención en la esencia de las cosas.

Estas costumbres son laudables en un poeta, pero no pueden serlo en un cartero. No podemos, pues, esbozar nuestro tipo de educación fijándonos en el temperamento de un poeta. Pero existen características universalmente deseables, y de ellas hemos de ocuparnos.

No hago distinción alguna entre cualidades masculinas y femeninas. Una mujer que se dedique a cuidar niños necesita una cierta experiencia, pero también la necesitan, en diverso modo, un molinero y un granjero. La diferencia no es fundamental y no hay por qué concederle importancia.

Cuatro son las características que me parecen necesarias para la formación básica de un carácter ideal: vitalidad, valor, sensibilidad e inteligencia. No creo que la lista sea completa, pero me parece que nos orienta en buen camino. Además, creo firmemente que estas cualidades pueden llegar a ser comunes mediante un adecuado ejercicio físico, emocional e intelectual. Las analizaremos aisladamente.

La vitalidad es una característica más bien fisiológica que mental; se supone que va acompañada siempre de una buena salud, pero tiende a disminuir a medida que la edad avanza, y llega casi al aniquilamiento en la vejez. En los muchachos vigorosos llega pronto a culminar antes de que comiencen sus estudios, y tiende a disminuir con la educación. Donde existe, va acompañada del placer de sentir la vida, completamente aparte de todo accidente placentero. Exalta el placer y amengua el dolor. Se interesa por todo fácilmente y produce objetividad, que es esencial a la salud. Los seres humanos tienden a ser absorbidos por sí mismos, incapaces de interesarse en lo que oyen o ven, fuera de su propio cuerpo. Ello es una gran desgracia porque conduce, en el mejor de los casos, al aburrimiento, y en el peor, a la melancolía; es también una barrera para la utilidad, salvo en casos muy excepcionales. La vitalidad nos hace interesarnos en el mundo exterior; aumenta asimismo la capacidad de trabajo. Además es una salvaguardia contra la envidia, porque produce la alegría de vivir la propia vida. Y como la envidia es una de las grandes miserias humanas, éste es uno de los méritos importantes de la vitalidad. Muchas malas cualidades son, desde luego, compatibles con la vitalidad; por ejemplo, las de un tigre sano. Y muchas de las mejores cualidades son compatibles con su ausencia; Newton y Locke, por ejemplo, eran de vitalidad menguada. Si hubieran disfrutado de mejor salud, ninguno de los dos hubiese sido irritable y envidioso. Probablemente toda la discusión de Newton con Leibniz, que acabó con las matemáticas inglesas durante más de cien años, hubiera podido evitarse si Newton hubiera sido robusto y capaz de gozar de las satisfacciones corrientes. A pesar de sus limitaciones, pues, creo que la vitalidad es una de las más importantes cualidades que puede poseer el hombre.

El valor —la segunda cualidad de nuestra lista— reviste diversas formas, complejas todas ellas. Una cosa es la falta de miedo y otra la capacidad de controlarlo. A su vez, no es lo mismo la falta de miedo racional que la falta de miedo irracional. La falta de miedo irracional es tan loable como la capacidad de controlarlo. Pero cabe discutir acerca de la falta de miedo racional, aunque nada diré de ello hasta analizar otras formas del valor.

El miedo irracional desempeña un papel importantísimo en la vida emocional de la mayor parte de individuos. En sus formas patológicas, como la manía persecutoria y el complejo de ansiedad, es estudiada por los alienistas. Pero en sus formas más benignas es muy corriente aun entre las personas que consideramos normales. Es corriente la sensación de peligros que nos cercan, conocida con el nombre de ansiedad, o el miedo específico de cosas que no son peligrosas, como el ratón y la araña (Acerca del miedo y la ansiedad en la niñez, véase William Stern: Psychology of Early Childhood. Londres, 1926). Se suponía que gran cantidad de temores eran instintivos, pero esto se discute hoy por muchos investigadores. Evidentemente, existen pocos temores instintivos —por ejemplo, el de los ruidos exagerados—, pero la gran mayoría proceden de la experiencia o de la sugestión. El miedo a la oscuridad, por ejemplo, parece completamente debido a la sugestión. Hay razones para creer que los vertebrados no sienten habitualmente miedo de sus enemigos naturales, sino que su emoción les es transmitida por los de más edad. Cuando los seres humanos los cogen con su mano no se manifiestan muchos temores habituales entre ellos. Pero el miedo es extraordinariamente infeccioso; los niños se contagian del miedo de los mayores aun en los casos en que los mayores no se dan cuenta de haberlo demostrado. La timidez en las madres o en las nodrizas es imitada rápidamente por los niños a través de la sugestión. Hasta hoy los hombres creían que el terror irracional de las mujeres era atrayente, porque les proporcionaba ocasión de aparecer como protectores sin incurrir en ningún peligro positivo. Pero los hijos de esos hombres han heredado los miedos de sus madres y se han visto obligados más tarde a esforzarse en reconquistar un valor que nunca hubieran perdido si sus padres no hubieran despreciado a sus madres. El daño producido por la sumisión femenina es incalculable; este aspecto del miedo es tan sólo una prueba incidental.

Por el momento, no discuto los métodos de disminuir el miedo y la ansiedad; de esto trataré más adelante. Hay, sin embargo, una pregunta que surge ahora, y es: ¿Basta luchar contra el miedo por medios represivos o debemos encontrar una cura más radical? Tradicionalmente a las aristocracias se las ha educado en el sentido de no demostrar miedo, mientras que a las naciones, clases y sexos sometidos se les ha excitado a seguir siendo cobardes. Las demostraciones del valor se refieren exclusivamente a su comportamiento; el hombre no debe huir en la batalla, debe ser experto en deportes masculinos, debe conservar su sangre fría en incendios, naufragios, terremotos, etc. No sólo debe comportarse bien, sino que no debe palidecer ni temblar, ni dar boqueadas, ni manifestar otra cualquier señal de miedo fácilmente perceptible. Todo esto lo considero de mucha importancia. Yo quisiera que el valor se manifestara en todas las naciones, en todas las clases y en ambos sexos. Pero cuando el método adoptado es represivo, produce los daños consiguientes a su práctica. La vergüenza y la desgracia han sido siempre armas poderosas para producir la apariencia del valor; de hecho, causan un conflicto de terrores, en el que se supone que el temor de la repulsa pública ha de ser mayor. Di siempre la verdad, excepto cuando alguien te amenace, era una máxima que se me inculcó en mi niñez. No puedo admitir la excepción. El miedo no debe vencerse solamente en la acción, sino en el sentimiento, y no sólo en el sentimiento consciente, sino también en el inconsciente. La victoria puramente externa sobre el miedo que satisface al código aristocrático deja enterrado el impulso operatorio y produce daños mezclados con reacciones que no se reconocen como productos del terror. No pienso ahora en la sordera producida por las granadas, en la cual la relación con el terror es manifiesta. Pienso más bien en todo el sistema de opresión y de crueldad por cuyo medio las castas dominantes procuran conservar su ascendencia. Cuando un oficial inglés ordenó recientemente en Shanghai que fuera fusilado sin previo aviso, por la espalda, un grupo de estudiantes chinos desarmados, actuaba indiscutiblemente impulsado por el miedo, como muchos soldados que huyen en la batalla. Pero las aristocracias militares no son lo suficientemente inteligentes para actuar por razones psicológicas; su actuación está inspirada por la energía y por el espíritu de cuerpo.

Desde el punto de vista psicológico y fisiológico, el miedo y la ira son emociones íntimamente relacionadas; el hombre enfurecido no está dominado por el verdadero valor. La crueldad invariablemente empleada para sofocar las insurrecciones de los negros, las revoluciones comunistas y otras amenazas del régimen aristocrático, son una expresión de cobardía, y merecen igual desdén que otras manifestaciones más palpables de ese vicio. Yo creo posible educar a hombres y mujeres, de manera que sean capaces de vivir sin miedo. Hasta ahora sólo lo han conseguido algunos héroes y santos, pero lo que ellos hicieron puede ser repetido por otros si se les enseña el procedimiento.

Para el valor que no consiste en la represión deben combinarse diversos factores. Para comenzar con el más humilde, la salud y la vitalidad son muy útiles, aunque no indispensables. La práctica y la habilidad en situaciones peligrosas son muy deseables. Pero si consideramos el valor, no en éste o en el otro aspecto, sino el valor universal, necesitamos algo más fundamental. Lo que se necesita es una combinación de respeto a sí propio con una apreciación impersonal de la vida. Comencemos con el respeto a sí mismo: hay unos hombres que tienen vida interior, mientras que otros son tan sólo espejos de lo que se siente y dice en su contorno. Estos últimos son incapaces de tener valor verdadero; pueden tener admiración, y se sienten inquietos por el miedo de perderla. La predicación de la humildad, que se creía deseable, no era sino el medio de producir una forma pervertida del mismo vicio. La humildad suprimía la propia estimación, pero no el deseo del respeto ajeno; no era, pues, sino el medio de utilizar el rebajamiento de sí mismo para alcanzar crédito. Así produjo la hipocresía y la falsificación del instinto. Se enseñaba a los niños una sumisión irrazonada, y se les obligaba a ella en su mayor edad; se les decía que sólo saben mandar aquellos que aprendieron a obedecer. Lo que yo indico es que nadie debiera aprender a obedecer y que nadie debiera aprender a mandar. No quiero dar a entender, naturalmente, que no debiera haber jefes en las empresas cooperativas, sino que su autoridad debiera ser parecida a la de un capitán de equipo de fútbol, que se acepta voluntariamente para conseguir un fin común. Nuestros propósitos debieran ser los nuestros y no el resultado de la autoridad ajena, y nuestros propósitos no debieran imponerse nunca a otros. Esto es lo que quiero dar a entender al decir que nadie debiera mandar ni obedecer.

Otra cualidad se requiere para el valor verdadero, y es lo que he llamado apreciación impersonal de la vida. El hombre cuyas esperanzas y temores se limitan a sí mismo, no puede aceptar la muerte con ecuanimidad, puesto que ella acaba con todo su universo emocional. Aquí nos encontramos nuevamente con una tradición que exige la represión más económica y sencilla; el santo debe aprender la renunciación de sí mismo, debe mortificar su carne y sacrificar sus goces instintivos. Esto puede conseguirse, pero sus consecuencias son malas. Al renunciar al placer para sí mismo, el santo ascético exige también la renuncia de los otros, lo cual es más sencillo. La envidia persiste en el fondo y le conduce a creer que el sufrimiento ennoblece y que legítimamente puede exigirse. Y entonces aparece una completa inversión de valores; lo que es bueno se juzga malo y lo que es malo se presenta como bueno. El error inicial consiste en aspirar a una buena vida obedeciendo a un imperativo negativo, no ampliando y desarrollando los instintos y deseos naturales. Hay algunas cosas en la vida humana que nos llevan sin esfuerzo más allá del yo. La más conocida es el amor, y de una manera particular el amor paterno, que en algunos se generaliza hasta comprender a todo el género humano. Otra es el conocimiento. No hay razón para suponer que Galileo fuese particularmente benévolo y, sin embargo, vivió por una ilusión que no truncó su muerte. Otra es el arte. De hecho, todo interés en algo exterior al propio cuerpo humano impersonaliza la vida. Por ello, aunque parezca paradójico, un hombre de amplias y vivas preocupaciones abandona la vida con menos dificultad que algunos miserables hipocondríacos, cuyas preocupaciones se limitan a sus propias penas. Y así, la perfección del valor se encuentra en el hombre de muchas preocupaciones, que siente que su yo no es sino una pequeña partícula del mundo, y no por despreciarse a sí mismo, sino por dar valor a muchas cosas ajenas a él. Esto puede ocurrir difícilmente, a menos que el instinto sea libre y la inteligencia activa. De la unión de ambos nace una amplitud de comprensión desconocida tanto para el ascético como para el voluptuoso; dentro de esta visión, la muerte personal aparece como algo sin importancia. Y es el valor en este sentido positivo, lo que yo considero como una de las mayores cualidades de un carácter perfecto.

La sensibilidad, la tercera cualidad de nuestra lista es, en cierto sentido, un correctivo del mero valor. La conducta valerosa es más fácil para un hombre que no adivina el peligro, pero tal conducta puede ser con frecuencia estúpida. No podemos considerar satisfactoria ninguna acción que proceda de la ignorancia o la inconsciencia; es necesario en un acto el mayor conocimiento posible. Pero el aspecto cognoscitivo pertenece a la inteligencia; la sensibilidad, en el sentido en que estoy hablando, se refiere a las emociones. Una definición puramente teórica sería que una persona es emocionalmente sensible cuando muchos estímulos producen emociones en él; pero en este sentido no es necesaria la bondad cualitativa. Si la sensibilidad ha de ser buena, la reacción emocional tiene que ser en cierto sentido apropiada; la mera intensidad no es necesaria. La cualidad en la que yo pienso es la de ser afectado agradable o desagradablemente por muchas y buenas cosas. Procuraré explicar lo que sean las cosas buenas. El primer paso, que muchos niños dan a los cinco meses de edad, es el tránsito de placeres puramente sensitivos, como el calor y la alimentación, al placer de la aprobación social. Este placer, al iniciarse, se desarrolla con mucha rapidez; todo niño ama el elogio y odia la reprensión. Habitualmente, el afán de la buena reputación es uno de los móviles predominantes en la vida. Es ciertamente muy valioso como estímulo para una conducta agradable y una restricción contra los impulsos de codicia. Si estuviéramos más acertados en nuestras admiraciones, ello sería mucho más valioso. Pero mientras los héroes más admirados sean los que han matado más cantidad de gente, el deseo de admiración no puede ser adecuado para una vida mejor.

El segundo aspecto, en el desarrollo de una forma deseable de sensibilidad, es la simpatía. Hay una simpatía puramente física; un niño muy pequeño llora porque oye llorar a su hermano o a su hermana. Esto nos proporciona la base de ulteriores desarrollos. Los dos más precisos son: primero, el sentir simpatía aun cuando el que sufre no es objeto de una afección especial; segundo, sentirla cuando se conoce el sufrimiento sin hallarse presente a él. El segundo de estos desarrollos se funda principalmente en la inteligencia. Puede limitarse a la simpatía por el sufrimiento viva y penetrantemente descrito en una buena novela, y puede extenderse hasta el punto de sentirse emocionado con una simple estadística. Esta capacidad de simpatía abstracta es tan rara como importante. A casi todos les afecta profundamente el saber que una persona querida está enferma de cáncer. Muchas personas se emocionan al ver los sufrimientos de gentes desconocidas en los hospitales. Sin embargo, cuando leen las cifras de mortalidad producida por el cáncer sienten únicamente un miedo personal momentáneo de que ellos o una persona querida se vean atacados de esa enfermedad. Lo mismo ocurre con la guerra: a la gente le parece horrible que su hijo o su hermano queden mutilados, pero no piensan que es un millón de veces más horrible que un millón de personas queden mutiladas. Puede ocurrir que una persona de sentimientos delicados haya ganado su dinero aconsejando la guerra, o por haber torturado a niños en naciones atrasadas. Todos estos fenómenos familiares son debidos al hecho de que la simpatía no es promovida en mucha gente por estímulos meramente abstractos. Una gran proporción de los males del mundo moderno cesaría si esto no ocurriera. La ciencia ha aumentado enormemente su poder de afectar a las vidas de gentes apartadas, sin aumentar su simpatía hacia ellas. Supongamos el caso de un accionista en una Compañía con fábricas de algodón en Shanghai. Puede ser un hombre muy atareado que no ha hecho otra cosa que seguir un consejo al invertir sus fondos, y ese caso ni Shanghai ni el algodón le interesan, sino tan sólo sus dividendos. Sin embargo, se convierte en parte de una fuerza que conduce a matanzas de individuos inocentes, y sus dividendos desaparecerían si no se permitiese el trabajo antinatural y peligroso de los niños. Sin embargo, ello no le importa, porque nunca ha visto a los niños y los estímulos abstractos no le emocionan. Ésta es la razón fundamental de la crueldad del industrialismo en grande escala y de que se tolere la opresión de razas sometidas. Una educación que despertara la sensibilidad por los estímulos abstractos haría imposible este estado de cosas.

La sensibilidad cognoscitiva, que también debiera incluirse es, en la práctica, lo mismo que el hábito de observación. La sensibilidad estética sugiere una serie de problemas, que no quiero discutir ahora. Pasaré, pues, a la última de las cuatro cualidades enumeradas: a la inteligencia.

Uno de los grandes defectos de la moralidad tradicional ha sido la poca estimación que ha concedido a la inteligencia. Los griegos no se equivocaron en esto, pero la Iglesia hizo creer a los hombres que nada tiene importancia, excepto la virtud, y la virtud consiste en la abstinencia de una serie de acciones arbitrariamente llamadas pecado. Mientras persista esta actitud, es imposible que los hombres comprendan que la inteligencia produce mayor bien que una virtud artificiosamente convencional. Cuando hablo de la inteligencia, incluyo tanto al conocimiento actual como a la capacidad de conocimiento, pues ambos están de hecho íntimamente relacionados. Los adultos ignorantes no pueden comprender nada; en el aspecto de la higiene o del régimen, por ejemplo, son absolutamente incapaces de creer lo que la ciencia tiene que decir. Cuanto más sabe un hombre, más fácil es para él seguir aprendiendo nuevas cosas, en el supuesto de que no sea un espíritu dogmático. La gente ignorante nunca ha sido incitada a cambiar sus hábitos mentales y se ha estancado en una actitud inmutable. No es sólo que sean crédulos, cuando debieran ser escépticos, sino que son incrédulos cuando no debieran serlo. No cabe duda de que la palabra inteligencia significa en realidad más bien una aptitud para adquirir conocimientos, que un conocimiento ya adquirido, pero no creo que esta aptitud se adquiera sino con ejercicio, del mismo modo que la aptitud de un pianista o de un acróbata. Es, desde luego, posible adquirir conocimientos que no desarrollan la inteligencia, y no sólo es posible, sino fácil y con frecuencia realizado. Pero no creo posible desarrollar la inteligencia sin dar conocimiento o sin hacer que sea adquirido el conocimiento. Y sin inteligencia, nuestro complejo mundo moderno no puede subsistir, y mucho menos progresar. Considero, pues, el cultivo de la inteligencia como uno de los mayores fines de la educación. Pudiera parecer esto un lugar común, pero no lo es. El deseo de inculcar conocimientos considerados ciertos, ha hecho que muchos educadores miren con demasiada indiferencia el desarrollo intelectual. Para aclarar esto es necesario definir la inteligencia más concretamente y descubrir los hábitos mentales que requiere. Par a ello estudiaré tan sólo la aptitud para adquirir conocimiento, no el conjunto de conocimientos actuales, que pudieran legítimamente incluirse en la definición de inteligencia.

El fundamento instintivo de la vida intelectual es la curiosidad, que se encuentra asimismo en los animales en formas elementales. La inteligencia exige una curiosidad alerta, pero de una índole determinada. La curiosidad que mueve al aldeano a espiar en la oscuridad tras las cortinas, no tiene gran valor. El gusto por la conversación, que está tan extendido, no lo inspira el afán de conocimiento, sino la malicia; nadie charla acerca de las secretas virtudes ajenas, sino acerca de sus vicios ocultos. En consecuencia, la mayor parte de la conversación es mentirosa, pero nadie se preocupa de ello. Los pecados de nuestros vecinos, como los consuelos de la religión, son tan agradables, que nadie se preocupa de averiguar la verdad estricta. La curiosidad, verdaderamente tal, por el contrario, se inspira en un genuino afán de conocimiento. Este impulso puede observarse actuando en una forma moderada, en un gato al que se introduce en una habitación extraña y comienza a oler todos los muebles y rincones. Puede apreciarse asimismo en los niños, que se interesan apasionadamente cuando se abre a su inspección un cajón de la despensa, que estaba cerrado. Los animales, las máquinas, los truenos, todas las formas del trabajo manual, despiertan la curiosidad del niño, cuya sed de conocimiento hace sonrojarse a los adultos más inteligentes. Este impulso disminuye con los años, y al final, todo lo que no sea familiar inspira disgusto y no produce el deseo de ahondar en su conocimiento. Éste es el momento en que se cree que la sociedad se está echando a perder, y «que las cosas no son ya lo que eran en mis tiempos. Lo que no es igual, en modo alguno, es la curiosidad del que lo dice. Y con la muerte de la curiosidad hay que reconocer asimismo que se ha extinguido la actividad de la inteligencia.

Pero aunque la curiosidad disminuye en actividad y en extensión después de la niñez, puede mejorar durante mucho tiempo en calidad. La curiosidad hacia cuestiones generales demuestra un grado de inteligencia más elevado que la curiosidad por hechos particulares; hablando de un modo general, cuanto más alta sea la categoría de la generalidad, mayor grado de inteligencia supone. (Esta regla no puede aceptarse, sin embargo, demasiado estrictamente.) La curiosidad, disociada de intereses personales, demuestra un desarrollo mayor que la curiosidad relacionada con una posibilidad de nutrición. El gato que olfatea en un rincón no es un investigador científico, completamente desinteresado, aunque probablemente no anda buscando el sitio en que se ocultan los ratones. Tal vez no sea completamente exacto decir que la curiosidad es tanto mejor cuanto menos desinteresada, sino que es mejor cuando sus relaciones con otros intereses no es directa y obvia, sino discernible solamente por medio de un cierto grado de inteligencia. No es necesario, sin embargo, decidir acerca de esto.

Si la curiosidad ha de ser fructífera, debe ir asociada con una cierta técnica para la adquisición de conocimiento. Debe ir unida a hábitos de observación, fe en las posibilidades del conocimiento, paciencia y habilidad. Todo esto se desarrolla espontáneamente, supuesto un fondo original de curiosidad y una educación adecuada. Pero como nuestra vida intelectual es tan sólo una parte de nuestra actividad, y como la curiosidad está en perpetuo conflicto con otras pasiones, se necesitan otras virtudes intelectuales, como la amplitud de criterio. El deseo y la costumbre nos hace impermeables a la verdad nueva; nos cuesta trabajo dejar de crear lo que hemos creído enfáticamente durante muchos años, lisonjeando nuestra propia estimación u otras pasiones fundamentales. La amplitud de criterio debiera ser una de las cualidades a que debe aspirar la educación. En la actualidad sólo se ha conseguido este ideal dentro de muy reducidos límites, como lo demuestra el siguiente párrafo del Daily Herald del 31 de julio de 1925:

Un Comité especial, nombrado para investigar acerca de la supuesta subversión de las mentes infantiles en las escuelas de Bootle por sus maestros, ha enviado su dictamen al Consejo Municipal de Bootle. El Comité opinó que las quejas eran fundadas; pero el Consejo tachó la palabra fundadas y declaró que las acusaciones dieron lugar a una inteligencia razonable. La recomendación hecha por el Comité y adoptada por el Consejo, fue que en lo futuro se debía tener en cuenta, en los nombramientos de maestros, el que inculcasen a los escolares hábitos de reverencia a Dios y a la religión y de respeto hacia las instituciones religiosas y civiles del pais.

Así, suceda lo que suceda en otras partes, no habrá amplitud de criterio en Bootle. Se espera que el Consejo Municipal envíe pronto una Comisión a Dayton Tennessee, para que les ilustren acerca de los métodos para cumplir este programa. Pero tal vez sea innecesario. De la fraseología del dictamen se deduce que Bootle no necesita instrucción alguna acerca del oscurantismo.

El valor es tan esencial para el heroísmo físico como para la probidad intelectual. El mundo real es más desconocido de lo que nos imaginamos; desde el primer día de nuestra vida hacemos lamentables deducciones y confundimos nuestros hábitos mentales con las leyes naturales. Toda clase de sistemas intelectuales —el cristianismo, el socialismo, el patriotismo— están dispuestos, como los asilos de huérfanos, a darnos seguridad a cambio de servidumbre. Una vida mental libre no puede ser tan caliente y confortable como la vida encerrada en un credo; solamente un credo puede darnos la sensación de una chimenea íntima, mientras la tormenta invernal brama al exterior.

Esto nos conduce a una pregunta dificil: ¿Hasta qué punto debiera emanciparse del rebaño una vida modelo? Yo dudo, al emplear la frase instinto gregario, porque hay discusiones sobre su exactitud. Pero cualquiera que sea su interpretación, los fenómenos que describe nos son familiares. Nos gusta estar en buena armonía con nuestro grupo cooperativo —nuestra familia, nuestros vecinos, nuestros colegas, nuestro partido político o nuestra nación—. Ello es natural, porque ninguna de las satisfacciones de la vida puede obtenerse sin cooperación. Además, las emociones son contagiosas, especialmente cuando son sentidas por mucha gente al mismo tiempo. Pocas personas pueden asistir a un mitin sin excitarse; si sus ideas son contrarias, su oposición se excita. Y para mucha gente, esta oposición es posible tan sólo cuando se halla asistida de la aprobación ajena. Por ello la comunión de los santos halló tanto consuelo en su persecución. ¿Debemos asentir a este deseo de cooperación con la muchedumbre o nuestra educación debe combatirlo? Hay argumentos en pro y en contra, y el justo medio es la decisión mejor.

Yo, por mi parte, pienso que el deseo de agradar y de cooperar debiera ser enérgico y normal, pero susceptible de ser substituido por otros deseos, en algunas ocasiones importantes. Al estudiar la sensibilidad, hemos analizado si es deseable el afán de agradar. Sin él, todos nos aburriríamos, y todos los grupos sociales, desde la familia en adelante, serían imposibles. La educación de los niños sería muy difícil si no aspirasen a contentar a sus padres. El carácter contagioso de la emoción tiene también sus aplicaciones cuando el contagio procede de una persona inteligente a otra que lo es menos. Pero en el caso del pánico es todo lo contrario de lo útil. Por tanto, la cuestión de la receptividad emocional no es de ningún modo sencilla. Aun en cuestiones puramente intelectuales, el resultado no es claro. Los grandes descubridores tienen que imponerse al rebaño e incurrir en hostilidad por su independencia. Pero las opiniones corrientes entre los hombres son mucho menos necias de lo que serían si pensaran por sí mismos; en ciencia, por lo menos, su respeto a la autoridad es beneficioso.

Yo creo que en la vida de un hombre cuyas circunstancias no son excepcionales, debiera haber una amplia esfera, dominada por lo que se llama vagamente instintos gregarios, y una pequeña esfera cerrada a ellos. La pequeña esfera contendría la región de su especial competencia. Nos parece estúpido un hombre que no pueda admirar a una mujer hasta que todo el mundo la admire; nos parece que en la elección de mujer todo hombre debe guiarse por sí mismo, no por el reflejo de las ideas de la sociedad en que se desenvuelve. No importa que en su opinión acerca de las personas coincida con sus conocidos, pero al enamorarse le debe guiar su propio juicio. Esto mismo puede aplicarse a otros casos. Un granjero debiera seguir su propia iniciativa en cuanto a la capacidad de los campos que cultiva por sí mismo, aunque su juicio debe formarse después de haber adquirido un conocimiento científico de la agricultura. Un economista debiera formar un juicio independiente en cuestiones de dinero, pero un hombre corriente hará mejor en seguir la opinión de un especialista. Dondequiera que haya competencia debe haber independencia. Pero el hombre no debe ser un erizo rodeado de púas para mantenerse siempre a distancia. La mayor parte de nuestras actividades ordinarias debiera ser cooperativa y la cooperación debe tener una base instintiva. Sin embargo, todos debiéramos capacitarnos para pensar por nosotros mismos en nuestra especialidad, y todos debemos tener el valor de arrostrar la impopularidad en asuntos de importancia. La aplicación de estos amplios principios a casos especiales puede ser difícil, desde luego. Pero lo será menos que en el mundo actual, cuando los hombres tengan las virtudes de que hemos hablado en este capítulo. El santo perseguido, por ejemplo, no existiría en un mundo de esa naturaleza. El hombre bueno no tendría ocasión de irritarse y perder su paz; su bondad se manifestaría tan sólo con seguir su propio impulso, de felicidad instintiva. Sus conocidos no le odiarían, porque no le temerían; el odio a los descubridores se debe al terror que inspiran, y este terror no existiría entre hombres valerosos. Sólo personas dominadas por el miedo pueden afiliarse al fascismo o al Ku-Klux-Klan. En un mundo de hombres valerosos no existirían tales organizaciones persecutorias y la vida normal opondría al instinto mucha menor resistencia que en la actualidad. Un mundo mejor sólo puede ser creado y defendido por hombres valerosos, pero cuanto menor fuera su éxito, menos ocasiones tendrían de ejercitar su valentía.

Una comunidad de hombres con vitalidad, valor, sensibilidad e inteligencia en el más alto grado que la educación puede producir, sería muy distinta de todo lo que ha existido. Pocos serían desgraciados. Las principales causas de la infelicidad actual son: mala salud, pobreza y vida sexual desagradable. Todas ellas se reducirían mucho. La buena salud podía ser casi universal y la vejez podía retardarse. La pobreza, desde la revolución industrial, es debida solamente a la estupidez colectiva. La sensibilidad despertaría el deseo de aboliría, la inteligencia les enseñaría el procedimiento y el valor su realización. (Un tímido preferiría seguir siendo infeliz a hacer algo desusado.) La vida sexual de la mayoría no es hoy satisfactoria. Ello es debido en parte a la mala educación y, en parte, a la persecución de las autoridades y, de Mrs. Grundy (Escritora que se ha distinguido en su campaña contra el control de la natalidad). Una generación de mujeres educadas sin los absurdos temores sexuales acabaría con esto. Se ha creído que el miedo era el único procedimiento para conservar la virtud de las mujeres, y se les ha enseñado a ser cobardes física y mentalmente. Las mujeres con ideas tradicionales acerca del amor fomentan la brutalidad y la hipocresía de sus maridos y desvían los instintos de sus hijos. Una generación de mujeres sin miedo transformaría el mundo, trayendo a él una generación de niños valerosos, no conformados de un modo antinatural, sino rectos y sencillos, generosos, amables y libres. Su ardor acabaría con la crueldad y el dolor que los agobian porque somos duros de corazón, perezosos, estúpidos y cobardes. La educación que nos da tan malas cualidades nos daría las virtudes opuestas. La educación es la llave del mundo nuevo.

Pero ya es hora de acabar con las generalidades y concretar los detalles que aclaren nuestro pensamiento.
Presentación de Omar CortésPRIMERA PARTE - IDEALES EDUCATIVOS - Capítulo I - Postulados de las modernas teorias educativasSEGUNDA PARTE - LA EDUCACION DEL CARÁCTER - Capítulo III - El primer añoBiblioteca Virtual Antorcha