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CARTA QUINTA

24 de octubre de 1818.

Mi querido Greaves:

No pretendo anticipar la respuesta de la madre. Pero es muy probable que sus indagaciones terminen en la triste convicción de que ninguno de los individuos en cuestión parece estar investido de la felicidad verdadera, esencial e imperturbable a que ella ardientemente aspira, como lote futuro para su hijo.

Aquí, entonces, observará las imperfecciones de la naturaleza humana, la inconsistencia de los humanos empeños. ¿Es posible, exclamará, que con toda esta fertilidad del genio, toda esta comprensión de espíritu y toda esta bondad de corazón no pueda alcanzarse todavía la felicidad?

Ahora bien: éste es precisamente, el punto a que yo quería traerla.

¿Cómo es posible?, es una frase tan común entre nosotros, que olvidamos con frecuencia su significación original. Es una pregunta, pero siempre evadimos su legítima respuesta. Es una cuestión que nos planteamos a nosotros mismos, pero conscientemente retrocedemos ante la tarea de encontrarle una réplica buena y abierta. Procedamos de otro modo en el caso presente. Que la madre llegue a examinar la naturaleza de esta posibilidad, y pronto se aproximará a la verdad que busca. Deberá comprender que el mero talento ejecutivo, por espléndido que sea, la mera capacidad mental, aunque sea muy vasta, y la mera bondad natural, por expansiva que sea, son dotes todavía infinitamente inferiores a las condiciones de la felicidad humana. Y aquí debemos aludir a un error fundamental que prevalece en la educación, así como en nuestro juicio respecto de los hombres y las cosas.

¿Cuál, pregunto yo, pudiera ser el uso verdaderamente intrínseco de la mayor parte de las actividades posibles, a menos de que estén reguladas por la exactitud de las ideas, por las percepciones elevadas y universales, y, sobre todo, bajo el control de alfa y fundadas en los más nobles sentimientos del corazón y en la voluntad más firme y enérgica? Y, además, pregunto yo: ¿cuál puede ser el uso real y el mérito del propósito, por profundo o ingenioso que sea, si la energía del ejercicio no es igual al aliento y habilidad de la concepción, o si aun cuando se combinan los dos poderes no actúan para un fin digno de ellos mismos y propicio para la humanidad? Es obvio, entonces, que un nuevo cultivo de los talentos de nuestra naturaleza animal e intelectual será absolutamente inferior como sustituto del corazón.

Éste se ofrecerá entonces como la verdadera base de la felicidad humana. Pero, aunque debo preveniros contra una posible equivocación, indicando los rasgos de un carácter capaz de confundiros y que con tanta frecuencia encontramos en el curso de la vida, que no puede discutirse la existencia de uno original. Me refiero a aquellos cuyo espíritu está lleno de buenas intenciones, su corazón saturado de disposiciones y su celo dispuesto siempre a patrocinar y promover una empresa digna que tenga por objeto el beneficio de la sociedad. No necesito enumeraros todos los rasgos admirables de tal carácter; tanta bondad, benevolencia y entusiasmo no pueden dejar de ofrecernos un irresistible atractivo. Y, sin embargo, es un hecho, confirmado demasiado frecuentemente por la experiencia, que toda esta constelación de excelencias puede arder y relucir en vano; que tal temperamento, por finamente constituido que esté, puede vivir y moverse para propósitos pequeños en relación con los demás y no lograr asegurar aquella felicidad que se considera concomitante inseparable de la virtud.

La razón es evidente: el corazón, la rueda esencial del mecanismo humano, puede haber actuado larga y activamente, pero por falta de conexión a su debido tiempo con aquellos otros poderes de la naturaleza humana, cuya cooperación es igualmente esencial, ha dejado de producir aquella salud y vitalidad que en otro caso hubiera penetrado el sistema. Las facultades del hombre deben ser cultivadas de tal modo que nadie predomine a expensas de otro, sino que cada uno sea estimulado a la verdadera norma de la actividad, y esta norma es la naturaleza espiritual del hombre.

Y, aquí, permítaseme insistir sobre los resultados principales de estas importantes verdades, y considerarlas además en relación con el carácter de que tratamos.

¡Madre feliz! Te deleitas en los primeros esfuerzos del niño, que son realmente deliciosos; medita sobre ellos; no lo olvides, porque son el germen de las acciones futuras; son muy importantes para ti y para él y deben provocar en ti el curso de un pensamiento prolífico.
Dios ha dado a tu hijo todas las facultades de nuestra naturaleza, pero el punto esencial permanece todavía indeciso. ¿Cómo se emplearán este corazón, esta cabeza y estas manos? ¿A qué servicio habrán de dedicarse? Esta es una pregunta cuya contestación envuelve un futuro de felicidad o de desdicha para la vida que te es tan cara.
Dios ha dado a tu hijo una naturaleza espiritual; es decir, ha implantado en él la voz de la conciencia, y El ha hecho más: le ha dado la facultad de escuchar esta voz. Le ha dado unos ojos cuya dirección natural es hacia el cielo; muéstrale, sólo con eso, la elevación de su destino, y que rompa toda afinidad con las criaturas inferiores, cuya mirada, baja, habla expresivamente de la tierra, sobre la que se inclinan.
Tu hijo, entonces, fue creado no para la tierra sino para el cielo. ¿Conoces el camino que conduce allí? El niño no lo encontraría nunca, ni ningún otro mortal sería capaz de mostrárselo si el Creador no se lo hubiera revelado. Pero no es bastante conocer este camino; el niño debe aprender a andar por él.
Se ha recordado, ya lo sabéis, que Dios abrió los cielos a uno de los patriarcas de la antigüedad y le mostró una escala que conducía a las alturas celestes. Bien; esta escala quedó puesta para todos los descendientes de Abraham, y está tendida para tu hijo. Pero hay que enseñarle a subirla. Y hacer que se preocupe, no de intentarlo ni de pensar en la escala por frío cálculo de la cabeza, ni ser impelido a la empresa por el mero impulso del corazón, sino procurar que se combinen todos los poderes y la empresa será coronada por el éxito.
Todos estos poderes le han sido ya concedidos, pero es misión tuya ayudarle para sacarlos a luz. Procura que la escalera que le lleve al cielo esté constantemente ante vuestros ojos, la escala de la Fe, sobre la cual puedan ascender y descender los ángeles de la
Esperanza y el Amor.

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