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CARTA TERCERA

7 de octubre de 1818.

Mi querido Greaves:

Toda madre que tenga conciencia de su tarea, presumo que estará dispuesta a consagrarse a ella con celo. Pensará que es indispensable alcanzar una clara visión del fin para el cual tiene que educar a sus hijos.

He señalado este fin en mi última carta. Pero queda mucho por decir respecto de los medios que han de emplearse en la primera etapa de la educación.

Un niño es un ser dotado con todas las facultades de la naturaleza humana, pero sin desenvolver ninguna de ellas; un botón no abierto todavía. Cuando se abre, cada una de las hojas se desarrolla, ninguna queda atrás. Tal debe ser el proceso de la educación.

Ninguna facultad de la naturaleza humana debe ser tratada con la misma atención; porque sólo su colaboración puede asegurar su éxito.

Pero, ¿cómo la madre aprende a distinguir y a dirigir cada facultad, antes de aparecer en un estado de desenvolvimiento suficiente para dar una prueba de su propia existencia?

No verdaderamente de los libros, sino de la observación actual.

Pregunto a las madres que han observado a sus hijos, sin otro fin que el de vigilar su seguridad, si no ha observado, aun en la primera edad de la vida, el avance progresivo de sus facultades.

Los primeros ejercicios del niño, realizados con algún esfuerzo, ofrecen, sin embargo, placer suficiente para inducir una repetición gradualmente creciente en frecuencia y poder; y cuando sus primeros esfuerzos, aunque sean ciegos, se realizan una vez, la pequeña mano comienza a jugar su misión más perfecta. Desde el primer movimiento de esta mano, desde el momento en que coge por primera vez un juguete, ¡qué infinita serie de acciones habrán de seguir y de las cuales será ella el instrumento! No solamente empleándose en todas las cosas conexionadas con los hábitos de esfuerzo y confort en la vida, sino asombrando al mundo, quizá, con alguna obra maestra de arte, o recogiendo antes de que escapen las flotantes aspiraciones del genio para transmitirlas a la admiración de la posteridad.

Los primeros ejercicios de esta pequeña mano abren, entonces, un campo inmenso a una facultad que comienza ahora a manifestarse.

Además, la atención del niño está ahora visiblemente excitada y fijada por una gran variedad de impresiones externas: el ojo y el oído son atraídos siempre que un vivo color, o un sonido animado pueda sorprenderles y giran y se vuelven como si quisiera indagar la causa de aquella repentina impresión. Muy pronto los rasgos del niño y su redoblada atención, denunciarán el placer con que son afectados los sentidos por los colores brillantes de una flor o el sonido placentero de la música. Al parecer, se están formando ahora las primeras vías de aquella actividad mental que se empleará, en adelante, en innumerables observaciones y combinaciones de acontecimientos, o en la indagación de sus causas ocultas y que harán accesibles a todos las sensaciones penosas o placenteras que la vida en sus diversas formas pueda provocar.

Todas las madres recordarán las delicias de sus sentimientos ante las primeras manifestaciones de la conciencia y la racionalidad del niño; verdaderamente, el amor maternal no conoce otro goce superior al que brota de estas interesantes indicaciones. Naderías para los demás, para ella son de valor infinito. A ella le revelan un futuro fecundo; le informan de que un ser espiritual, más querido que la vida misma, está abriendo los ojos de la inteligencia y diciendo con su lenguaje silencioso, pero tierno y expresivo yo he nacido para la inmortalidad.

Pero, del goce último y superior, del triunfo del amor maternal, aún no hemos hablado. Es la mirada del niño a los ojos de la madre, esa mirada tan llena de amor, tan llena de expresión cordial, que habla tan elocuentemente de su elevación en la escala de los seres. Es ahora un sujeto adecuado para recibir el más alto don de la naturaleza humana. La voz de la conciencia hablará dentro de su pecho; la religión le auxiliará en sus pasos vacilantes y elevará sus ojos al Cielo. Con esta condición, el corazón de la madre se ensancha con deleite y solicitud; no ve en su progenie meramente ciudadanos de la tierra: Has nacido, exclama, para la inmortalidad y una inmortalidad de felicidad: tal es la promesa de tus facultades de origen divino; tal será la consumación del amor del Padre Celestial.

Éstas son entonces, las primeras huellas del desenvolvimiento de la naturaleza humana en el estado infantil. El filósofo puede tomarlas como hechos que constituyen un objeto de estudio; puede utilizarlas como la base de un sistema; pero están originariamente destinadas para la madre, son un aviso desde arriba que le sirve, a la vez, de bendición y de estímulo:

Por todas sus amarguras y todos sus cuidados,
Un espléndido premio de deleite.

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