Índice de El periquillo sarniento de J.J. Fernández de LizardiCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO III

IX

En el que Periquillo refiere el encuentro que tuvo con unos ladrones; quiénes fueron éstos, el regalo que le hicieron y las aventuras que le pasaron en su compañía

Nada de fabuloso tiene la historia que habéis oído, queridos hijos míos; todo es cierto, todo es natural, todo pasó por mí, y mucho de este todo, o acaso más, ha pasado, pasa y puede pasar a cuantos viven entregados como yo al libertinaje y quieran sostenerse y aparentar en el mundo a costa ajena, sin tener oficio ni ejercicio ni querer ser útiles con su trabajo al resto de sus hermanos.

Así, lleno de una profunda melancolía y de los remordimientos interiores que devoraban mi corazón trayéndome la memoria mil maldades, llegué un día al anochecer a una venta cerca de Río Frío, donde pedí por Dios que me dieran posada. Lo conseguí, que al fin Dios castiga, pero no destruye a sus hijos por más que éstos le sean ingratos.

Cené lo que me dieron y dormí en un pajar, y teniendo a mucha bonanza encontrar alguna cosa blanda dónde acostarme, pues las noches anteriores había dormido en la dura tierra.

A otro día madrugué, y el ventero, sabedor de mi ruta, me dijo que fuera con cuidado, porque había una cuadrilla de ladrones por aquel camino. Yo le agradecí su advertencia, pero no desistí de mi intento, seguro en que no teniendo qué me robaran, podía caminar tranquilamente delante de los ladrones, como nos dejó escrito Juvenal.

Empapado en mil funestos pensamientos iba yo con la cabeza cosida, con el pecho y mi palo en la mano, cuando cerca de mí oí el tropel de caballos; alcé la cara y vi cuatro hombres montados y bien armados, que rodeándose de mí y teniéndome por indio, me dijeron:

- ¿De dónde has salido hoy y de dónde vienes?

- Señores -les dije-, he salido de esta última venta y vengo de México para servir ustedes.

Entonces conocieron que no era indio, y uno de ellos, a quien yo tenía especies de haber visto algún día, fijándome la vista, se echó del caballo abajo, y abrazándome con mucha ternura, me decía:

- ¿Tú eres Periquillo hermano? ¿Tú eres Periquillo? Sí, no hay duda; las señas de tu cara son las mismas; a mí no se me despintan mis amigos. ¿No te acuerdas de mí? ¿No conoces a tu amigo el Aguilucho, a quien debiste tantos favores cuando estuvimos juntos en la cárcel?

Entonces yo lo acabé de conocer perfectamente, deseando aprovechar aquella coyuntura favorable que me proporcionaba la ocasión, lo apreté entre brazos con tal cariño que el pobre Aguilucho me decía a media voz:

- Ya está, Perico, hermano, ya está; por Dios, no me ahorques antes de tiempo.

- Ahora sí -decía yo lleno de consuelo y entusiasmo-, ahora sí que se acabaron mis trabajos, pues he tenido la dicha de encontrar a mi mejor amigo, a quien debí tantísimos favores y de quien espero me socorra en la amarga situación en que me hallo.

- ¿Pues qué ha sido de tu vida, hijo de mi alma? -me preguntó- ¿Qué suerte has corrido? ¿Qué malas aventuras has pasado que te veo tan otro y tan desfigurado de ropa?

- ¡Qué ha de ser -le contesté-, sino que soy el más desgraciado que ha nacido de madre! Después que me separé de mi amigo Juan Largo, que, sin agravio de lo presente, era tan hombre de bien y tan buen amigo como tú, he tenido mil aventuras favorables y adversas; aunque si vale decir verdad, más han sido las malas que las buenas.

- Pues eso es cuento largo -me dijo el mulatillo interrumpiéndome-, sube a las ancas de mi caballo, nos encaramaremos sobre aquella loma, y allí podremos platicar más despacio; porque en los caminos reales espanta caza.

Yo obedecí su imperioso precepto; subí y guiamos todos a un cerrito que no estaba lejos del camino. Luego que llegamos, nos apeamos, escondieron los caballos tras de su falda y nos sentamos entre un matorral, desde donde veíamos muy bien y sin poder ser vistos de cuantos pasaban en el camino real.

Ya en esta disposición sacó el Aguilucho de un talego de cotense un queso muy bueno, dos tortas de pan y una botella de aguardiente.

Desenvainó un cuchillo de la bota campañera, partió el pan y el queso, y comenzaron todos a darle vuelta.

Acabada la comida nos dio por su mano un traguito de aguardiente a cada uno, pero tan poquito que apenas me llegó al galillo.

- Pues has de saber -le dije- que cuando fui a dar a la cárcel, donde tuve el honor de conocerte, fue de resultas de una manotadilla de amigos. Que iba a dar a la casa de una viuda mi querido Juan Largo, en cuyo lance pudo haber sido preso de los soldados y serenos, pero tuvo la fortuna de escapar con tiempo en compañía de otro amigo suyo muy hábil y valiente que se llamaba Culás el Pípilo, muchacho bueno a las derechas, y que; según me decía Januario, había aprendido a robar con escritura ...

- Buena sea la vida de usted -me dijo riéndose un negrito alto, chato y de unos ojillos muy vivos y pequeños-, yo soy -continuó-, yo soy el tal Pípilo, aunque no muy guajolote, y me acuerdo de usted, y de la noche en que lo vi con el sereno cuando pasé corriendo, ¿Conque, en qué paró usted por fin, y cómo fue eso de que fuera a dar a la pita por nosotros?

Entonces les conté todas mis aventuras, que celebraron mucho, y me dijeron cómo Januario era capitán de cazadores de gentes, y andaba por otros rumbos no muy lejos de por allí; que ellos eran del arte, con otros tres compañeros que se habían extraviado algunos días antes, y los esperaban por horas con algunos buenos despojos; que el jefe de ellos era el señor Aguilucho; que aquel oficio era muy socorrido; que solía tener sus contingencias; pero que al fin se pasaba la vida y se temían unos ratos famosos, y por último, amigo -me decía el Pípilo- si usted quiere alistarse en nuestras banderas, experimentar esta vida y salir de trabajos, bien podrá hacerlo, supuesta la amistad que lleva con nuestro capitán, y su gentil disposición, que pues ha sido soldado, no le colgarán de nuevo las fatigas de la guerra, los asaltos, los avances, las retiradas, ni nada de esto, que nunca falta entre nosotros.

- Amigo -le dije-, yo le estimo su convite y el deseo que tiene de hacerme beneficio; pero se ha engañado en su concepto creyéndome útil para el caso, pues para eso de campana no es mi disposición gentil, sino hereje y judía, porque nada vale. Siempre he tenido miedo a que me aporreen, y he procurado evitar las ocasiones, y con todo esto no me ha valido. Una vez una vieja me estampó una chinela en la boca; otra, me puso al parto un payo a palos; otra, me molieron a trompones los presos de la cárcel en compañía del señor capitán Aguilucho, que no me dejará mentir; otra, me dieron una puñalada que por poco no la cuento; otra, me jorobaron a pedradas los indios de Tula; otra me quebró setenta ollas en la cabeza un indio macuache; otra, me desmecharon unas coscolinas; y por última, me aporreó un difunto en un velorio. Conque vean ustedes si soy desgraciado y con razón estoy acobardado.

- Vamos -dijo el Aguilucho-, ésas son delicadezas; los hombres no deben ser cobardes, mucho menos por niñerías. En esas pendencias que has tenido, Periquillo cobarde, ¿qué vara de mondongo te han sacado? ¿Con cuántas jícaras te han remendado el casco? ¿Qué costillas menos cuentas? ¿Ni qué pie ni mano echas de menos en tu cuerpo? Nada de esto te ha pasado; tú estás entero y verdadero sin lacra ni cicatriz notable.

- Hermano -le dije-, no sólo es conveniencia, sino que soy miedoso de mío, y naturalmente no me hace buen estómago que me aporreen. Es cierto que en las malas aventuras que he tenido no me han sacado las tripas, ni me han quitado un brazo, ni una piema, como dices; pero también es cierto que a excepción de la pendencia del indio, yo he llevado mis buenos porrazos sin buscarlos y sin provocar a nadie. Esto me ha hecho más cobarde; porque si sin meterme a valiente y antes excusando las ocasiones, he salido tan mal librado, ¿qué fuera si yo hubiera sido valentón, espadachín y perdonavidas? Seguramente ya me hubieran despachado a los infiernos, a buen componer, haciéndome primero picadillo. Conque así no, hermano, yo no valgo nada para cazador. Si acaso quieren les serviré de escribiente para su mayoría, de marmitón o ranchero, de mayordomo, de guardarropa, de tesorero, de caballerizo, de médico y cirujano, que algo entiendo, de asesor, de barbero o cosa semejante; pero para esto de saUr a campaña batirme con los caminantes, ni por pienso.

- Mira cuánto has hablado, hermano -me dijo el Aguilón-, no en balde te llaman Periquillo. Pero dime, hombre, ¿cómo siendo tan cobarde, fuiste soldado? Porque ese ejercicio está tan reñido con el miedo como la luz con las tinieblas.

- Eso no te haga fuerza -le contesté-; lo primero, que yo fui soldado de mantequilla, pues no pasé de un asistente flojo y regalón, sin saber no ya lo que es una campaña, pero ni siquiera las fatigas del servicio. Lo segundo, que no todos los soldados son valientes. ¿Cuántos van a fuerza a la campaña, que no irían si los generales al aproximarse al enemigo publicaran, como Gedeón, un bando para que el que se sintiera débil de espíritu se fuera a su casa? Yo aseguro que no pasarían de trescientos valientes en el ejército más lucido y numeroso, si no la llevaban muy cocida, o les instigaba la codicia del saco.

- ¡Caramba, Periquillo, y lo que sabes! -me dijo con ironía el Aguilucho- Pero con todo tu saber estás en cueros; más sabemos nosotros que tú. En fin, que traigan los caballos, irás a ver nuestra casa, y si te acomodare te quedarás en nuestra compañía; pero no pienses que comerás de balde, pues has de trabajar en lo que puedas.

En esto fueron a traer los caballos, les apretaron las cinchas, y yo monté en las ancas del de el Aguilucho, que era famoso, y nos fuimos.

En el camino iba yo lisonjeándome interiormente de la habilidad que había tenido para engañar a los ladrones, exagerándoles mi cobardía, que no era tanta como les había pintado; pero tampoco tenía ganas de salir a robar a los caminos exponiendo mi persona.

- Si el modo con que éstos roban -decía yo a mi cotón- no fuera tan peligroso, con mil diablos me echara yo a robar, pues ya no me falta más que ser ladrón; pero esto de ponerme a que me cojan o me den un balazo, eso sí está endemoniado. ¡Dichosos aquellos ladrones que roban pacíficamente en sus casas sin el menor riesgo de sus personas! ¡Quién fuera uno de ellos!

En estas majaderías entretenía mi pensamiento, mientras que trepando cerros, bajando cuestas y haciendo mil rodeos, fuimos a dar a la entrada de una barranca muy profunda.

A poco de haber entrado en ella avistamos unas casas de madera, adonde llegamos y nos apeamos muy contentos; pero más alegres que nosotros salieron a recibirnos otros tres cazadores, que eran los que el Aguilucho me dijo que se habían extraviado pocos días antes de aquél.

Luego que vieron al Aguilón, le dieron muchos abrazos, y éste se los correspondió con gravedad. Entramos a la cueva y le manifestaron dos cajones de dinero, un baúl de ropa fina y un envoltorio de ropa también, pero más ordinaria, junto con una buena mula de carga y dos caballos excelentes.

- Esto es -decía uno de ellos- todo el fruto del negocio que hemos hecho en siete de las que faltamos de tu lado.

- No esperaba yo menos de la viveza de ustedes -dijo el Aguilucho- ; vamos a ver, repartámonos como hermanos.

Diciendo esto, comenzó a repartir la ropa entre todos, y el dinero se echó al granel en unos baúles que allí había, añadiendo el señor capitán:

- Ya saben ustedes que en el dinero no cabe repartición; y así cada uno tomará lo que guste, con mi aviso, para lo que necesite.

A este pobre mozo -dijo señalándome- es menester que cada uno lo socorra, pues es mi amigo viejo; viene atenido a nosotros, y aunque es miedosillo, ahí se le quitará con el tiempo; tiene lo más, que es no ser tonto da esperanzas.

Apenas oyeron la recomendación aquellos buenos prójimos, cuando todos a porfía me agasajaron. Uno me dio dos camisas de estopilla muy buenas; otro, una cotona de paño de primera, azul, guarnecida con cordón y flecos de oro; otro, unos calzones de terciopelo negro con botones de plata nuevos, y sin más defecto que tener el aforo ensangrentado; otro me habilitó de medias, calzoncillos y ceñidor; otro me regaló botas, zapatos y ataderos; otro me dio un sombrero tendido, de color de chocolate, de muy rico castor, con galoncito de oro al borde y una famosa toquilla, y el último me dio una buena manga de paño de grana, con su dragona de terciopelo negro, guarnecida con galón y flecos de plata.

Después que todos me habilitaron con lo que quisieron, el Aguilucho me regaló su mismo caballo, que era un tordillo quemado del mejor mérito, y me lo dio sin quitarle la silla, armas de pelo, freno ni cosa alguna. A esta galantería añadió la de regalarme sus buenas espuelas y tantos cuantos pesos pude sacar en seis puñados, y me mandaron vestir a toda prisa.

Concluida esta diligencia, hicieron una seña con un pito, y salieron cuatro muchachonas no feas y bien vestidas, las que nos saludaron muy afables, y luego nos sirvieron una buena mesa, y tal que yo no la esperaba semejante en aquellas barrancas tan ocultas y retiradas del comercio de los hombres.

Yo jamás había limpiado una escopeta; pero las mujeres me enseñaron y se pusieron a ayudarme; y para hacer el trabajo llevadero, me preguntaron mi vida y milagros, y yo las entretuve contándoles mil mentiras, que creyeron como los artículos de la fe; y en pago de mi cuenta, me refirieron todas sus aventuras, que se reducían a decir que se habían extraviado y habían venido a dar con aquellos hombres desalmados; una, porque su madre la regañaba; otra, porque su marido era celoso; aquélla, porque el Pípilo la engañó, y la última, porque la tentó el diablo.

Así pretendía cada una disimular su lubricidad y hacerse tragar por una bendita; pero ya era yo perro viejo para que me la dieran a comer; conocía bien al común de las mujeres, y sabía que las más que se pierden es porque no se acomodan con la sujeción de los padres, maridos, amos o protectores.

Sin embargo, yo me hice tonto y alegre, y supe de este modo todos los arcanos de mis invictos compañeros; me dijeron cómo eran ladrones y daban asaltos de interés, que todos eran muy valientes, que rara vez salían sin volver habilitados, y que ya estaban ricos.

En prueba de esto me enseñaron un cuarto lleno de ropa, alhajas, baúles con dinero, armas de todas clases, sillas, frenos, espuelas y otras mil cosas, por las que eché de ver que en realidad eran ladrones por mayor.

En esto estábamos, cuando ya al anochecer llegaron los valientes a casa; se apearon, y después de jugar y chacotear tres o cuatro horas, cenamos todos juntos muy contentos, y después nos fuimos a acostar, dándome para el efecto suficiente ropa y una piel curtida de cíbolo.

Yo advertí que se quedaban cuatro de guardia a la entrada de la barranca para hacer su cuarto de centinela como los soldados, y así me acosté y dormí con la mayor tranquilidad, como si estuviera en compañía de unos varones apostólicos; pero como a las tres de la mañana me la interrumpieron los gritos desaforados que dieron todos, unos pidiendo su carabina, otros su caballo y todos cacao (Pedir cacao era una frase utilizada para señalar rendición, esto es, declararse vencido), como vulgarmente dicen.

El azoramiento de todos ellos, los gritos y llantos de las mujeres, el ruido de varios tiros que se oían a la entrada de la barranca y el alboroto general me tenían lelo. No hice más que sentarme en la cama y estarme hecho un tronco, esperando el fin de aquella terrible aventura, cuando entró una mujer, se llegó a mi rincón, y tropezando conmigo me conoció, y enfadada de mi flema, me dio un pescozón tan bien dado que me hizo poner en pie muy de prisa.

- Salga usted, collón -me decía-, mandria, amujerado, maricón; ya la justicia nos ha caído y están todos defendiéndose, y el muy sinvergüenza se está echándose como un cochino. Ande usted para fuera, socarrón, y coja ese sable que está tras de la puerta, o si no yo le exprimiré esta pistola en la barriga.

Esta fiesta era a oscuras, pero de que yo oí decir exprimir pistolas, salí como un rayo, porque no me acomodaban esas chanzas.

Como mi salida fue en camisa y con el sable que me dio la mujer, me desconocieron los compañeros, y juzgándome alguacil en pena; me dieron una zafococa de cintarazos que por poco me matan, y lo hubieran hecho muy fácilmente, según las ganas que tenían, pues uno gritaba: dale de filo, asegúralo, asegúralo; pero a ese tiempo quiso Dios que saliera la mujer con un ocote ardiendo, a cuya luz me conocieron, y compadecidos de la fechoría que habían hecho, me llevaron a mi cama y me acostaron.

A poco rato se sosegó el alboroto, y a éste siguió un profundo silencio en los hombres y un incansable llanto en las mujeres. Tú me dijiste que entendías de médico; mira a ese compañero herido y dime los medicamentos que han de traer de Puebla, que los traerán sin falta, porque todos los venteros son amigos y compadres, y nos harán el favor.

Quedéme aturdido con el encargo; porque entendía de cirugía tanto como de medicina, y no sabía qué hacer, y así decía entre mí: si digo que no soy cirujano sino médico, es mala disculpa, pues les dije que entendía de todo; si empeoro al enfermo y lo despacho al purgatorio, temo que me vaya peor que en Tula, porque estos malditos son capaces de matarme y quedarse muy frescos. ¡Virgen Santísima! ¿Qué haré? Alúmbrame ... Ánimas benditas, ayudadme ... Santo mío, San Juan Nepomuceno, pon tiento en mi lengua ...

Todas estas deprecaciones hacía yo interiormente sin acabar de responder, fingiendo que estaba inspeccionando la herida, hasta que el Aguilucho enfadado con mi pachorra me dijo:

- ¿Por fin, a qué horas despacha? ¿Qué se trae?

No pude disimular más, y así le dije:

- Mira, no se puede ensamblar la pierna, porque el hueso está hecho astillas (y era verdad). Es menester cortarla por la fractura de la tibia, pero para esto se necesitan instrumentos y yo no los tengo.

- ¿Y qué instrumentos se han menester? -preguntó el Aguilucho.

- Una navaja curva -le respondí- y una sierra inglesa para aserrar el hueso y quitarle los picos.

- Está bien -dijo el Aguilucho, y se fueron.

A la noche vinieron con un tranchete de zapatero y una sierra de gallo. Sin perder tiempo nos pusimos a la operación. ¡Válgame Dios! ¡Cuánto hice padecer a aquel pobre! No quisiera acordarme de semejante sacrificio. Yo le corté la pierna como quien tasajea un trozo de pulpa de carnero. El infeliz gritaba y lloraba amargamente; pero no le valió, porque todos lo tenían afianzado. Pasé después a aserrarle los picos del hueso, como yo decía, y en esta operación se desmayó, así por los insufribles dolores que sentía, como por la mucha sangre que había perdido, y no hallaba yo modo de tenérsela hasta que con una hebra de pita le amarré las venas y aprovechando su desmayo le cautericé las carne con una plancha ardiendo. Entonces volvió en sí y gritaba más recio; pero algo le contuvo la hemorragia.

Finalmente, a nú no me valió el aceite de palo, el azúcar y romero en polvo, estiércol de caballo, ni cuantos remedios de éstos le aplicaba; cada rato se le soltaban las vendas y le salía la sangre en arroyos. Esto, junto con lo mal curado de lo restante, hizo que el debilísimo paciente se gangrenara pronto, y tronara como tronó dentro de dos días.

Todos se incomodaron conmigo atribuyendo aquella muerte a mi impericia, y con sobrada razón; pero yo tuve tal labia para disculparme con la falta de auxilios a la mano, que al fin creyeron, enterraron al muerto y quedamos amigos. ¡Cuántas averías hacen los hombres más o menos funestas por meterse a lo que no entienden!

En estos cálculos pasé la noche, y a otro día muy de madrugada me levantaron y me hicieron vestir. Yo lo hice luego. Después ensillaron mi caballo y me pusieron dos pistolas en la cintura, una cartuchera y un sable; me acomodaron una mojarra en la bota, y me pusieron una carabina en la mano.

- ¿Para qué son tantas armas? -preguntaba yo espantado.

- ¿Para qué han de ser, bestia? -decía el Aguilón-, para que ofendas y te defiendas.

- Pues nada haré seguramente -decía yo-, porque para ofender no tengo valor y para defenderme me falta habilidad. Yo, en los casos apurados, me atengo a mis talones, porque corro más que una liebre, así para mí todo es excusado.

Enfadose el Aguilucho con mi cobardía, y sacando el sable, me dijo muy enojado:

- Vive Dios, bribón, cobarde, que si no montas a caballo y no nos acompañas, aquí te llevan los demonios.

Yo, al verlo tan enojado, hice de tripas corazón, fingiendo que mi miedo era chanza, y que era capaz de salir al encuentro del demonio si viniera en traje de caminante con dinero; se dieron por satisfechos, seguimos nuestro camino con designio de salirles a los viandantes, robarlos y matarlos; pero no sucedió según lo pensaron.

Índice de El periquillo sarniento de J.J. Fernández de LizardiCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha