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LIBRO III

X

En el que nuestro autor cuenta las aventuras que le acaecieron en compañía de los ladrones; el triste espectáculo que se le presentó en el cadáver de un ajusticiado, y el principio de su conversión

Aunque muchas veces permite Dios que el malvado ejecute sus malas intenciones, o para acriolar al justo, o para castigar al perverso, no siempre permite que se verifiquen sus designios. Su providencia, que vela sobre la conservación de sus criaturas, mil veces embaraza o destruye los inicuos proyectos para que las uñas no sean pasto de la ferocidad de las otras.

Así sucedió al Aguilucho y sus compañeros la mañana que salimos a sorprender a los viandantes.

Serían las seis cuando desde la cumbre de una loma los vimos venir por el camino real. Venían los tres por delante con sus escopetas en las manos; luego enseguida venían cuatro mulas cargadas con baúles, catres y almofreces, que se conocía lo que era de lejos, a pesar de venir cubiertas las cargas con unas mangas azules, y por fin venían de retaguardia los tres mozos.

Luego que el Aguilucho los vio, se prometió la venganza y un buen despojo, y así nos hizo ocultar tras un repecho que hacía la loma en su falda, y nos dijo:

- Ahora es tiempo, compañeros, de manifestar nuestro valor y aprovechar un buen lance, porque sin duda son mercaderes que van a emplear a Veracruz y toda su carga se compondrá de reales y ropa fina.

Lo que importa es no cortarse, sino acometerles con denuedo, asegurados en que la ventaja está por nosotros, pues somos cinco y ellos son sólo tres, que los mozos, gente alquilada y cobarde, no deben darnos cuidado. Tomarán correr a los primeros tiros; y así, tú, Perico, yo y el Pípilo les saldremos de frente en cuanto lleguen a buena distancia, quiero decir, a tiro de escopeta, y el Zurdo y el Chato les tomarán la retaguardia para llamarles la atención por detrás. Si se rinden de bueno a bueno, no hay más que hacer que quitarles las armas, amarrarlos y traerlos a este cerro, de donde los dejaremos ir a la noche; pero si se resisten y nos hacen fuego, no hay que dar cuartel; todos mueran.

En esto llegaron los caminantes a la distancia prefijada por el Aguilucho. Se desprendieron de nuestra compañía el Chato y el Zurdo y les tomaron la retaguardia al mismo tiempo que el Pípilo, yo y el Aguilucho les salimos al frente con las escopetas prevenidas, gritándoles:

- Párense todos, si no quieren morir a nuestros manos.

A nuestras voces saltaron de sobre las cargas cuatro hombres armados, que ocuparon en el momento los caballos vacíos y se dirigieron contra el Zurdo y el Chato, los cuales, recibiéndolos con las bocas de sus carabinas, mataron a uno y ellos huyeron como liebres.

Los tres viandantes se echaron sobre nosotros, matándonos al Pípilo en el primer tiro. Yo disparé mi escopeta con mala intención, pero sólo se logró el tiro en un caballo, que tiré al suelo.

Cuando el Aguilucho se vio solo, porque no contaba conmigo para nada me dijo:

- Ya éste no es partido; un compañero ha muerto, dos han huido, los contrarios son nueve, huyamos.

Al decir esto, quiso volver la grupa de su caballo; pero no pudo, porque a éste se le armó, de modo que, a pesar de que cargamos y disparábamos aprisa, no haciendo daño y lloviendo sobre nosotros los balazos, temíamos nos cogieran con arma blanca, porque se iban acercando a nosotros los tres viandantes a todo trapo, sin tener miedo a nuestras escopetas.

Entonces el Aguilucho se echó a tierra, matando a su caballo de un culatazo que le dio en la cabeza, y al subir a las ancas del mío, le dispararon una bala tan bien dirigida, que le pasó las sienes y cayó muerto.

Casi por mi cuerpo pasó la bala, pues me llevó un pedazo de la cotona. La sangre del infeliz Aguilucho salpicó mi ropa. Yo no tuve más lugar que decirle:

- Jesús te valga -y viéndome solo y con tantos enemigos encima, arrimé las espuelas a mi caballo y eché a huir por aquel camino más ligero que una flecha. La fortuna fue que el caballo era excelente y corría tanto como yo quería. Ello es que al cuarto de hora ya no veía ni el polvo de mis perseguidores.

Extravíe veredas, y aunque pensé ir a dar el triste parte de lo acaecido a las madamas de la casa, no me determiné, ya porque no sabía el camino, y ya porque, aunque lo hubiera sabido, temía mucho volver a aquellas desgraciadas guaridas.

Cansado, lleno de miedo y con el caballo fatigado, me hallé como a las doce del día en un solo y agradable bosquecillo.

Allí desocupé la silla; aflojé las cinchas al caballo, le quite el freno, le di agua en un arroyo, lo puse a placer en la verde grama; me senté bajo un árbol muy fresco y sombrío, y me entregué a las más serias consideraciones.

No hay duda -decía yo-, la holgazanería, el libertinaje y el vicio no pueden ser los medios seguros para lograr nuestra felicidad verdadera. La verdadera felicidad en esta vida no consiste ni puede consistir en otra cosa que en la tranquilidad de espíritu en cualquier fortuna; y ésta no la puede conseguir el criminal, por más que pase alegre aquellos ratos en que satisface sus pasiones, pero a esta efímera alegría sucede una languidez intolerable, un fastidio de muchas horas y unos remordimientos continuos, pagando en éstos tan largos y gravosos tributos aquel placer mezquino que quizá compró a costa de mil crímenes, sustos y comprometidos.

Hoy pudo haber sido el último de mis días. A mi lado cayó el Pípilo, a otro el Aguilucho, y las balas, unas tras otras, cruzaban crujiendo el aire junto a mis orejas, y balas que ciertamente se dirigían a mi persona, y balas que me pasaban la muerte por los ojos.

Treinta y tantos años cuento de vida, y de una vida pecaminosa y relajada. Sin embargo, aún no es tarde, aún tengo tiempo para convertirme de veras y mudar de conducta. Si me entristece lo largo de mi vida relajada, consuéleme saber que el Gran Padre de familias es muy liberal y bondadoso, y tanto paga al que entra a la mañana a su viña como al que empieza a trabajar en ella por la tarde. Esto es hecho, enmendémos.

Diciendo esto, lleno de temor y compunción, aderecé el caballo, subí en él, y me dirigí al pueblo o venta de San Martín.

Llegué cerca de las siete de la noche, pedí de cenar y mandé que desensillaran y cuidaran de mi caballo a título, pues no llevaba un real.

Después que cené, salí a tomar fresco al portalillo de la venta, donde estaba otro pasajero en la misma diligencia.

Nos saludamos cortésmente y enredamos la conversación hasta hacerse familiar, siendo el asunto principal el suceso acaecido aquel día con los ladrones. Me dijo cómo había salido de Puebla y caminaba para Calpulalpan, teniendo que hacer una corta demora en Apam.

Yo le dije que iba para este último pueblo, de donde tenía que pasar a México, y así podríamos ir acompañados, porque yo tenía mucho recelo de los ladrones.

- Se debe tener -me contestó el pasajero-, pero con los sustos que ha llevado de la semana pasada a esta parte, es regular que no se rehagan tan presto las gavillas. En pocos días les han pillado seis, han colgado uno y han quedado tendidos en el campo cuatro. Con que ya ve usted que son de menos en cuenta once, y a este paso los días son un soplo.

Como yo no había visto coger a nadie, sabía que los muertos eran dos, y me constaba que apenas éramos cinco, le dije con un aire de duda:

- Dable puede ser eso, pero temo que hayan engañado a usted, porque son muchos los ladrones agotados.

- No, no me han engañado -dijo él-; lo sé bien, sobre que soy teniente de la Acordada, tengo las filiaciones de todos, sé sus nombres, los parajes por donde roban, las averías que han hecho, y los que han caído hasta hoy; vea usted si lo sabré o no.

- Vea usted -le decía muy formal-, no me han salido esos ladrones, pero anoche se me huyó el mozo con la mula del almofrés y me dejó sin un real, pues se llevó los únicos doscientos pesos que yo llevaba en mi baúl ...

- ¡Qué picardía! -decía el teniente muy compadecido- Ya ese pícaro estará con ellos. ¿Cómo se llama? ¿Qué señas tiene?

Yo le dije lo que se me puso, y ello escribió con mucha eficacia en un librito de memoria; y así que concluyó nos entramos a acostar.

Me convidó a su cuarto; yo admití y me fui a dormir con él. Luego que vio mis pistolas se enamoró de ellas y trató de comprármelas. Con el credo en la boca se las vendí en veinticinco pesos, temiendo no se apareciera su dueño por allí. Ello es que se las dejé y me habilité de dinero sin pensar.

Nos acostamos, y a otro día muy temprano nos pusimos en camino, en el que no ocurrió cosa particular. Llegamos a Apam, donde fingí salir a buscar a un amigo, y al día siguiente nos separamos y yo continué mi viaje para México.

Aquella noche dormí en Teotihuacán, donde me informé de cómo en la semana anterior habían derrotado a los ladrones, cogiendo al cabecilla, a quien habían colgado a la salida del pueblo.

Con estas noticias, lleno de miedo, procuré dormir, y a otro día a las seis de la mañana ensillé, y encomendándome a Dios de corazón, seguí mi marcha.

Como una legua o poco más había andado cuando vi afianzado contra un árbol y sostenido por una estaca el cadáver de un ajusticiado, con su saco blanco y montera adornada con una cruz de paño rojo que le quedaba en la parte delantera de la cabeza sobre la frente, y las manos amarradas.

Acerquéme a verlo despacio; pero ¿cómo me quedaría cuando advertí y conocí en aquel deforme cadáver a mi antiguo e infeliz amigo Januario? Los cabellos se me erizaron; la sangre se me enfrió; el corazón me palpitaba reciamente, la lengua se me anudó en la garganta; mi frente se cubrió de un sudor mortal, y perdida la elasticidad de mis nervios, iba a caer del caballo abajo en fuerza de la congoja de mi espíritu.

Pero quiso Dios ayudar mi ánimo desfallecido, y haciendo yo mismo un impulso extraordinario de valor, me procuré recobrar poco a poco de la turbación que me oprimía.

En aquel momento me acordé de sus extravíos, de sus depravados consejos, ejemplos y máximas infernales; sentí mucho su desgracia; lloré por él, al fin lo traté de amigo y nos criamos juntos; pero también le di a Dios muy cordiales gracias porque me había separado de su amistad, pues con ella y con mi mala disposición fijamente hubiera sido ladrón como él, y tal vez a aquella hora me sostendría el árbol de enfrente.

Confirmé más y más mis propósitos de mudar de vida, procurando aprovechar desde aquel punto las lecciones del mundo y sacar fruto de las maldades y adversidades de los hombres; y empapado en estas rectas consideraciones, saqué mi mojarra, y en la corteza del árbol donde estaba Januario grabé el siguiente:

SONETO

¿Conque al fin se castigan los delitos,
y el crimen siempre su cabeza erguida
no llevará? Januario, aunque sin vida,
desde ese tronco lo publica a gritos.
¡Oh, amigo malogrado! Estos distritos
salteador te sufrieron y homicida;
pero una muerte infame y merecida
cortó el hilo de excesos tan malditos.
Tú me inculcaste máximas falaces
que mil veces seguí con desacierto;
mas hoy suspenso del dogal deshacer
las ilusiones. Tu cadáver yerto
predica desengaño, y las veraces
lecciones tomo que me das ya muerto.

Concluido mi Soneto, me fui por mi camino encomendándolo a Dios muy de veras.

Fuime a misa bien temprano, volví a desayunarme, y no salí en todo el día, ocupándome en hacer las más serias reflexiones sobre mi vida pasada, y en afirmar los propósitos que había hecho de enmendar la venidera.

Una de las cosas por donde conocí que aquel propósito era firme y no como los anteriores, fue que, pudiendo sacar algún dinero del caballo, manga, sombrero, sable y espuelas, pues todo era bueno y de valor, no me determiné, no sólo temeroso de que me conocieran alguna pieza, como me conocieron en otro tiempo la capa del doctor Purgante, sino escrupulizando justamente, porque aquéllo no era mío, y por tanto no podía ni debía enajenarlo.

Propuse, pues, conservar aquellos muebles hasta entregárselos al confesor, con intención de pagar las pistolas que vendí, siempre que Dios me diera con qué, y supiera de su dueño.

Con esta determinación me salí cerca del anochecer a dar una vuelta por las calles sin destino fijo. Pasé por el templo de La Profesa que estaba abierto; me entré a él con ánimo de rezar una estación y salirme.

Estaban puntualmente leyendo los puntos de meditación; me encomendé a Dios aquel rato lo mejor que pude, y oí el sermón que predicó un sacerdote harto sabio.

- La mayor desgracia -decía lleno de un santo celo-, la mayor desgracia que puede acaecer al hombre de esta vida es la impenitencia final. En tan infeliz estado los cielos o los infiernos abiertos serían para el impenitente objetos de la más fría indiferencia. Su empedernido corazón no sería susceptible del amor a Dios, ni el temor de la eternidad, y cierto en que hay premios y castigo perdurables, ni aspiraría a los unos, ni procuraría libertarse de los otros.

Hoy, pues, en este mismo instante debemos a abrir el corazón si toca ella gracia del Señor; hoy debemos responder a su voz si nos llama, sin esperar a mañana, porque no sabemos si mañana viviremos, y porque no sea que cuando queramos implorar la misericordia de Dios, su Majestad nos desconozca como a las vírgenes necias, y siendo inútiles nuestras diligencias se cumpla en nosotros aquel terrible anatema con que el mismo Señor amenaza a los obstinados pecadores. Os llamé, les dice, y no me oísteis; toque vuestro corazón y no me lo franqueasteis: yo también a la hora de vuestra muerte me reiré y me burlaré de vuestros ruegos.

Por semejante estilo fue el sermón que oí y que me llenó de tal pavor que luego que el padre bajó del púlpito me entré tras él y le supliqué me oyera dos palabras de penitencia.

El buen sacerdote condescendió a mi súplica con la mayor dulzura y caridad; y luego que se informó de mi vida en compendio, y se satisfizo de que era verdadero mi propósito, me emplazó para el día siguiente a las cinco y media de la mañana, hora en que acababa de decir la misa de prima, previniéndome que lo esperara en aquel mismo lugar, que era un rincón oscuro de la sacristía. Quedamos en eso, y me fui al mesón, más consolado.

Al día siguiente me levanté temprano; oí su misa y le esperé donde me dijo.

No me quiso confesar entonces, porque me dijo que era necesario que hiciera una confesión general; que tenía una bella ocasión que aprovechar si quería, pues en esa tarde se comenzaba la tanda de ejercicios, los que él había de dar, y tenía proporción de que yo entrara si quería.

- Yo como que quiero, padre -le dije-, si a esto aspiro, a hacer una buena confesión.

- Pues bien -me contestó-, disponga usted sus cosas y a la tarde venga; dígale su nombre al padre portero y no se meta en más. Dicho esto, se levantó, y yo me retiré más contento que la noche anterior, aunque no dejó de admirarme lo que me dijo el confesor de que dijera mi nombre en la portería, pues él no me lo había preguntado. No obstante, no me metí en averiguaciones.

Llegué al mesón, comí a la hora regular, pagué lo que debía, encargué mi caballo, dejando para su comida, y a las tres me fui para la Casa Profesa.

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