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LIBRO III

VIII

En el que nuestro Perico cuenta cómo quiso ahorcarse; el motivo por qué no lo hizo; la ingratitud que experimentó con un amigo; el espanto que sufrió en un velorio; su salida de esta capital y otras cosillas

Es verdad que muchas veces prueba Dios a los suyos en el crisol de la tribulación; pero más veces los impíos la padecen porque quieren.

¿Qué de ocasiones se quejan los hombres de los trabajos que padecen, y dicen que los persigue la desgracia, sin advertir que ellos se la merecen y acarrean por su descabellada conducta? Así decía yo la noche que me vi en el triste estado que os he dicho, y desesperado y aburrido de existir, traté de ahorcarme. Para efectuarlo vendí mi reloj en una tienda en lo primero que me dieron; me eché a pechos un cuartillo de aguardiente para tener valor y perder el juicio, o lo que era lo mismo para no sentir cuándo me llevaba el diablo. Tal es el valor que infunde el aguardiente.

Ya con la porción del licor que os he dicho tenía en el estómago, compré una reata de a medio real, la doblé y guardé debajo del brazo, y marché con ella y con mi maldito designio para el paseo que llaman de la Orilla.

Llegué allí medio borracho como a las diez de la noche. La oscuridad, lo solo del paraje, los robustos árboles que abundan en él, la desesperación que tenía, y los vapores del valiente licor me convidaban a ejecutar mis inicuas intenciones.

Por fin me determiné, hice la lazada, previne una piedra que me amarré con mil trabajos a la cintura para que me hiciera peso, me encaramé en un escaño de madera que había junto a un árbol, para columpiarme con más facilidad, y hechas estas importantes diligencias, traté de asegurar el lazo en el árbol; pero esto debía ejecutarse enlazando el árbol con la misma reata para afianzar el extremo que me debía suspender.

Con el mayor fervor comencé a tirar la reata a la rama más robusta para verificar la lazada, pero no fue dable conseguirlo, porque el aguardiente perturbaba mi cabeza más y más y quitaba a mis pies la fijeza y el tino a mis manos; yo no pude hacer lo que quería. Cada rato caía en el suelo armado de mi reata y desesperación, prorrumpiendo en mil blasfemias y llamando a todo el infierno entero para que me ayudara a mi tan interesante negocio.

En estas y las otras se pasarían dos horas, cuando ya muy fatigado con mi piedra, trabajo y porrazos que llevaba, y advirtiendo que aun tenerme en pie me costaba suma dificultad, temeroso de que amaneciera y alguno me hallara ocupado en tan criminal empeño, hube de desistir más de fuerza que de gana, y quitándome la piedra, echando la reata a la acequia y buscando un lugar acomodado, volví cuanto tenía en el estómago, me acosté a dormir en la tierra pelada, y dormí con tanta satisfacción como pudiera en la cama más mullida.

El sueño de la embriaguez es pesadísimo, y tanto, que yo no hubiera sentido ni carretas que hubieran pasado sobre mí, así como no sentí a los que me hicieron el favor de desnudarme de mis trapos, sin embargo de que las cuscas malditas los habían dejado incodiciables.

Cuando se disiparon los espíritus del vino que ocupaban mi cerebro, desperté y me hallé como a las siete del día en camisa, que me dejaron de lástima.

Consideradme en tal pelaje, a tal hora y en tal lugar. Todos los indios que pasaban por allí me veían y se reían; pero su risa inocente era para mí un terrible vejamen, que me llenaba de rabia, y tanta, que me arrepentía una y muchas veces de no haberme podido ahorcar.

En tan aciago lance se llegó a mí una pobre india vieja, que condolida de mi desgracia me preguntó la causa. Yo, le dije que en la noche antecedente me habían robado; y la infeliz, llena de compasión, me llevó a su triste jacal, me dio atole y tortillas calientes con un pedazo de panocha, y me vistió con los desechos de sus hijos, que eran unos calzones de cuero sin forro, un cotón de manta rayada y muy viejo, sombrero de metate y unos guaraches.

Últimamente, yo enternecí con la expresión que acababa de merecer a mi pobre india vieja, le di muchas gracias, le abracé tiernamente, le besé su arrugada cara y me marché para la calle.

Mi dirección era para la ciudad; pero al ver mi pelaje tan endiablado y al considerar que el día anterior me había paseado en coche y vestido a lo caballero, me detenía una porción de tiempo en andar, pues a cada paso que daba me parecía que movía una torre de plomo.

Como dos horas me anduve por la plazuela de San Pablo y todos aquellos andurriales, sin acabar de determinarme a entrar en la ciudad.

En una de estas suspensiones me paré en un zaguán por la calle que llaman de Manito, y allí me estuve, como de centinela, hasta la una del día, hora en que ya el hambre me apuraba y no sabía dónde satisfacía; cuando en esto que entró en aquella casa uno de mis mayores amigos, y a quien puntualmente el día anterior había convidado yo a almorzar con su mujer y sotacuñados.

Luego que él me vio, hizo alto; me miró con atención, y satisfecho de que yo era, quería hacerse el disimulado y meterse en su casa sin hablarme; pero yo, que pensaba hallar en él algún consuelo, no lo consentí, sino que atropellando con la vergüenza que me infundía mi indiado traje, lo tomé de un brazo y le dije:

- Yo soy, Anselmo, no me desconozcas; yo soy Pedro Sarmiento, tu amigo, y el mismo que te ha servido según sus proporciones. Este traje es el que me ha destinado mi desgracia. No vuelvas la cara ni finjas no conocerme; ya te dije quién soy; ayer paseamos juntos y me juraste que serías mi amigo eternamente, que te lisonjeabas de mi amistad y que deseabas ocasiones en que corresponderme las finezas que me debías.

- ¿Qué piensas, pícaro -me dijo el cruel amigo-; qué piensas que soy algún bruto como tú, que me has de engañar con cuatro mentiras? Don Pedro Sarmiento, a quien te pareces un poco, es mi amigo, en efecto; pero es un hombre fino, un hombre de bien y un hombre de proporciones; no un pillastrón, vagante y encuerado. Vaya con Dios.

Sin esperar respuesta, se entró al patio de su casa, dándome con la puerta en la cara.

Es menester no decir cómo quedaría yo con tal desprecio, sino dejarlo a la consideración del lector, porque suceden algunas fatalidades en el mundo de tal tamaño, que ninguna ponderación basta para explicarlas con la energía que merecen, y sólo el silencio es su mejor intérprete.

Así estuve batallando con mi imaginación hasta las oraciones de la noche, a cuya hora bajó Anselmo, con un sable desnudo y me dijo:

- Parece que se ha hecho usted piedra en mi casa; sálgase usted, que voy a cerrar la puerta.

- Cuando le hablé a usted la primera ocasión -le dije-, fue creyendo que me conocía y era mi amigo, y valido de este sagrado título me atreví a implorar su favor, ahora no le pido nada, sólo le digo que no soy un pícaro como me dijo, ni me valgo del nombre de don Pedro Sarmiento, sino que soy el mismo, y en prueba de ello acuérdese que ayer fue usted conmigo y su querida Manuelita, con los dos hermanos de ésta y una criada, a la almuercería de la Orilla, donde yo costeé el almuerzo, que fueron envueltos, guisado de gallina, adobo y pulque de tuna y de piña. Acuérdese usted que costó el almuerzo ocho pesos, y que los pagué en oro. Acuérdese que cuando me lavé las manos me quité un brillante, y aficionada de él su dama, lo alabó mucho, se lo puso en el dedo, y yo se lo regalé, por cuya generosidad me dio usted muchas gracias, ponderando mi liberalidad.

- Todo cuanto usted ha charlado -dijo Anselmo- prueba que usted es un perillán de primera clase, y que para venir a pegarme un petardo me ha andado a los alcances y ha procurado indagar mi vida privada, valiéndose tal vez de la intriga con mi amigo Sarmiento para saber de él mis secretos; pero ha errado usted el camino de medio a medio. Ahora menos que nunca debe esperar de mí un maravedí; antes yo me recelaré de usted como de un pícaro refinado ...

- Mátame con ese sable -le dije interrumpiéndole-, mátame, antes de que me lastime tu lengua con tales baldones, y baldones proferidos por un amigo. ¿Éste es Anselmo, tu cariño? ¿Éstas tus correspondencias? ¿Éstas tus palabras? ¿Qué me dejas para un soez de la plebe, cuando tú que te precias de noble, obras con tanta bastardía, que no sólo no pasas los beneficios, sino que obstinadamente finges no conocer al mismo a quien se los debes?

- Por Dios -dijo aquel tigre-, que se vaya usted, que es tarde, y ya me es sospechosa su labia y su demora. Sí, ya creo que será un ladrón y estará haciendo hora de que se junten sus compañeros para asaltar mi casa. Váyase en enhoramala antes que mande llamar la guardia del vivac.

- ¿Qué es eso de ladrón? -le dije lleno de ira-; el ladrón, el pícaro y el villano serás tú, mal nacido, canalla, ingrato.

No se atrevió Anselmo a hacer uso del sable, como yo temía, pero hizo uso de su lengua. Comenzó a gritar: ¡auxilio, auxilio ... ladrones ... ladrones!, cuyas voces me intimidaron más que el sable, y temiendo que se juntara la gente. Y me viera en la cárcel por este inicuo, me salí de su casa renegando de su amistad y de cuantos amigos hay en el mundo, poco más o menos parecidos al infame Anselmo.

Como a las ocho de la noche y abrigado con su lobreguez, me interné por la ciudad muerto de hambre y de cólera contra mi falso y desleal amigo.

- ¡Ah! -decía yo-, se me hallara ahora con el brillante que le regalé ayer a la puerca de su amiga, tendría qué vender o qué empeñar para socorrer mi hambre; pero ahora, ¿qué empeñaré ni de qué me valdré, cuando no tengo cosa que valga un real sino la camisa? ¿Mas será posible que me quite la camisa? No hay remedio; no tengo cosa mejor; yo me la quito.

Haciendo este soliloquio, me la quité, y como estaba limpia y casi nueva, no me costó trabajo que me suplieran sobre ella ocho reales, con los que cené con hartas apetencias y compré cigarros.

En las diligencias del empeño y de la cenada se me fue el tiempo sin advertirlo, de suerte que cuando salí del bodegón eran las diez dadas, hora en que no hallé ningún arrastraderito abierto.

Desconsolado con que no me podían valer mis antiguas guaridas, determiné pasarme la noche vagando por las calles sin destino y temiendo en cada una caer en manos de una ronda, hasta que por fortuna encontré por el barrio de Santa Ana una accesoria abierta con ocasión de un velorio.

Me metí en ella sin que me llamaran, y vi un muerto tendido con sus cuatro velas, seis u ocho leperuscos haciendo el duelo, y una vieja durmiéndose junto al brasero con el aventador en la mano.

Saludé a los vivos con cortesía, y di medio real para ayuda del entierro del muerto.

Mi piedad movió la de aquellos prójimos; y recibiendo sus agradecimientos me quedé con ellos en buena paz y compañía.

Cuando llegué estaban contando cuentos; a las doce de la noche rezaron un rosario bostezando, cantaron un alabado muy mal, y se soplaron cada uno un tecomate de champurrado muy bien, sin quedarme yo de mirón.

Como a la una de la mañana se acostó la vieja y roncó como un perro, y porque no hiciéramos todos lo mismo, sacó un caritativo una baraja y nos pusimos en un rincón a echar nuestros alburitos por el alma del difunto.

A mí se me arrancó brevecito, como que mi puntero era muy débil y la suerte estaba decidida en mi contra. Sin embargo, me quedé barajando de banco por ver si me ingeniaba; pero nuestra velita se acabó y no hubo otro arbitrio que tomar un cabo prestado al señor muerto.

Antes de esto había cerrado la accesoria, temiendo no pasara una ronda y nos hallara jugando. Quién sabe quién cerró, ni quién tenía la llave; el cuartito era redondo y tenía una ventana que caía a una acequia muy inmunda; el envigado estaba endemoniado de malo, y al muerto le habían puesto, sin advertirlo, en una viga, a la que faltaba apoyo por un extremo; con esto, al ir uno de aquellos tristísimos dolientes por el cabito para seguir jugando, pisó la viga en que estaba el cadáver por donde estaba sin apoyo, y con su peso se hundió para adentro, y como se levantó la viga, alzó también el cuerpo del difunto, lo que, visto por mí y mis camaradas, nos impuso tal horror creyendo que el muerto se levantaba a castigarnos, que al punto nos levantamos todos atropellándonos unos a otros por salir, y gritando cada cual las oraciones que sabía.

Cada uno se fue por su parte a casa, y yo a la del más trapiento de todos, que me manifestó alguna lástima.

Luego que llegamos a ella despertó a su mujer y le contó el espanto con la mayor formalidad, diciéndole cómo el muerto se había levantado y nos había golpeado a todos. La mujer no lo quería creer, y en la porfía de si muerto no fue se nos pasó lo que faltaba de la noche, y a la luz del nuevo día creyó la mujer el espanto al ver lo descolorido de nuestras caras, que por lo que toca a la despeñada que nos dimos en el cieno, no puso la menor duda, porque luego que entramos se lo avisaron sus narices, y aunque no había luz ella creía que estábamos maqueados más que si lo viese.

En fin, la pobre lavó a su marido y a mí de pilón, quedándonos los dos cobijados con una frazada vieja entre tanto se secaron los trapos.

Aunque los míos se encerraban en dos, a saber: el cotón y los calzones, porque el sombrero y guaraches se quedaron en la campaña, se tardaron en secar una porción de tiempo, de modo que ya mi amigo estaba vestido, y yo no podía moverme de un lugar.

La pobre mujer me dio un poco de atole y dos tortillas; lo bebí más de fuerza que de gana, y después, para divertir mi tristeza, amolé un carboncito, le hice punta, y en el reverso de una estampa que estaba tirada junto a mí, escribí las siguientes décimas:

Aprended, hombres, de mí,
lo que va de ayer a hoy;
que ayer conde y virrey fui
y hoy ni petatero soy.

Ninguno viva engañado
creyendo que la fortuna,
si es próspera, ha de ser una
sin volver su rostro airado.

Vivan todos con cuidado,
cada uno mire por sí,
que es la suerte baladí,
y se muda a cada instante:
yo soy un ejemplo andante.
Aprended, hombres, de mí.

Muy bien sé que son quimeras
las fortunas fabulosas,
pero hay épocas dichosas,
y llámense como quiera.
Si yo aprovechar supiera
una de éstas, cierto estoy
que no fuera como voy;
pero desprecié la dicha,
y ahora me miro en desdicha:
¡lo que va de ayer a hoy!

Ayer era un caballero
con un porte muy lucido;
y hoy me miro reducido
a unos calzones de cuero.
Ayer tuve harto dinero;
y hoy sin un maravedí,
me lloro, ¡triste de mí!
sintiendo mi presunción,
que aunque de imaginación
ayer conde y virrey fui.

En este mundo voltario
fui ayer médico y soldado,
barbero, subdelegado,
sacristán y boticario.
Fui fraile, fui secretario,
y aunque ahora tan pobre estoy,
fui comerciante en convoy,
estudiante y bachiller.
Pero ¡ay de mí, esto fue ayer,
y hoy ni petatero soy!

Luego que concluí mis coplillas, las procuré retener en la memoria, y las pegué con atole en la puerta de la casita.

Ya mi cotón estaba seco, pero los calzones estaban empapados, y yo, que estaba desesperado por salir en busca de nuevas aventuras, no tuve paciencia para aguardar a que los secara el sol, sino que los cogí y los puse a secar junto al tlecuil, o fogón, en que la mujer hacía tortillas; mas habiendo salido a desaguar, cuando volví los hallé secos, pero achicharronados.

Así, después de haber almorzado y dádole las gracias, busqué un palo para que me sirviera de bordón, alcé un sombrero muy viejo de petate que estaba tirado en un muladar, me lo planté, me despedí de mis hospedadores y tomé el camino de la garita de San Lázaro.

Llegué al pueblo de Ayotla, donde dormí aquella noche sin más novedad que acabar, por vía de cena, con mi repuesto.

Al día siguiente me levanté temprano y seguí mi camino para Puebla, manteniéndome de limosna hasta llegar a Río Frío, donde me sucedieron las aventuras que vais a leer en el capítulo que sigue.

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