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LIBRO II

IX

En el que cuenta Periquillo la bonanza que tuvo; el paradero del escribano Chanfaina; su reincidencia con Luisa, y otras cosillas nada ingratas a la curiosidad de los lectores

Salí, pues, de la casa del trapiento medio confuso y avergonzado, sin acabar de persuadirme cómo podía caber una alma tan grande debajo de un exterior tan indecente; pero lo había visto por mis ojos, y por más que repugnara a mí ninguna filosofía, no podía negar su posibilidad.

Me fui a un café, donde me hice servir una taza de tal licor con su correspondiente mollete, y a la vuelta dejé en el bodegón dos reales y medio depositados para que me diesen de comer al mediodía; compré medio de cigarros y me volví al truquito con cuatro reales de principal, pero aliviado del estómago y contento porque tenía segura la comida y los cigarros para aquel día. Fueron juntándose los cofrades de Birján en la escuela, y cuando hubo una porción considerable, se pusieron a jugar alegremente. Yo me acomodé en el mejor lugar con todos mis cuatro reales y comenzaron a correrse los albures.

Empecé a apostar de a medio y de a real, según mi caudal, y conforme iba acertando, iba subiendo el punto con tan buena suerte, que no tardé mucho en verme con cuatro pesos de ganancia y mi medalla que rescaté.

No quise exponerme a que se me arrancara tan presto como el día anterior, y así, sin decir ahí quedan las llaves, me salí para la calle, y me fui a almorzar.

Después de esta diligencia, comencé a vagar de una parte a otra sin destino, casa ni conocimiento, pensando qué haría o dónde me acomodaría siquiera para asegurar el plato y el techo.

Así me anduve toda la mañana, hasta cosa de las dos de la tarde, hora en que el estómago me avisó que ya había cocido el almuerzo y necesitaba de refuerzo; y así, por no desatender sus insinuaciones, me entré a la fonda de un mesón, donde pedí de comer de a cuatro reales, y comí con desconfianza por si no cenara a la noche.

Luego que acabé me entré al truco para descansar de tanto como había andado infructuosamente, y para divertirme con los buenos tacos y carambolistas; pero no jugaban a los trucos, sino a los albures, en un rincón de la sala.

Como yo no tenía mejor rato que el que jugaba a las adivinanzas, me arrimé a la rueda con alguna cisca, porque los que jugaban eran payos con dinero y ninguno tan mugriento y desarrapado como yo.

Sin embargo, así que vieron que el primer albur que aposté fue de a peso, y que lo gané, me hicieron lugar, y yo me determiné a jugar con valor.

No me salió malo el pensamiento, pues gané como cincuenta pesos, una mascada, una manga y un billete entero de Nuestra Señora de Guadalupe. Cuando me vi tan habilitado, quise levantarme y salirme, y aun hice el hincapié por más de dos ocasiones; pero como me veía acertado y había tanto dinero, me picó la codicia y me clavé de firme en mi lugar, hasta que cansada la suerte de serme favorable, volvió contra mí el naipe y comencé a errar a gran prisa, de manera que si lo que tenía lo había ganado en veinte albures, lo perdí todo en diez o doce, pues quería adivinar a fuerza de dinero.

En fin, a las cuatro de la tarde ya estaba yo sin blanca, sin manga, sin mascada y hasta sin medalla. No me quedó sino el billete, que no hubo quién me lo quisiera comprar ni dándolo con pérdida de un real.

Se acabó el juego, cada uno se fue a su destino y yo me salí para la calle con un real o dos que me dieron de barato.

Ya iba yo por esta calle, ya por la otra, sin destino fijo y sin serme de provecho tanto andar, hasta que, pasando por la calle de Tiburcio vi mucha gente en una casa en cuyo patio había un tablado con dosel, sillas y guardias. Como todos entraban, entré también y pregunté ¿qué era aquéllo? Dijéronme que se iba a hacer la rifa de Nuestra Señora de Guadalupe. Al momento me acordé de mi billete, y aunque jamás había confiado en tales suertes, me quedé en el patio, más bien por ver la solemnidad con que se hacía la rifa que por otra cosa.

En efecto, se comenzó ésta, y a las diez o doce bolas fue saliendo mi número (que me acuerdo era 7596) premiado con tres mil pesos. Yo paraba las orejas cuando lo estaban gritando, y cuando lo fijaron en la tabla hasta me limpiaba los ojos para verlo; pero cerciorado de que era el mismo que tenía; no sé cómo no me volví loco de gusto, porque en mi vida me había visto con tanto dinero.

Salí más alegre que la Pascua Florida y me encaminé para el truquito, porque por entonces no tenía mejores concursantes que el coime y los concurrentes del juego, pues aunque cada rato encontraba muchos de los que antes se decían mis amigos, unas veces hacía yo la del cohetero por no verlos, de vergüenza, y otras, que eran las más, ellos hacían que no me veían a mí, o ya por no afrentarse con mi pelaje, o ya por no exponerse, a que les pidiera alguna cosa.

Fuime, pues, a mi conocido departamento, donde hallé ya formada la rueda de tahúres y a mi amigo el coime presidiendo con su alcancía, cola, barajas, jabón, tijeras y demás instrumentos del arte.

Como el dinero infunde no sé qué extraño orgullo, luego que entré los saludé no con encogimiento como antes, sino con un garbete que parecía natural.

- ¿Cómo va, amigo coime? ¿Qué hay, camaradas? -les dije.

Él y ellos apenas alzaron los ojos a verme, y haciéndome un dengue como la dama más afiligranada, volvieron a continuar su tarea sin responderme una palabra.

Yo entonces apreté las espuelas al caballo de mi vanidad, y como radiaba para participarles mi fortuna, les dije:

- ¡Hola! ¿Ninguno me saluda, eh? Pero ni es menester. Gracias a Dios que tengo mucho dinero y no necesito a ninguno de ustedes.

Uno de los jugadores que ese día asistía a la mesa me conoció, como que fue mi condiscípulo en la primera escuela y sabía mi pronombre, y al oír la fanfarronada mía me miró, y, como burlándose, me dijo:

- ¡Oh, Periquillo, hijo! ¿Tú eres? ¡Caramba! ¿Conque estás muy adinerado? Ven, hermano, siéntate aquí junto a mí, que algo más me ha de tocar de tu dinero que a las ánimas.

Me hizo lugar y yo admití el favor; pero qué mondada llevó él y los demás cuando, advirtieron que dejé correr ocho o diez albures y no aposté un real. Entonces el condiscípulo me dijo:

- ¿Pues dónde está el dinero, Periquillo?

- Está en libranza -dije yo.

- ¿En libranza?

- Y muy segura, y no es de cuatro reales, sino de tres mil pesotes.

Diciendo esto les mostré mi billete, y todos se echaron a reír, no queriendo persuadirse de mi verdad, hasta que por accidente entró allí un billetero con una lista, y yo le supliqué me la prestara para ver si había salido aquel billete.

De que el coime y los tahúres vieron que en efecto era cierto lo que les había dicho, toda la escena varió en el momento. Se suspendió el juego, se levantaron todos; y uno me da un abrazo, otro un beso, otro un apretón, y cada cual se empeñaba por distinguirse de los demás con las demostraciones de su afecto.

En un colchón, a lo menos, blando, con sus sábanas, colcha y almohada no pude dormir; toda la noche se me fue en proyectos. A las cuatro de la mañana me quedé dormido, y voluntariamente desperté como a las ocho del día, y advertí que ya estaban todos jugando y guardando silencio poco usado entre semejante gente. Me aproveché de su atención, me hice dormido y oí que hablaban sobre mí aunque en voz baja.

Uno decía:

- Yo tengo esperanzas de sacar todas mis prendas con esta lotería.

Otro:

- Si de ese dinero no me hago capote, ya no me lo hice en mi vida.

Otro:

- Espero en Dios que en cuanto cobre el señor Perico el dinero nos remediamos todos.

- Y como que sí -decía el coime-; lo bueno es que él es medio crestón; lo que importa es hacerle la barba.

Así discurrían todos contra los pobres tres mil pesos; y yo, que no veía la hora de cobrarlos, hice que me estiraba y despertaba. Alcé la cabeza y no los había acabado de saludar, cuando ya tenía delante café, chocolate, aguardiente y bizcochos para que me desayunara con lo que apeteciera. Yo tomé el café, di las gracias por todo y me fui a cobrar mi billete.

Querían hilvanarse conmigo diez o doce de aquellos leperuscos; pero yo no sufrí más compañía que la del condiscípulo, que ya no me decía Periquillo, sino Pedrito; y por fortuna de él advertí que no habló una palabra que manifestara interés a mi dinero.

Llegué con él a cobrar el billete, y no sólo no me pagaron sino que al ver nuestro pelaje desconfiaron no fuera hurtado, y dándome el mismo número y un recibo, me lo detuvieron exigiéndome fiador.

¿Quién me había de fiar a mí en aquellas trazas, no digo en tres mil pesos, pero ni en cuatro reales? Sin embargo, no desesperé; me fui para el mesón donde había jugado y comprado el billete dos días antes, y luego que entré y me conocieron los tahúres y el coime, comenzaron a pedirme las albricias con muchas veras, porque el billetero ya les había dicho cómo había salido premiado con tres mil pesos el número que había vendido allí.

Yo, al ver que sabían todos lo que les quería descubrir, les dije:

- Camaradas, yo estoy pronto a pagar las albricias; pero es menester que ustedes me proporcionen un fiador que me han pedido en la lotería, pues como soy pobre, se desconfía de mí, y no se cree que el billete sea mío, y aun me lo han detenido.

- Pues eso es lo de menos -dijo el coime-; aquí estamos todos que vimos comprar a usted el billete, y el billetero que lo vendió que no nos dejará mentir.

A este tiempo entró el dueño del mesón; y sabedor del asunto, de su voluntad hizo llevar un coche, y mandándome entrar con él, fuimos a la lotería en donde quedó por mí y me entregaron el dinero.

Cuando nos volvimos me decía en el coche el señor que me hizo el favor de cobrarlo:

- Amigo, ya que Dios le ha dado a usted este socorro tan considerable por un conducto tan remoto, sepa aprovechar la ocasión y no hacer locuras, porque la fortuna es muy celosa, y en donde no se aprecia no permanece.

Estos y otros consejos semejantes me dio, los que yo agradecí, suplicándole me guardase mi dinero. Él me lo ofreció así, y en esto llegamos al mesón. Subió el caballero mi plata, dejándome cien pesos que le pedí, de los que gasté veinte en darles albricias al coime y compañeros, y comer muy bien con mi fámulo y condiscípulo, que se llamaba Roque.

A la tarde me fui con él para el Parián, en donde compré camisa, calzones, chupa, capa, sombrero y cuanto pude y me hacía falta; y todo esto lo hice con la ayuda de mi Roque, que me pintó muy bien. Volvímonos al mesón donde tomé un cuarto, y aunque no había cama, cené y dormí grandemente y me levanté tarde, a lo rico.

Luego que nos desayunamos, puse un recibo de quinientos pesos y se lo envié al señor mi depositario, quien al momento me remitió el dinero: salí con cien pesos y a poco andar hallé una casa que ganaba veinticinco mensuales, la que tomé luego luego, porque me pareció muy buena.

Después me llevó Roque a casa de un almonedero, con quien ajustó el ajuar en doscientos pesos, con la condición de que a otro día había de estar la casa puesta. Le dejamos veinte pesos en señal y fuimos a la tienda de un buen sastre, a quien mandé hacer dos vestidos muy decentes, encargándole me hiciera el favor de solicitar una costurera buena y segura, la que el sastre me facilitó en su misma casa. Le encargué me hiciera cuatro mudas de ropa blanca lo mejor que supiera, y que fueran las camisas de estopilla y a proporción lo demás; le di al sastre a buena cuenta y nos despedimos.

Así se pasaron cuatro o cinco días sin hacer más cosa de provecho que pasear y gastar alegremente. A fin de ellos entró el sastre al mesón y me entregó dos vestidos completos y muy bien hechos de paño riquísimo, las cuatro mudas de ropa como yo las quería, y la cuenta, por la que salía yo restando ciento y pico de pesos. No me metí en averiguaciones, sino que le pagué de contado y aun le di su gala. ¡Qué cierto es que el dinero que se adquiere sin trabajo se gasta con profusión y con una falsa liberalidad!

A poco rato de haberse despedido el sastre, entró el almonedero, avisando estar la casa ya dispuesta, que sólo faltaba ropa de cama y criados, que si yo quería me lo facilitaría todo según le mandara, pero que necesitaba dinero.

Díjele que sí, que quería las sábanas, colcha, sobrecama y almohadas nuevas, una cocinera buena y un muchacho mandadero, pero todo cuanto antes. Le di para ello el dinero que me pidió y se fue.

Aquel día lo pasé en ociosidad como los anteriores, y al siguiente volvió el almonedero diciéndome que sólo mi persona faltaba en la casa. Entonces mandé a Roque trajera un coche, y pasé a la vivienda de mi depositario tan otro y tan decente que no me conocía a primera vista.

Llegamos a mi casa que la hallé bastante limpia, provista y curiosa. Me posesioné de ella, aunque no me gustó mucho la cuenta que me presentó, que para no cansarme en prolijidades, ascendió a no sé cuánto; ello es que en vestidos, ociosidades, albricias y casa ajuareada, se gastaron en cuatro días mil y doscientos pesos.

Por mi desgracia, la cocinera que me buscó el al monedero fue aquella Luisa que sirvió de dama a Chanfaina y a mí.

Luego que el almonedero me la presentó, la conocí, y ella me conoció perfectamente; pero uno y otro disimulamos. El almonedero se fue pagado a su casa; yo despaché a Roque a traer puros; y llamé a Luisa, con la que me explayé a satisfacción, contándome ella cómo luego que salí de casa del escribano y él tras de mí, huyó ella del mismo modo que yo, y se fue a buscar sus aventuras en solicitud mía, pues me amaba tan tiernamente que no se hallaba sin mí; que supo cómo Chanfaina no hallándola en su casa y estando tan apasionado por ella, se enfermó de cólera y murió a poco tiempo; que ella se mantuvo sirviendo ya en esta casa, ya en la otra, hasta que aquel almonedero, a quien había servido, la había solicitado para acomodarla en la mía, y que pues estados mudan costumbres, y ella me había conocido pobre y ya era rico, se contentaría con servirme de cocinera.

Como el demonio de la muchacha era bonita y yo no había mudado el carácter picaresco que profesaba, le dije que no sería tal pues ella no era digna de servir sino de que la sirvieran.

En esto vino Roque, y le dije que aquella muchacha era una prima mía y era fuerza protegerla. Roque, que era buen pícaro, entendió la maula y me apoyó mis sentimientos. Él mismo le compró buena ropa, solicitó cocinera, y cátenme ustedes a Luisa de señora de la casa.

Yo estaba contento con Luisa, pero no dejaba de estar avergonzado, considerando que al fin había entrado de cocinera, y que, por más que yo aparentaba a Roque que era mi prima, él era harto vivo para ser engañado, y lejos de creerme, murmuraría mi ordinariez en su interior.

Con esta carcoma y deseando oír disculpado mi delito por su boca, un día que estábamos solos le dije:

- ¿Qué habrás tú dicho de esta prima, Roque? Ciertamente no creerás que lo es, porque la confianza con que nos tratamos no es de primos, y en efecto, si has pensado lo que es, no te has engañado; pero amigo ¿qué podía yo hacer cuando esta pobre muchacha fue mi valedora antigua y por mí perdió la conveniencia que tenía, exponiéndose a sufrir una paliza o a cosa peor? Ya ves que no era honor mío el abandonarla ahora que tengo cuatro reales; pero, sin embargo, no dejo de tener mi vergüencilla, porque al fin fue mi cocinera.

Roque, que comprendió mi espíritu, me dijo:

- Eso no te debe avergonzar Pedrito: lo primero porque ella es blanca y bonita, y con la ropa que tiene nadie la juzgará cocinera, sino una marquesita cuando menos. Lo segundo, porque ella te quiere bien, es muy fiel y sirve de mucho para el gobierno de la casa; y lo tercero, porque aun cuando todos supieran que había sido tu cocinera y la habías ensalzado haciéndola dueña de tu estimación nadie te lo había de tener a mal conociendo el mérito de la muchacha.

Claro está que el diablo mismo no podía haberme aconsejado más perversamente que Roque; pero ya se sabe que los malos amigos, con sus inicuos ejemplos y perniciosos consejos, son unos vicediablos diligentísimos que desempeñan las funciones del maligno espíritu a su satisfacción, y por eso dice el venerable Dutari, que debemos huir, entre otras cosas, de los demonios que no espantan, y éstos, son los malos amigos.

Tal era el pobre Roque, con cuyo parecer me descaré enteramente tratando a Luisa como si fuera mi mujer y holgándome a mis anchuras.

Raro día no había en mi casa baile, juego, almuerzos, comelitones y tertulias, a todo lo que asistían con la mayor puntualidad mis buenos amigos. ¡Pero qué amigos! Aquellos mismos bribones que cuando estaba pobre no sólo no me socorrieron, pero ya dije, que hasta se avergonzaban de saludarme.

Éstos fueron los primeros que me buscaron, los que se complacían de mi suerte, los que me adulaban a todas horas y los que me comían medio lado. ¿Y que fuera yo tan necio y para nada, que no conociera que todas sus lisonjas las dictaba únicamente su interés sin la menor estimación a mi persona? Pues así fue, y yo, que estaba envanecido con las adulaciones, pagaba sus embustes a peso de oro.

Cuatro o cinco meses me divertí, triunfé y tiré ampliamente, y al fin de ellos comenzó a serme ingrata la fortuna, o hablando como cristiano, la Providencia fue disponiendo, o justiciera el castigo de mis extravíos, o piadosa el freno de ellos mismos.

Entre las señoras o no señoras que me visitaban iba una buena vieja que llevaba una niña como de dieciséis años, mucho más bonita que Luisa, y a la que yo, a excusas de ésta, hacía mil fiestas y enamoraba tercamente, creyendo que su conquista me sería tan fácil como la que había conseguido de otras muchas; pero no fue así, la muchacha era muy viva, y aunque no le pesaba ser querida, no quería prostituirse a mi lascivia.

Tratábame con un estilo agridulce, con el que cada día encendía mis deseos y acrecentaba mi pasión. Cuando me advirtió embriagado de su amor, me dijo que yo tenía mil prendas y merecía ser correspondido de una princesa; pero que ella no tenía otra que su honor, y lo estimaba en más que todos los haberes de esta vida; que ciertamente me estimaba y agradecía mis finezas, que sentía no poder darme el gusto que yo pretendía, pero que estaba resuelta a casarse con el primer hombre de bien que encontrara, por pobre que fuera antes que servir de diversión a ningún rico.

Acabé de desesperarme con este desengaño, y concibiendo que no había otro medio para lograrla que casarme con ella, le traté del asunto en aquel mismo instante, y en un abrir y cerrar de ojos quedaron celebrados entre los dos los esponsales de futuro.

Mi expresada novia, que se llamaba Mariana, dio parte a su madre de nuestro convenio, y ésta quiso con tres más yo avisé política y secretamente lo mismo a un religioso grave y virtuoso que protegía a Mariana por ser su tío, y no me costó trabajo lograr su beneplácito para nuestro enlace; pero para que se verificara, faltaba que vencer una pequeña dificultad, que consistía en ver cómo me desprendía de Luisa, a quien temía yo, conociendo su resolución y lo poco que tenía que perder.

Mientras que adivinaba de qué medios me valdría para el efecto, no me descuidaba en practicar todas las precisas diligencias para el casamiento. Fue necesario ocurrir a mis parientes para que me franquearan mis informaciones. Luego que éstos supieron de mí con tal ocasión y se certificaron de que no estaba pobre, ocurrieron a mi casa como moscas a la miel. Todos me reconocieron por pariente, y hasta el pícaro de mi tío el abogado fue el primero que me visitó y llenó varias veces el estómago a mi costa.

Ya las más cosas dispuestas, sólo restaban dos necesarias: hacerIe las donas a mi futura y echar a Luisa de casa. Para lo primero me faltaba plata, para lo segundo me sobraba miedo; pero todo lo conseguí con el auxilio de Roque, como veréis en el capítulo siguiente.

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