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LIBRO II

X

En el que se refiere cómo echó Periquillo a Luisa de su casa, y su casamiento con la niña Mariana

Tomado el dicho a mi novia, presentadas las informaciones y conseguida la dispensa de banas, sólo restaba, como acabé de decir, hacerle las donas a mi querida y echar de casa a Luisa. Para ambas cosas pulsaba yo insuperables dificultades. Ya le había comunicado a Roque mi designio de casarme, encargándole el secreto; mas no le había dicho las circunstancias apuradas en que me hallaba, ni él se atrevía a preguntarme la causa de mi dilación; hasta que yo, satisfecho de su viveza, le dije todo lo que embarazaba el acabar de verificar mis proyectos.

Luego que él se informó, me dijo:

- ¿Y que hayas tenido la paciencia de encubrirme esos trampantojos que te acobardan sabiendo que soy tu criado, tu condiscípulo y tu amigo, y teniendo experiencia de que siempre te he servido con fidelidad y cariño? ¡Vamos, no lo creyera yo de ti! Pero dejemos sentimientos, y anímate, que fácilmente vas a salir de tus aprietos. Por lo que toca a las donas, supongo que las querrás hacer muy buenas, ¿no es así?

- Así es, en efecto -le dije-, ya ves que he gastado mucho, y que, el juego días hace que no me ayuda. Apenas tendré en el baúl trescientos pesos, con los que escasamente habrá para la función del casamiento. Si me pongo a gastarlos en las donas, no tengo ni con qué amanecer el día de la boda; si los reservo para ésta, no puedo darle nada a mi mujer, lo que sería un bochorno terrible, pues hasta el más infeliz procura darle alguna cosita a su novia el día que se casa. Conque ya ves que ésta no es tranca fácil de brincar.

- Sí lo es -me dijo Roque muy sereno-; ¿hay más que solicitar los géneros fiados por un mercader, y un aderecito regular por un dueño de platería?

- ¿Pero quién me ha de fiar a mí esa cantidad cuando yo no me he dado a conocer en el comercio?

- ¡Qué tonto eres, Pedrito, y cómo te ahogas en poca agua! Dime, ¿no es tu tío el licenciado Maceta?

- Sí, lo es.

- ¿Y no es hombre de principal conocido?

- También lo es -le respondí-, y muy conocido en México.

- Pues andar -decía Roque-, ya salimos de este paso. Vístete lo mejor que puedas, toma un coche y yo te llevaré a un cajón y a una platería, a cuyos dueños conozco; preguntas por los géneros que quieras, pides cuanto has menester, los ajustas y los haces cortar, y ya que estén cortados, dices al cajonera que esperas dinero de tu hacienda dentro de quince o veinte días, pero que estando para casarte muy pronto y necesitando aquella ropa para arras o donas para tu esposa, le estimarás el favor de que te los supla, dejándole para su seguridad una obligación firmada de tu mano. El comerciante se ha de resistir con buenas razones, pretextando mil embarazos para fiarte porque no te conoce. Entonces le preguntas tú que si conoce al licenciado Maceta y que si sabe que es hombre abonado, él te responderá que sí; ya seguida se lo propones de fiador. El mercader, deseoso de salir de sus efectos y viéndose asegurado, admitirá sin duda alguna. Lo propio haces con el platero, y cátate ahí vencida esta gravísima dificultad.

Convencido con la persuasión de Roque, me determiné a poner en práctica sus consejos, y todo sucedió al pie de la letra, según él me había pronosticado, porque apenas me dio el deseado sí mi dicho tío, cuando sin darle lugar a que se arrepintiera, nos embutimos en el coche, fuimos al cajón y se extendió la obligación en cabeza del tío en estos términos.

Digo yo el licenciado don Nicanor Maceta que por la presente me obligo en toda forma a satisfacer a don Nicasio Brundurin, de este comercio la cantidad de un mil pesos, importe de los géneros que ha sacado de su casa al crédito mi sobrino don Pedro Sarmiento para las donas de su esposa, cuya obligación cumpliré pasado el plazo de un mes, en defecto del legítimo deudor mi expresado sobrino y para que conste lo firmé, etcétera.

Recibió el don Nicasio su papelón muy satisfecho, y yo mis géneros, que metí en el coche, y nos fuimos a la platería donde se representó la misma escena, y me dieron un aderezo y cintillo de brillantitos que importó quinientos y pico de pesos.

- No hay duda amigo, que tú tienes un expediente liberal para todo. Yo te doy las gracias por la bella industria que me diste para salir de mi primera apuración; pero falta salir de la segunda, que consiste en ver cómo se va Luisa de casa; porque ya ves que dos gatos en un costal se arañan. Ella no puede quedar en casa conmigo y Marianita, porque es muy celosa; mi mujer no será menos, y tendremos un infierno abreviado. Si una mujer celosa se compara en las Sagradas Letras a un escorpión; y se dice que no hay ira mayor que la ira de una mujer; que mejor sería vivir con un león y con un dragón que con una de éstas, ¿qué diré yo al vivir con dos mujeres celosas e iracundas? Así pues, Roque,ya ves que por manera alguna me conviene vivir con Luisa y mi mujer bajo de un techo; y siendo la última la que debe preferirse, no sé cómo desembarazarme de la primera, mayormente, cuando no me ha dado motivo; pero ello es fuerza que salga de mi casa, y no sé el modo.

- Eso es lo de menos -me dijo Roque-, ¿me das licencia de que la enamore?

- Haz lo que quieras -le respondí. Convenidos los dos, me dio el parte compactado, y cuando la miserable estaba enajenada deleitándose en los brazos de su nuevo y traidor amante, entré yo, como de sorpresa, fingiendo una cólera y unos celos implacables; y dándole algunas bofetadas y el lío de su ropa que previne, la puse en la puerta de la calle.

La infeliz se me arrodilló, lloró, perjuró e hizo cuanto pudo para satisfacerme; pero nada me satisfizo, como que yo no había menester sus satisfacciones sino su ausencia. En fin, la pobre se fue llorando y yo y Roque nos quedamos riendo y celebrando la facilidad con que se había desvanecido el formidable espectro que detenía mi casamiento.

Pasados ocho días de su ausencia, se celebraron mis bodas con el lujo posible, sin faltar la buena mesa y baile que suele tener el primer lugar en tales ocasiones.

A la mesa asistieron mis parientes y amigos, y muchos más entrometidos a quienes yo no conocía, pero que se metieron a título de sinvergüenzas aduladores, y yo no podía echarlos de mi casa sin bochorno; pero ello es que acortaron la ración a los legítimamente convidados, y fueron causa de que la pobre gente de la cocina se quedara sin comer.

Se pasaron como quince días de gustos en compañía de mi esposa, a quien amaba más cada día, así porque era bonita, como porque ella procuraba ganarme la voluntad; pero como en esta vida no puede haber gusto permanente, y es tan cierto que la tristeza y el llanto siempre van pisándole la falda al gozo, sucedió que se cumplió el plazo puesto al cajonero y al platero, y cada uno por su parte comenzó a urgirme por su dinero.

Yo, tan lejos estaba de poder pagarles, que ya se me había arrancado de raíz, y tenía que estar enviando varias cosas al Parián y al Montepío a excusas de mi mujer, porque no conociera tan presto la flaqueza de mi bolsa.

Los acreedores, viendo que a la primera y segunda reconvención no les pagué, dieron sobre el pobre abogado, y éste, no queriendo desembolsar lo que no había aprovechado, me aturdía a esquelas y recados, los que yo contestaba con palabritas de buena crianza, dándole esperanzas y concluyendo con que pagara por mí que yo le pagaría después, mas eso solamente era lo que él procuraba excusar.

En ese estado quedó el asunto y perdido el dinero del tío, a quien jamás le pagué. Mal hecho, por mi parte; pero justo castigo de la codicia, adulación y miseria del licenciado.

En éstas y las otras se pasaron como tres meses, tiempo en que, no pudiendo ocultarse ya a mi mujer mis ningunas proporciones, fue preciso ir vendiendo y empeñando la ropa y alhajitas de los dos para mantener el lujo de comedia a que me había acostumbrado, de modo que los amigos no extrañaran los almuercitos, bailes y bureos que estaban acostumbrados a disfrutar.

Mi esposa sola era la que no estaba contenta con ver su ropero vacío. Entonces conoció que yo no era un joven rico como ella había pensado, sino un pobre vanidoso, flojo e inútil que nada tardaría en reducirla a la miseria; y como no se me había entregado por amor sino por interés, luego que se cercioró de la falta de éste, comenzó a resfriarse en su cariño usaba conmigo los extremos que antes.

Ya muy cerca de este último paso sucedió que estaba yo debiendo cuatro meses de casa, y el casero no podía cobrar un real por más visitas que me hacía. No faltó de mis más queridos amigos quien le dijera cómo yo estaba tan pobre, y qué no se descuidara; bien que aunque esto no se lo hubiera dicho, mi pobreza ya se echaba de ver por encima de la ropa, pues ésta no era con el lujo que yo acostumbraba; las visitas se iban retirando de mi casa con la misma prisa que si fuera de un lazarino; mi mujer no se presentaba sino vestida muy llanamente, porque no tenía ningunas galas; el ajuar de la casa consistía en sillas, canapés, mesas, escribanías, roperos, seis pantallas, un par de bombas, cuatro santos, mi cama y otras maritatas de poco valor; y para remate de todo, mi tío el fiador, viendo que no le pagaba, no sólo quebró la amistad enteramente, sino que se constituyó en mi más declarado enemigo, y no quedó uno, ni ninguno de cuantos me conocían, que no supieran que yo le había hecho perder más de talega y media, pues a todos se los contaba, añadiendo que no tenía esperanza de juntarse con su dinero, porque yo era un pelagatos, farolón y pícaro de marca.

No parece que este vil proceder de mi tío sino al de la gente ordinaria que no está contenta sino pregona por todo el mundo quiénes son sus parientes.

No debas a gente ruin, pues mientras estás debiendo, cobran primero en tu fama y después en tu dinero.

Con semejantes clarines de mi pobreza, claro está que el casero no se descuidaría en cobrarme. Así fue. Viendo que yo no daba traza de pagarle, que la casa corría, que mi suerte iba de mal en peor, y que no le valían sus reconvenciones extrajudiciales, se presentó a un juez, quien, después de oírme, me concedió el plazo perentorio de tres días para que le pagara, amenazándome con ejecución y embargo en el caso contrario.

Yo dije amén, por quitarme de cuestiones y me fui a casa de Roque, quien me aconsejó que vendiera todos mis muebles al almonedero que me los había vendido, pues ninguno los pagaría mejor; que recibiera el dinero, me mudara a una vivienda chica con la cama, trastos de cocina y lo muy preciso, pero por otro barrio lejos de donde vivíamos; que despidiera en el día a las dos criadas para quitamos de testigos, mas que comiéramos de la fonda, y hechas estas diligencias, la víspera del día en que temía el embargo, por la noche me saliera de la casa dejándole las llaves al almonedero.

Como yo era tan puntual en poner en práctica los consejos de Roque, hice al pie de la letra y con su auxilio cuanto me propuso esta vez. Él fue a buscar la casa y la aseguró, y yo, en los dos días, traté de mudar mi cama y algunos pocos muebles, los más precisos. Al día tercero llamó Roque al almonedero, quien vino al instante, y yo le dije que tenía que salir de México al siguiente sin falta alguna; que si me quería comprar los muebles que dejaba en la casa, que lo prefería a él para vendérselos, porque mejor que nadie sabía lo que habían costado, y que si no los quería que me lo avisara para buscar marchantes; en inteligencia de que me importaba verificar el trato en el mismo día, pues tenía que salir al siguiente.

El almonedero me dijo que sí, sin dilatarse; pero comenzó a ponerles mil defectos que no conoció al tiempo de venderlos.

- Esto es antiguo -me decía-; esto ya no se usa: esto está quebrado y compuesto; esto está medio apolillado; esto es de madera ordinaria; esto está soldado; a esto le falta esta pieza; a esto la otra; esto, está desdorado; ésta es pintura ordinaria -y así le fue poniendo a todo sus defectos y haciéndomelos conocer; hasta que yo, enfadado, le di en ochenta pesos todo lo que le había pagado en ciento sesenta; pero por fin cerramos el trato, y me ofreció venir con el dinero a las oraciones de la noche.

No faltó a su palabra. Vino muy puntual con el dinero; me lo entregó y me exigió un recibo, expresando en él haberle yo vendido en aquella cantidad y tal mueble de mi casa, con las señas particulares de cada cosa. Yo, que deseaba afianzar aquellos reales y mudarme, se lo di a su entera satisfacción con las llaves de la casa, encargándole las volviera al casero, y sin más ni más cogí el dinero y me metí en un coche (que me tenía prevenido Roque) con mi esposa, despidiéndome del al monedero, y guiando el cochero para la casa nueva que Roque le dijo.

Pasada esta bulla, y considerándome yo seguro, pues a título de insolvente no me podía hacer ningún daño el casero, sólo trataba de divertirme sin hacer caso de mi esposa, y sin saber las obligaciones que me imponía el matrimonio. Con semejante errado proceder me divertí alegremente mientras duraron los ochenta pesos. Concluidos éstos, comenzó mi pobre mujer a experimentar los rigores de la indigencia, y a saber lo que era estar casada con un hombre que se había enlazado con ella como el caballo y el mulo, que no tienen entendimiento. Naturalmente, comenzó a hostigarse de mí más y más, y a manifestarme su aborrecimiento. Yo, por consiguiente, la aborrecía más a cada instante, y como era un pícaro, no se me daba nada de tenerla en cueros y muerta de hambre.

En estas apuradas circunstancias, mi suegra, con los chismes de mi mujer, me mortificaba demasiado. Todos los días eran pleitos y reconvenciones infinitas sin faltar aquello de ¡ojalá yo hubiera sabido quién era usted! Seguro está que no se hubiera casado con mi hija, pues a ella no le faltaban mejores novios. Todo esto era echar leña al fuego, pues lejos de amar a mi mujer, la aborrecía más con tan cáusticas reconvenciones.

Lo primero que hice fue mudar a mi pobre esposa a una accesoria muy húmeda y despreciable, por los arrabales del barrio de Santa Ana.

A seguida de esto, no teniendo ya qué vender ni qué empeñar, le dije a Roque que buscara mejor abrigo, pues yo no estaba en estado de poder darle una tortilla; lo puso en práctica al momento, y le faltó desde entonces a mi esposa el trivial alivio que tenía con él, ya haciéndole sus mandados, y ya también consolándola, y aun algunas ocasiones socorriéndola con el medio o el real que él agenciaba. Esto me hace pensar que Roque era de los malos por necesidad más que por la malicia de su carácter, pues las malas acciones a que se prostituía y los inicuos consejos que me daba se pueden atribuir al conato que tenía en lisonjearme estrechado por su estado miserable; pero, por otra parte, él era muy fiel, comedido, atento, agradecido, y sobre todo poseía un corazón sensible y pronto para remitir una injuria y condolerse de una infelicidad. En la serie de mi vida he observado que hay muchos Roques en el mundo, esto es, muchos hombres naturalmente buenos, a quienes la miseria empuja, digámoslo así, hasta los umbrales del delito. Cierto es que el hombre antes debería perecer que delinquir; pero yo siempre haría lugar a la disculpa en favor del que cometió un crimen estrechado por la suma indigencia; y agravaría la pena al que lo cometiese por la gravedad de su carácter.

Finalmente, Roque se despidió de mi casa, y mi pobre mujer comenzó a experimentar los malos tratamientos de un marido pícaro que la aborrecía, aunque ella, lejos de valerse de la prudencia para docilitarme, me irritaba más y más con su genio orgulloso e iracundo. Ya se ve, como que tampoco me amaba.

Todos los días había disputas, altercaciones y riñas, de las que siempre le tocaba la peor parte, pues remataba yo a puntapiés y bofetones los enojos, y de este modo, desquitaba mi coraje; ella se quedaba llorando y maltratada, y yo me salía a la calle a divertir el mal rato.

Las enfermedades y la mala vida cada día ponían a mi mujer en peor estado. A eso se agregaba su preñez, con lo que se puso no sólo flaca, descolorida y pecosa, sino molesta, iracunda e insufrible.

Más la aborrecía yo en este estado y menos asistía en la casa. Una noche que por accidente estaba en ella, comenzó a quejarse de fuertes dolores y a rogarme que por Dios fuera a llamar a su madre, porque se sentía muy mala. Este lenguaje sumiso poco acostumbrado en ella, junto con sus dolorosos ayes, hicieron una nueva impresión en mi corazón, y mirándola con lástima desde aquel punto, sin acordarme de su genio iracundo y poco amable, corrí a traer a su madre quien luego que vino advirtió que aquellos conatos y dolores indicaban un mal parto, y que era indispensable una partera.

Luego que me impuse de la enfermedad y de la necesidad de la facultativa, rogué a una vecina fuera a buscarla mientras iba yo a solicitar dinero.

Ella fue corriendo; la halló y la llevó a casa, y yo empeñé mi capote, que era la mejor alhaja que me había quedado y no estaba de lo peor, sobre el que me prestaron cuatro pesos a volver cinco. ¡Gracias comunes de los usureros que tienen hecho el firme propósito de que se los lleve el diablo!

Muy contento llegué a casa con mis cuatro pesos, ahora en que la ignorantísima partera le había arrancado el feto con las uñas y con otro instrumento infernal (1), rasgándole de camino las entrañas y causándole un flujo de sangre tan copioso, que no bastando a contenerlo la pericia de un buen cirujano, le quitó la vida al segundo día del sacrificio, habiéndosele ministrado los socorros espirituales.

¡Oh, muerte, y qué misterios nos revela tu fatal advenimiento! Luego que yo vi a la infeliz Mariana tendida exánime en su cama atormentadora, pues se reducía a unos pocos trapos y un petate, y escuché las tiernas lágrimas de su madre, despertó mi sensibilidad, pues a cada instante le decía:

- ¡Ay, hija desdichada! ¡Ay, dulce trozo de mi corazón! ¿Quién te había de decir que habías de morir en tal miseria, por haberte casado con un hombre que no te merecía, y que te trató no como un esposo, sino como un verdugo y un tirano?

Entonces ... (¡qué tarde!) me arrepentí de mis villanos procederes; reflexioné que mi esposa ni era fea ni del natural que yo la juzgaba, pues si no me amaba tenía mil justísimas razones, porque yo mismo labré un diablo de la materia de que podía haber formado un ángel (2), y atumultadas en mi espíritu las pasiones del dolor y el arrepentimiento, desahogué todo mi ímpetu abalanzándome al frío cadáver de mi difunta esposa.

¡Oh instante fúnebre y terrible a mi cansada imaginación! ¡Qué de abrazos le di! ¡Qué de besos imprimí en sus labios amoratados! ¡Qué de expresiones dulcísimas le dije! ¡Qué de perdones no pedía un cuerpo que ni podía agradecer mis lisonjas ni remitir mis agravios! ... ¡Espíritu de mi infeliz consorte, no me demandes ante Dios los injustos disgustos que te causé; recibe, sí, en recompensa de ellos, los votos que tengo ofrecidos por ti al Dueño de las misericordias ante sus inmaculados altares!

Por último, después de una escena que no soy capaz de pintar con sus mismos colores, me quitaron de allí por la fuerza, y al cuerpo de mi esposa se le dio sepultura no sé cómo, aunque presumo que tuvo en ello mucha parte el empeño y diligencia del tío fraile.

Mi suegra, luego que se acabó el funeral (sepultándose con el cadáver el desgraciado fruto de su vientre), se despidió de mí para siempre, dándome las gracias por las buenas cuentas que le había dado de su hija; y yo aquella noche, no pudiendo resistir a los sentimientos de la Naturaleza, me encerré en el cuartito a llorar mi viudez y soledad.

Entregado a las más tristes imaginaciones no pude dormir ni un corto rato en toda la noche, pues apenas cerraba los ojos cuando despertaba estremeciéndome, agitado por el pavor de mi conciencia, que me representaba con la mayor viveza a mi esposa, a la que creía ver junto a mí, y que, lanzándome unas miradas terribles, me decía:

- ¡Cruel! ¿Para qué me sedujiste y apartaste del amable lado de mi madre? ¿Para qué juraste que me amabas y te enlazaste conmigo con el vínculo más tierno y más estrecho, y para qué te llamaste padre de ese infante abortado por tu causa, si al fin no habías de ser sino un verdugo de tu esposa y de tu hijo?

Semejantes cargos me parecía escuchar de la fría boca de mi infeliz esposa, y lleno de susto y de congoja, esperaba que el sol disipara las negras sombras de la noche para salir de aquella habitación funesta que tanto me acordaba mis indignos procederes.

Amaneció por fin, y como en todo el cuarto no había cosa que valiera un real, me salí de él y di la llave a una vecina mía con ánimo de apartarme de una vez de aquellos lúgubres recintos.


Notas

(1) Hay parteras tan ignorantes que creen facilitar los partos con las uñas, y hay otras que sustituyen a las naturales con unas uñas de plata u otro metal para el mismo efecto. ¡Cuidado con las parteras!

(2) No hay que hacer; los hombres mil veces tienen la culpa de que sus mujeres sean malas. Las mujeres, y, más las mujeres que se casan muy niñas, regularmente están en disposición de ser lo que los maridos quieren que sean.

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