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LIBRO II

VIII

En el que se cuenta la espantosa aventura del locero y la historia del trapiento

Ninguna fantasma ni espectro espanta al hombre más cierta y constantemente que la conciencia criminal. En todas partes lo acosa y amedrenta, y siempre a proporción de la gravedad del delito por oculto que éste se halle. De suerte que aunque nadie persiga al delincuente y tenga la fortuna de que no se haya revelado su iniquidad, no importa; él se halla lleno de susto y desasosegado en todas partes. Cualquiera casualidad, un ligero ruido, la misma sombra de su cuerpo agita su espíritu, hace estremecer su corazón y le persuade que ha caído o está para caer en manos de la justicia vengadora.

Algunas veces se me paseaba por la imaginación la tranquilidad interior que disfruta el hombre de buena conciencia, y me acordaba de aquello de Horacio cuando dice a Fusco Aristio.

El hombre de buen vivir
y aquel que a ninguno daña,
no ha menester el escudo
ni flechas emponzoñadas.
Por cualesquiera peligros
pasa y no se sobresalta,
seguro que en su defensa
es una conciencia sana.

Pero estas serias reflexiones sólo quedaban en paseos y no se radicaban en mi corazón; con esto las desechaba de mi imaginación con malos pensamientos sin aprovecharme de ellas, y sólo trataba de escaparme de mis agraviados, por cuya razón lo primero que hice fue procurar salir de la capa de golilla, así por quitarme de aquel mueble ridículo, como por no tener conmigo un innegable testigo de mi infidelidad. Para esto, luego que llegué a México y en la misma tarde; fui a venderla al baratillo que llaman del piojo, porque en él trata la gente más pobre y allí se venden las piezas más sucias, asquerosas, despreciables y aun las robadas.

Doblé, pues, la tal capa en un zaguán, y con sólo sombrero y vestido de negro, que parecía de a legua colegial huido, fui al puesto del baratillero de más crédito que allí había.

Luego que yo le dije que era capa y de golilla, y vio la diferencia de la seda en la costura, me dijo:

- Amigo; esta capa puede ser de mi compadre don Celidonio, a quien por mal nombre llaman el doctor Purgante. A lo menos si debajo del cuello tiene un remiendito azul, ciertos son los toros.

La desdobló, registró y halló el tal remiendito. Entonces me preguntó si aquella capa era mía, si la había comprado o me la habían dado a vender. Yo, embarazado con estas preguntas y no sabiendo qué decir, respondí que podía jurar que la capa ni era mía, ni la había adquirido por comprar, sino que me la habían dado a vender.

- ¿Pues quién se la dio a vender a usted, cómo se llama y dónde vive o dónde está? -me preguntó el baratillero.

Yo le dije que un hombre que apenas lo conocía, que él sí me conocía a mí; que yo era muy hombre de bien, aunque la capa andaba en opiniones, pero que por allí de inmediato se había quedado.

El baratillero entonces le dijo a un amigo suyo que estaba en su tienda, que fuera conmigo y no me dejara hasta que yo entregara al que me había dado a vender la capa, que se conocía que yo era un buen verónico, pero que aquella capa la había robado a don Celidonio un mozo que tenía, conocido por Periquillo Sarniento, juntamente con una mula ensillada y entrenada, una gualdrapa, una peluca, una golilla, unos libros, algún dinero y quién sabe qué más; y así que, o me llevara a la cárcel, o entregara yo al ladrón, y entregándolo que me dejase libre.

Con esta sentencia partí acompañado de mi alguacil, a quien anduve trayendo ya por esta calle, ya por la otra, sin acabar de encontrar al ladrón con ir tan cerca de mí, hasta que la adversa suerte me deparó sentado en un zaguán a un pobre embozado en un capote viejo.

Luego que lo vi tan trapiento, lo marqué por ladrón, como si todos los trapientos fueran ladrones, y le dije a mi corchete honorario que aquél era quien me había dado la capa a vender.

El muy salvaje lo creyó de buenas a primeras, y volvió conmigo a pedir auxilio a la guardia inmediata, la que no se lo negó, y así prevenido de cuatro hombres y un cabo, volvimos a prender al trapiento.

El desdichado, luego que se vio sorprendido con la voz de date, se levantó y dijo:

- Señores, yo estoy dado a la justicia, ¿pero qué he hecho o por qué causa me he de dar?

- Por ladrón -dijo el corchete.

- ¿Por ladrón? -replicaba el pobrete-, seguramente ustedes se han equivocado.

- No nos hemos equivocado -decía el encargado del baratillero-; hay testigos de tu robo, y tu mismo pelaje demuestra quién eres y los de tu librea. Amárrenlo.

- Amigo -me decía el pobre muy apurado-, ¿usted me conoce? ¿Yo le he dado a vender alguna capa, ni me ha visto en su vida?

- Sí, señor -replicaba yo entre el temor y la osadía-, usted medio a vender esa capa, y usted fue criado de mi padre.

- ¡Hombre del diablo! -decía el pobre-. ¿Qué capa le he vendido a usted, ni qué conocimiento tengo de usted ni de su padre?

- Sí, señor -decía yo-, el señor lo quiere negar; pero el señor me dio a vender la capa.

- Pues no es menester más -dijo el corchete-; amarren al señor, ahí veremos.

Con esto amarraron al miserable los soldados, se lo llevaron a la cárcel y a mí me despacharon en libertad. Tal suele ser la tropelía de los que se meten a auxiliar a la justicia sin saber lo que es justicia.

Yo me fui en cuerpo gentil; pero muy contento al ver la facilidad con que había burlado al baratillero, aunque por otra parte sentía el verme despojado de la capa y de su valor.

En estas y semejantes boberías maliciosas, iba yo entretenido, cuando oí que a mis espaldas gritaban:

- ¡Atajen, atajen!

Pensé en aquel instante que seguramente se había indemnizado el pobre a quien acababa de calumniar, y venían a mi alcance los soldados para que se averiguara la verdad, y apenas volví la cara y vi la gente que venía corriendo por detrás, cuando sin esperar mejor desengaño, eché a correr por la calle del Coliseo como una liebre.

Ya he dicho que en semejantes lances era yo una pluma para ponerme en salvo; pero esa tarde iba tan ligero y aturdido, que al doblar una esquina no vi a un indio locero que iba cargado con su loza, y atropellándolo bonitamente lo tiré en el suelo boca abajo y yo caí sobre las ollas y cazuelas, estrellándome algunas de ellas en las narices, a cuyo tiempo pasó casi sobre de mí y dellocero un caballo desbocado, que era, por el que gritaban que atajasen.

Luego que lo vi, me serené de mi susto, advirtiendo que no era yo el objeto que pretendían alcanzar; pero este consuelo me lo turbó el demonio del indio, que en un momento y arrastrándose como lagartija salió de debajo de su tapextle (Nombre generalmente otorgado a un instrumento utilizado por los cargadores en la época virreinal, pero cuyo nombre real era cacaxtil) de loza, y afianzándome del pañuelo, me decía con el mayor coraje:

- Agora lo veremos si me lo pagas mi loza y paguemelos de prestito, porque si no el diablo nos ha de llevar orita, orita.

- Anda noramala, indio macuache -le dije-, ¿qué pagar, ni no pagar? Y ¿quién me paga a mí las cortadas y el porrazo que he llevado?

- ¿Yo te lo mandé osté que los fueras atarantado y no lo vías por dónde corres como macho azorado?

- El macho serás tú y la gran cochina que te parió -le dije-; indigno maldito, cuatro orejas (Mote dado en la época virreinal a los indígenas debido a la manera en como se cortaban el pelo dejando un mechón delante de cada oreja, mechon al que se nombraba barcarrota) -acompañando estos requiebros con un buen puñete que le planté en las narices, con tales ganas, que le hice escupir por ellas harta sangre.

Dicen que los indios, luego que se ven machacados con su sangre, se acobardan; mas éste no era de ésos. Un diablo se volvió luego que se sintió lastimado de mi mano y entre mexicano y castellano me dijo:

- Tlacatecotl, mal diablo, lagrón, jijo de un dímoño; agora la veremos quién es cada cual.

En un instante nos cercó una turba de bobos, no para defendernos ni apaciguarnos, sino para divertirse con nosotros.

La multitud de los necios espectadores llamó la atención de una patrulla que casualmente pasaba por allí, la que haciéndose lugar con la culata de los fusiles, llegó adonde estábamos los dos invictos y temibles contendientes.

A la voz de un par de cañonazos que sentimos cada uno en el lomo, nos apartamos y sosegamos, y el sargento, informado por el indio de la mala obra que le había hecho, y de que lo había provocado dándole una trompada tan furiosa y sin necesidad, me calificó reo en el acto, y requiriéndome sobre que pagara cuatro pesos que decía el locero que valía su mercancía, dije que yo no tenía un real, y era así, porque lo poco que me dieron por las frioleras que vendí, ya lo había gastado en el camino.

- Pues no le hace -replicó el sargento-, páguele usted con la chupa, que bien vale la mitad; o si no, de aquí va a la cárcel. ¿Conque tras de hacerle este daño a este pobre y darle de mojicones, no querer pagarle? Eso no puede ser; o le da usted la chupa o va a la cárcel.

Yo, que por no ir a semejante lugar le hubiera dado los calzones, me quité la chupa, que estaba buena, y se la di. El indio la recibió no muy a gusto, porque no sabía lo que valía; juntó los pocos tepalcates que halló buenos, y se fue.

De esta suerte se concluyó la espantosa aventura del locero, y yo iba lleno de melancólicas ideas, algo dolorido de los golpes que sufrí en la pendencia, pensando en dónde pasaría la noche, aunque no era la primera vez que pensaba en semejante negocio.

Comparando mi estado pasado con el presente, acordándome que quince días antes era yo un señor doctor con criados, casa, ropa y estimaciones en Tula; y en aquella hora era yo un infeliz, solo, abatido, sin capa ni sombrero, golpeado, y sin tener un mal techo que me alojara en México, mi patria; me acordaba de aquel viejísimo verso que dice:

Aprended, flores, de mí
lo que va de ayer a hoy,
que ayer maravilla fui
y hoy sombra de mí no soy.

Con la barba cosida con el pecho y cerca de las oraciones de la noche, iba yo totalmente enajenado, sin pensar en otra cosa que en lo dicho, cuando me hizo despertar de mi abstracción un hombre que estaba parado en una accesoria, y al pasar por ella, me afianzó el pañuelo y al primer tirón que me dio, me hizo entrar en ella mal de mi grado y cerró la puerta, quedando la habitación casi oscura, pues la poca luz que a aquella hora entraba por una pequeña ventana, apenas nos permitía vernos las caras.

El hombre, muy encolerizado, me decía:

- Bribonazo, ¿no me conoce usted?

Yo, lleno de miedo, prenda inseparable del malvado, le decía:

- No, señor, sino para servirlo.

- ¿Conque no me conoce? -repetía él enojado-. ¿Jamás me ha visto? ¿No se acuerda de mí?

- No, señor -decía yo muy apurado-, por Dios se lo juro, que no lo conozco.

Estas preguntas y respuestas eran sin soltarme del pañuelo, dándome cada rato tan furiosos estrujones, que me obligaba con ellos a hacerle frecuentes reverencias.

En esto salió una viejecita con una vela, y asustada con aquella escena, le decía al hombre:

- ¡Ay, hijo! ¿Qué es esto? ¿Quién es éste? ¿Qué te hace? ¿Es un ladrón?

- Yo no sé lo que será, señora -decía él-; peg> es un pícaro, y ahora que hay luz quiero que me vea bien la cara y diga si me conoce. Vaya, pícaro, ¿me conoces? Habla, ¿qué enmudeces? No ha muchas horas que me viste y aseguraste que fui criado de tu padre y te di a vender una capa. Yo no te he desconocido, a pesar de estar algo diferente de lo que te vi; conque tú, ¿por qué no me has de conocer no habiendo yo mudado de traje?

Frío me quedé cuando me quedé solo con él y encerrado.

- Señor, perdóneme usted, soy un necio, no supe lo que hice; pero, señor, lo pasado, pasado; tenga usted lástima de mí y de mi pobre madre y dos hermanas doncellas que tengo, que se morirán de pesar si usted hace conmigo alguna fechoría; y así, por Dios, por María Santísima, por los huesitos de mi madre, que me perdone usted ésta, y no me mate sin confesión, pues le puedo jurar que estoy empecatado como un diablo.

- Ya está, amigo mío -me decía el trapiento-; levántese usted; ¿para qué son tantas plegarias? Yo no trato de matar a usted, ni soy asesino, ni alquilador de ellos. Siéntese usted, que le quiero dar alguna idea de la venganza que quiero tomar del agravio que usted me ha hecho. Para que otra vez no se aventure usted a juzgar de los hombres por sólo su exterior y sin indagar el fondo de su carácter y conducta, atiéndame. Si la nobleza heredada es un bien natural, de que los hombres puedan justamente vanagloriarse, yo nací noble, y de esto hay muchos testigos en México, y no sólo testigos, sino aun parientes que viven en el día. Este favor lo debí a la naturaleza, y a la fortuna le hubiera debido el ser rico si hubiera nacido primero que mi hermano Damián; mas éste, sin mérito ni elección suya, nació primero que yo y fue constituido mayorazgo, quedándonos yo y mis demás hermanos atenidos a lo poco que nuestro padre nos dejó de su quinto cuando mudó. De manera ...

- Perdone usted, señor -le interrumpí-, ¿pues qué, es posible que su padre de usted lo quiso dejar pobre con sus hermanos, y quizá expuesto a la indigencia, sólo por instituir al primogénito mayorazgo?

- Sí, amigo -me contestó el trapiento-, así sucedió y así sucede a cada instante, y esta corruptela no tiene más apoyo ni más justicia que la imitación de las preocupaciones antiguas.

Yo, amigo, si hablo contra los mayorazgos, hablo con justicia y experiencia. Mi padre, cuando instituyó el mayorazgo en favor de su hijo primogénito, acaso no pensó en otra cosa que en perpetuar el lustre de su casa, sin prevenir los daños que por esto habían de sobrevenir a sus demás hijos, porque antes de que yo llegara al infeliz estado en que usted me ve, ¡cuánto he tenido que lidiar con mi hermano para que me diese siquiera los alimentos mandados por mi padre en una cláusula de la institución!

Cuatro hermanos fuimos: Damián el mayorazgo, Antonio, Isabel y yo. Damián, ensoberbecido con el dinero y lisonjeado por los malos amigos, se prostituyó a todos los vicios, siendo sus favoritos, por desgracia, el juego y la embriaguez, y hoy anda honrando los huesos de mi padre de juego en juego y de taberna en taberna, sucio, desaliñado y medio loco, atenido a una muy corta dieta que le sirve para contentar sus vicios. Mi hermano Antonio, como que entró en la Iglesia sin vocación sino en fuerza de empujones de mi padre, ha salido un clérigo tonto, relajado y escandaloso, que ha dado harto quehacer a su prelado. Por accidente está en libertad; el Carmen y San Fernando, la cárcel y Tepotzotlán son sus casas y reclusiones ordinarias. Mi hermana Isabel ... ¡pobre muchacha! ¡Qué lástima me da acordarme de su desdichada suerte! Esta infeliz fue también víctima, del mayorazgo. Mi padre la hizo entrar en religión contra su voluntad, para mejor asegurar el vínculo en mi hermano Damián, sin acordarse quizá de las terribles censuras y excomuniones que el Santo Concilio de Trento fulmina contra los padres que violentan a sus hijas a entrar en religión sin su voluntad (1) y lo peor es que no pudo alegar ignorancia, pues mi hermana, viendo su resolución, hubo de confesarle llanamente cómo estaba inclinada a casarse con un joven vecino nuestro, que era igual a ella en cuna, en educación y en edad, muchacho muy honrado, empleado en rentas reales, de una gallarda presencia, y, sobre todo, que la amaba demasiado, y con esta confesión le suplicó que no la obligase a abrazar un estado para el que no se sentía a propósito, sino que le permitiera unirse con aquel joven amable, con cuya compañía se contemplaría feliz toda su vida.

Mi padre, lejos de docilizarse a la razón, luego que supo con quién quería casarse mi hermana, se exaltó en cólera y la riñó con la mayor aspereza, diciéndole que ésas eran locuras y picardías, que era muy muchacha para pensar en eso, que ese mozo a quien quería era un pícaro, tunante, que sabría tirarle cuanto llevara a su lado, que por bueno que a ella le pareciera no pasaba de un pobre, con cuya nota deslucía todas las buenas cualidades que ella le suponía, y, por fin, que él era su padre y sabía lo que le estaba bien, y a ella sólo le tocaba obedecer y callar, so pena de que si se oponía a su voluntad o le replicaba una palabra, le daría un balazo o la pondría en las Recogidas (2).

Con este propósito y decreto irrevocable, quedó mi pobre hermana desesperada de remedio, y sin más recurso que el del llanto, que de nada le valió.

Mi padre, desde este instante, agitó las cosas, de modo que a los tres días ya Isabel estaba en el convento.

El joven su querido, luego que lo supo quiso escribirla y acusarla de veleidosa e inconstante, pero mi padre, que le tenía tomadas todas las brechas, hubo de recoger la carta antes que llegara a manos de la novicia, y con ella, el dinero y un abogado caviloso, le armó al pobre tal laberinto de calumnias, que a buen componer tuvo que ausentarse de México y perder su destino por no exponerse a peores resultados.

Todo este enjuague se hizo no sólo sin noticias de mi hermana, sino antes tratando de desvanecer su pasión por medio de la artería más vil, y fue fingir una carta y enviársela de parte de su amante, en la que le decía mil improperios, tratándola de loca, fea y despreciable, y concluía asegurándola de su olvido para siempre, y afirmándole que estaba casado con una joven muy hermosa.

Esta carta se supuso escrita fuera de esta capital, y obró, no el efecto que mi padre quería, sino el que debía obrar en un corazón sensible, inocente y enamorado, que fue llenarlo de congoja, exasperarlo con los celos, agitarlo con la desesperación y confundirlo en el último abatimiento.

El tumulto de las pasiones agitadas que se habían conjurado contra ella, pasando del espíritu al cuerpo, le causó una fiebre tan maligna y violenta, que en siete días la separó del número de los vivientes ... ¡Ay, amada Isabel! ¡Querida hermana! ¡Víctima inocente sacrificada en las inmundas aras de la vanidad, a sombra de la fundación de un mayorazgo! Perdone tu triste sombra la imprudencia de mi padre, y reciba mis tiernos y amorosos recuerdos en señal del amor con que te quise y del interés que siempre tomé en tu desdichada suerte; y usted, amigo, disculpe estas naturales digresiones.

Cuando mi padre supo su fallecimiento, recibió por mano de su confesor una carta cerrada que decía así:

Padre y Señor:
La muerte va a cerrar mis ojos. A usted debo el morir en lo más florido de mis años. Por obediencia ... no, por miedo de las amenazas de usted abracé un estado para el que no era llamada de Dios. Forzadamente sacrílega ofrecí a Su Majestad mi corazón a los pies de los altares; pero mi corazón estaba ofrecido y consagrado de antemano con mi entera voluntad al caballero Jacobo. Cuando me prometí por suya puse a Dios por testigo de mi verdad, y este juramento lo habría cumplido siempre, y lo cumpliera en el instante de expirar, a ser posible; mas ya son infructuosos estos deseos. Yo muero atormentada, no de fiebre, sino del sentimiento de no haberme unido con el objeto que más amé en este mundo; pero a lo menos, entre el exceso de mi dolor, tengo el consuelo de que muriendo cesará la penosa esclavitud a que mi padre ... ¡qué dolor!, mi mismo padre me condenó sin delito. Espero que Dios se apiadará de mí, y le pide use con usted de su infinita misericordia, su desgraciada hija, la joven más infeliz.
Isabel (3).

Esta carta cubrió de horror y de tristeza el corazón de mi padre, así como la noche cubre de luto las bellezas de la Tierra. Desde aquel día se encerró en su recámara, donde estaba el retrato de mi hermana vestida de monja; lloraba sin consuelo, besaba el lienzo y lo abrazaba a cada instante; se negó a la conversación con sus más gratos amigos, abandonó sus atenciones domésticas, aborreció las viandas más sazonadas de su mesa; el sueño huyó de sus ojos, toda diversión le repugnaba, huía los consuelos como si fueran agravios, separó hasta la cama y habitación de mi madre; y para decirlo de una vez, la negra melancolía llenó de opacidad su corazón, hurtó el color de sus mejillas, y dentro de tres meses lo condujo al sepulcro, después de haber arrastrado noventa días una vida tristemente fatigada. Feliz será mi padre si compurgó con estas penas el sacrificio que hizo de mi hermana.

En tan infeliz situación me enamoré de una muchacha que tenía quinientos pesos, y más bien por los quinientos pesos que por ella, o séame lícito decir, que más por recibir aquel dinero para socorrer a mi pobre y amada madre que por otra cosa, me casé con la dicha joven, recibí la dote, que concluyó en cuatro días, quedándome peor que antes y cada día peor, pues de repente me hallé con madre, mujer y tres criaturas.

Mis desdichas crecían al par de los días; me fue preciso reducir mi familia a esta triste accesoria, porque mi hermano probó en juicio que ya no tenía obligación de darme nada. Mi mujer, que tenía un alma noble y sensible, no pudiendo sufrir mis infortunios, rindió la vida a los rigores de una extenuación mortal, o por decirlo sin disfraz, murió acosada del hambre, desnudez y trabajos.

Cate usted aquí en resumen toda mi vida y califique en la balanza de la justicia si seré pícaro como me juzgó, u hombre de bien como lo significo; y cuando, conforme a la razón, crea que soy hombre de bien, advierta que no son los hombres lo que parecen por su exterior. Hombres verá usted en el mundo vestidos de sabios, y son unos ignorantes; hombres vestidos de caballeros, y a lo menos en sus acciones, son unos plebeyos ordinarios; hombres vestidos de virtuosos, o, que aparentan virtud, y son unos criminales encubiertos; hombres ... ¿pero para qué me canso? Verá usted en el mundo hombres a cada instante indignos del hábito que traen, o acreedores a un sobrenombre honroso que no tienen, aunque no se recomienden por el traje, y entonces conocerá que a nadie se debe calificar por un exterior, sino por sus acciones.

A otro día muy temprano me despertaron con el chocolate, y después que lo tomé, me dijo el trapiento:

- Amiguito, ya usted ha visto la venganza que he querido tomar del agravio que me hizo ayer; no tengo otra cosa ni otro modo con qué manifestarle que lo perdono; pero usted reciba mi voluntad y no mi trivial agasajo únicamente le ruego que no pase por esta calle, pues los que han sabido que usted me calumnió de ladrón, si lo ven pasar por aquí creerán, no que el juez me conoció o, fió por hombre de bien, sino que nos hemos convenido y confabulado, y esto no le está bien a mi honor. Sólo esto le pido a usted y Dios lo ayude.

No es menester ponderar mucho lo que me conmovería una acción tan heroica y generosa. Yo le di las más expresivas gracias, lo abracé con todas mis fuerzas para significárselas, y le supliqué me dijera su nombre para saber siquiera a quién era deudor de tan caritativas acciones; pero no lo pude conseguir, pues él me decía:

- ¿Para qué tiene usted que meterse en esas averiguaciones? Yo no trato de lisonjear mi corazón cuando hago alguna cosa buena, sino de cumplir con mis deberes.

Viendo que me era imposible saber quién era por su boca, me despedí de él con la mayor ternura, acordándome de don Antonio, el que me favoreció en mi prisión, y me salí para la calle.


Notas

(1) Ses. 25, cap. 18. Excomulga el Santo Concilio en este lugar a todas y cualesquiera personas, de cualquiera calidad que sean, tanto clérigos como legos, seculares o regulares, gocen de la dignidad que gozaren, si de cualquier manera obligaren a alguna doncella, viuda u otra mujer ... a entrarse en monasterio, a recibir el hábito de cualquiera religión o a profesar en ella. Excomulga también a todo el que para ello diera consejo, auxilio o favor, y lo que es más, a cuantos sabiendo que el ingreso al monasterio, la toma de hábito o la profesión, es a fuerza, interpusiesen para el acto su autoridad o su presencia. De suerte que, como dice el doctor Boneta, en sentir del eximio Suárez, los agresores de esta violencia incurren en tres excomuniones: en la primera, por el ingreso al monasterio; en la segunda, por la recepción del hábito; y en la tercera, por el acto de la profesión. Hay casos, dice este autor, en que se justifica el tomar lo ajeno o el matar a otro; pero el violentar a una hija a que sea monja; no hay caso que lo justifique ni lo pueda justificar. En su libro, Gritos del infierno, págs. 211 y 212.

(2) Edificio destinado anteriormente a la corrección de mujeres malas; pero ya hace mucho tiempo que por falta de fondos no ha servido a los objetos de su institución. Posteriormente fue cuartel y fábrica de puros.

(3) Nada tiene de violento ni fabuloso este pasaje; mil han sucedido por este tenor. El doctor Boneta, en su librito ya citado, Gritos del infierno, en la página 210, refiere: Que una de estas forzadas, estando para morir, preguntó al confesor: Padre, si me muero ¿dejaré de ser monja?, y respondiéndola que sí, empezó ella misma a cerrarse los ojos y a hacer los esfuerzos más rabiosos para adelantarse a la muerte. Hasta aquí el autor citado. Y qué, ¿será esto lo más ni lo único que se ha visto con estas pobres que han sido monjas contra su voluntad? ¡Quiéralo Dios!, pero México mismo ha visto casos funestísimos tejidos de la propia tela; que no referimos porque algunos son muy recientes y privados para muchos. ¡De cuántos crímenes son reos ante el cielo los que violentan a sus hijas a ser monjas, y de cuántos modos puede hacerse esta violencia! Lo conciso de una nota no permite hacer una completa explicación; pero los padres timoratos y amantes de sus hijas ya se guardarán de forzarles su inclinación, ni con amenazas, ni con ruegos, ni con promesas, ni con halagos, ni con persuasiones, ni con nada que huela a fuerza física o virtual, si no quieren comparecer reos de la más rigurosa responsabilidad ante el más justo de los jueces.

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