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LIBRO III

VII

En el que Perico cuenta el maldito modo conque salió de la casa del chino, con otras cosas muy bonitas, pero es menester leerlas para saberlas

Como no hay hombre tan malo que no tenga alguna partida buena, yo, en medio de mis extravíos y disipación, conservaba algunas semillas de sensibilidad, aunque embotadas con mi soberbia, y tal cual respetillo y amor a mi religión, por cuyo motivo, y deseando conquistar a mi amo para que se hiciera cristiano, lo llevaba a las fiestas más lucidas que se hacían en algunos templos, cuya magnificencia lo sorprendía, y yo veía con gusto y edificación el gran respeto y devoción con que asistía a ellas, no sólo haciendo o imitando lo que veía hacer a los fieles, sino dando ejemplo de modestia a los irreverentes, porque después que estaba arrodillado todo el tiempo del sacrificio, no alzaba la vista, ni volvía la cabeza, ni escuchaba, ni hacía otras acciones indevotas que muchos cristianos hacen en tales lugares, con ultraje del lugar y del divino culto.

Yo advertí que movía los labios como que rezaba, y como sabía que ignoraba nuestras oraciones y no tenía motivo para pensar que creía en nuestra religión, me hacía fuerza, y un día, por salir de dudas, le pregunté qué decía a Dios cuando oraba en el templo. A lo que me contestó:

- Yo no sé si tu Dios existe o no existe en aquel precioso relicario que me enseñas; pero pues tú lo dices y todos los cristianos lo creen, razones sólidas, pruebas y experiencias tendrán para asegurarlo.

A más de esto, considero que en caso de ser cierto, el Dios que tú adoras no puede ser otro sino el mayor o el Dios de los Dioses, y a quien éstos viven sujetos y subordinados; seguramente adoráis a Laocón Izautey, que es el gobernador del cielo, y en esta creencia le digo: Dios grande, a quien adoro en este templo, compadécete de mí y haz que te amen cuantos te conocen para que sean felices. Esta oración repito muchas veces.

Absorto me dejó el chino con su respuesta, y provocado con ella, trataba de que se enamorara más y más de nuestra religión, y que se instruyera en ella; pero como no me hallaba suficiente para esta empresa, le propuse que sería muy propio a su decencia y porte que tuviera en su casa un capellán.

- ¿Qué es capellán? -me preguntó, y le dije que capellanes eran los ministros de la religión católica que vivían con los grandes señores como él, para decirles misa, confesarlos y administrarles los santos sacramentos en sus casas, previa licencia de los obispos y los párrocos.

- De estos capellanes me acomodan -dijo el chino-; y desde luego puedes solicitar uno de ellos para casa; pero ya te advierto que sea sabio y virtuoso, porque no lo quiero para mueble ni adorno. Si puede ser, búscamelo viejo, porque cuando las canas no prueben ciencia ni virtud, prueban a lo menos experiencia.

Con ese decreto partí yo contentísimo en solicitud del capellán, creyendo que había hecho algo bueno, y diciendo entre mí: ¡Válgame Dios! ¡Qué porción de verdades he dicho a mi amo en un instante! No hay duda, para misionero valgo lo que peso cuando estoy en ello. Pudiera coger un púlpito en las manos y andarme por esos mundos de Dios predicando lindezas, como decía Sancho a Don Quijote.

Con estos buenos, aunque superficiales sentimientos, me entré en casa de don Prudencia, amigo mío y hombre de bien, que tenía tertulia en su casa. Le dije lo que solicitaba, y él me dijo:

- Puntualmente hay lo que usted busca. Mi tío el doctor don Eugenio Bonifacio es un eclesiástico viejo, de una conducta muy arreglada y un pozo de ciencia, según dicen los que saben. Ahora está muy pobre, porque le han concursado sus capellanías, y es tan bueno que no se ha querido meter en pleitos, porque dice que la tranquilidad de su espíritu vale más que todo el oro del mundo. Le propondré este destino, y creo que lo admitirá con mucho gusto. Vaya mandarlo llamar ahora mismo, porque el llanto debe ser sobre el difunto.

Diciendo esto, se salió don Prudencia; me sacaron chocolate, y mientras que lo tomé dieron las oraciones, y fueron entrando mis contertulios.

Se comenzó a armar la bola de hombres y mujeres, y los bandolones fueron despertando los ánimos dormidos y poniendo los pies en movimiento.

En lo más fervoroso de mi chacota estaba yo, cuando don Prudencio me avisó que había llegado su tío el doctor, que pasara a contestar con él al gabinete para que mi boca oyera la propuesta que le hacía.

No estaba yo para contestar con doctores, y así, hurtando un medio cuarto de hora, entré al gabinete y despaché muy breve todo el negocio, quedando con el padre en que a las ocho del día siguiente vendría por él para llevarlo a casa. Quería el pobre sacerdote informarse despacio de todo lo que le había contado su sobrino; pero yo no me presté a sus deseos diciéndole que otro día nos veríamos y le satisfaría a cuanto me quisiese preguntar. Con esto me despedí, quedando en el concepto de aquel buen eclesiástico por un tronera malcriado.

Cuando llegué ya dormía el chino, y así yo cené muy bien y me fui a hacer lo mismo.

Al día siguiente, y a la hora citada, fui por el padre doctor, que ya me esperaba en casa de don Prudencio; lo hice subir en el coche y lo llevé a la presencia de mi amo.

Este respetable eclesiástico era alto, blanco, delgado, bien proporcionado de facciones; sus ojos eran negros y vivos, su semblante entre serio y afable, y su cabeza parecía un copo de nieve. Luego que entré a la sala donde estaba mi amo, le dije:

- Señor, este padre es el que he solicitado para capellán, según lo que hablamos ayer.

El chino, luego que lo vio, se levantó de su butaca y se fue a él con los brazos abiertos, y estrechándolo en ellos con el más cariñoso respeto, le dijo:

- Me doy de plácemes, señor, porque habéis venido a honrar esta casa, que desde ahora podéis contar por vuestra, y si vuestra conducta y sabiduría corresponden a lo emblanquecido de vuestra cabeza, seguramente yo seré vuestro mejor amigo.

Os he traído a mi casa porque me dice Pedro que es costumbre de los señores de su tierra tener capellanes en sus casas. Yo, desde antes de salir de la mía, supe que era muy debido a la prudencia el conformarse con las costumbres de los países donde uno vive, especialmente cuando éstas no son perjudiciales, y así ya podéis quedaros aquí desde este momento, siendo de vuestro cargo sacrificar a vuestro Dios por mi salud, y hacer que todos mis criados vivan con arreglo a su religión, porque me parece que andan algo extraviados. También me instruiréis en vuestra creencia y dogmas, pues, aunque sea por curiosidad, deseo saberlos, y por fin, seréis mi maestro y me enseñaréis todo cuanto consideréis que debe saber de vuestra tierra un extranjero que ha venido a ella sólo por ver estos mundos; y por lo que toca al salario que habéis de gozar, vos mismo os lo tasaréis a vuestro gusto.

El capellán estuvo atento a cuanto le dijo mi amo, y así le contestó que haría cuanto estuviera de su parte para que la familia anduviese arreglada; que lo instruiría de buena gana, no sólo en los principios de la religión católica, sino en cuanto le preguntara y quisiera saber del reino; que acerca de su honorario, en teniendo mesa y ropa, con muy poco dinero le sobraba para sus necesidades; pero que supuesto le hacía cargo de la familia, era menester también que le confiriese cierta autoridad sobre ella, de modo que pudiera corregir a los díscolos y expeler en caso preciso a los incorregibles, pues sólo así le tendrían respeto y se conseguiría su buen deseo.

Luego que venían de algún paseo, se encerraban a platicar mi amo y el capellán, quien en muy poco tiempo le enseñó a hablar y escribir el castellano perfectamente, y lo emprendió mi amo con tanto gusto y afición que todos los días escribía mucho, aunque yo no sabía qué, y leía todos los libros que el capellán le daba, con mucho fruto, porque tenía una feliz memoria.

De resultas de estas conferencias e instrucción, me tomó un día cuentas mi amo de su caudal con mucha prolijidad, como que sabía perfectamente la aritmética y conocía el valor de todas las monedas del reino. Yo le di las del Gran Capitán, y resultó que en dos o tres meses había gastado ocho mil pesos. Hizo el chino avaluar el coche, ropa, y menaje de casa; sumó cuánto montaba el gasto de casa, mesa y criados, y sacó por buena cuenta que yo había tirado tres mil pesos. Sin embargo, fue tan prudente que sólo me lo hizo ver, y me pidió las llaves de los cofres, entregándoselas al capellán y encargándole el gasto económico de su casa.

Este golpe para mí fue mortal, no tanto por la vergüencilla que me causó el despojo de las llaves, cuanto por la falta que me hacían.

El capellán, desde que me conoció, formó de mi el concepto que debía, esto es, de que era yo un pícaro, y así creo que se lo hizo entender a mi amo, pues éste, a más de quitarme las llaves, me veía no sólo con seriedad, sino con cierto desdén, que lo juzgué precursor de mi expulsión de aquella jauja.

Con este miedo me esforzaba cuanto podía por hacerle una barba finísima; y una vez que estaba trabajando en este tan apreciable ejercicio, a causa de que el capellán no estaba en casa y él estaba triste, le pregunté el motivo, y el chino sencillamente me dijo:

- Qué, ¿no se usa en tu tierra que los extranjeros tengan mujeres en sus casas?

- Sí, señor -le respondí-; los que quieren las tienen.

- Pues tráeme dos o tres que sean hermosas para que me sirvan y diviertan, que yo las pagaré bien, y si me gustan me casaré con ellas.

Halléme aquí un buen lugar para poner en mal al capellán, aunque injustamente, y así le dije que el capellán no quería que estuvieran en casa, que ése era el embarazo que yo pulsaba, pero que mujeres sobraban en México, muy bonitas y no muy caras.

- Pues tráelas -dijo el chino-, que el capellán no me puede privar de una satisfacción que la Naturaleza y mi religión me permiten.

- Con todo eso, señor -le repliqué-, el capellán es el demonio; no puede ver a las mujeres desde que una lo golpeó por otra en un paseo, y como está tan engreído con el favor de usted, querrá vengarse con las muchachas que yo traiga, y aun las echará a palos por más lindas que sean y usted las quiera.

Enojase el chino, creyendo que el capellán le quitaría su gusto, y así enardecido, dijo:

- ¿Qué es eso de echar a palos de mi casa a ninguna mujer que yo quiera? Lo echaré yo a él si tal atrevimiento tuviere. Anda y tráeme las mujeres más bellas que encuentres ...

Contentísimo salí yo a buscar las madamas que me encargaron, creyendo que con el madurativo que había puesto, el capellán debía salir de casa, y yo debía volver a hacerme dueño de la confianza del chino.

No me gustaba mucho el oficio de alcahuete, ni jamás había probado mi habilidad para el efecto; me daba vergüenza ir a salir con tal embajada a las coquetas, porque no era viejo ni estaba trapiento; y así temía sus chocarrerías, y más que todo temblaba al considerar la prisa que se darían ellas mismas para quitarme el crédito; pero, sin embargo, el deseo de manejar dinero y verme libre del capellán me hizo atropellar con el pedacillo de honor que conservaba, y me determiné a la empresa. Llegué, vi y vencí con más facilidad que César. Buscar las cusquillas, hallarlas y persuadirlas a que vinieran conmigo a servir al chino, fue obra de un momento.

Muy ancho fui entrando al gabinete del chino con mis tres damiselas, a tiempo que estaba con él el capellán, quien luego que las vio y conoció por los modestos trajes, les preguntó encapotando las cejas que a quién buscaban.

Ellas se sorprendieron con tal pregunta, y hecha por un sacerdote conocido por su virtud, y así, sin poder hablar bien, le dijeron que yo las había llevado y no sabían para qué.

- Pues, hijas -les dijo el capellán-, vayan con Dios, que aquí no hay en qué destinarlas.

Salieron aquellas muchachas corridísimas y jurándome la venganza el capellán se encaró conmigo, y me dijo:

- Sin perder un instante de tiempo, saca usted su catre y baúl y se muda, calumniador, falso y hombre infame. ¿No le basta ser un pícaro de por sí, sino también ser un alcahuete vil? ¿No está contento con lo que le ha estafado a este pobre hombre, sino que aún quiere que lo estafen esas locas? Y por fin, ¿no bastará condenarse, sino que quiere condenar a otros? ¡Eh, váyase con Dios antes de que haga llamar dos alguaciles y lo pongan donde merece!

Consideren ustedes cómo saldría yo de aquella casa, ardiéndome las orejas. Frente al zaguán estaban dos cargadores; los llamé, cargaron mis baúles y mi catre y me salí sin despedida.

Iba con mi casaca y mi palito tras de los cargadores, avergonzado hasta de mí mismo, considerando que todos aquellos ultrajes que había oído eran muy bien merecidos, y naturales efectos de mi mala conducta.

Torcía una esquina pensando irme a casa de alguno de mis amigos, cuando he aquí que por mi desgracia estaban allí las tres señoritas que acababan de salir corridas por mi causa, y no bien me conocieron, cuando una me afianzó del pelo, otra de los vuelos, y entre las tres me dieron tan furiosa tarea de araños y estrujones que en un abrir y cerrar de ojos me desmecharon, arañaron la cara e hicieron tiras mi ropa, sin descansar sus lenguas de maltratarme a cual más, repitiéndome sin cesar el retumbante título de alcahuete.

Por empeño de algunos hombres decentes que se llegaron a ser testigos de mis honras, me dejaron al fin, ya dije cómo, y lo peor fue que los cargadores, viéndome tan bien entretenido y asegurado, se marcharon con mis trastos, sin poder yo darles alcance porque no vi por dónde se fueron.

Así, todo molido a golpes, hecho pedazos y sin blanca, me hallé cerca de las oraciones de la noche frente de la plaza del Volador, siendo el objeto más ridículo para cuantos me miraban.

Me senté en un zaguán, y a las ocho me levanté con intenciones de irme a ahorcar.

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