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LIBRO II

VII

En el que nuestro Perico cuenta cómo concluyó el cura su sermón; la mala mano que tuvo en una peste y el endiablado modo con que salió del pueblo; tratándose en dicho capítulo, por vía de intermedio, algunas materias curiosas

- No se crea, señores -continuó el cura-, que yo trato de poner a los médicos en mal. La medicina es un arte celestial de que Dios proveyó al hombre; sus dignos profesores son acreedores a nuestras honras y alabanzas; pero cuando éstos no son tales como deben ser, los vituperios cargan sobre su ineptitud y su interés, no sobre la utilidad y necesidad de la medicina y sus sabios profesores. El médico docto, aplicado y caritativo es recomendable; pero el necio, el venal y que se acogió a esta facultad para buscar la vida, por no tener fuerzas para dedicarse al mecapal, es un hombre odioso y digno de reputarse por un asesino del género humano con lipencia, aunque involuntaria, del Protomedicato.

- Pues, no, señor -le interrumpí-, yo no soy de ésos; yo sé mi obligación y estoy examinado y aprobado némine díscrepante (con todos los votos), por el Real Protomedicato de México; no ignoro que las partes de la medicina son: Fisiología, Patología, Semeiótica, y Terapéutica; sé la estructura del cuerpo humano; cuáles se llaman fluidos, cuáles sólidos; sé lo que son huesos y cartílagos, cuál es el cráneo y que se compone de ocho partes; sé cuál es el hueso occipital, la duramáter y el frontis; sé el número de las costillas, cuál es el esternón, los omóplatos, el cóccix, las tibias, sé qué cosa son los intestinos, las venas, los nervios, los músculos, las arterias, el tejido celular y el epidermis; sé cuántos y cuáles son los humores del hombre, como la sangre, la bilis, la flema, el quilo y el gástrico; sé lo que es la linfa y los espíritus animales, y cómo obran en el cuerpo sano y cómo en el enfermo; conozco las enfermedades con sus propios y legítimos nombres griegos, como la ascitis, la anasarca, la hidrofobia, el zaratán, la pleuresía, el mal venéreo, la clorosis, la caquexia, la podagra, el parafrenitis, el priapismo, el paroxismo y otras mil enfermedades que el necio vulgo llama hidropesía, rabia, gálico, dolor de costado, gota y demás simplezas que acostumbra; conozco la virtud de los remedios sin necesitar saber cómo los hacen los boticarios y los químicos; los simples de que se componen y el modo cómo obran en el cuerpo humano, y así se lo que son febrigus, astringentes, antiespasmódicos, aromáticos, diuréticos, errinos, narcóticos, pectorales, purgantes, diaforéticos, vulnerarios, antivenéreos, emotoícos, estimulantes, vermífugos, laxantes, cáusticos y anticólicos; sé ...

- Ya está, señor doctor -decía el cura muy apurado-, ya está, por amor de Dios, que eso es mucho saber, y yo maldito lo que entiendo de cuanto ha dicho. Me parece que he estado oyendo hablar a Hipócrates en su idioma; pero lo cierto es que con tanto saber despachó en cuatro días a la pobre vieja hidrópica tía Petronila, que algunos años hace vivía con su ¡ay! ¡ay! antes que usted viniera, y después que usted vino, le aligeró el paso a fuerza de purgantes muchos, muy acres y en excesiva dosis, lo que me pareció una herejía médica, pues la debilidad en un viejo es cabalmente un contraindicante de purgas y sangrías. Motivo fue éste para que el otro pobre gotoso o reumático no quisiera que usted acabara de matarlo. Con tanto saber, amigo, usted me va despoblando la feligresía sin sentir, pues desde que está aquí he advertido que las cuentas de mi parroquia han subido un cincuenta por ciento; y aunque otro cura más interesable que yo daría a usted las gracias por la multitud de muertos que despacha, yo no, amigo, porque amo mucho a mis feligreses, y conozco que a dura tiempo, usted me quita de cura, pues acabada que sea la gente del pueblo y sus visitas, yo seré cura de casas vacías y campos incultos. Conque vea usted cuánto sabe, pues aun resultándome interés me pesa de su saber.

Riéronse todos a carcajadas con la ironía del cura, y yo incómodo de esto, le dije ardiéndome las orejas:

- Señor cura, para hablar es menester pensar y tener instrucción en lo que se habla, los casos que usted me ha recordado por burla son comunes; a cada paso acaece que el más ruin enfermo se le muere al mejor médico. ¿Pues qué, piensa usted que los médicos son dioses que han de llevar la vida a los enfermos? Ovidio, en el libro primero del Ponto, dice: que no siempre está en las manos del médico que el enfermo sane, y que muchas veces el mal vence a la medicina: Non est in medico semper relevetur ut aeger; interdum docta plus valet arte malum. Él mismo dice que hay enfermedades incurables que no sanarán si el propio Esculapio les aplica la medicina, y harán resistencia a las aguas termales más específicas, tales como aquí las aguas del Peñón o Atotonilco, y una de estas enfermedades es la epilepsia. Oigan ustedes sus palabras: Afferat ipse ficet sacras Epidaurius herbas sanabit nulla vulnera cordís ope.

Se acabó de incomodar el cura con esta impolítica reprensión, y dando una palmada en la mesa, me dijo:

- Poco a poco, señor doctor, o señor charlatán; advierta usted con quién habla, en qué parte, cómo y delante de qué personas. ¿Ha pensado usted que soy algún topile o algún barbaján para que se altere conmigo de ese modo, y quiera regañarme como a un muchacho? ¿O cree usted que porque lo he llevado con prudencia me falta razón para tratarlo como quien es, esto es, como a un loco, vano, pedante sin educación? Sí, señor, no pasa usted de ahí ni pasará en el concepto de los juiciosos, por más latines y más despropósitos que diga ...

El subdelegado y todos cuando vieron al cura enojado trataron de serenarlo.

- Vean ustedes -decía el cura-; si yo no estuviera satisfecho de que el señor doctor habla sin reflexión lo primero que se le viene a la boca, ésta era mano de irritarse más; pues lo que da a entender es que los sacerdotes y curas, a título de tales, se quieren siempre salir con cuanto hay, lo que ciertamente es un agravio no sólo a mí, sino a todo el respetable clero; pero repito que estoy convencido de su modo de producir, y así es preciso disculparlo y desengañarlo de camino.

Y volviéndose a mí, me dijo:

- Amigo, no niego que hay algunos eclesiásticos que a título de tales quieren salirse con cuanto hay, como usted ha dicho; pero es menester considerar que éstos no son todos, sino uno u otro imprudente que en esto o en cosas peores manifiestan su poco talento, y acaso vilipendian su carácter; mas este caso, fuera de que no es extraño, pues en cualquiera corporación, por pequeña y lúcida que sea, no falta un discolo, no debe servir de regla para hablar atropelladamente de todo el cuerpo.

Si me he excedido en algo con usted, dispénseme, pues lo que dije fue provocado por su inadvertida reprensión, y reprensión que no cae sobre yerro alguno, porque yo, cuando hablo alguna cosa, procuro que me quede retaguardia para probar lo que digo; y si no, manos a la obra. Entre varias cosas dije a usted, me acuerdo, que hablaba cosas que no entendía lo que eran (esto se llama pedantismo). Es mi gusto que me haga usted quedar mal delante de estos señores, haciéndome favor de explicarnos qué parte de la medicina es la semeiótica; cuál es el humor gástrico o el pancreático; qué enfermedad es el priapismo; cuáles son las glándulas del mesenterio; qué especies hay de cefalalgias, y qué clase de remedio son los emotoicos; pero con la advertencia de que yo lo sé bien, y entre mis libros tengo autores que lo explican bellamente, y puedo enseñárselos a estos señores en un minuto; y así usted no se exponga a decir una cosa por otra, fiado en que no lo entiendo, pues aunque no soy médico, he sido muy curioso y me ha gustado leer de todo; en una palabra, he sido aprendiz de todo y oficial de nada. Conque así, vamos a ver; si me responde usted con tino a lo que le pregunto, le doy esta onza de oro para polvos; y si no, me contentaré con que usted confíese que no soy de los clérigos que sostengo una disputa por clérigo, sino porque sé lo que hablo y lo que disputo.

La sangre se me bajó a los talones con la proposición del cura, porque yo maldito lo que entendía de cuanto había dicho, pues solamente aprendí esos nombres bárbaros en casa de mi maestro, fiado en que con saberlos de memoria y decirlos con garbo, tenía cuanto había menester para ser médico, o a lo menos para parecerlo; y así no tuve más escape que decirle:

- Señor cura, usted me dispense; pero yo no trato de sujetarme a semejante examen; ya el protomedicato me examinó ... y me aprobó, como consta de mis certificaciones y documentos.

- Está muy bien -dijo el cura-, sólo con que usted se niegue a una cosa tan fácil, me doy por satisfecho; pero yo también protesto no sujetarme a los médicos inhábiles o que siquiera me lo parezcan. Sí, señor; yo seré mi médico como lo he sido hasta aquí; a lo menos tendré menos embarazos para perdonarme las erradas; y en aquella parte de la medicina que trata de conservar la salud y los facultativos llaman higiene, me contentaré con observar las reglas que la escuela Salemitana prescribió a un rey de la Gran Bretaña, a saber poco vino, poca cena, ejercicio, ningún sueño meridiano, o lo que llamamos siesta, vientre libre, fuga de cuidados y pesadumbres, menos cóleras; a lo que yo añado algunos baños y medicinas las más simples, cuando son precisas, y cáteme usted sano y gordo como me ve; porque no hay remedio, amigo, yo fuera el primero que me entregaría a discreción de cualquier médico, si todos los médicos fueran como debían ser; pero, por desgracia, apenas se puede distinguir el buen médico del necio empírico del curandero o charlatán.

No me arrugue usted las cejas, me decía el cura sonriéndose; algo ha habido en nuestra España que se parezca a esto. En el título de los físicos y los enfermos entre las leyes del Fuero Juzgo, se lee una en el libro II que dice: que el físico (esto es, el médico) capitule con los enfermos lo que le han de dar por la cura; y que si los curan le paguen, y si en vez de curar los empeoran con sangrías (se debe entender que con otro cualquier error), que él pague los daños que causó. Y si se muere el enfermo, siendo libre, quede el médico a discreción de los herederos del difunto; y si éste era esclavo, le dé a su señor otro de igual valor que el muerto.

Yo conozco que esta ley tiene algo de violenta, porque ¿quién puede probar en regla el error de un médico, sino otro médico?, ¿y qué médico no haría por su compañero? Fuera de que, el hombre alguna vez ha de morir, y en este caso no era difícil que se le imputara al médico el efecto preciso de la naturaleza, y más si el enfermo era esclavo, pues su amo querría resarcirse de la pérdida a costa del pobre médico; mas estas leyes no están en uso, y si me parece que lo está la práctica de los asiáticos, que me gusta demasiado.

Ya el subdelegado y toda la comitiva estaban incómodos con tanta conversación del cura, y así procuraron cortarla poniendo un monte de dos mil pesos, en el que (para no cansar a ustedes) se me arrancó lo que había achacado, quedándome a un pan pedir.

Así, así, y entre mal y bien, la continúe pasando algunos meses más, y una ocasión que me llamaron a visitar a una vieja rica, mujer de un hacendero, que estaba enferma de fiebre, encontré ahí al cura, a quien temía como al diablo; pero yo, sin olvidar mi charlatanería, dije que aquello no era cosa de cuidado y que no estaba en necesidad de disponerse; mas el cura, que ya la había visto y era más médico que yo me dijo:

- Vea usted, la enferma es vieja, padece la fiebre ya hace cinco días; está muy gruesa y a veces soporosa; ya delira de cuando en cuando, tiene manchas amoratadas, que ustedes llaman petequias; parece que es una fiebre pútrida o maligna; no hemos de esperar a que cace moscas o esté in agone (agonizando) para sacramentarla. A más de que, amigo, ¿cómo podrá el médico descuidarse en este punto tan principal, ni hacer confiar al enfermo en una esperanza fugaz y en una seguridad de que el mismo médico carece? Sépase usted que el Concilio de París del año de 1429, ordena a los médicos que exhorten a los enfermos que están de peligro a que se confiesen antes de darles los remedios corporales, y negarles su asistencia si no se sujetan a su consejo. El de Tortosa del mismo año prohibe a los médicos hacer tres visitas seguidas a los enfermos que no se hayan confesado. El Concilio II de Letrán de 1215, en el canon 24, dice: que cuando sean llamados los médicos para los enfermos deben aquéllos, ante todas cosas, advertirles se provean de médicos espirituales; para que habiendo tomado las precauciones necesarias para la salud de su alma, les sean más provechosos los remedios en la curación de su cuerpo.

Esto, amigo -me decía el cura-, dice la Iglesia por sus santos concilios; conque vea usted qué se puede perder en que se confiese y sacramente nuestra enferma, y más hallándose en el estado en que se halla.

Azorado con tantas noticias del cura, le dije:

- Señor, usted dice muy bien, que se haga todo lo que usted mande.

En efecto, el sabio párroco aprovechó los preciosos instantes, la confesó y sacramentó, y luego yo entré con mi oficio y le mandé cáusticos, friegas, sinapismos, refrigerantes y matantes, porque a los dos días ya estaba con Jesucristo.

Así pasé otros pocos meses más (que por todos serían quince o dieciséis; los que estuve en Tula), hasta que acaeció en aquel pueblo, por mal de mis pecados, una peste del diablo, que jamás supe comprender; porque les acometía a los enfermos una fiebre repentina, acompañada de basca y delirio, y en cuatro o cinco días tronaban.

Yo leía el Tissot, a madama Fouquet, Gregorio López, al Buchan, el Vanegas y cuantos compendistas tenía a la mano; pero nada me valía; los enfermos morían a millarada.

Por fin, y para colmo de mis desgracias, según el sistema del doctor Purgante, di en hacer evacuar a los enfermos el humor pecante, y para esto me valí de los purgantes más feroces, y viendo que con ellos sólo morían los pobres extenuados, quise matarlos con cólicos que llaman misereres o de una vez envenenados.

Para esto les daba más que regulares dosis de tártaro emético, hasta en cantidad de doce gramos, con lo que expiraban los enfermos con terribles ansias.

Por mis pecados me tocó hacer esta suerte con la señora gobernadora de los indios. Le di el tártaro, expiró, y a otro día, que iba yo a ver cómo se sentía, hallé la casa inundada de indios, indias e inditos, que todos lloraban a la par.

Fui entrando tan tonto como sinvergüenza. Es de advertir que por obra de Dios iba en mi mula; pues, no en la mía, sino en la del doctor Purgante; pero ello es que apenas me vieron los dolientes, cuando comenzando por un murmullo de voces, se levantó contra mí tan furioso torbellino de gritos, llamándome ladrón y matador, que ya no me la podía acabar; y más cuando el pueblo todo, que allí estaba junto, rompiendo los diques de la moderación, y dejándose de lágrimas y vituperios, comenzó a levantar piedras y a disparármelas infinitamente y con gran tino y vocería, diciéndome en su lengua: Maldito seas, médico del diablo, que llevas trazas de acabar con todo el pueblo.

Los malvados indios no se olvidaron de mi casa, a la que no le valió el sagrado de estar junto a la del cura, pues después de que aporrearon a la cocinera y a mi mozo, tratándolos de solapadores de mis asesinatos, la maltrataron toda, haciendo pedazos mis pocos muebles, y tirando mis libros y mis botes por el balcón.

Este fue el fin glorioso que tuvieron mis aventuras de médico. Corrí como una liebre, y con tanta carrera y el mal pasaje que tuvo la mula, en el pueblo de Tlalnepantla se me cayó muerta a los dos días. Era fuerza que lo mal habido tuviera un fin siniestro.

Finalmente, yo vendí allí la silla y la gualdrapa en lo primero que me dieron; tiré la peluca y la golilla en una zanja para no parecer tan ridículo; y a pie y andando con mi capa al hombro y un palo en la mano, llegué a México, donde me pasó lo que leeréis en el capítulo VIII de esta verdadera e imponderable historia.

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