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LIBRO III

VI

En el que cuenta Perico la confianza que mereció al chino; la venida de éste con él a México, y los días felices que logró a su lado gastando mucho y tratándose como un conde

Contento y admirado vivía yo con mi nuevo amigo. Contento por el buen trato que me daba, y admirado por oírlo discurrir todos los días con tanta franqueza sobre muchas materias que parecía que las profesaba a fondo. Es verdad que su estilo no era el que yo escribo, sino uno muy sublime y lleno de frases que regalaban nuestros oídos pero como su locución era natural, añadía con ella nueva gracia a sus discursos.

Era el chino sabio, juicioso y en todo bueno; pero ya estaba yo acostumbrado a valerme de la bondad de los hombres para engañarlos cuando podía; y así no me fue difícil engañar a éste. Procuré conocerle su genio; advertí que era justo, piadoso y desinteresado; le acometía siempre por estos flancos, y rara vez no conseguía mi pretensión.

En medio de esta bonanza no dejaba yo de sentir que me hubiese salido huero mi virreinato, y muchas veces no podía consolarme con mi fingido condazgo, aunque no me descuadraba que me regalaran las orejas con el título, pues todos los días me decían los extranjeros que visitaban al chaen: conde oiga V. S.; conde mire V.S.; conde, tenga V. S.; y daca el conde, y toma el conde, y todo era condearme de arriba abajo. Hasta el pobre chino me condeaba en fuerza del ejemplo, y como veía que todos me trataban con respeto y cariño, se creyó que un conde o menos tanto como un tután en su tierra o un visir en la Turquía.

A pocos días avisaron los extranjeros que el buque estaba listo, y que sólo estaban detenidos por la licencia del tután. Su hermano la consiguió fácilmente; y ya que todo estaba prevenido para embarcarnos, les comunicó el designio que tenía de pasar a la América con licencia del rey, gracia muy particular en Asia.

Todos los pasajeros festejaron en la mesa su intención con muchos vivas, ofreciéndose a porfía a servirIo en cuanto pudieran. Al fin era toda gente bien nacida, y sabían a lo que obligan las leyes de la gratitud.

Llegó el día de embarcarnos, y cuando todos esperábamos a bordo el equipaje del chaen, vimos con admiración que se redujo a un catre, un criado, un baúl y una petaquilla. Entonces, y cuando entró el chino, le preguntó el comerciante español que si aquel baúl estaba lleno de onzas de oro.

- No está -dijo el chino-; apenas habrá doscientas.

- Pues es muy poco dinero -le replicó el comerciante- para el viaje que intentáis hacer.

Se sonrió el chino y le dijo:

- Me sobra dinero para ver México y viajar por Europa.

- Vos sabéis lo que hacéis -dijo el español-; pero os repito que ese dinero es poco.

- Es harto -decía el chino-; yo cuento con el vuestro, con el de vuestros paisanos que nos acompañan y con el que guardan en sus arcas los ricos de vuestra tierra. Yo se los sacaré lícitamente y me sobrará para todo.

- Hacedme favor -replicó el español- de descifrarme este enigma. Si es por amistad, seguramente podéis contar con mi dinero y con el de mis compañeros; pero si es en línea de trato, no sé con qué nos podréis sacar un peso.

- Con pedazos de piedras y enfermedades de animales -dijo el chino-, y no me preguntéis más, que cuando estemos en México yo os descifraré el enigma.

Con esto quedamos todos perplejos, se levaron las anclas y nos entregamos a la mar, queriendo Dios que fuera nuestra navegación tan feliz que en tres meses llegamos viento en popa al puerto y ruin ciudad de Acapulco, que, a pesar de serlo tanto, me pareció al besar sus arenas más hermosa que la capital de México. Gozo muy natural de quien vuelve a ver, después de sufrir algunos trabajos, los cerros y casuchas de su patria.

Desembarcámonos muy contentos; descansamos ocho días, y en literas dispusimos nuestro viaje para México.

En el camino iba yo pensando cómo me separaría del chino y demás camaradas, dejándoles en la creencia de que era conde, sin pasar por un embustero, ni un ingrato grosero; pero por más que cavilé, no pude desembarazarme de las dificultades que pulsaba.

En esto avanzamos leguas de terreno cada día, hasta que llegamos a esta ciudad y posamos todos en el mesón de la Herradura.

El chino, como que ignoraba los usos de mi patria, en todo hacía alto, y me confundía a preguntas, porque todo le cogía de nuevo, y me rogaba que no me separara de él hasta que tuviera alguna instrucción, lo que yo le prometí, y quedamos corrientes; pero los extranjeros, me molían mucho con mi condazgo, particularmente el español; que me decía:

- Conde, ya dos días hace que estamos en México, y no parecen sus criados ni el coche de V. S. para conducido a su casa. Vamos, la verdad usted es conde ... pues ... no se incomode V. S., pero creo que es conde de cámara, así como hay gentiles hombres de cámara.

Cuando me dijo esto, me incomodé y le dije:

- Crea usted o no que soy conde, nada me importa. Mi casa está en Guadalajara; de aquí a que vengan de allá por mí, se ha de pasar algún tiempo, y mientras, no puedo hacer el papel que usted espera; mas algún día sabremos quién es cada cual.

Con esto me dejó y no me volvió a hablar palabra del condazgo. El chino, para descubrirle el enigma que le dijo al tiempo de embarcarnos, le sacó un canutero lleno de brillantes exquisitos, y una cajita, como de polvos, surtida de hermosas perlas, y le dijo:

- Español, de estos canuteros tengo quince, y cuarenta de estas cajitas; ¿qué dice usted?! ¿me habilitarán de moneda a merced de ellos?

El comerciante, admirado con aquella riqueza, no se cansaba de ponderar los quilates de los diamantes, y lo grande, igual y orientado de las perlas, y así en medio de su abstracción, respondió:

- Si todos los brillantes y perlas son como éstas, en tanta cantidad, bien podrán dar dos millones de pesos. ¡Oh, qué riqueza! ¡Qué primor! ¡Qué hermosura!

- Yo diría -puso el chino-, ¡qué bobería, qué locura y qué necedad la de los hombres que se pagan tanto de unas piedras y de unos humores endurecidos de las ostras, que acaso serán enfermedades, como las piedras que los hombres crían en las vejigas de la orina o los riñones! Amigo, los hombres aprecian lo dificil más que lo bello. Un brillante de éstos, cierto que es hermoso y de una solidez más que de pedernal; pero sobran piedras que equivalen a ellos en lo brillante, y que remiten a los ojos la luz que reflecta en ellos matizada con los colores del iris que son los que nos envía el diamante y no más.

A mí por ahora lo que me interesa es valerme de su preocupación para habilitanne de dinero.

- Pues lo conseguirá usted fácilmente -le dijo el español-, porque mientras haya hombres, no faltará quien pague los diamantes y las perlas; y mientras haya mujeres sobrará quien sacrifique a los hombres para que las compren. Esta tarde vendré con un lapidario, y le emplearé a usted diez o doce mil pesos.

Se llegó la hora de comer, y después de hacerlo, salió el comerciante a la calle, y a poco rato volvió con el inteligente y ajustó unos cuantos brillantes y cuatro hilos de perlas con tres hennosas calabacillas, pagando el dinero de contado.

A los tres días se separó de nuestra compañía, quedándonos el chino, yo, su criado y otro mozo de México que le solicité para que hiciera los mandados.

Todavía estaba creyendo mi amigo que yo era conde, y cada rato me decía:

- Conde, ¿cuándo vendrán de tu tierra por ti?

Yo le respondía lo primero que se me venía a la cabeza, y él quedaba muy satisfecho, pero no lo quedaba tanto el criado mexicano, que aunque me veía decente no advertía en mí el lujo de un conde; y tanto le llegó a chocar, que un día me dijo:

- Señor, perdone su merced; pero dígame ¿es conde de veras o se apellida ansí?

- Así me apellido -le respondí, y me quité de encima aquel curioso majadero.

Así lo iba yo pasando muy bien entre conde y no conde con mi chino, ganándole cada día más y más el afecto, y siendo depositario de su confianza y de su dinero con tanta libertad que yo mismo, temiendo no me picara la culebra del juego y fuera a hacer una de las mías, le daba las llaves del baúl y petaquilla, diciéndole que las guardara y me diese el dinero para el gasto. Él nunca las tomaba, hasta que una vez que instaba yo sobre ello se puso serio, y con su acostumbrada ingenuidad me dijo:

- Conde, días ha que porfías porque yo guarde mi dinero; guardalo tú si quieres, que yo no desconfío de ti, porque eres noble, y de los nobles jamás se debe desconfiar, porque el que lo es, procura que sus acciones correspondan a sus principios; esto obliga a cualquier noble, aunque sea pobre; ¿cuánto no obligará a un noble visible y señalado en la sociedad como un conde? Conque así guarda las llaves y gasta con libertad en cuanto conozcas que es necesario a mi comodidad y decencia; porque te advierto que me hallo muy disgustado en esta casa, que es muy chica, incómoda, sucia y mal servida, siendo lo peor la mesa; y así hazme gusto de proporcionarme otra cosa mejor, y si todas las casas de tu tierra son así, avísame para conformarme de una vez.

Yo le di las gracias por su confianza, y le dije que supuesto quería tratarse como caballero que era, tenía dinero, y me comisionaba para ello, que perdiera cuidado, que en menos de ocho días se compondría todo.

A ese tiempo entró el criado mi paisano con el maestro barbero, quien luego que me vio se fue sobre mí con los brazos abiertos, y apretándome el pescuezo que ya me ahogaba, me decía:

- ¡Bendito sea Dios, señor amo, que le vuelvo a ver y tan guapote! ¿Dónde ha estado usted? Porque después de la descolada que le dieron los malditos indios de Tula, ya no he vuelto a saber de usted para nada.

Lo más que me dijo un su amigo fue que lo habían despachado a un presidio de soldado por no sé qué cosas que hizo en Tixtla; pero de entonces acá no he vuelto a tener razón de usted. Conque, dígame, señor ¿qué es de su vida?

Andrés me volvió a abrazar y me dijo que visitara, que tenía muchas cosas que decirme, que su barbería estaba en la calle de la Merced junto a la casa del Pueblo. Con esto se fue, y mi amo el chino, a quien debo dar este nombre, me dijo con la mayor prudencia:

- Acabo de conocer que ni eres rico ni conde, y creo que te valiste de este artificio para vivir mejor a mi lado. Nada me hace fuerza, ni te tengo a mal que te proporcionaras tu mejor pasaje con una mentira inocente. Mucho menos pienses que has bajado de concepto para mí, porque eres pobre y no hay tal condazgo; yo te he juzgado hombre de bien, y por eso te he querido. Siempre que lo seas, continuarás logrando el mismo lugar en mi estimación, pues para mí no hay más conde que el hombre de bien, sea quien fuere, y el que sea un pícaro no me hará creer que es noble, aunque sea conde. Conque anda, no te avergüences; sígueme sirviendo como hasta aquí y señálate salario, que yo no sé cuánto ganan los criados como tú en tu tierra.

Aunque me avergoncé un poco de verme pasar en un momento en el concepto de mi amo de conde a criado, no me disgustó su cariño, ni menos la libertad que me concedía de señalarme salario a mi arbitrio y pagarme de mi mano; y así, procurando desechar la vergüencilla como si fuera mal pensamiento, procuré pasarme buena vida, comenzando por granjear a mi amo y darle gusto.

En fin, yo me hallé la bolita de oro con mi nuevo amo, quien a más de ser muy rico, liberal y bueno, me quería más cada día porque yo estudiaba el modo de lisonjearlo. Me hacía muy circunspecto en su presencia, y tan económico, que reñía con los criados por un cabo de vela que se quedaba ardiendo, y por tantita paja que veía tirada por el patio; y así mi amo vivía confiado en que le cuidaba mucho sus intereses; pero no sabía que cuando salía solo no iban mis bolsas vacías de oro y plata, que gastaba alegremente con mis amigos y las amigas de ellos.

Engreído con el libre manejo que tenía del oro de mi amo; desvanecido con los buenos vestidos, casa y coche que disfrutaba de coca; aturdido con las adulaciones que me prodigaban infinitos aduladores de más que mediana esfera, que a cada peso celebraban mi talento, mi nobleza, mi garbo y mi liberalidad, cuyos elogios pagaba yo bien caros, y lo más pernicioso para mí, engañado con creer que había nacido para rico, para virrey o cuando menos para conde, miraba a mis iguales con desdén, a mis inferiores con desprecio, y a los pobres enfermos, andrajosos y desdichados, con asco; y me parece que con un odio criminal, sólo por pobres.

Excusado será decir que yo jamás socorría a un desvalido, cuando le regateaba las palabras, y en algunos casos en que me era indispensable hablar con ellos, salían mis expresiones destiladas por alambique: bien, veremos, otro día, ya, pues, sí, no, vuelva, y otros laconismos semejantes eran los que usaba con ellos la vez que no podía excusarme de contestarles, si no me incomodaba y los trataba con la mayor altanería, poniéndolos como un suelo, y aun amenazándoles de que los andaría echar a palos de las escaleras.

En fin, yo era perrito de todas bodas, engañando al pobre chino según quería, teniendo un corazón de miel para mis aduladores y de acíbar para los pobres. Una vez se arrojó a hablarme al bajar del coche un hombre pobre de ropa, pero al parecer decente en su nacimiento.

Me expresó el infeliz estado en que se hallaba enfermo, sin destino, sin protección, con tres criaturas muy pequeñas y una pobre mujer también enferma en una cama, a quienes no tenía qué llevarles para comer a aquella hora, siendo las dos de la tarde.

- Dios socorra a usted -le dije con mucha sequedad, y él entonces, hincándoseme delante en el descanso de la escalera; me dijo con las lágrimas en los ojos:

- Señor don Pedro, socórrame usted con una peseta, por Dios, que se muere de hambre mi familia, y yo soy un pobre vergonzante que no tengo ni el arbitrio de pedir de puerta en puerta, y me he determinado a pedirle a usted, confiado en que me socorrerá con esta pequeñez, siquiera porque se lo pido por el alma de mi hermano el difunto don Manuel Sarmiento, de quien se debe usted de acordar, y si no se acuerda, sepa que le hablo de su padre, el marido de doña Inés de Tagle, que vivió muchos años en la calle del Águila, donde usted nació, y murió en la de Tiburcio, después de haber sido relator de esta real audiencia, y ...

- Basta -le dije-; las señas prueban que usted conoció a mi padre, pero no que es mi pariente, porque yo no tengo parientes pobres, vaya usted con Dios.

Diciendo esto, subí la escalera, dejándolo con la palabra en la boca sin socorro, y tan exasperado por mi mal acogimiento, que no tuvo más despique que hartarme a maldiciones, tratándome de cruel, ingrato, soberbio y desconocido. Los criados, que oyeron cómo se profería contra mí, por lisonjerme echaron a palos, y yo presencié la escena desde el corredor riéndome a carcajadas.

Comí y dormí buena siesta, y a la noche fui a una tertulia donde perdí quince onzas en el monte, y me volví a casa muy sereno y sin la menor pesadumbre; pero no tuve una peseta para socorrer a mi desdichado tío. Me dicen que hay muchos ricos que se manejan hoy como yo entonces; si es cierto, apenas se puede creer.

Así pasé dos o tres meses, hasta que Dios dijo: basta.

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