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LIBRO III

V

En el que refiere Periquillo cómo presenció unos suplicios en aquella ciudad; dice los que fueron, y relata una curiosa conversación sobre las leyes penales, que pasó entre el chino y el español

Al día siguiente salimos a nuestro paseo acostumbrado, y habiendo andado por los parajes más públicos, hice ver a Limahotón que estaba admirado de no hallar un mendigo en toda la ciudad, a lo que él me contestó:

- Aquí no hay mendigos aunque hay pobres, porque aunque los que lo son, muchos tienen oficio con qué mantenerse; y si no, son forzados a aprenderlo por el gobierno.

- ¿Y cómo sabe el gobierno -le pregunté- los que tienen oficio y los que no?

- Fácilmente -me dijo-; ¿no adviertes que todos cuantos encontramos tienen una divisa particular en la piocha o remate del tocado de la cabeza?

- No puedo menos -le dije- que alabar la economía de tu país. Cierto que si todas las providencias que aquí rigen son tan buenas y recomendables como las que me has hecho conocer, tu tierra será la más feliz, y aquí se habrán realizado las ideas imaginarias de Aristóteles, Platón y otros políticos en el gobierno de sus arregladísimas Repúblicas.

- Que sea la más feliz, yo no lo sé -dijo el chino-, porque no he visto otras; que no haya aquí crímenes ni criminales, como he oído decir que hay en todo el mundo, es equivocación pensarlo, porque los ciudadanos de aquí son hombres como en todas partes. Lo que sucede es que se procuran evitar los delitos con las leyes y se castigan con rigor los delincuentes. Mañana puntualmente es día de ejecución, y, verás si los castigos son terribles.

Diciendo esto, nos retiramos a su casa, y no ocurrió cosa particular en aquel día; pero al amanecer del siguiente, me despertó temprano el ruido de la artillería, porque se disparó cuanta coronaba la muralla de la ciudad.

Me levanté asustado, me asomé por las ventanas de mi cuarto, y vi que andaba mucha gente de aquí acullá como alborotada. Pregunté a un criado si aquel movimiento indicaba alguna conmoción popular, o alguna invasión de enemigos exteriores. Y dicho criado me dijo que no tuviera miedo, que aquella bulla era porque aquel día había ejecución, y como eso se veía de tarde en tarde, concurría a la capital de la provincia innumerable gente de otras, y por eso había tanta en las calles, como también porque en tales días se cerraban las puertas de la ciudad y no se dejaba entrar y salir a nadie, ni era permitido abrir ninguna tienda de comercio, ni trabajar en ningún oficio hasta después de concluida la ejecución. Atónito estaba yo escuchando tales preparativos, y esperando ver sin duda cosas para mí extraordinarias.

En efecto, a pocas horas hicieron seña con tres cañonazos de que era tiempo de que se juntaran los jueces. Entonces me mandó llamar el chaen, y después de saludarme cortésmente, nos fuimos para la plaza mayor donde se había de verificar el suplicio.

Ya juntos todos los jueces en un gran tablado, acompañados de los extranjeros decentes, a quienes hicieron lugar por cumplimiento, se dispararon otros tres cañonazos, y comenzaron a salir de la cárcel como setenta reos entre los verdugos y ministros de justicia.

Entonces los jueces volvieron a registrar los procesos para ver si alguno de aquellos infelices tenía alguna leve disculpa con qué escapar, y no hallándola, hicieron seña de que se procediese a la ejecución, la que se comenzó, llenándonos de horror a todos los forasteros con el rigor de los castigos; porque a unos los empalaban, a otros los ahorcaban, a otros los azotaban cruelísimamente en las pantorrilas con bejucos mojados, y así repartían los castigos.

Pero lo que nos dejó asombrados, fue ver que a algunos les señalaban las caras con unos fierros ardiendo y después les cortaban las manos derechas.

Ya se deja entender que aquellos pobres sentían los tormentos y ponían sus gritos en el cielo, y entretanto los jueces en el tablado se entretenían en fumar, parlar, refrescar y jugar a las damas, distrayéndose cuanto podían para no escuchar los gemidos de aquellas víctimas miserables.

Acabóse el funesto espectáculo a las tres de la tarde, a cuya hora nos fuimos a comer.

En la mesa se trató entre los concurrentes de las leyes penales, de cuya materia hablaron todos con acierto, a mi parecer, especialmente el español, que dijo:

Cierto, señores, que es cosa dura el ser juez, y más en estas tierras, donde por razón de la costumbre tienen que presenciar los suplicios de los reos y atormentar sus almas sensibles con los gemidos de las víctimas de la justicia. La humanidad se resiente al ver un semejante nuestro entregado a los feroces verdugos, que sin piedad lo atormentan, y muchas veces lo privan de la vida añadiendo al dolor la ignominia.

Un desgraciado de éstos, condenado a morir infame en una horca, a sufrir la afrenta y el rigor de unos azotes públicos, o siquiera la separación de su patria y los trabajos anexos a un presidio, es para un alma piadosa un objeto atormentador. No sólo considera la aflicción material de aquel hombre en lo que siente su cuerpo, sino que se hace cargo de lo que padece su espíritu con la idea de la afrenta y con la ninguna esperanza de remedio; de aquella esperanza, digo, a que nos acogemos como a un asilo en los trabajos comunes de la vida.

Estas reflexiones por sí solas son demasiado dolorosas, pero el hombre sensible no aísla a ellas la consideración; su ternura es mucha para olvidarse de aquellos sentimientos particulares que deben afligir al individuo puesto en sociedad.

¡Qué congoja tendrá este pobrecito reo!, dice en su interior o a sus amigos; ¡qué congoja tendrá al ver que lajusticia lo arranca de los brazos de la esposa amable, que ya no volverá a besar a sus tiernos hijos ni a gozar la conversación de sus mejores amigos, sino que todos lo desampararán de una vez, y él a todos va a dejarlos por fuerza! ¿Y cómo los deja? ¡Oh dolor!, a la esposa, viuda, pobre, sola y abatida; a los hijos, huérfanos infelices y mal vistos, y a los amigos, escandalizados y acaso arrepentidos de la amistad que le profesaron.

¿Parará aquí la reflexión de las almas humanas? No, se extiende todavía a aquellas familias miserables. Las busca con el pensamiento; las halla con la idea; penetra las paredes de sus albergues, y al verlas sumergidas en el dolor, la afrenta y desamparo, no puede menos aquel espíritu que sentirse agitado de la aflicción más penetrante, y en tal grado, que a poder él, arrancaría la víctima de las manos de los verdugos, y creyendo hacer un gran bien, la restituiría impune al seno de su adorada familia.

Pero infelices de nosotros si esta humanidad mal entendida dirigiera las cabezas y plumas de los magistrados. No se castigaría ningún crimen; serían ociosas las leyes; cada uno obraría según su gusto, y los ciudadanos, sin contar con ninguna seguridad individual, serían los unos víctimas del furor, fuerza atrevimiento de los otros.

El señor Lardizabal, hablando sobre esto, dice: que no es la crueldad de las penas el mayor freno para contener los delitos, sino la infalibilidad del castigo. Él mismo, después de apuntar el rigor de algunos países, dice: que, sin embargo, continúan siempre los malhechores como sino se castigaran con tal rigor, y añade: Así es preciso que suceda por una razón muy natural. Al paso que se aumenta la crueldad de los castigos, se endurecen los ánimos de los hombres, se llegan a familiarizar con ellos, y al cabo de tiempo no hacen ya bastante impresión para contener los impulsos y la fuerza siempre viva de las pasiones.

Todo esto he dicho, Loitia, para persuadiros a que os intereséis con el tután para que éste lo haga con el rey, a ver si se consigue la conmutación de este suplicio en otro menos cruel. No quisiera que ningún delincuente quedara impune: pero sí que no se castigara con tal rigor.

Calló, diciendo esto, el español, y el asiático, tomando la palabra, le contestó:

Se conoce, extranjero, que sois harto piadoso y no dejáis de tener alguna instrucción; pero acordaos que siendo el primero y principal fin de toda sociedad la seguridad de los ciudadanos y la salud de la República, síguese, por consecuencia necesaria, que éste es también el primero y general fin de las penas. La salud de la República es la suprema ley.

Os acordaréis de todos estos principios, y en su virtud, advertid que estas penas que os han parecido excesivas están conformes a ellos. Los que han muerto han compurgado los homicidios que han cometido, y han muerto con más o menos tormentos, según fueron más o menos agravantes las circunstancias de sus alevosías; porque si todas las penas deben ser correspondientes a los delitos, razón es que el que mató a otro con veneno, ahogado o de otra manera más cruel, sufra una muerte más rigurosa que aquel que privó a otro de la vida de una sola estocada, porque le hizo padecer menos. Ello es que aquí el que mata a otro alevosamente muere sin duda alguna.

Los que habéis visto azotar son ladrones que se castigan por primera y segunda vez, y los que han sido herrados y mutilados son ladrones incorregibles. A éstos ningún agravio se les hace, pues aun cuando les cortan las manos, los inutilizan para que no roben más, porque ellos no son útiles para otra cosa. De esta maldita utilidad abomina la sociedad; quisiera que todo ladrón fuera inútil para dañarla, y de consiguiente se contenta con que la justicia los ponga en tal estado y que los señale con el fuego para que los conozcan y se guarden de ellos aun estando sin la una mano, para que no tengan lugar de perjudicados con la que les queda.

En la Europa me dicen que a un ladrón reincidente lo ahorcan; en mi tierra lo marcan y mutilan, y creo que se consigue mejor fruto. Primeramente el delincuente queda castigado y enmendado por fuerza, dejándolo gozar del mayor de los bienes, que es la vida. Los ciudadanos se ven seguros de él, y el ejemplo es duradero y eficaz.

Ahorcan en Londres, en París o en otra parte a un ladrón de éstos, y pregunto: ¿lo saben todos? ¿Lo ven? ¿Saben que han ahorcado a tal hombre y por qué? Creeré que no; unos cuantos lo verán, sabrán el delito menos individuos, y muchísimos ignorarán del todo si ha muerto un ladrón.

Comparad ahora si será más util ahorcar a un ladrón que herrarlo y mutilado; y si aún con todo lo que dije, persistís en que es mejor ahorcarlo, yo no me opondré a vuestro modo de pensar, porque sé que cada reino tiene sus leyes particulares y sus costumbres propias, que no es fácil abolir, así como no lo es introducir otras nuevas; y con esta salva dejemos a los legisladores el cuidado de enmendar las leyes defectuosas, según las variaciones de los siglos, contentándonos con obedecer las que nos rigen, de modo que no nos alcancen las penales.

Todos aplaudieron al chino, se levantaron los manteles y cada uno se retiró a su casa.

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