Índice de El periquillo sarniento de J.J. Fernández de LizardiCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO II

V

En el que refiere Periquillo cómo se acomodó con el doctor Purgante, lo que aprendió a su lado, el robo que le hizo, su fuga y las aventuras que le pasaron en Tula, donde se fingió médico

Quedamos en que fui a ver al doctor Purgante, y en efecto, lo hallé una tarde después de su siesta en su estudio, sentado en una silla poltrona con un libro delante y la caja de polvos a un lado. Era este sujeto alto, flaco de cara y piernas, y abultado de panza, trigueño y muy cejudo, ojos verdes, nariz de caballete, boca grande y despoblada de dientes, calvo, por cuya razón usaba en la calle peluquín con bucles. Su vestido, cuando lo fui a ver, era una bata hasta los pies, de aquellas que llaman de quimones, llena de flores y ramaje, y un gran birrete muy tieso de almidón y relumbroso de la plancha.

Luego que entré me conoció y me dijo:

- ¡Oh, Periquillo, hijo! ¿Por qué extraños horizontes has venido a visitar este tugurio?

No me hizo fuerza su estilo, porque ya sabía yo que era muy pedante, y así le iba a relatar mi aventura con intención de mentir en lo que me pareciera; pero el doctor me interrumpió diciéndome:

- Ya, ya sé la turbulenta catástrofe que te pasó con tu amo el farmacéutico. En efecto, Perico, tú ibas a despachar en un instante al pacato paciente del lecho al féretro improvisadamente, con el trueque del arsénico por la magnesia. Es cierto que tu mano trémula y atolondrada tuvo mucha parte de la culpa, mas no la tiene menos tu preceptor el fármaco, y todo fue por seguir su capricho. Yo le documenté que todas estas drogas nocivas y venenáticas las encubriera bajo una llave bien segura que sólo tuviera el oficial más diestro, y con esta asidua diligencia se evitarían estos equívocos mortales; pero a pesar de mis insinuaciones, no me respondía más sino que eso era particularizarse e ir contra la secuela de los fármacos, sin advertir que sapientis est muta reconsilium (que es propio del sabio mudar de parecer) y que consuetudo est altera natura (la costumbre es otra naturaleza). Allá se lo haya. Pero, dime, ¿qué te has hecho tanto tiempo? Porque si no han fallado las noticias que en alas de la fama han penetrado mis auriculas, ya días hace que te lanzaste a la calle de la oficina de Esculapio.

- Es verdad, señor -le dije-, pero no había venido de vergüenza, y me ha pesado, porque en estos días he vendido, para comer, mi capote, chupa y pañuelo.

- ¡Qué estulticia! -exclamó el doctor-; la verecundía es optime bona (muy buena) cuando la origina crimen de cogitato, mas no cuando ser comete involuntarie, pues si en aquel hic et nunc (esto es; en aquel acto) supiera el individuo que hacía mal, absque dubio (sin duda) se abstendría de cometerlo. En fin, hijo carísimo, ¿tú quieres quedarte en mi servicio y ser mi consodal in perpetuum (para siempre)?

- Sí, señor -le respondí.

- Pues bien. En esta domo (casa) tendrás in primis (desde luego o en primer lugar) el panem nostrum quotídianum (el pan de cada día); aliunde (a más de esto), lo potable necesario; tertio, la cama sic vel sic (según se proporcione); quarto, los tegumentos exteriores heterogéneos de tu materia física; quinto, asegurada la parte de la higiene que apetecer puedes, pues aquí se tiene mucho cuidado con la dieta y con la observancia de las seis cosas naturales y de las seis no naturales prescritas por los hombres más luminosos de la facultad médica; sexto, beberás la ciencia de Apolo ex ore meo, ex visu tuo y ex bibliotheca nostra (de mi boca, de tu vista y de esta librería) postremo (por último), contarás cada mes para tus surrupios o para quodcurnque vellis (esto es, para tus cigarros o lo que se antoje) quinientos cuarenta y cuatro maravedís limpios de polvo y paja, siendo tu obligación solamente hacer los mandamientos de la señora mi hermana; observar modo naturalistarum (al modo de los naturalistas) cuando estén las aves gallináceas para oviparar y recoger los albos huevos, o por mejor decir, los pollos infieri (por ser); servir las viandas a la mesa, y finalmente, y lo que más te encargo, cuidar de la refacción ordinaria y puridad de mi mula, a quien deberás atender y servir con más prolijidad que a mi persona. He aquí, ¡oh caro Perico! Todas tus obligaciones y comodidades en sinopsim (o compendio). Yo cuando te invité con mi pobre tugurio y consorcio, tenía deliberado ánimo de poner un laboratorio de química y botánica; pero los continuos desembolsos que he sufrido me han reducido ad inopiam (a la pobreza), y me han frustrado mis primordiales designios; sin embargo, te cumplo la palabra de admisión, y tus servicios los retribuiré justamente, porque dígnus est operarius mercede sua (el que trabaja es digno de la paga).

Yo, aunque muchos terminotes no entendí, conocí que me quería para criado entre de escalera abajo y de arriba; advertí que mi trabajo no era demasiado; que la conveniencia no podía ser mejor, y que yo estaba en el caso de admitir cosa menos, pero no podía comprender a cuánto llegaba mi salario, por lo que le pregunté, que por fin cuánto ganaba cada mes. A lo que el doctorete, como enfadándose, me respondió:

- ¿Ya no te dije claris verbis (con claridad) que disfrutarías quinientos cuarenta y cuatro maravedís?

- Pero, señor -insté yo-, ¿cuánto montan en dinero efectivo quinientos cuarenta y cuatro maravedís? Porque a mí me parece que no merece mi trabajo tanto dinero.

- Si merece, stultisime famule (mozo atontadísimo), pues no importan esos centenares más que dos pesos.

Quedamos corrientes desde este instante, y comencé a cuidar de lisonjearlo, igualmente que a su señora hermana, que era una vieja, beata Rosa, tan ridícula como mi amo, y aunque yo quisiera lisonjear a Manuelita, que era una muchachilla de catorce años, sobrina de los dos y bonita como una plata, no podía, porque la vieja condenada la cuidaba más que si fuera de oro, y muy bien hecho.

Siete u ocho meses permanecí con mi viejo, cumpliendo con mis obligaciones perfectamente, esto es, sirviendo la mesa, mirando cuándo ponían las gallinas, cuidando la mula, haciendo los mandados.

Esto, las observaciones que yo hacía de los remedios que mi amo recetaba a los enfermos pobres que iban a verlo a su casa, que siempre eran a poco más o menos, pues llevaba como regla el trillado refrán de como te pagan vas, y las lecciones verbales que me daba, me hicieron creer que yo ya sabía medicina, y un día que me riñó ásperamente y aún me quiso dar de palos porque se me olvidó darle de cenar a la mula, prometí vengarme de él y mudar de fortuna de una vez.

Con esta resolución esa misma noche le di a la doña mula ración doble de maíz y cebada, y cuando estaba toda la casa en lo más pesado de su sueño, la ensillé con todos sus arneses; sin olvidarme de la gualdrapa; hice un lío en el que escondí catorce libros, unos truncas, otros en latín y otros en castellano; porque yo pensaba que a los médicos y a los abogados los suelen acreditar los muchos libros, aunque no sirvan o no los entiendan. Guardé en el dicho maletón la capa de golilla y la golilla misma de mi amo, juntamente con una peluca vieja de pita, un formulario de recetas, y lo más importante, sus títulos de bachiller en medicina y la carta de examen, cuyos documentos los hice míos a favor de una navajita y un poquito de limón, con lo que no se me olvidó habilitarme de monedas, pues aunque en todo el tiempo que estuve en la casa no me habían pagado nada de salario, yo sabía en dónde tenía la señora hermana una alcancía en la que rehundía todo lo que cercenaba del gasto; y acordándome de aquello de que quien roba al ladrón, etc., le robé la alcancía diestramente; la abrí y vi con la mayor complacencia que tenía muy cerca de cuarenta duros, aunque para hacerlos caber por la estrecha rendija de la alcancía los puso blandos.

Con este viático tan competente emprendí mi salida de la casa a las cuatro y media de la mañana, cerrando el zaguán y dejándoles la llave por debajo de la puerta.

A las cinco o seis del día me entré en un mesón, diciendo que en el que estaba había tenido una mohina la noche anterior y quería mudar de posada.

Como pagaba bien, se me atendía puntualmente. Hice traer café, y que se pusiera la mula en caballeriza para que almorzara harto.

En todo el día no salí del cuarto, pensando a qué pueblo dirigiría mi marcha y con quién, pues ni yo sabía caminos ni pueblos, ni era decente aparecerse un médico sin equipaje ni mozo.

En estas dudas dio la una del día, hora en que me subieron de comer, y en esta diligencia estaba, cuando se acercó a la puerta un muchacho a pedir por Dios un bocadito.

Al punto que lo vi y lo oí, conocí que era Andrés, el aprendiz de casa de don Agustín, muchacho, no sé si lo he dicho, como de catorce años, pero de estatura de dieciocho. Luego luego lo hice entrar, y a pocas vueltas de la conversación me conoció, y le conté cómo era médico y trataba de irme a algún pueblecillo a buscar fortuna, porque en México había más médicos que enfermos, pero que me detenía carecer de un mozo fiel que me acompañara y que supiera de algún pueblo donde no hubiera médico.

El pobre muchacho se me ofreció y aún me rogó que lo llevara en mi compañía; que él había ido a Tepejí del Río, en donde no había médico y no era pueblo corto, y que si nos iba mal allí, nos iriamos a Tula, que era pueblo más grande.

Me agradó mucho el desembarazo de Andrés, y habiéndole mandado subir de comer, comió el pobre con bastante apetencia, y me contó cómo se estuvo escondido en un zagúan, y me vio salir corriendo de la barbería y a la vieja tras de mí con el cuchillo; que yo pasé por el mismo zaguán donde estaba, y a poco de que la vieja se metió a su casa, corrió a alcanzarme, pero no le fue posible; y no lo dudo, ¡tal corría yo cuando me espoleaba el miedo!

En fin, dieron las tres de la tarde, y me salí con Andrés al baratillo, en donde compré un colchón, una cubierta de vaqueta para envolverlo, un baúl, una chupa negra y unos calzones verdes con sus correspondientes medias negras, zapatos, sombrero, chaleco encarnado, corbatín y un capotito para mi fámulo y barbero que iba a ser, a quien también le compré seis navajas, una bacía, un espejo, cuatro ventosas, dos lancetas, un trapo para paños, unas tijeras, una jeringa grande y no sé qué otras baratijas; siendo lo más raro que en todo este ajuar apenas gasté veintisiete a veintiocho pesos. Ya se deja entender que todo ello estaba como del baratillo; pero con todo eso, Andrés volvió al mesón contentísimo.

Luego que llegamos, pagué al cargador y acomodamos en el baúl nuestras alhajas. En esta operación vio Andrés que mi haber en plata efectiva apenas llegaba a ocho o diez pesos. Entonces, muy espantado, me dijo:

- ¡Ay, señor! ¿Y qué, con ese dinero nomás nos hemos de ir?

- Sí, Andrés -le dije-, ¿pues y qué, no alcanza?

- ¿Cómo ha de alcanzar, señor? ¿Pues y quién carga el baúl y el colchón de aquí a Tepejí o a Tula? ¿Qué comemos en el camino? ¿Y por fin, con qué nos mantenemos allí mientras que tomamos crédito? Ese dinero orita, orita se acaba, y yo no veo que usted tenga ni ropa ni alhajas, ni cosa que lo valga, que empeñar.

En estas pláticas estábamos, cuando a cosa de las siete de la noche, en el cuarto inmediato, oí ruido de voces y pesos. Mandé a Andrés que fuera a espiar qué cosa era. Él fue corriendo, y volvió muy contento, diciéndome:

- Señor, señor, ¡qué bueno está el juego!

- ¿Pues qué, están jugando?

- Sí, señor -dijo Andrés-, están en el cuarto diez o doce payos jugando albures, pero ponen los chorizos de pesos.

Picóme la culebra, abrí el baúl, cogí seis pesos de los diez que tenía, y le di la llave a Andrés, diciéndole que la guardara, y que aunque se la pidiera y me matara, no me la diera, pues iba a arriesgar aquellos seis pesos solamente, y si se perdían los cuatro que quedaban, no teníamos ni con qué comer, ni con qué pagar el pesebre de la mula a otro día. Andrés, un poco triste y desconfiado, tomó la llave, y yo me fui a entrometer en la rueda de los tahúres.

No eran éstos tan payos como yo los había menester; estaban más que medianamente instruidos en el arte de la baraja, y así fue preciso irme con tiento. Sin embargo, tuve la fortuna de ganarles cosa de veinticinco pesos, con los que me salí muy contento, y hallé a Andrés durmiéndose sentado.

Lo desperté y le mostré la ganancia, la que guardó muy placentero, contándome cómo ya tenía el viaje dispuesto y todo corriente; porque abajo estaban unos mozos de Tula que habían traído un colegial y se iban de vacío; que con ellos había propalado el viaje, y aún se había determinado a ajustado en cuatro pesos, y que sólo esperaban los mozos que yo confirmara el ajuste.

A las cuatro de la mañana ya estaban los mozos tocándonos la puerta. Nos levantamos y desayunamos mientras que los arrieros cargaban.

Luego que se concluyó esta diligencia, pagué el gasto que habíamos hecho yo y mi mula, y nos pusimos en camino.

Al segundo día llegamos al dicho pueblo, y yo posé o me hospedé en casa de uno de los arrieros, que era un pobre viejo, sencillote y hombre de bien, a quien llamaban tío Bernabé, con el que me convine en pagar mi plato, el de Andrés y el de la mula, sirviéndole, por vía de gratificación, de médico de cámara para toda su familia, que eran dos viejas, una su mujer y otra su hermana; dos hijos grandes, y una hija pequeña como de doce años.

El pobre admitió muy contento, y cátenme ustedes ya radicado en Tula y teniendo que mantener al maestro barbero, que así llamaremos a Andrés, a mí y a mi macha; que aunque no era mía, yo la nombraba por tal; bien que siempre que la miraba me parecía ver delante de mí al doctor Purgante con su gran bata y birrete parado, que lanzando fuego por los ojos me decía:

- Pícaro, vuélveme mi mula, mi gualdrapa, mí golilla, mi peluca, mis libros, mi capa, mi dinero que nada es tuyo.

Como no se me habían olvidado esos principios de urbanidad que me enseñaron mis padres, a los dos días, luego que descansé, me informé de quiénes eran los sujetos principales del pueblo, tales como el cura y sus vicarios, el subdelegado y su director, el alcabalero, el administrador de correos, tal cual tendero y otros señores decentes; y a todos ellos envié recado con el bueno de mi patrón y Andrés, ofreciéndoles mi persona e inutilidad.

Con la mayor satisfacción recibieron todos la noticia, correspondiendo corteses a mi cumplimiento, y haciéndome mis visitas de estilo, las que yo también les hice de noche vestido de ceremonia, quiero decir, con mi capa de golilla, la golilla misma y mi peluca encasquetada, porque no tenía traje mejor ni peor; siendo lo más ridículo, que mis medias eran blancas, todo el vestido de color y los zapatos abotinados, con lo que parecía más bien alguacil que médico; y para realizar mejor el cuadro de mi ridiculez, hice andar conmigo a Andrés con el traje que le compré, que os acordaréis que era chupa y medias negras, calzones verdes, chaleco encarnado, sombrero blanco y su capotillo azul rabón y remendado.

Ya los señores principales me habían visitado, según dije, y habían formado de mí el concepto que quisieron; pero no me había visto el común del pueblo vestido de punta en blanco ni acompañado de mi escudero; mas el domingo que me presenté en la iglesia vestido a mi modo entre médico y corchete, y Andrés entre tordo y perico, fue increíble la distracción del pueblo, y creo que nadie oyó misa por mirarnos; unos burlándose de nuestras extravagantes figuras, y otros admirándose de semejantes trajes. Lo cierto es que cuando volví a mi posada fui acompañado de una multitud de muchachos, mujeres, indios, indias y pobres rancheros que no cesaban de preguntar a Andrés quiénes éramos y él, muy mesurado, les decía:

- Este señor es mi amo, se llama el señor doctor don Pedro Sarmiento, y médico como él, no lo ha parido el reino de Nueva España; y yo soy su mozo, me llamo Andrés Cascajo y soy maestro barbero, y muy capaz de afeitar un capón, de sacarle sangre a un muerto, desquijarar a un león si trata de sacarle alguna muela.

Por fortuna los primeros que me consultaron fueron de aquellos que sanan aunque no se curen, pues les bastan los auxilios de la sabia Naturaleza, Y otros padecían porque o no querían o no sabían sujetarse a la dieta que les interesaba. Sea como fuere, ellos sanaron con lo que les ordené, y en cada uno labré un clarín de mi fama.

Volaba mi fama de día en día; pero lo que me encumbró a los cuernos de la luna fue una curación que hice (también de accidente como Andrés) con el alcabalero, para quien una noche me llamaron a toda prisa.

Fui corriendo, y encomendándome a Dios para que me sacara con bien de aquel trance, del que no sin razón pensaba que pendía mi felicidad.

A este tiempo llegaron el señor cura y el padre vicario con los santos óleos.

- Malo -dije a Andrés-, ésta es enfermedad ejecutiva. Aquí no hay medio, o quedamos bien o quedamos mal. Vamos a ver cómo nos sale este albur.

Entramos todos juntos a la recámara y vimos al enfermo tirado boca arriba en la cama, privado de sentidos, cerrados los ojos, la boca abierta, el semblante denegrido y con todos los síntomas de un apoplético.

Luego que me vieron junto a la cama la señora su esposa y sus niñas, se rodearon de mí y me preguntaron hechas un mar de lágrimas:

- ¡Ay, señor! ¿Qué dice usted, se muere mi padre?

Yo, afectando mucha serenidad de espíritu y con una confianza de profeta, les respondí:

- Callen ustedes, niñas, ¡qué se ha de morir! Éstas son efervescencias del humor sanguíneo, que oprimiendo los ventrículos del corazón embargan el cerebro porque cargan con el pondus de la sangre sobre la espina medular y la traquearteria; pero todo esto se quitará en un instante, pues si evacuatía fit, recedet pletora (con la evacuación nos libraremos de la plétora).

Inmeditamente me acerqué a la cama, le tomé el pulso, miré a las vigas del techo por largo rato, después le tomé el otro pulso haciendo mil monerías, como eran arquear las cejas, arrugar la nariz, mirar al suelo, morderme los labios, mover la cabeza a uno y otro lado y hacer cuantas mudanzas pantomímicas me parecieron oportunas para aturdir a aquella pobre gente que, puestos los ojos en mí, guardaban un profundo silencio teniéndome sin duda por un segundo Hipócrates; a lo menos, ésa fue mi intención, como también ponderar el gravísimo riesgo del enfermo y lo difícil de la curación, arrepentido de haberles dicho que no era cosa de cuidado.

Acabada la tocada del pulso, le miré el semblante atentamente, y le hice abrir la boca con una cuchara para verle la lengua, le alcé los párpados, le toqué el vientre y los pies, e hice dos mil preguntas a los asistentes sin acabar de ordenar ninguna cosa, hasta que la señora que ya no podía sufrir mi cachaza, me dijo:

- Por fin, señor, ¿qué dice usted de mi marido? ¿Es de vida o muerte?

- Señora -le dije-, no sé de lo que será; sólo Dios puede decir que es vida y resurrección, como que fue el que Lazarum resucitavít a monumento foetidum (Revivió el cuerpo corrompido de Lázaro), y si lo dice, vivirá aunque esté muerto. Ego sum resurrectio et vita, qui credit in me, etiam si mortuus fuent, vivet (Yo soy la vida y la resurrección, quien crea en mí, vivirá, aunque muerto este ya).

- Pues bien maestro Andrés -continué yo-. Usted, como buen flebotomiano, déle luego luego un par de sangrías de la vena cava.

Andrés, aunque con miedo y sabiendo tanto como yo de venas cavas, le ligó los brazos y le dio dos piquetes que parecían puñaladas, con cuyo auxilio, al cabo de haberse llenado dos borcelanas de sangre, cuya profusión escandalizaba a los espectadores, abrió los ojos el enfermo y comenzó a conocer a los circunstantes y a hablarles.

Inmediatamente hice que Andrés aflojara las vendas y cerrara las cisuras, lo que no costó poco trabajo, ¡tales fueron de prolongadas!

Después hice que se le untase vino blanco en el cerebro y pulsos, que se le confortara el estómago por dentro con atole de huevos y por fuera con una tortilla de los mismos, condimentada con aceite rosado, vino, culantro y cuantas porquerías se me antojaron.

Le prescribí su régimen para los días sucesivos, ofreciéndome a continuar su curación hasta que estuviera enteramente bueno.

Me dieron todos las gracias, y al despedirme, la señora me puso en la mano una onza de oro, que yo la juzgué peso en aquel acto, y me daba al diablo de ver mi acierto tan mal pagado, y así se lo iba diciendo a Andrés, el que me dijo:

- No, señor, no puede ser plata, sobre que a mí me dieron cuatro pesos.

- En efecto, dices bien -le contesté, y acelerando el paso llegamos a la casa, donde vi que era una onza de oro amarillo como un azafrán refino.

No es creíble el gusto que yo tenía con mi onza, no tanto por lo que ella valía, cuanto porque había sido el primer premio considerable de mi habilidad médica, y el acierto pasado me proporcionaba muchos créditos futuros, como sucedió. Andrés también estaba muy placentero con sus cuatro duros aún más que con su destreza, pero yo, más hueco que un calabazo, le dije:

- ¿Qué te parece, Andrecillo? ¿Hay facultad más fácil de ejercitar que la medicina? No en balde dice el refrán que de médico, poeta y loco todos tenemos un poco; pero si a este poco se junta un sí es no, es de estudio y aplicación, ya tenemos un médico consumado. Así lo has visto en la famosa curación que hice en el alcabalero, quien si por mí no fuera, a la hora de ésta ya habría estacado la zalea. En efecto, yo soy capaz de dar lecciones de medicina al mismo Galeno amasado con Hipócrates y Avicena, y tú también las puedes dar en tu facultad al proto sangrador del universo.

Andrés me escuchaba con atención, y luego que hice punto, me dijo:

- Señor, como no sea todo en su merced y en mí chiripa (Casualidad), no estamos muy mal.

- ¿Qué llamas chiripa? -le pregunté, y él, muy socarrón, me respondió:

- Pues chiripa llamo yo una cosa así como que no vuelva usted a hacer otra cura ni yo a dar otra sangría mejor. A lo menos yo, por lo que hace a mí, estoy seguro de que quedé bien de chiripa, que por lo que mira a su mercé no será así, sino que sabrá su obligación.

Como lo pensé sucedió. Luego que se supo entre los pobres el feliz éxito del alcabalero en mis manos, comenzó el vulgo a celebrarme y recomendarme a boca llena, porque decían: Pues los señores principales lo llaman, sin duda es un médico de lo que no hay. Lo mejor era que también los sujetos distinguidos se clavaron y no me escasearon sus elogios.

Sólo el cura no me tragaba; antes decía al subdelegado, al administrador de correos y a otros, que yo sería buen médico, pero que él no lo creía porque era muy pedante y charlatán, y quien tenía estas circunstancias, o era muy necio o muy pícaro, y de ninguna manera había que fiar de él, fuera médico, teólogo, abogado o cualquier cosa. El subdelegado se empeñaba en defenderme, diciendo que era natural a cada uno explicarse con los términos de su facultad, y esto no debía llamarse pedantismo.

- Yo convengo en eso -decía el cura-, pero haciendo distinción de los lugares y personas con quienes se habla, porque si yo, predicando sobre la observancia del séptimo precepto, por ejemplo, repito sin explicación las voces de enfiteusis, hipotecas, constitutos, precarios, usuras paliadas, pactos, retrobendiciones y demás, seguramente que seré un pedante, pues debo conocer que en este pueblo apenas habrá dos que me entiendan; y así debo explicarme, como lo hago, en unos términos claros que todos los comprendan; y, sobre todo, señor subdelegado, si usted quiere ver cómo ese médico es un ignorante, disponga que nos juntemos una noche acá con pretexto de una tertulia, y le prometo que le oirá disparatar alegremente.

Esta conversación, o a lo menos su sustancia, me la refirió un mozo que tenía el dicho subdelegado, a quien había yo curado de una indigestión sin llevarle nada, porque el pobre me granjeaba contándome lo que oía de mí en la casa de su amo.

Yo le di las gracias, y me dediqué a estudiar en mis librejos para que no me cogiera el acto desprevenido.

En este intermedio me llamaron una noche para la casa de don Ciriaco Redondo, el tendero más rico que había en el pueblo, quien estaba acabando de cólico.

- Coge la jeringa -le dije a Andrés-, por lo que sucediere, que ésta es otra aventura como la de la otra noche. Dios nos saque con bien.

Mandé cocer malvas con jabón y miel, y ya que estuvo esta diligencia practicada, le hice tomar una buena porción por la boca, a lo que, el miserable se resistía y sus deudos, diciéndome que eso no era vomitorio sino ayuda.

- Tómela usted, señor -le decía yo muy enfadado-; ¿no ve que sí es ayuda, como dice, ayuda es tomada por la boca y por todas partes? Así pues, señor mío, o tomar el remedio o morirse.

El triste enfermo bebió la asquerosa poción con tanto asco, que con él tuvo para volver la mitad de las entrañas; pero se fatigó demasiado y como el infarto estaba en los intestinos, no se le aliviaba el dolor.

Entonces hice que Andrés llenara la jeringa y le mandé franquear el trasero.

Llenó Andrés su jeringa y se puso a la operación; pero ¡qué Andrés tan tonto para esto de echar ayudas! Imposible fue que hiciera nada bueno. Toda la derramaba en la cama, lastimaba al enfermo y nada se hacía de provecho, hasta que yo, enfadado de su torpeza, me determiné a aplicar el remedio por mi mano, aunque jamás me había visto en semejante operación.

Sin embargo, olvidándome de mi ineptitud, cogí la jeringa, la llené del cocimiento, y con la mayor decencia le introduje el cañoncillo por el ano; pero fuérase por algún más talento que yo tenía que Andrés, o por la aprensión del enfermo que obraba a mi favor, iba recibiendo más cocimiento, y yo lo animaba diciéndole:

- Apriete usted el resuello, hermano, y recíbala cuan caliente pueda, que en esto consiste su salud.

El afligido enfermo hizo de su parte cuanto pudo (que en esto consiste las más veces el acierto de los mejores médicos), y al cuarto de hora o menos hizo una evacuación copiosísima como quien no había desahogado el vientre en tres días.

Inmediatamente se alivió, como dijo, pero no fue sino que sanó perfectamente pues quitada la causa cesa el efecto.

Me colmaron de gracias, me dieron doce pesos, y yo me fui a mi posada con Andrés, a quien en el camino le dije:

- Mira qué me han dado doce pesos en la casa del más rico del pueblo, y en la casa del alcabalero me dieron una onza; ¿qué será más rico o más liberal el alcabalero?

Andrés, que era socarrón, me respondió:

- En lo rico no me meto, pero en lo liberal, sin duda que lo es más que don Ciriaco Redondo.

En eso llegamos a la posada. Andrés y yo cenamos muy contentos, gratificando a los dueños de la casa, y nos acostamos a dormir.

Continuamos en bonanza como un mes, y en este tiempo proporcionó el subdelegado la sesión que quería el cura que tuviera yo con él; pero si queréis saber cuál fue, leed el capítulo que sigue.

Índice de El periquillo sarniento de J.J. Fernández de LizardiCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha