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LIBRO II

IV

En el que Periquillo cuenta la acogida que le hizo un barbero, el motivo por qué salió de su casa, su acomodo en una botica y su salida de ésta, con otras aventuras curiosas

Es increíble el terreno que avanza un cobarde en la carrera. Cuando sucedió el lance que acabo de referir eran las doce en punto, y mi amo vivía en la calle de las Ratas, pues corrí tan de buena gana que fui a esperar el cuarto de hora a la alameda; eso sí, yo llegué lleno de sudor y de susto; mas lo di de barato así como el verme sin sombrero, roto de cabeza, hecho pedazos y muerto de hambre, al considerarme seguro de Chanfaina, a quien no tanto temía por su garrote como por su pluma cavilosa, pues si me hubiera habido a las manos seguramente me da de palos, me urde una calumnia y me hace ir a sacar piedra mucar a San Juan de Ulúa.

Así es que yo hube de tener por bien el mismo mal, o elegí cuerdamente del mal el menos; pero esto está muy bien para la hora ejecutiva, porque pasada ésta, se reconoce cualquier mal según es, y entonces nos incomoda amargamente.

Tal me sucedió cuando sentado a la orilla de una zanja, apoyado mi brazo izquierdo sobre una rodilla, teniéndome con la misma mano la cabeza y con la derecha rascando la tierra con un palito, consideraba mi triste situación ¿Qué haré ahora? -me preguntaba a mí mismo-. Embebido estaba en tan melancólicos pensamientos sin poder dar con el hilo que me sacara de tan confuso laberinto, cuando Dios, que no desampara a los mismos que le ofenden, hizo que pasara junto a mí un venerable viejo, que con un muchacho se entretenía en sacar sanguijuelas con un chiquihuite en aquellas zanjitas; y estando en esta diligencia me saludó y yo le respondí cortésmente.

El viejo al oír mi voz, me miró con atención, y después de haberse detenido un momento, salta la zanja, me echa los brazos al cuello con la mayor expresión, y me dice:

- ¡Pedrito de mi alma! ¿Es posible que te vuelva a ver? ¿Qué es esto? ¿Qué traje, qué sangre es ésa? ¿Cómo está tu madre? ¿Dónde vives?

- ¡Ay, señor! -le respondí remedando el llanto de las viudas-. Mi suerte es la más desgraciada; mi madre murió dos años hace; los acreedores de mi padre me echaron a la calle y embargaron cuanto había, en casa; yo me he mantenido sirviendo a éste y al otro; y hoy el amo que tenía, porque la cocinera echó el caldo frío y yo lo llevé así a la mesa, me tiró con él y con el plato me rompió la cabeza y, no parando en esto su cólera, agarró el cuchillo y corrió tras de mí, que a no tomarle yo la delantera no le cuento a usted mi desgracia.

- ¡Mire qué picardía! -decía el cándido barbero-, y ¿quién es ese amo tan cruel y vengativo?

- ¿Quién ha de ser, señor? -le dije- El mariscal de Birón.

- ¿Cómo? ¿Qué estás hablando? -dijo el rapador-. No puede ser eso; si no hay tal nombre en el mundo. Será otro.

- ¡Ah, sí señor, es verdad! -dije yo-; me turbé; pero es el conde ... el conde ... el conde ... ¡válgate Dios por memoria! El conde de ... de ... Saldaña.

- Peor está ésa -decía don Agustín-. ¿Qué, te has vuelto loco? ¿Qué estás hablando, hijo? ¿No ves que estos títulos que dices son de comedia?

Esta vez me tocó hablar lo que tenía en mi corazón, pero no me aproveché de tales verdades; sin embargo, me surtió un buen efecto temporal y fue que el barbero, condolido de mí, me llevó a su casa; y su familia, que se componía de una buena vieja llamada tía Casilda y del muchacho aprendiz, me recibió con el extremo más dulce de hospitalidad.

Cené aquella noche mejor de lo que pensaba, y al día siguiente me dijo el maestro:

- Hijo, aunque ya eres grande para aprendiz (tendría yo diecinueve o veinte años; decía bien), si quieres, puedes aprender mi oficio, que si no es de los muy aventajados, a lo mejor da qué comer; y así; aplícate que yo te daré la casa y el bocadito, que es lo que puedo.

Yo le dije que sí, porque por entonces me pareció conveniente; y según esto, me comedía (Comedirse o acomedirse, esto es, prestarse voluntariamente a realizar algún tipo de labor o trabajo) a limpiar los paños, a tener la bacía y a hacer algo de lo que veía hacer al aprendiz.

Una ocasión que el maestro no estaba en casa, por ver si estaba algo adelantado, cogí un perro, a cuya fajina me ayudó el aprendiz, y atándole los pies, las manos y el hocico, lo sentamos en la silla amarrado en ella, le pusimos un trapito para limpiar las navajas y comencé la operación de la rasura. El miserable perro ponía sus gemidos en el cielo.

¡Tales eran las cuchilladas que solía llevar de cuando en cuando!

Por fin se acabó la operación y quedó el pobre animal retratable, y luego que se vio libre, salió para la calle como alma que se llevan los demonios, y yo, engreído con esta primera prueba, me determiné a hacer otra con un pobre indio que se fue a rasurar de a medio. Con mucho garbo le puse los paños, hice al aprendiz trajera la bacía con el agua caliente, asenté las navajas y le di una zurra de raspadas y tajos, que el infeliz, no pudiendo sufrir mi áspera mano, se levantó diciendo:

- Amoquale, quistiano amoquale.

Que fue como decirme en castellano:

- No me cuadra tu modo, señor, no me cuadra.

Ello es que él dio el medio real y se fue también medio rapado.

Cuatro meses y medio permanecí con don Agustín, y fue mucho, según lo variable de mi genio. Es verdad que en esta dilación tuvo parte el miedo que tenía a Chanfaina, y el no encontrar mejor asilo, pues en aquella casa comía; bebía y era tratado con una estimación respetuosa de parte del maestro. De suerte que yo ni hacía mandados ni cosa más útil que estar cuidando la barbería y haciendo mis fechorías cada vez que tenía proporción; porque yo era un aprendiz de honor, y tan consentido y bonachón que, aunque sin camisa, no me faltaba quien envidiara mi fortuna. Éste era Andrés, el aprendiz, quien un día que estábamos los dos conversando en espera de marchante que quisiera ensayarse a mártir, me dijo:

- Señor, ¡quién fuera como usted!

- ¿Por qué, Andrés? -le pregunté.

- Porque ya usted es hombre grande, dueño de su voluntad y no tiene quien le mande; y no yo que tengo tantos que me regañen, y no sé lo que es tener medio en la bolsa.

- Pero así que acabes de aprender el oficio -le dije-, tendrás dinero y serás dueño de tu voluntad.

- ¡Qué verde está eso! -decía Andrés-. Ya llevo aquí dos años de aprendiz y no sé nada.

- ¿Cómo nada, hombre? -le pregunté muy admirado.

- Así, nada -me contestó-. Ahora que está usted en casa he aprendido algo.

- ¿Y qué has aprendido? -le pregunté.

- He aprendido -respondió el gran bellaco- a afeitar perros, desollar indios y desquijarar viejas, que no es poco. Dios se lo pague a usted que me lo ha enseñado.

- ¿Pues y qué, tu maestro no te ha enseñado nada en dos años?

- ¡Qué me ha de enseñar! -decía Andrés-. Todo el día se me va en hacer mandados aquí y en casa de doña Tulitas, la hija de mi maestro; y allí piar, porque me hacen cargar el niño, lavar los pañales, ir a la peluquería, fregar toditos los trastes y aguantar cuantas calillas quieren, y con esto, ¿qué he de aprender del oficio? Apenas sé llevar la bacía y el escalfador cuando me lleva consigo mi amo, digo, mi maestro; me turbé. A fe que don Plácido, el hojalatero que vive junto a la casa de mi madre grande, ése sí que es maestro de cajeta, porque afuera de que no es muy demasiado regañón, ni les pega a sus aprendices, los enseña con mucho cariño, y les da sus medios muy buenos así que hacen alguna cosa en su lugar, pero eso de mandados ¡cuándo, ni por un pienso! Sobre que apenas los emita a traer medio de cigarros, contimás manteca, ni chiles ni pulque, ni carbón, ni nada como acá. Con esto, orita orita aprenden los muchachos el oficio.

- Pues entonces -le dije-, si la escritura es por cuatro años, ¿cómo aprenderás en el último, si se pasa como se han pasado los tres que llevas?

- Eso mesmo digo yo -decía Andrés-. Me sucederá lo que le sucedió a mi hermano Policarpo con el maestro Marianito el sastre.

- Pues, ¿qué le sucedió?

- ¿Qué? Que se llevó los tres años de aprendiz en hacer mandados como ora yo, y en el cuarto izque quería el maestro enseñarle el oficio de a tiro, y mi hermano no lo podía aprender, y al maestro se lo llevaba el diablo de coraje, y le echaba cuarta al probe de mi hermano a manta de Dios, hasta que el probe se aburrió y se juyó, y esta es la ora que no hemos vuelto a saber del, y tan bueno que era el probe pero ¿cómo había de salir sastre en un año, y eso haciendo mandados y con tantísimo día de fiesta, señor, como tiene el año?

- Pero, ¿por qué no aprendiste tú a sastre? -pregunté a Andrés. Y éste me dijo:

- ¡Ay, señor! ¿Sastre? Se enferman del pulmón.

- ¿Y a hojalatero?

- No, señor; por no ver que se corta uno con la hoja de lata y se quema con los fierros.

- ¿Y a carpintero por qué no?

- ¡Ay! No, porque se lastima mucho el pecho.

- ¿Y a carrocero o herrero?

- No lo permita Dios; ¡si parecen diablos cuando están junto a la fragua aporreando el fierro!

- Pues, hijo de mi alma; Pedro Sarmiento, hermano de mi corazón -le dije a Andrés levantándome del asiento-, tú eres mi hermano, tatita, si tú eres mi hermano; somos mellizos o cuates; dame un abrazo. Desde hoy te debo amar y te amo más que antes, porque miro en ti el retrato de mi modo de pensar; pero tan parecido, que se equivoca con el prototipo; si ya no es que nos identificamos tú y yo.

- ¿Por qué son tantos abrazos, señor Pedrito? -preguntaba Andrés muy azorado-. ¿Por qué me dice usted tantas cosas que yo no entiendo?

- Hermano Andrés -le respondí-, porque tú piensas lo mismo que yo, y eres tan flojo como el hijo de mi madre. A ti no te acomodan los oficios por las penalidades que traen anexas, ni te gusta servir porque regañan los amos; pero sí te gusta comer, beber, pasear y tener dinero con poco o ningún trabajo. Pues, tatita (Diminutivo de Tata, padre o abuelo), lo mismo pasa por mí; de modo que, como dice el refrán, Dios los cría y ellos se juntan. Ya verás si tengo razón demasiada para quererte.

Así me hallé como a las once de la mañana por el paseo que llaman de la Tlaxpana.

A las ocho estaba yo en el Portal de las Flores, muerto de hambre, la que se aumentaba con el ejercicio que hacía con tanto andar. No tenía en el cuerpo cosa que valiera más que una medallita de plata que había comprado en cinco reales cuando estaba en la barbería; me costó mucho trabajo venderla a esas horas; pero, por último, hallé quien me diera por ella dos y medio, de los que gasté un real en cenar y medio en cigarros.

Alentado mi estómago, sólo restaba determinar dónde quedarme. Andaba yo calles y más calles sin saber en dónde recogerme hasta que pasando por el mesón del Ángel oí sonar las bolas del truco, y acordándome del arrastraderito de Juan Largo, dije entre mí: No hay remedio, un realillo tengo en la bolsa para el coime; aquí me quedo esta noche, diciendo y haciendo me metí en el truco.

No era mucho que todos notaran tan extraña figura; mas a mí no se me dio nada de su atención, y hubiera sufrido algún vejamen a trueque de no quedarme en la calle.

Dieron las nueve; acabaron de jugar y se fueron saliendo todos, menos yo que luego luego me comedí a apagar las velas, lo que no le disgustó al coime, quien me dijo:

- Amiguito, Dios se lo pague; pero ya es tarde y voy a cerrar, váyase usted.

- Señor -le dije-, no tengo dónde quedarme, hágame usted el favor de que pase la noche aquí en un banco, le daré un real que tengo y si más tuviera más le diera.

Ya hemos dicho que en todas partes, en todos ejercicios y destinos se ven hombres buenos y malos, y así no se hará novedad de que en un truco y en clase de coime, fuera éste de quien hablo un hombre de bien y sensible. Así lo experimenté, pues me dijo:

- Guarde usted su real, amigo, y quédese norabuena. ¿Ya cenó?

- Sí, señor -le respondí.

- Pues yo también. Vámonos a acostar.

Sacó un sarape, me lo prestó, y mientras nos desnudamos quiso informarse de quién era yo y del motivo de haber ido allí tan derrotado.

Yo le conté mil lástimas con tres mil mentiras en un instante, de modo que se compadeció de mí, y me prometió que hablaría a un amigo boticario que no tenía mozo, a ver si me acomodaba en su casa. Yo acepté el favor, le di las gracias por él y nos dormimos.

A la siguiente mañana, a pesar de mi flojera, me levanté primero que el coime, barrí, sacudí e hice cuanto pude por granjearlo. Él se pagó de esto, y me dijo:

- Voy a ver al boticario; pero ¿qué haremos de sombrero? Pues en esas trazas que usted tiene está muy sospechoso.

- Yo no sé que haré -le dije-, porque no tengo más que un real y con tan poco no se ha de hallar; pero mientras que usted me hace favor de ver a ese señor boticario ya vuelvo.

Así que el coime me vio limpio, se alegró y me dijo:

- Vea usted cómo ahora parece otra cosa. Vamos.

Llegamos a la botica que estaba cerca, me presentó al amo, quien me hizo veinte preguntas, a las que contesté a su satisfacción, y me quedé en la casa con salario asignado de cuatro pesos mensuales y plato.

Permanecí dos meses en clase de mozo, moliendo palos, desollando culebras, atizando el fuego, haciendo mandados y ayudando en cuanto se ofrecía y me mandaban, a satisfacción del amo y del oficial.

Luego que tuve juntos ocho pesos, compré medias, zapatos, chaleco, chupa y pañuelo; todo del baratillo, pero servible. Lo traje a la casa ocultamente, y a otro día que fue domingo, me puse hecho un veinticuatro.

No me conocía el amo, y alegrándose de mi metamorfosis, decía el oficial:

- Vea usted, se conoce que este pobre muchacho es hijo de buenos padres y que no se crió de mozo de botica. Así se hace, hijo, manifestar uno siempre sus buenos principios, aunque sea pobre, y una de las cosas en que se conoce al hombre que los ha tenido buenos, es que no le gusta andar roto ni sucio. ¿Sabes escribir?

- Sí, señor -le respondí.

- A ver tu letra -dijo-; escribe aquí.

Yo, por pedantear un poco y confirmar al amo en el buen concepto que se había formado de mí, escribí lo siguiente:

Quí scribere nescíunt nullum putant esse laborem
Tres dígíti scribunt, coetera membra dolent
.

- ¡Hola! -dijo mi amo todo admirado-; escribe bien el muchacho y en latín. ¿Pues qué entiendes tú lo que has escrito?

- Sí, señor -le dije-; eso dice que los que no saben escribir piensan que no es trabajo; pero que mientras tres dedos escriben, se incomoda todo el cuerpo.

Y continuó el amo hablando conmigo.

- Pues bien, hijo, ya desde hoy eres aprendiz; aquí te estarás con don José y entrarás con él al laboratorio para que aprendas a trabajar, aunque ya algo sabes por lo que has visto. Aquí está la Farmacopea de Palacios, la de Fuller y la Matritense; está también el curso de botánica de Linneo y ese otro de química. Estudia todo esto y aplícate, que en tu salud lo hallará.

Sin embargo, en nada menos pensé que en aplicarme al estudio de química y botánica. Mi estudio se redujo a hacer algunos mejunjes, aprender algunos términos técnicos, y a agilitarme en el despacho; pero como era tan buen hipócrita, me granjeé la confianza y el cariño del oficial (pues mi amo no estaba mucho en la botica), y tanto que a los seis meses ya yo le ayudaba también a don José, que tenía lugar de pasear y aun de irse a dormir a la calle.

Desde entonces, o tres meses antes, se me asignaron ocho pesos cada mes, y yo hubiera salido oficial como muchos si un accidente no me hubiera sacado de la casa. Pero antes de referir esta aventura es menester imponeros a algunas circunstancias.

Había en aquella época en esta capital un médico viejo a quien llamaban por mal nombre el doctor Purgante, porque a todos los enfermos decía que facilitaba la curación con un purgante.

Era este pobre viejo buen cristiano, pero mal médico y sistemático, y no adherido a Hipócrates, Avicena, Galeno y Averroes, sino a su capricho. Creía que toda enfermedad no podía provenir sino de abundancia de humor pecante; y así pensaba que con evacuar este humor se quitaba la causa de la enfermedad. Pudiera haberse desengañado a costa de algunas víctimas que sacrificó en las aras de su ignorancia; pero jamás pensó que era hombre; se creyó incapaz de engañarse, y así obraba mal, mas obraba con conciencia errónea. Sobre si este error era o no vencible, dejémoslo a los moralistas, aunque yo para mí tengo que el médico que yerra por no preguntar o consultar con los médicos sabios por vanidad o caprichos peca mortalmente, pues sin esa vanidad o ese capricho pudiera salir de mil errores, y de consiguiente ahorrarse de un millón de responsabilidades, pues un error puede causar mil desaciertos.

Sea esto lo que deba ser en conciencia, este médico estaba igualado con mi maestro. Esto es, mi maestro don Nicolás enviaba cuantos enfermos podía al doctor Purgante, y éste dirigía a todos sus enfermos a nuestra botica. El primero decía que no había mejor médico que el dicho viejo, y el segundo decía que no había mejor botica que la nuestra, y así unos y otros hacíamos muy bien nuestro negocio. La lástima es que este caso no sea fingido, sino que tenga un sin fin de originales.

El dicho médico, me conocía muy bien, como que todas las noches iba a la botica, se había enamorado de mi letra y genio (porque cuando yo quería era capaz de engañar al demonio), y no faltó ocasión en que me dijera:

- Hijo, cuando te salgas de aquí, avísame, que en casa no te faltará qué comer ni qué vestir.

Quería el viejo poner botica y pensaba tener en mí un oficial instruido y barato.

Yo le di las gracias por su favor, prometiéndole admitirlo siempre que me descompusiera con el amo, pues por entonces no tenía motivo de dejarlo.

Así pasé algunos meses, y al cabo de ellos se le puso al amo hacer balance, y halló que, aunque no había pérdida de consideración, porque pocos boticarios se pierden, sin embargo, la utilidad apenas era perceptible.

No dejó de asustarse don Nicolás al advertir el demérito, y reconviniendo a don José por él, satisfizo éste diciendo que el año había sido muy sano, y que años semejantes eran funestos, o a lo menos de poco provecho para médicos, boticarios y curas.

No se dio por contento el amo con esta respuesta, y con un semblante bien serio, le dijo:

- En otra cosa debe consistir el demérito de mi casa, que no en las templadas estaciones del año; porque en el mejor no faltan enfermedades ni muertos.

Desde aquel día comenzó a vernos con desconfianza y a no faltar de su casa muchas horas, y dentro de poco tiempo volvió a recobrar el crédito la botica, como que había más eficacia en el despacho; el cajón padecía menos evacuaciones y él no se iba hasta la noche, que se llevaba la venta. Cuando algún amigo lo convidaba a algún paseo, se excusaba diciéndole que agradecía su favor, pero que no podía abandonar las atenciones de su casa, y que quien tiene tienda es fuerza que la atienda.

Con este método nos aburrió breve, porque el oficial no podía pasear ni el aprendiz merendar, jugar ni holgarse de noche.

En este tiempo, por no sé qué trabacuentas, se disgustó mi amo con el médico y deshizo la iguala y la amistad enteramente. ¡Qué verdad es que las más amistades se enlazan con los intereses! Por eso son tan pocas las que hay ciertas.

Ya pensaba en salirme de la casa, porque ya me enfadaba la sujeción y el poco manejo que tenía en el cajón, pues a la vista del amo no lo podía tratar con la confianza que antes, pero me detenía el no tener dónde establecerme ni qué comer saliéndome de ella.

En uno de los días de mi indeterminación, sucedió que me metí a despachar una receta que pedía una pequeña dosis de magnesia. Eché el agua en la botella y el jarabe, y por coger el bote donde estaba la magnesia, cogí el bote donde estaba el arsénico, y le mezclé su dosis competente. El triste enfermo, según supe después, se la echó a pechos con la mayor confianza, y las mujeres de su casa le revolvían los asientos del vaso con el cabo de la cuchara, diciéndole que los tomara, que los polvitos eran lo más saludable.

Comenzaron los tales polvos a hacer su operación, y el infeliz enfermo a rabiar, acosado de unos dolores infernales que le despedazaban las entrañas. Alborotóse la casa, llamaron al médico, que no era lerdo, dijéronle al punto que tomó la bebida que había ordenado, había empezado con aquellas ansias y dolores. Entonces pide el médico la receta, la guarda, hace traer la botella y el vaso que aún tenía polvos asentados, los ve, los prueba, y grita lleno de susto:

- Al enfermo lo han envenenado, ésta no es magnesia sino arsénico; que traigan aceite y leche tibia, pero mucha y pronto.

Se trajo todo al instante, y con estos y otros auxilios, dizque se alivió el enfermo. Así que lo vio fuera de peligro preguntó de qué botica se había traído la bebida. Se lo dijeron y dio parte al protomedicato, manifestando su receta, el mozo que fue a la botica, y la botella y vaso como testigos fidedignos de mi atolondramiento.

Los jueces comisionaron a otro médico; y acompañado del escribano fue a casa de mi amo, quien se sorprendió con semejantes visitas.

No hubo remedio: el pobre de mi amo subió en el coche con aquellos señores, poniéndome una cara de herrero mal pagado, y mirándome con bastante indignación, dijo al cochero que fuera para su casa, donde debía entregar la multa. Yo, apenas se alejó el coche un poco, entré a la trasbotica, saqué un capotillo que ya tenía y mi sombrero, y le dije al oficial:

- Don José, yo me voy, porque si el amo me halla aquí, me mata. Déle usted las gracias por el bien que me ha hecho, y dígale que perdone esta diablura, que fue un mero accidente.

Ninguna persuasión del oficial fue bastante a detenerme. Me fui acelerando el paso, sintiendo mi desgracia y consolándome con que a lo menos había salido mejor que de casa de Chanfaina y de don Agustín.

En fin, quedándome hoy en este truco y mañana en el otro pasé veinte días, hasta que me quedé sin capote ni chaqueta; y por no volverme a ver descalzo y en peor estado, determiné ir a servir de cualquier cosa al doctor Purgante, quien me recibió muy bien, como se dirá en el capítulo que sigue.

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