Índice de El periquillo sarniento de J.J. Fernández de LizardiCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO II

III

En el que escribe Periquillo su salida de la cárcel. Hace una crítica contra los malos escribanos, y refiere, por último, el motivo por qué salió de la casa de Chanfaina y su desgraciado modo

Hay ocasiones de tal abatimiento y estrechez para los hombres que los más pícaros no hallan otro recurso que aparentar la virtud que no tienen para granjearse la voluntad de aquellos que necesitan. Esto hice yo puntualmente con el escribano, pues aunque era enemigo irreconciliable del trabajo, me veía confinado en una cárcel, pobre, desnudo, muerto de hambre, sin arbitrio para adquirir un real, y temiendo por horas un fatal resultado por las sospechas que se tenían contra mí; con esto le complacía cuanto me era dable, y él cada vez me manifestaba más cariño, y tanto, que en quince o veinte días concluyó mi negocio; hizo ver que no había testigos ni parte que pidiera contra mí, que la sospecha era leve y quién sabe qué más. Ello es que yo salí en libertad sin pagar costas y me fui a servirlo a su casa.

Llamábase este mi primer amo don Cosme Casalla, y los presos le llamaban el escribano Chanfaina, ya por la asonancia de esta palabra con su apellido, o ya por lo que sabía revolver.

Era tal el atrevimiento de este hombre que una ocasión le vi hacer una cosa que me dejó espantado, y hoy me escandalizo al escribirla.

Fue el caso que una noche cayó un ladrón conocido y harto criminal en manos de la justicia. Tocole la formación de su causa a otro escribano, y no a mi amo. Convencióse y confesó el reo llanamente todos sus delitos, porque eran innegables. En este tiempo, una hermana que éste tenía, no mal parecida, fue a ver a mi amo empeñándose por su hermano y llevándole no sé qué regalito; pero mi dicho amo se excusó diciéndole que él no era el escribano de la causa, que viera al que lo era. La muchacha le dijo que ya lo había visto, mas que fue en vano, porque aquel escribano era muy escrupuloso y le había dicho que él no podía proceder contra la justicia, ni tenía arbitrio para mover a su favor el corazón de los jueces; que él debía dar cuenta con lo que resultase de la causa, y los jueces sentenciarían conforme lo que hallaran por conveniente, y así, que él no tenía que hacer en eso; que ella, desesperada con tan mal despacho, había ido ver a mi amo sabiendo lo piadoso que era y el mucho valimiento que tenía en la sala, suplicándole la viese con caridad; que, aunque era una pobre, le agradecería este favor toda su vida, y se lo correspondería de la manera que pudiese.

Mi amo, que no tenía por dónde el diablo lo desechara, al oír esta proposición, vio con más cuidado los ojillos llorosos de la suplicante, y no pareciéndole indignos de su protección, se la ofreció diciéndole:

- Vamos, chata, no llores, aquí me tienes; pierde cuidado, que no correrá sangre la causa de tu hermano; pero ...

Al decir este pero, se levantó y no pude escuchar lo que le dijo en voz baja. Lo cierto es que la muchacha, por dos o tres veces, le dijo sí, señor, y se fue muy contenta.

Al cabo de algunos días, una tarde en que estaba yo escribiendo con mi amo, fue entrando la misma joven toda despavorida, y entre llorosa y regañona, le dijo:

- No esperaba yo esto, señor don Cosme, de la formalidad de usted, ni pensaba que así se había de burlar de una infeliz mujer. Si yo hice lo que hice, fue por librar a mi hermano, según usted me prometió, no porque me faltara quién me dijera Por ahí te pudras, pues pobre como usted me ve, no me he querido echar por la calle de en medio, que si eso fuera así, así me sobra quién me saque de miserias, pues no falta una media rota para una pierna llagada; pero maldita sea yo y la hora en que vine a ver a usted, pensando que era hombre de bien y que cumpliría su palabra y ...

- Cállate, mujer -le dijo mi amo-, que has ensartado más desatinos que palabras. ¿Qué ha habido? ¿Qué tienes? ¿Qué te han contado?

- Una friolera -dijo ella-. Que está mi hermano sentenciado por ocho años al Morro de la Habana.

- ¿Qué dices, mujer? -preguntó mi amo todo azorado-. Si eso no puede ser; eso es mentira.

- Qué mentira ni qué diablos -decía la adolorida-. Acabo de despedirme de él y mañana sale. ¡Ay, alma mía de mi hermano! Quién te lo había de decir después que yo he hecho por ti cuanto he podido ...

- ¿Cómo mañana, mujer? ¿Qué estás hablando?

- Sí, mañana, mañana, que ya lo desposaron esta tarde, y está entregado en lista para que lo lleven.

- Pues no te apures -dijo mi amo-, que primero me llevarán los diablos que a tu hermano lo lleven a presidio. Anda, vete sin cuidado, que a la noche ya estará tu hermano en libertad.

Diciendo esto, la muchacha se fue para la calle y mi amo para la cárcel, donde halló al dicho reo esposado con otro para salir en la cuerda al día siguiente, según había dicho su parienta.

Turbóse el escribano al ver esto, mas no desmayó, sino que, haciendo una de las suyas, desunció al reo condenado de su compañero, y unció con éste a un pobre indio que había caído allí por borracho y aporreador de su mujer.

Este infeliz fue a suplir ocho años al Morro de la Habana por el ladrón hermano de la bonita, el que a las oraciones de la noche salió a la calle por arriba, libre y sin costas, apercibido de no andar en México de día; aunque él no anduvo ni de noche, porque temiendo no se descubriera la trácala del escribano, se marchó de la ciudad lo más presto que pudo, quedando de este modo más solapada la iniquidad.

A más de esto, era de un corazón harto cruel y sanguinario. El infeliz que caía en sus manos por causa criminal bien se podía componer si era pobre, porque no escapaba de un presidio cuando menos; y se vanagloriaba de esto altamente, teniéndose por un hombre íntegro y justificado, jactándose de que por su medio se había cortado un miembro podrido a la República. En una palabra, era el hombre perverso a toda prueba.

Sin embargo, no debo pasar en silencio que le merecí haber aprendido a su lado todas sus malas mañas pro famotiori, como dicen los escolares; quiero decir, que las aprendí bien y salí aprovechadísimo en el arte de la cábala con la pluma.

En el corto término que os he dicho, supe otorgar un poder, extender una escritura, cancelarla, acriminar a un reo o defenderlo, formar una sumaria, concluir un proceso y hacer todo cuanto puede hacer un escribano; pero todo así así, y como lo hacen los más, es decir, por rutina, por formularios y por costumbre o imitación; mas casi nada porque yo entendiera perfectamente lo que hacía, si no era cuando obraba con malicia particular, que entonces sí sabía el mal que hacía y el bien que dejaba de hacer; pero por lo demás, no pasaba de un papelista intruso, semicurial ignorante y cagatinta perverso.

Un día que él no estaba en casa, me entretenía en extender una escritura de venta de cierta finca que una señora iba a enajenar. Ya casi la estaba yo concluyendo cuando entró en busca de mi amo Chanfaina el licenciado don Severo, hombre sabio, íntegro e hipocondriaco.

Luego que se sentó me preguntó por mi maestro, y a seguida me dijo:

- ¿Qué está usted haciendo?

Yo, que no conocía su carácter, ni su profesión, ni luces, le contesté que una escritura.

- ¿Pues qué -repitió él-, la está pasando a testimonio o extendiendo la original?

- Sí, señor -le dije-, esto último estoy haciendo, extendiéndo la original.

- Bueno, bueno -dijo-, ¿y de qué es la escritura?

- Señor -respondí-, es de la venta de una finca.

- ¿Y quién otorga la escritura?

- La señora doña Damiana Acevedo.

- ¡Ah, sí -dijo el abogado-, la conozco mucho! Es mi deuda política; está para casarse tiempo hace con mi primo don Baltasar Orihuela; por cierto que es la moza harto modista y disipadora. ¿Que ya estará en el estado de vender las fincas que podía llevar en dote? Aunque en ese caso no sé cómo habrá de otorgar la escritura. A ver, sírvase usted leerla.

Yo, hecho un salvaje y sin saber con quién estaba hablando, leí la escritura, que decía así ni más ni menos:

En la ciudad de México, a 20 de julio de 1780, ante mí el escribano y testigos, doña Damiana Acevedo, vecina de ella, otorga: que por sí y en nombre de sus herederos, sucesores e hijos, si algún día los tuviere, vende para siempre a don Hilado Rocha, natural de la Villa del Carbón y vecino de esta capital, y a los suyos, una casa, sita en la calle del Arco de la misma, que en posesión y propiedad le pertenece por herencia de su difunto padre el señor don José María Acevedo, y se compone de cuatro piezas altas, que son: sala, recámara, asistencia y cocina; un cuarto bajo, un pajar y una caballeriza; tiene quince pies de fachada y treinta y ocho de fondo, todo lo que consta en la respectiva cláusula del testamento de su expresado difunto padre, por cuyo título le corresponde a la otorgante, la cual declara y asegura no tenerla vendida, enajenada ni empeñada, y que está libre de tributo, memoria, capellanía, vínculo, patronato, fianza, censo, hipoteca y de cualquiera otra especie de gravamen: la cual le dona con toda su fábrica, entradas, salidas, usos, costumbres y servidumbres en forma de derecho, en cuatro mil pesos en moneda corriente y sellada con el cuño mexicano, que ha recibido a su satisfacción. Y desde hoy en adelante para siempre jamás se abdica, desprende, desapodera, desiste, quita y aparta, y a sus herederos y sucesores, de la propiedad, dominio, título, voz, recurso y otro cualquier derecho que a la citada casa le corresponde, y lo cede, renuncia y traspasa plenamente con las acciones reales, personales, útiles, mixtas, directas, ejecutivas y demás que le competen, en el mencionado don Hilario Rocha, a quien confiere poder irrevocable con libre, franca y general administración, y constituye procurador actor en su propio negocio, para que la goce, y sin dependencia ni intervención de la otorgante la cambie, enajene, use y disponga de ella como de cosa suya adquirida con justo legítimo título, y tome y aprenda de su autoridad o judicialmente la real tenencia y posesión que en virtud de este instrumento le pertenece; y para que no necesite tomarla, y antes bien conste en todo tiempo ser suya, formaliza a su favor esta escritura de que le daré copia autorizada. Asimismo declara que el justo precio y valor de la tal finca son los dichos cuatro mil pesos, y que no vale más, ni ha hallado quién le dé más por ella; y si más vale o valer pudiere, hace del exceso grata donación pura, mera, perfecta e irrevocable que el derecho llama intervivos, al expresado Rocha y sus herederos, renunciando para esto la ley 1, tít. XI, lib. 5 de la Recopilación, y la que de esto trata, fecha en cortes de Alcalá de Henares, como también la de non numerata pecunia, la del senado-consulto Veleyano, y se somete a la jurisdicción de los señores jueces y justicias de S. M., renunciando las leyes si qua mulier, la de si convenerit de jurisdictione omnium judicum, y cuantas puedan hallarse a su favor por sí y sus herederos, obligándose además a que nadie le inquietará ni moverá pleito sobre la propiedad, posesión o disfrute de dicha casa, y si se le inquietare, moviere o apareciere algún gravamen, luego que la otorgante y sus herederos y sucesores sean requeridos conforme a derecho, saldrán a su defensa y seguirán el pleito a sus expensas en todas instancias y tribunales hasta ejecutoriarse, y dejar al comprador en su libre uso y pacífica posesión; y no pudiendo conseguirlo le darán otra igual en valor, fábrica, sitio, renta, y comodidades, o en su defecto le restituirán la cantidad que ha desembolsado, las mejoras útiles, precisas y voluntarias que tenga a la sazón, el mayor valor que adquiera con el tiempo, y todas las costas, gastos y menoscabos que se le siguieren, con sus intereses, por todo lo cual se les ha de poder ejecutar sólo en virtud de esta escritua, y juramento del que la posea o lo represente en quien difiera su importe relevándole de otra prueba. Así pues, y a la observancia de todo lo referido, obliga su persona y bienes habidos y por haber, y con ellos se somete a los jueces y justicias de S. M. para que a ello la compelan como por sentencia pasada, consentida y no apelada en autoridad de cosa juzgada, renunciando su propio fuero, domicilio y vecindad con la general del derecho, y así lo otorgó. Y presente don Hilario Rocha, a quien doy fe conozco, impuesto en el contenido de este instrumento, sus localidades y condiciones dijo: que aceptaba y aceptó la compra de la expresada casa como en ello se contiene, y se obliga ...

- Basta -dijo el licenciado Severo-, que es menester gran vaso para escuchar un instrumento tan cansado, y a más de cansado, tan ridículo y mal hecho. ¿Usted, amiguito, entiende algo de lo que ha puesto? ¿Conoce a esa señora? ¿Sabe cuáles son las leyes que renuncia?

A ese tiempo entró mi amo Chanfaina, e impuesto de las preguntas que me estaba haciendo el licenciado, le dijo:

- Este muchacho poco ha de responder a usted de cuanto le pregunte, porque no pasa de un escribientillo aplicado. Esta escritura que usted ha escuchado, la hizo por el machote que le dejé y por los que me ha visto hacer, y como tiene una feliz memoria, se le queda todo fácilmente.

Hemos de advertir que hasta aquí, ni yo ni mi patrón sabíamos si era licenciado el tal don Severo, y sólo pensábamos que era algún pobre que iba a ocuparnos.

Con este error, mi amo, que como gran ignorante, era gran soberbio, creyó aturdir a la visita y acreditarse a costa de desatinar con arrogancia, según que lo tenía de costumbre, y así añadió:

- Lo que usted dude, caballero, a mí, a mí me lo ha de preguntar, que lo satisfaré completamente. Ya usted tendrá noticia de quién soy, pues me viene a buscar; pero si no la tiene, sépase que soy don Cosme Apolinario CasaBa y Torrejalva, escribano real y receptor de esta real audiencia, para que mande.

- Ya, ya tengo noticia de la habilidad y talento de usted, señor mío, dijo el abogado; y yo mismo felicito mi ventura que me condujo a la casa de un hombre lleno, y tanto más cuanto que soy muy amigo de saber lo que ignoro, y me acomodo siempre a preguntar a quien más sabe para salir de mi ignorancia. En esta virtud y antes de tratar del negocio a que vengo, quisiera preguntar a usted algunas casillas que hace días que las oigo y no las entiendo.

- Ya he dicho a usted, amigo -contestó Chanfaina con su acostumbrada arrogancia-, que pregunte lo que guste, que yo le sacaré de sus dudas de buena gana.

- Pues, señor -continuó el letrado-, sírvase usted decirme: ¿qué significan esas renuncias que se hacen en las escrituras? ¿Qué quiero decir la ley si qua mulier? ¿Cuál es la de sive a me? ¿Qué significa aquella de si convenerit de jurisdictione omniumjudicum? ¿Cuál es el beneficio del senatus-consulto Velayano que renuncian las mujeres? ¿Qué significa la non numerata pecunia? ¿Qué quiere decir, renuncio mi propio fuero, domicilio y vecindad? ¿Cuál es la ley 1, tít. XI, del libro 5 de la Recopilación? Y, por fin, ¿quiénes pueden o no otorgar escrituras? ¿Cuáles leyes pueden renunciarse y cuáles no? Y ¿qué cosa son o para qué sirven los testigos que llaman instrumentales?

- Ha preguntado usted tantas cosas -dijo mi amo- que no es muy fácil el responderle a todas con prolijidad; pero para que usted se sosiegue, sepa que todas esas leyes que se renuncian son antiguallas que de nada sirven, y así no nos calentamos los escribanos la cabeza en saberlas, pues eso de saber leyes les toca a los abogados, no a nosotros. Lo que sucede es que como ya es estilo el poner esas cosas en las escrituras y otros instrumentos públicos, las ponemos los escribanos que vivimos hoy, y las pondrán los que vivirán de aqui a un siglo con la misma ciencia de ellas que los primeros escribanos del mundo; pero ya digo, el saber o ignorar estas matarrungas nada importa. ¿Está usted? Por lo que hace a lo que usted pregunta de que qué personas pueden otorgar escrituras, debo decirle que, menos los locos, todos. A lo menos yo las extenderé en favor del que me pague su dinero, sea quien fuere, y si tuviere algún impedimento, veré cómo se lo aparto y lo habilito. ¿Está usted? últimamente: los testigos instrumentales son unas testas de hierro, o más bien unos nombres supuestos; pues en queriendo Juan vender y Pedro comprar, ¿qué cuenta tiene con que haya o no testigos de su contrato? De modo que verá usted que yo, muchos de mis compañeros y casi todos los alcaldes mayores tenientes y justicias de pueblos extendemos estos instrumentos en nuestras casas y juzgados solos, y cuando llegamos a los testigos, ponemos que lo fueron don Pascasio, don Nicasio y don Epitacio, aunque no haya tales hombres en veinte leguas en contorno, y lo cierto es que las escrituras se quedaron otorgadas, las fincas vendidas, nuestros derechos en la bolsa, y nadie, aunque sepa esta friolera, se mete a reconvenirnos para nada. Esto es lo que hay, amigo, en el particular. Vea usted si tiene algo más que preguntar, que se le responderá in terminis, camarada, in terminis, terminantemente.

Levantóse de la silla el licenciado, medio balbuciente de la cólera, y con un mirar de perro con rabia le dijo a mi precarísimo maestro:

- Pues, señor don Cosme Casalla, o Chanfaina o calabaza, o como le llaman, sepa usted que quien le habla es el licenciado don Severo Justiniano, abogado también de esta real audiencia, en la que pronto me verá usted colocado, y sabrá, si no quiere saberlo antes, que soy doctor en ambos derechos, y que no le he hablado con mera fanfarronada, como usted, a quien en esta virtud le digo y le repito que es un hombre lleno, pero no de sabiduría, sino lleno de malicia y de ignorancia. ¡Bárbaro! ¿Quién lo metió a escribano? ¿Quién lo examinó? ¿Cómo supo engañar a los señores sinodales respondiendo quizás preguntas estudiadas, comunes o prevenidas, o satisfaciendo hipócritamente los casos arduos que le propusieron?

Usted y otros escribanos o receptores tan pelotas y maliciosos como usted, tienen la culpa de que el vulgo, poco recto en sus juicios, mire con desafecto, y aun diré con odio, una profesión tan noble, confundiendo, a los escribanos instruidos y timoratos con los criminalistas trapaceros, satisfechos de que abundan más éstos que aquéllos.

Mas para que usted acabe de conocer hasta dónde llega su ignorancia, y la de todos sus compañeros que extienden instrumentos y ponen en ellos latinajos; leyes y renuncias de éstas, sin entender lo que hablan, sino porque así lo han visto en los protocolos de donde sacaron su formulario, atienda: Dice usted que vendió la casa en cuatro mil pesos, que el comprador recibió a su satisfacción, y a poco dice que renuncia la ley de la non numerata pecunia. Si usted supiera que esta ley habla del dinero no contado, y no del contado y recibido, no incurriría en tal.

Conque señor Casalla, aplicarse, aplicarse y ser hombre de bien, pues es un dolor que por las faltas de usted y otros como usted, sufran los buenos escribanos el vejamen de los negocios. El negocio a que yo venía pide un escribano de más capacidad y conducta que usted, y así no me determino a fiárselo. Estudie más y sea más arreglado, y no le faltará qué comer con más descanso y tranquilidad de espíritu.

Y usted, amiguito -me dijo a mí-, estudie también si quiere seguir esta carrera, y no se enseñe a robar con la pluma, pues entonces no pasará de ave de rapiña. Adiós, señores.

Ni visto ni oído fue el licenciado luego que acabó de regañar a mi amo, quien se quedó tan aturdido que no sabía si estaba en cielo o en tierra, según después me dijo.

Yo me acordé bastante de mi primer maestro de escuela cuando le pasó igual bochorno con el clérigo; pero mi amo no era de los que se ahogan en poca agua, sino muy procaz o sinvergüenza; y así disimuló su incomodidad con mucho garbo, y luego que se recobró un poco, me dijo:

- ¿Sabes, Periquillo, por qué ha sido esta faramalla de abogado? Pues sábete que no por otra causa sino porque siente un gato que otro le arañe. Estos letradillos son muy envidiosos: no pueden ver ojos en otra cara, y quisieran ser ellos solos abogados, jueces, agentes, relatores, procuradores, escribanos, y hasta corchetes y verdugos, para soplarse a los litigantes en cuerpo y alma. Vea usted al bribón del Severillo y qué charla nos ha encajado haciéndose del hipócrita y del instruido, como si fuera lo mismo zurcir un escrito acuñándole cuarenta textos que extender un instrumento público.

Así que mi amo se desahogó conmigo, abrió su estantito, se refrescó con un buen trago del refino de Castilla, y se marchó a jugar sus alburitos mientras se hacía hora de comer.

Aunque me hicieron mucha fuerza las razones del licenciado, algo me desvanecieron la socarra y mentiras de Chanfaina. Ello es que yo propuse no dejar su compañía hasta no salir un mediano oficial de escribano, mas no se puede todo lo que se quiere.

A las dos de la tarde volvió mi maestro contento porque no había perdido en el juego; puse la mesa; comió y se fue a dormir la siesta. Yo fui a hacer la misma diligencia a la cocina, donde me despachó muy bien nana Clara, que era la cocinera. Después me bajé a la esquina a pasar el rato con el tendero mientras despertaba mi patrón. Éste, luego que despertó, me dejó mi tarea de escribir como siempre y se marchó para la calle, de donde volvió a las siete de la noche con una nueva huéspeda que venía a ser nuestra compañera.

Luego que la vi la conocí. Se llamaba Luisa, y era la hermana del ladrón que mi amo soltó de la cuerda con más facilidad que don Quijote a Ginés de Pasamonte. Ya he dicho que la tal moza no era fea y que pareció muy bien a mi amo. ¡Ojalá y a mí no me hubiera parecido lo mismo!

En cuanto entró, le dijo mi amo:

- Anda, hija desnúdate (Con el fin de que no se vaya a malinterpretar esta orden, es prudente hacer notar que en aquellas épocas la gente pobre carecía en sí de ropa para mudarse, por lo que era costumbre que quien entraba a trabajar en el servicio doméstico, se le otorgara a manera de prestación el hacerse de una muda de ropa, de aquí la orden dada) y vete con nana Clara, que ella te impondrá de lo que has de hacer.

Fuese ella muy humilde, y cuando estuvimos solos, me dijo Chanfaina:

- Periquillo, me debes dar las albricias por esta nueva criada que he traído; ella viene de recamarera y te vas a ahorrar de algún quehacer, porque ya no barrerás, ni harás la cama, ni servirás la mesa, ni limpiarás los candeleros, ni harás otras cosas que son de tu obligación, si no solamente los mandados. Lo único que te encargo es que tengas cuidado con ella, avisándome si se asoma al balcón muy seguido, o si sale o viene alguno a verla cuando no estuviere yo en casa. En fin, tú cuídala y avísame de cuanto notares. Pues, porque al fin es mi criada, está a mi cargo, tengo que dar cuenta a Dios de ella y no soy muy ancho de conciencia, ni quiero condenarme por pecados ajenos. ¿Entiendes?

- Sí, señor -le contesté, riéndome interiormente de la necedad con que pensaba que era yo capaz de tragar su hipocresía.

Ya se ve, el muy camote me tenía por un buen muchacho o por un mentecato. Como en cerca de dos meses que yo viví con él había hecho tan al vivo el papel de hombre de bien, pues ni salía a pasear aun dándome licencia él mismo, ni me deslicé en lo más mínimo con la vieja cocinera, me creyó el amigo Chanfaina muy inocente, o quién sabe qué, y me confió a su Luisa, que fue fiarle un mamón a un perro hambriento. Así salió ello.

Esa noche cenamos y me fui a acostar sin meterme en más dibujos.

Al día siguiente nos dio chocolate la recamarerita; hizo la cama, barrió, atizó el cobre, porque plata no la había, y puso la casa albeando, como dicen las mujeres.

Seis u ocho días hizo la Luisa el papel de criada, sirviendo la mesa y tratando a Chanfaina como amo, delante de mí y de la vieja; pero no pudo éste sufrir mucho tiempo el disimulo. Pasado este plazo, la fue haciendo comer de su plato, aunque en pie: después la hacía sentar algunas veces, hasta que se desnudó del fingimiento y la colocó a su lado señorilmente.

Los tres comíamos y cenábamos juntos en buena paz y compañía. La muchacha era bonita, alegre, viva y decidora; yo era joven, no muy malote, y sabía tocar el bandoloncito y cantar no muy ronco; al paso que mi amo era casi viejo, no poseía las gracias que yo; sacándolo de sus trapacerías con la pluma, era en lo demás muy tonto, hablaba gangoso y rociaba de babas al que lo atendía a causa de que el gálico y el mercurio lo habían dejado sin campanilla ni dientes; no era nada liberal, y sobre tantas prendas, tenía la recomendable de ser celosísimo en extremo.

Estaba una mañana Luisa en el balcón y yo escribiendo en la sala. Antojóseme chupar un cigarro y fui a encenderlo a la cocina. Por desgracia estaba soplando la lumbre una muchacha de no malos bigotes, llamada Lorenza, que era sobrina de nana Clara y la iba a visitar de cuando en cuando por interés de los percances que le daba la buena vieja, la que a la sazón no estaba en casa, porque había ido a la plaza a comprar cebollas y otras menestras para guisar. Me hallé, pues, solo con la muchacha, y como era de corazón alegre, comenzamos a chacotear familiarmente. En este rato me echó menos Luisa; fue a buscarme, y hallándome enajenado, se enceló furiosamente y me reconvino con bastante aspereza, pues me dijo:

- Muy bien, señor Perico. En eso se le va a usted el tiempo, en retozar con esa grandísima tal ...

- No, eso de tal -dijo Lorenza toda encolerizada-, eso de tal lo será ella y su madre y toda su casta.

Y sin más cumplimientos, se arremetieron y afianzaron de las trenzas, dándose muchos araños y diciéndose primores; pero esto con tal escándalo y alharaca, que se podía haber oído el pleito y sabido el motivo a dos leguas en contorno de la casa. Hacía yo cuanto estaba de mi parte por desapartarlas; mas era imposible, según estaban empeñadas en no soltarse.

A este tiempo entró nana Clara, y mirando a su sobrina bañada en sangre, no se metió en averiguaciones, sino que tirando el canasto de verdura, arremetió contra la pobre de Luisa, que no estaba muy sana, diciéndole:

- Eso no, grandísima cochina, lambe platos, piojo resucitado, a mi sobrina no, tal. Agora verás quién es cada cual.

Y en medio de estas jaculatorias le menudeaba muy fuertes palos con una cuchara.

Yo no pude sufrir que con tal ventaja estropearan dos a mi pobre Luisa, y así, viendo que no valían mis ruegos para que las dejaran, apele a la fuerza, y di sobre la vieja a pescozones.

En medio de esta función llegó Chanfaina, vestido en su propio traje, y viendo que su Luisa estaba desangrada, hecha pedazos, bañada en sangre y envuelta entre la cocinera y su sobrina, no esperó razones, sino que haciéndose de un garrote, dio sobre las dos últimas, pero con tal gana y coraje, que a pocos trancazos cesó el pleito, dejando a la infeliz recamarera, que ciertamente era la que había recibido la peor parte.

Cuando volvimos todos en nuestro acuerdo, no tanto por el respeto del amo, cuanto por el miedo del garrote, comenzó el escribano a tomarnos declaración sobre el asunto o motivo de tan desaforada riña. La vieja nana Clara, nada decía, porque nada sabía en realidad; Luisa tampoco, porque no le tenía cuenta; yo menos, porque era el actor principal de aquella escena; pero la maldita Lorenza, como que era la más instruida e inocente, en un instante impuso a mi amo del contenido de la causa, diciéndole que todo aquello no había sido más que una violencia y provocación de aquella tal celosa que estaba en su casa, que quizá era mi amiga, pues por celos de mí y de ella había armado aquel escándalo ...

Como dos cuadras corrió Chanfaina tras de mí gritándome sin cesar:

- Párate, bribón; párate, pícaro; -pero yo me volví sordo y no paré hasta que lo perdí de vista y me hallé bien lejos y seguro del garrote.

Este fue el honroso y lucidísimo modo con que salí de la casa del escribano; peor de lo que había entrado y sin el más mínimo escarmiento, pues en cada una de éstas comenzaba de nuevo la serie de mis aventuras, como lo vereis en el capítulo siguiente.

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