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LIBRO I

IV

En el que Periquillo da razón en qué paró la conversación de sus padres, y del resultado que tuvo, y fue que lo pusieron a estudiar, y los progresos que hizo

Mi madre, sin embargo de lo dicho, se opuso de pie firme a que se me diera oficio, insistiendo en que me pusiera mi padre en el colegio. Su merced le decía:

- No seas cándida; y si a Pedro no le inclinan los estudios, o no tiene disposición para ellos, ¿no será una barbaridad dirigirlo por donde no le gusta? Es la mayor simpleza de muchos padres pretender tener a pura fuerza un hijo letrado o eclesiástico, aun cuando no sea de su vocación tal carrera ni tenga talento a propósito para las letras; causa funesta, cuyos perniciosos efectos se lloran diariamente en tantos abogados firmones (Termino que era utilizado para designar a los abogados que al llevar pocos casos, concretábanse a firmar o estampar su firma en documentos jurídicos cobrando sumas ridículas por ello), a médicos asesinos y eclesiásticos ignorantes y relajados como advertimos.

Todavía para dar oficio a los niños es menester consultar su genio y constitución física, porque el que es bueno para sastre o pintor, no lo será para herrero o carpintero; oficios que piden, a más de inclinación, disposición de cuerpo y unas robustas fuerzas.

Siempre me ha gustado esta bella industria para rastrear la inclinación de los niños, así como he reprobado la general corruptela de muchos padres que a tontas y a locas encajan a los muchachos en los colegios, sin indagar ni aun ligeramente si tienen disposición para las letras.

Hija mía, éste es un error tan arraigado como grosero. El niño, que tenga un entendimiento somero y tardo, jamás hará progresos en ciencia alguna, por más que curse las aulas y manosee los libros. Ni éstos ni los colegios dan talento a quien nació sin él. Los burritos entran todos los días a los colegios y universidades cargados de carbón o de piedra, y vuelven a salir tan burros como entraron; porque así como las ciencias no están aisladas en los recintos de las universidades o gimnasios, así tampoco éstos son capaces de comunicar un adarme de ciencia al que carezca de talento para aprenderla.

Fuera de esto, hay otra razón harto poderosa para que yo no me resuelva a poner a mi hijo en el colegio, aun cuando supiera que tenía una bella disposición para estudiante, y ésta es mi pobreza. Apenas alcanzo para comer con mi corto destino, ¿de dónde voy a coger diez pesos para la pensión mensual y toda aquella ropa decente que necesita un colegial?, y ya ves tú aquí un embarazo insuperable.

- No -dijo mi madre, que hasta entonces sólo había escuchado sin despegar sus labios para nada-, no, ésa no es razón ni menos embarazo; porque con ponerlo de capense ya se remedió todo.

- Muy bien -dijo mi padre-, me has quinado; pero vamos a ver qué salida me das a esta otra dificultad. Yo ya estoy viejo, soy pobre, no tengo qué dejarte; mañana me muero, te hallas viuda, sola, sin abrigo ni qué comer, con un mocetón a tu lado que cuando mucho sabrá hablar tal cual latinajo y aturdir al mundo entero con cuatro ergos y pedanterías que el mismo que las dice no las entiende; pero que en realidad de nada vale todo eso, porque el muchacho, como no tiene quién lo siga fomentando, se queda varado en la mitad de la carrera sin poder ser ni clérigo, ni abogado, ni médico, ni cosa alguna que le facilite su subsistencia ni tus socorros por las letras.

- ¿Qué he de decir? -respondió mi madre-; sino que tú te empeñas en mortificarme y en hacer infeliz a esa pobre criatura, tratando de ordinariarlo poniéndolo de artesano, y por eso hablas y ponderas tanto. Pues qué, ¿ya sabes que es un tonto? ¿Ya sabes que te vas a morir en la mitad de sus estudios? ¿ Y ya sabes, por fin, que porque tú te mueras se cierran todos los recursos? Dios no se muere; parientes tiene y padrinos que lo socorran; ricos hay en México harto piadosos que lo protejan y yo que soy su madre pediré limosna para mantenerlo hasta que se logre. No, sino que tú no quieres al pobre muchacho; pero ni a mi tampoco, y por eso tratas de darme esta pesadumbre. ¿Qué he de hacer? Soy infeliz y también mi hijo ...

Aquí comenzó a llorar el alma mía de mi madre, y con sus cuatro lagrimas dio en tierra con toda la constancia y solidez de mi buen padre, pues éste, luego que la vio llorar la abrazó, como que la amaba tiernamente, y le dijo:

- No llores, hijita, no es para tanto. Yo lo que te he dicho es lo que me enseña la razón y la experiencia, pero si es de tu gusto que estudie Pedro, que estudie norabuena; ya no me opongo; quizá querrá Dios prestarme vida para verlo logrado, o cuando no, Su Majestad te abrirá camino, como que conoce tus buenas intenciones.

Consolóse mi madre con esta receta, y desde entonces sólo se trató de ponerme a estudiar, y me empezaron a habilitar de ropa negra, arte de la lengua latina y demás necesarias menudencias.

No parece sino que hablaba mi padre en profecía, según que todo sucedió como lo dijo. En efecto, tenía mucho conocimiento de mundo y un juicio perspicaz; pero estas cualidades se perdían, las más veces, por condescender nimiamente con los caprichos de mi madre.

No sin razón dijo Terencio que las madres ayudan a sus hijos en las iniquidades y estorban el que sus padres los corrijan. Lo que os pondré en una estrofita para que la tengáis en la memoria:

Suelen ayudar las madres
a la maldad de sus hijos,
impidiendo que los padres
les den el justo castigo.

Finalmente, llegó el día en que me pusieron al estudio, y éste fue el de don Manuel Enríquez, sujeto bien conocido en México, así por su buena conducta como por su genial disposición y asentada habilidad para la enseñanza de la gramática latina, pues en su tiempo nadie le disputó la primacía entre cuantos preceptores particulares había en esta ciudad; mas por una tenaz y general preocupación que hasta ahora domina, nos enseñaba mucha gramática y poca latinidad.

A pesar de esto, y al cabo de tres años, acabé mis primeros estudios a satisfacción, pues me aseguraban que era yo un buen gramático, y yo lo creía más que si lo viese.

Como allí no había un corto número de niños, como en mi buena escuela, sino que había infinidad de muchachos entre pupilos y capenses, todos hijos de sus madres, y de tan diferentes genios y educaciones, y yo siempre fui un maleta de primera, tuve la maldita atingencia de escoger para mis amigos a los peores, y me correspondieron fielmente y con la mayor facilidad; ya se ve que cada oveja ama su pareja, y esto es corriente; el asno no se asocia con el lobo, ni la paloma con el cuervo; cada uno ama su semejante. Así, yo no me juntaba con los niños sensatos, pundonorosos y de juicio, sino con los maliciosos y extraviados, con cuyas amistades y compañías cada día me remataba más, como os sucederá a vosotros y a vuestros hijos, si, despreciando mis lecciones, no procuráis o hacerlos que tengan buenos amigos, o que no tengan ninguno, pues es infalible el axioma divino que nos dice: con el santo serás santo, y le pervertirás con el perverso. Así me sucedió puntualmente; bien que yo ya estaba pervertido, pero con la compañía de los malos estudiantes me acabé de perder enteramente.

Hijos míos; las buenas o malas costumbres que se imprimen en la niñez echan muy profundas raíces, por eso importa tanto el dirigir bien a las criaturas en los primeros años. Los vicios que yo adquirí en los míos, ya por el chiqueo de mi madre, las adulaciones de las viejas mis parientas, el indolente método de mi maestro, el pésimo ejemplo y compañía de tanto muchacho desreglado, y, sobre todo esto, por mi natural perverso y mal inclinado, profundizaron mucho en mi espíritu, me costó demasiado trabajo irme deshaciendo de ellos a costa de no pocas reprensiones y caricias de mi buen maestro, y del continuo buen ejemplo que me daban los otros niños.

Así lo experimenté yo, bien a mi costa. Estaban mis pasiones sofocadas, no muertas; mi perversa inclinación estaba como retirada; pero aún permanecía en mi corazón como siempre; mi mal genio no se había extinguido, estaba oculto solamente como las brasas debajo de la ceniza que las cubre; en una palabra, yo no obraba tan mal y con el descaro que antes, por el amor y respeto que tenía a mi prudente maestro, y por la vergüencilla que me imponían los demás niños con sus buenas acciones, pero no porque me faltaran ganas ni disposición.

Sin duda era el muchacho más maldito entre los más relajados estudiantes, porque yo era el Non plus ultra (Nada más allá) de los bufones y chocarreros. Esta sola cualidad prueba que no era mi carácter de los buenos, pues en sentir del sabio Pascal, hombre chistoso, ruin carácter. Ya sabéis que en los colegios estas frases, parar la bola, pandorguear, cantaletear, y otras, quieren decir: mofar, insultar, provocar, zaherir, injuriar, incomodar y agraviar por todos los modos posibles a otro pobre; y lo más injusto y opuesto a las leyes de la virtud, buena crianza y hospitalidad es que estos graciosos hacen lucir su habilidad infame sobre los pobres niños nuevos que entran al colegio.

Considerad por aquí cuál sería mi bella índole, cuando tenía la fama de ser el mejor pandorguísta de todo el colegio. Y decían mis compañeros que yo le paraba la bola a cualquiera, que era lo mismo que decir que yo era el más indigno de todos ellos, y que ninguno, bueno o malo, dejaría de incomodarse si escuchaba en su contra mi maldita lengua. ¿Os parece, hijos míos, esta circunstancia algo favorable? ¿Con ella sola no advertís mi depravado espíritu y condición? Porque el hombre que se complace en afligir a otro su semejante no puede menos que tener un alma ruin y un corazón protervo.

Por estos principios conoceréis que era perverso en todo. En fin, entré a estudiar filosofía.

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