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LIBRO I

V

Escribe Periquillo su entrada al curso de artes, lo que aprendió: su acto general, su grado y otras curiosidades que sabrá el que las quisiere saber

Acabé mi gramática, como os dije, y entré al máximo y más antiguo colegio de San Ildefonso a estudiar filosofia, bajo la dirección del doctor don Manuel Sánchez y Gómez, que hoy vive para ejemplar de sus discípulos. Aún no se acostumbraba en aquel ilustre colegio, seminario de doctos y ornamento en ciencias de su metrópoli, aún no se acostumbraba, digo, enseñar la filosofia moderna en todas sus partes; todavía resonaban en sus aulas los ergos de Aristóteles. Aún se oía discutir sobre el ente de razón, las cualidades ocultas y la materia prima, y esta misma se definía con la explicación de la nada, nec est quid, etc. Aún la fisica experimental no se mentaba en aquellos recintos, y los grandes nombres de Cartesio, Newton, Muschembreck y otros eran poco conocidos en aquellas paredes que han depositado tantos ingenios célebres y únicos, como el de un Portillo.

Así como en el estudio de la gramática aprendí varios equivoquillos impertinentes, según os dije, como Caracoles comes; pastorcito come adobes; non est peccatum mortale occidere patrem suum, y otras simplezas de éstas; así también, en el estudio dejas súmulas, aprendí luego luego mil sofismos ridículos, de los que hacía mucho alarde con los condiscípulos más cándidos, como por ejemplo: besar la tierra es acto de humildad: la mujer es tierra, luego, etc. Los apóstoles son doce, San Pedro es apóstol, ergo, etc.; y cuidado, que echaba yo un ergo con más garbo que el mejor doctor de la Academia de París, y le empataba una negada a la verdad más evidente; ello es, que yo argüía y disputaba sin cesar, aun lo que ni podía comprender, pero sabía fiar mi razón de mis pulmones, en frase del padre Isla. De suerte que por más quinadas que me dieran mis compañeros, yo no cedía. Podía haberles dicho: a entendimiento me ganarán, pero a gritón no; cumpliéndose en mí, cada rato, el común refrán de que quien mal pleito tiene, a voces lo mete.

En medio de tanta barahunda de voces y terminajos exóticos, supe qué cosa eran silogismo, entimema, sorites y dilema. Este último es argumento terrible para muchos señores casados, porque lastima con dos cuernos, y por eso se llama bicomuto.

Para no cansaros, yo pasé mi curso de lógica con la misma velocidad que pasa un rayo por la atmósfera, sin dejarnos señal de su carrera y así, después de disputar harto y seguido sobre las operaciones del entendimiento, sobre la lógica natural, artificial y utente; sobre su objeto formal y material; sobre los modos de saber; sobre si Adán perdió o no la ciencia por el pecado (cosa que no se le ha disputado al demonio); sobre si la lógica es ciencia o arte, y sobre treinta mil cosicosas de éstas, yo quedé tan lógico como sastre; pero eso sí, muy contento y satisfecho de que sería capaz de concluir con el ergo al mismo Estagirita.

No corrí mejor suerte en la física. Poco me entretuve en distinguir la particular de la universal; en saber si ésta trataba de todas las propiedades de los cuerpos, y si aquélla se contraía a ciertas especies determinadas.

Es cierto que mi buen preceptor nos enseñó algunos principios de geometría, de cálculo y de física moderna; mas fuérase por la cortedad del tiempo por la superficialidad de las pocas reglas que en él cabían, o por mi poca aplicación, que sería lo más cierto, yo no entendí palabra de esto; y, sin embargo, decía, al concluir este curso, que era físico, y no era más que un ignorante patarato.

En esto se pasaron dos años y medio, tiempo que se aprovechara mejor con menos reglitas de súmulas, algún ejercicio en cuestiones útiles de lógica, en la enseñanza de lo muy principal de metafísica, y cuanto se pudiera de física, teórica y experimental.

Llegó, por fin, el día de recibir el grado de bachiller en artes. Sostuve mi acto a satisfacción, y quedé grandemente, así como en mi oposición a toda gramática; porque como los réplicas no pretendían lucir, sino hacer lucir a los muchachos no se empeñaban en sus argumentos, sino que en dos por tres se daban por muy satisfechos con la solución menos nerviosa, y nosotros quedábamos más anchos que verdolaga en huerta de indio, creyendo que no tenían instancia que oponernos. ¡Qué ciego es el amor propio!

Ello es que así que asado, yo quedé perfectamente, o a lo menos así me lo persuadí, y me dieron el grande, el sonoroso y retumbante título de baccalaureo, y quedé aprobado ad omnia (Terminología mediante la cual se indicaba que el bachiller podía continuar estudios a nivel más elevado). ¡Santo Dios! ¡Qué día fue aquél para mí tan plausible, y qué hora la de la ceremonia tan dichosa! Cuando yo hice el juramento de instituto, cuando, colocado frente de la cátedra en medio de dos señores bedeles con mazas al hombro, me oí llamar bachiller en concurso pleno, dentro de aquel soberbio general, y nada menos que por un señor doctor, con su capelo y borla de limpia y vistosa seda en la cabeza, pensé morirme, o a lo menos volverme loco de gusto.

Llegamos a mi casa, la que estaba llena de viejas y mozas, parientas y dependientes de los convidados, los cuales, luego que entré, me hicieron mil zalemas y cumplidos. Yo correspondí más esponjado que un guajolote; ya se ve, tal era mi vanidad. La inocente de mi madre estaba demasiado placentera; el regocijo le brotaba por los ojos.

Sentámonos a la mesa, comenzamos a almorzar alegremente, y como yo era el santo de la fiesta, todos dirigían hacia mí su conversación. No se hablaba sino del niño bachiller, y conociendo cuán contentos estaban mis padres, y yo cuán envanecido con el tal título, todos nos daban, no por donde nos dolía, sino por donde nos agradaba. Con esto no se oía sino: tenga usted, bachiller; beba usted, bachiller; mire usted, bachiller; y torna bachiller y vuelve bachiller a cada instante.

Al otro día nos levantamos a buena hora, y yo, que poco antes había estado tan ufano con mi título, y tan satisfecho con que me estuvieran regalando las orejas con su repetición, ya entonces no le percibía ningún gusto. ¡Qué cierto es que el corazón del hombre es infinito en sus deseos, y que únicamente la sólida virtud puede llenarlo!

Volviendo a mí, digo, que a los dos o tres días de mi grado, determinaron mis padres enviarme a divertir a unos herraderos que se hacían en una hacienda de un su amigo, que estaba inmediata a esta ciudad. Fuíme, en efecto.

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