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LIBRO I

III

En el que Periquillo, describe su tercera escuela, y la disputa de sus padres sobre ponerlo a oficio

Llegó el aplazado día en que mi padre acompañado del buen religioso determinó ponerme en la tercera escuela. Iba yo cabizbajo, lloroso y lleno de temor, creyendo encontrarme con el segundo tomo del viejo cruel, de cuyo poder me acababan de sacar; sin embargo de que mi padre y el reverendo me ensanchaban el ánimo a cada paso.

Entramos por fin a la nueva escuela: pero ¡cuál fue mi sorpresa cuando vi lo que no esperaba ni estaba acostumbrado a ver! Era una sala muy espaciosa y aseada, llena de luz y ventilación, que no embarazaban sus hermosas vidrieras; las pautas y muestras colocadas a trechos eran sostenidas por unos genios muy graciosos que en la siniestra mano tenían un festón de rosas de la más halagüeña y exquisita pintura.

Al primer golpe de vista que recibí con el agradable exterior de la escuela, se rebajó notablemente el pavor con que había entrado, y me serené del todo cuando vi pintada la alegría, en los semblantes de los otros niños, de quienes iba a ser compañero.

Mi nuevo maestro no era un viejo adusto y saturnino, según yo me lo había figurado; todo lo contrario: era un semijoven como de treinta y dos a treinta y tres años, de un cuerpo delgado y de regular estatura; vestía decente, al uso del día y con mucha limpieza; su cara manifestaba la dulzura de su corazón; su boca era el depósito de una prudente sonrisa; sus ojos vivos y penetrantes inspiraban la confianza y el respeto; en una palabra, este hombre amable parece que había nacido para dirigir la juventud en sus primeros años.

Yo te debo amar como hijo y enseñarte con dulzura, y tú debes amarme, respetarme y obedecerme lo mismo que a tu padre. No me tengas miedo, que no soy tu verdugo; trátame con miramiento, pero al mismo tiempo con confianza, considerándome como padre y como amigo.

Acá hay disciplinas, y de alambre, que arrancan los pedazos: hay palmetas, orejas de burro, cormas, grillos y mil cosas feas; pero no las verás muy fácilmente, porque están encerradas en una covacha.

Aun los irracionales se docilitan y aprenden con sólo la continuación de la enseñanza, sin necesidad, de castigo. ¿Cuántos azotes te parece que les habré dado a estos inocentes pajaritos para hacerlos trinar como los oyes?

Ya supondrás que ni uno; porque ni soy capaz de usar tal tiranía, ni los animalitos son bastantes a resistirla. Mi empeño, en enseñarlos y su aplicación en aprender los han acostumbrado a gorjear en el orden que los oyes.

Conque si unas avecitas no necesitan azote para aprender, un niño como tú, ¿cómo lo habrá menester ... ? ¡Jesús ... !, ni pensarlo. ¿Qué dices? ¿Me engaño? ¿Me amarás? ¿Harás lo que te mande?

- Sí, señor -le dije todo enternecido y le besé la mano, enamorado de su dulce genio. Él entonces me abrazó, me llevó a su recámara, me dio unos bizcochitos, me sentó en su cama y me dijo que me estuviera allí.

Es increíble lo que domina el corazón humano un carácter dulce y afable, y más en un superior. El de mi maestro me docilitó tanto con su primera lección, que siempre lo quise y veneré entrañablemente, y por lo mismo le obedecía con gusto.

Dos años estuve en compañía de este hombre amable, y al cabo de ellos salí medianamente aprovechado en los rudimentos de leer, escribir y contar. Mi padre me hizo un vestidito decente el día que tuve mi examen público. Se esforzó para darle una buena gala a mi maestro, y en efecto la merecía demasiado. Le dio las debidas gracias, y yo también con muchos abrazos, y nos despedimos.

Así que, cuando tengáis hijos, cuidad no sólo de instruirlos con buenos consejos, sino de animarlos con buenos ejemplos. Los niños son los monos de los viejos, pero unos monos muy vivos; cuanto ven hacer a sus mayores, lo imitan al momento, y por desgracia imitan mejor y más pronto lo malo que lo bueno. Si el niño os ve rezar, él también rezará, pero las más veces con tedio y durmiéndose. No así si os oye hablar palabras torpes e injuriosas; si os advierte iracundos, vengativos, lascivos, ebrios o jugadores; porque esto lo aprenderá vivamente, advertirá en ello cierta complacencia, y el deseo de satisfacer enteramente sus pasiones lo hará imitar con la mayor prolijidad vuestros desarreglos; y entonces vosotros no tendréis cara para reprenderlos; pues ellos os podrán decir: esto nos habéis enseñado, vosotros habéis sido nuestros maestros, y nada hacemos que no hayamos aprendido de vosotros mismos.

Así hijos míos, debéis manejaros delante de los vuestros con la mayor circunspección, de modo que jamás vean el mal, aunque lo cometáis alguna vez, por vuestra miseria. Yo, a la verdad, si habéis de ser malos (lo que Dios no permita), más os quisiera hipócritas que escandalosos delante de mis nietos, pues menos daño recibirán de ver virtudes fingidas que de aprender vicios descarados. No digo que la hipocresía sea buena ni perdonable, pero del mal el menos.

No sólo los cristianos sabemos que nos obliga este buen ejemplo que se debe dar a los hijos. Los mismos paganos conocieron esta verdad. Entre otros es digno de notarse Juvenal cuando dice en la Sátira XIV lo que os traduciré al castellano de este modo:

Nada indigno del oído o de la vista
el niño observe en vuestra propia casa.
De la doncella tierna esté muy lejos
la seducción que la haga no ser casta,
y no escuche jamás la voz melosa
de aquél que se desvela en arruinarla.
Gran reverencia al niño se le debe,
y si a hacer un delito te preparas,
no desprecies sus años por ser pocos,
que la malicia en muchos se adelanta;
antes si quieres delinquir, tu niño
te debe contener aun cuando no habla,
pues tú eres su censor, y tus enojos,
por tus ejemplos, moverá mañana.
(Y has de advertir que tu hijo en las costumbres
se te ha de parecer como en la cara.)
Cuando él cometa crímenes horribles
no perdiendo de vista tus pisadas,
tú querrás corregirlo y castigarlo,
y llenarás el barrio de alharacas.
Aún más harás, si tienes facultades,
lo desheredarás lleno de saña;
¿pero con qué justicia en ese caso,
la libertad de padre le alegaras
cuando tú, que eres viejo, a su presencia
tus mayores maldades no recatas?

Después que pasaron unos cuantos días que me dieron en mi casa de asueto y como de gala, se trató de darme destino.

Mi padre, que, como os he dicho, era un hombre prudente y miraba las cosas más allá de la cáscara, considerando que ya era viejo y pobre, quería ponerme a oficio, porque decía que en todo caso más valía que fuera yo mal oficial que buen vagabundo; mas apenas comunicó su intención con mi madre, cuando ...

- ¿Mi hijo a oficio? No lo permita Dios. ¿Qué dijera la gente al ver al hijo de don Manuel Sarmiento aprendiendo a sastre, pintor, platero u otra cosa?

- ¿Qué ha de decir? -respondía mi padre-. Que don Manuel Sarmiento es un hombre decente, pero pobre, y muy hombre de bien y no teniendo caudal que dejarle a su hijo, quiere proporcionarle algún arbitrio útil y honesto para que solicite su subsistencia sin sobrecargar a la República de un ocioso más, y este arbitrio no es otro que un oficio. Esto pueden decir y no otra cosa.

- ¿Pues qué -instaba mi madre-, le parece a usted bueno que un niño noble sea sastre, pintor, platero, tejedor o cosa semejante?

- Sí, mi alma -respondía mi padre con mucha flema- me parece bueno y muy bueno, que el niño noble, si es pobre y no tiene protección, aprenda cualquier oficio, por mecánico que sea, para que no ande mendigando su alimento. Lo que me parece malo es que el niño noble ande sin blanca, roto o muerto de hambre por no tener oficio ni beneficio. Me parece malo que para buscar qué comer ande de juego, mirando dónde se arrastra un muerto (Lenguaje figurado utilizado en determinados juegos), dónde dibuja una apuesta, o logra por favor una gurupiada (Término que deriva del vocablo grupié, utilizado preferentemente en juegos de cartas).

- Todo esto está muy bueno -decía mi madre-; ¿pero que dirán sus parientes al verlo con oficio?

- Nada, ¿qué han de decir? -respondía mi padre-; lo más que dirán es: mi primo el sastre, mi sobrino el platero o lo que sea; o tal vez dirán: no tenemos parientes sastres, etcétera; y acaso no le volverán a hablar; pero ahora dime tú: ¿qué le darán sus parientes el día que lo vean sin oficio, muerto de hambre y hecho pedazos? Vamos, ya yo te dije lo que dirían en un caso, dime tú lo que dirán en el contrario.

- Puede -decía mi buena madre-, puede que lo socorran, siquiera porque no los desdore.

- Ríete de eso, hija -respondía mi padre-; como él no los desplatee, poca fuerza les hará que los desdore. Los parientes ricos, por lo común, tienen un expediente muy ensayado para librarse de un golpe de la vergüencilla que les causan los andrajos de sus parientes pobres, y éste es negarlos por tales redondamente. Desgánate; si Pedro tuviera alguna buena suerte o hiciere algún viso en el mundo, no sólo lo reconocerán sus verdaderos parientes, sino que se le aparecerán otros mil nuevos, que lo serán lo mismo que el Gran Turco, y tendrá continuamente a su lado un enjambre de amigos que no lo dejarán mover; pero si fuere un pobre, como es regular, no contará más que con el peso que adquiera.

- Tú medio me aturdes con tantas cosas -decía mi madre-; pero lo que veo es que un hidalgo sin oficio es mejor recibido y tratado con más distinción en cualquiera parte decente, que otro hidalgo sastre, batihoja, pintor, etc.

- Ahí está la preocupación y la vulgaridad -respondía mi padre-. Sin oficio puede ser; pero no sin destino o arbitrio honesto. A un empleado en una oficina, a un militar o cosa semejante, le harán mejor tratamiento que a un sastre o a cualquiera otro oficial mecánico, y muy bien hecho; razón es que las gentes se distingan; pero al sastre y aun al zapatero, lo estimarán más en todas partes, que no al hidalgo tuno, ocioso, trapiento y petardista, que es lo que quiero que no sea mi hijo. A más de esto, ¿quién te ha dicho que los oficios envilecen a nadie? Lo que envilece son las malas acciones, la mala conducta y la mala educación. ¿Se dará destino más vil que guardar puercos? Pues esto no embarazó para que un Sixto V fuera pontífice de la Iglesia Católica ...

Pero esta disputa paró en lo que leeréis en el capítulo cuarto.

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