Índice de El periquillo sarniento de J.J. Fernández de LizardiCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO II

II

En el que Periquillo da razón del robo que le hicieran en la cárcel; de la despedida de don Antonio; de los trabajos que pasó, y de otras cosas que tal vez no desagradarán a los lectores

Luego que amaneció se levantaron los presos de mi calabozo, y yo el último de todos, aunque con bastante hambre, como que no había cenado la noche anterior. Mi primera diligencia fue ir a sacar una tablilla de chocolate para desayunarme; pero ¡cuál fue mi sorpresa, cuando buscando en mi bolsa la llave de la cajita, no la hallé en ella, ni debajo de la almohada, ni en parte alguna, y hostigado de mi apetencia, rompí la expresada caja y la encontré limpia de todo el ajuar de don Antonio, al que yo miraba con demasiado cariño! Confieso que estuve a pique de partirme la cabeza contra la pared, de rabia y desesperación, considerando la realidad del suceso, esto es, que los mismos compañeros, luego que me vieron borracho, me sacaron la llave cita de la bolsa y despabilaron cuanto la infeliz depositaba.

Estando en esta contemplación, llegó mi camarada el Aguilucho, quien con una cara muy placentera, me saludó y preguntó que cómo había pasado la noche. A lo que yo le dije:

- La noche no ha estado de lo peor, pero la mañana, ha sido de los perros.

- ¿Y por qué, Periquillo?

- ¿Cómo por qué? -le dije-. Porque me han robado. Mira cómo han dejado la caja de don Antonio.

- ¡Qué bribonada! -decía el mulatillo-. Yo lo siento, hermano, y andaré listo por todos los calabozos y entresuelos a ver si rastreo algo de eso que has dicho, que con una hilacha que encontremos, pierde cuidado, todo parecerá; pero por ahora no te achucharres, enderézate, levanta la cabeza, párate, vamos sal acá fuera y serénate, que no estamos hechos de trapos; más se perdió en el diluvio y todo fue ajeno, como lo que tú has perdido. Conque, anda Periquillo, ven, no seas tonto, te desayunarás.

Queriendo que no queriendo me levanté deseoso del desayuno prometido. Fuimos al calabozo del presidente, con quien hablo el Aguilucho como en secreto. Abrió el cómitre una caja, y cuando yo pensé que iba a sacar una tablilla o dos y alguna torta de pan, vi que sacó una botella y un vaso y le echó como medio cuartillo de aguardiente, el que tomó mi camarada y lo pasó de su mano a la mía.

- Hombre -le dije-, yo no sé desayunarme si no es con chocolate.

- Pues éste es chocolate -me contestó-; lo que sucede es que el que tú has bebido otras veces es de metate y éste es de clavija; pero, hijo, cree que éste es mejor, porque fortalece el estómago y anima la cabeza ... anda, pues, bebe, que el señor presidente está esperando el vaso.

Con ésta y semejantes persuasiones me convenció, y entre los dos dimos vuelta al medio cuartillo, subiéndoseme la parte que me tocó más presto de lo que era menester; pero por fin, con tan ligero auxilio, a las dos horas ya estaba yo muy contento y no me acordaba de mi robo.

Un día que estaba yo espoleando mi sucia y andrajosa camisa me llamaron para arriba. Subí corriendo, creyendo que fuera para alguna diligencia judicial; pero no fue el escribano quien me llamó, sino mi buen amigo don Antonio y su esposa, que tuvieron la bondad de visitarme ...

Luego que me vio, me abrazó con demasiado cariño, y su esposa me saludó con mucho agrado. Yo, en medio del gusto que tenía de ver a aquel verdadero y generoso amigo, no dejé de asustarme bastante, considerando que iba por sus trastos, y que yo había de darle las cuentas del gran capitán; pero don Antonio me sacó pronto del cuidado, pues a pocas palabras me dijo que por qué estaba tan sucio y despilfarrado.

- Porque ya sabe usted -le contesté- que no tengo otra cosa que ponerme.

- ¿Cómo no? -dijo mi amigo-, ¿pues qué se ha hecho la ropita que dejé en la caja?

Turbéme al oír esta pregunta, y no pude menos que mentir con disimulo, pues sin responder derechamente a la pregunta, le signifiqué que no la usaba por no ser mía, diciéndole con miedo, que él supuso efecto de vergüenza.

- Como esa ropa no es mía sino de usted ...

- No, señor -interrumpió don Antonio-, es de usted y por eso la dejé en su poder. Úsela norabuena. Le encargué que me la guardara por experimentarlo; pero pues la ha sabido conservar hasta hoy, úsela.

El alma me volvió al cuerpo con esta donación, aunque en mi interior me daba a Barrabás reflexionando que si él me exoneraba de la responsabilidad de la ropa, ya los malditos ladrones me habían embarazado el uso. Preguntéle si había de llevar su cama, para ir a disponerla, y me dijo que no, que todo me lo daba. Agradecíle, como era justo, su afecto y caridad, confesándole a la señorita los favores que debía a su marido y desatándome en sus elogios; pero él embarazó mi panegírico refiriéndome cómo, luego que salió de la cárcel, fue a ver a su esposa, quien ya le tenía una carta cerrada que le había llevado un caballero, encargándole luego que la viera fuese a su casa, pues le importaba demasiado; que habiéndolo hecho así, supo por boca del mismo individuo, que era el primer albacea del Marqués, quien le suplicó encarecidamente no cesase hasta sacar a don Antonio de la prisión, que le pidiese perdón otra vez en su nombre, y a su esposa, de todos sus atentados, y que se le diesen de contado ocho mil pesos, tanto para compensarle su trabajo cuanto para resarcirle de algún modo los perjuicios que le había inferido, y que a su esposa se le diese un brillante cercado de rubíes, que lo tenía destinado para precio de su lubricidad, en caso de haber accedido a sus iIicitas seducciones; pero que habiendo experimentado su fidelidad conyugal, se lo donaba de toda voluntad como corto obsequio a su virtud, suplicando a ambos lo perdonasen y encomendasen a Dios, don Antonio y su esposa me mostraron el cintillo, que era alhaja digna de un Marqués rico; pero los dos se enternecieron al acabar de contarme lo que he escrito, añadiendo la virtuosa joven:

- Cuando advertí las malas intenciones de ese pobre caballero, y vi cuánto tuvo que padecer Antonio por su causa, lo aborrecí y pensé que mi odio sería eterno; pero cuando he visto su arrepentimiento y el empeño con que mudó por satisfacernos, conozco que tenía una grande alma, lo perdono y siento su temprana muerte.

En estas pláticas pasamos un gran rato de la mañana, preguntándome sobre el estado de mi causa y que si tenía qué comer. Díjele que sí, que todos los días me llevaban una canasta con comida, cena, dos tortas de pan y una cajilla de cigarros, que yo lo recibía y lo agradecía, pero que tenía el sentimiento de no saber a quién, pues el mozo no había querido decirme quién era mi bienhechor.

- Eso es lo de menos -dijo don Antonio-; lo que importa es que continúe en su comenzada caridad, que espero en Dios que sí continuará.

Diciendo esto, se levantaron, despidiéndose de mí, y añadiendo don Antonio que al día siguiente saldrían de esta capital para Jalapa, adonde podría yo escribirles mis ocurrencias, pues tendrían mucho gusto en saber de mí, y que si salía de la prisión y quería ir por allá, supuesto que era soltero, no me faltaría en qué buscar la vida honradamente por su medio.

No era don Antonio, como habéis visto, de los amigos que toda su amistad la tienen en el pico; él siempre confirmaba con las obras cuanto decía con las palabras; y así, luego que concluyó lo que os dije, me dio diez pesos, y la señorita su esposa otros tantos, y repitiendo sus abrazos y finas expresiones, se despidieron de mí con harto sentimiento, dejándome más triste que la primera vez, porque me consideraba ya absolutamente sin su amparo.

Luego que éste se fue, me bajé para mi calabozo bastante confundido; pero ya me esperaba en él mi amigo carísimo el Aguilucho, con un vaso de aguardiente y un par de chorizones que no sé de dónde los mandó traer tan pronto; y sin darse por entendido de que había estado alerta sobre mis movimientos, me dijo:

- ¡Vamos, Periquillo, hijo! ¡Que me hayas tenido hasta ahora sin almorzar por esperarte! ¡Caramba, y que visita tan larga! Si a mano viene sería don Antonio que te vendría a cobrar sus cosas. ¿Qué tal? ¿Cómo saliste? ¿Creyó el robo?

- Yo salí bien y mal -le respondí-. Bien, porque mi buen amigo no sólo no me cobró nada de lo que me dejó a mi cuidado, sino que me lo dio todo, y unos cuantos duros de socorro; y me fue mal, porque pienso que éste será el último auxilio que tendré, pues él mañana sale para su tierra con su familia, y a más de que siento su ausencia como amigo, lo he de extrañar como bienhechor.

- Amigo periquillo, yo soy amigo de los amigos y no de su dinero. Acaso tú lo dudarás de mí porque me ves enredado en esta picha y sin camisa; pero te voy a dar una prueba, que debe dejarte satisfecho de mi verdad. Ya hemos tomado más de lo regular, especialmente tú que no estás acostumbrado al aguardiente. No digo que estás borracho, pero sí sarazoncito. Temo no te cargues más y te vaya a suceder lo que el otro día, esto es, que te acabes de privar y te roben ese dinero de la bolsa; porque aquí, hijo, en tocante al pillaje, el que menos corre vuela, y en son de un águila hay un sinnúmero de gavilanes, gerifaltes, halcones y otras aves de rapiña; y así me parece muy puesto en razón que vayamos a dar a guardar esos medios que tienes al presidente, pues dándole una corta galita, porque no da paso sin linterna, te los asegurará en su baúl y tendrás un peso o dos cuando los hayas menester, y no que disfruten de tu dinero otros pícaros que no sólo no te lo agradecerán, sino que te tendrán por un salvaje, pues no escarmentaste con la espumada que te dieron no hace mucho.

Agradecíle su consejo, no previniendo la finura de su interés, y fui con él a buscar al presidente, a quien entregué peso sobre peso los veinte que acababa de recibir.

Su fin era aprovecharse de mis mediecillos poco a poco valiendose para esto de las repetidas lisonjas que me vendía, y con las que me aseguraba que todo cuanto me aconsejaba era para mi bien; y así, por mi bien, me aconsejó que sacara los calzones, que pidiera la ropa de la cama que había dado a guardar, y los mediecillos que tenía depositados; y por mi bien, pues, deseando mis adelantos, según decía, me provocó a jugar, se compactó con otro y me dejaron sin blanca dentro de dos días, y dentro de ocho sin colcha, ni colchón, sábanas, caja ni sarape.

Desnudo y muerto de hambre sufrí algunos cuantos meses más de prisión, en los cuales me puse en la espina, como suele decirse, porque mi salud se estragó en términos que estaba demasiado pálido y flaco, y con sobrada causa, porque yo comía mal y poco, y los piojos bien bastante, como que eran infinitos.

De día me era insoportable el hambre y la desnudez, y de noche la cama y falta de abrigo, sin el que me hubiera quedado todo el tiempo que duré en la cárcel, si no hubiera sido por una graciosa contingencia y fue ésta:

Un pobre payo que estaba también preso, se llegó a mí una mañana que estaba yo en el patio esperando a que llegara el sol a vengarme de las injurias de la fría noche, y me dijo:

- Mire, señor yo quero decirle un asunto, para que me saque de un empeño pagando lo que juere. Pues, pero mire que no quero que lo sepa ninguno de los compañeros, porque son muy burlistas.

- Está muy bien -le respondí-; diga usted lo que quiera, que yo le serviré de buena gana y con todo secreto.

- Pues ha de saber usted que me llamo Cemeterio Coscojales.

- Eleuterio, dirá usted -le respondí-, o Emeterio, porque Cemeterio no es nombre de santo.

- Axcan -dijo el payo-, una cosa ansí me llamo, sino que con mis cuidados ni atino a veces con mi nombre; pero, en fin, ya, señor lo sabe, vamos al cuento. Yo soy de San Pedro Ezcapozaltongo, que estará de esta ciudá como dieciocho leguas. Pues, señor, allí vive una muchacha que se llama Lorenza, la hija del tío Diego Terrones, jerrador y curador de caballos de lo que hay poco. Yo, andando días y viniendo días, como su casa estaba barda con barda de la mía, y el diablo, que no duerme, hizo que yo me enamorara de recio de la Lorenza sin poderlo remediar, porque, ¡ah!, señor qué diache de muchacha tan bonita, pues mírela que es alta, gorda y derecha como una parota, o a lo menos como un encina, carirredonda, muy colorada, con sus ojos pardos y sus narices grandes y buenas; no tiene más defeuto sino que es medio bizca y le faltan dos dientes delanteros, y eso porque se los tiró un macho de una coz, porque ella se descuidó y no le tuvo bien la pata un día que estaba ayudando a su señor padre a jerrarlo; pero por lo demás, la muchacha hace raya de bonita por todo aquéllo. Pues, sí, señor, yo la enamoré, la regalé y le rogué, y tanto anduve en estas cosas que, por fin, ella quijo que no quijo se ablandó, y me dijo que sí se casaría conmigo; pero que ¿cuándo?, porque no juera el diablo que yo la engañara y, se le juera a hacer malobra.

Yo le dije: que qué capaz que yo la engañara, pues me moría por ella; pero que el casamiento no se podía efetuar muy presto porque yo estaba probe más que Amán, y el señor cura era muy tieso, que no fiara un casamiento si el diablo se llevara a los novios, ni un entierro aunque el muerto se gediera ocho días en su casa, y ansina que si me quería, me esperara tres o cuatro meses mientras que levantaba mi cosecha de maíz, que pintaba muy bien y tenía cuatro fanegas tiradas en el campo.

- Un basilisco, querrá usted decir -le repliqué-, porque los bacinitos no se enojan.

- Eso será, señor, sino que yo concibo, pero no puedo parir -prosiguió el payo-; mas ello es que yo me juí para donde estaba el bulto, hecho un Santiago, y luego que llegué conocí que era Culás el guitarrista, porque tocaba un jarabe y una justicia en la guitarra a lo rasgado que le hacía hablar. En cuanto llegué le dije que qué buscaba en aquella casa y con Lorenza. Él, muy engringolado, me dijo que lo que quijiera, que yo no era su padre para que le tomara cuentas. Entonces yo, como era dueño de la aición, no aguanté muncho, sino que alzando una coa que me troje de un pión, le asenté tan buen trancazo en el cogote, que cayó redondo pidiendo confesión. A esta misma hora iba pasando el tiñente por allí, que iba de ronda con los topiles; oyó los gritos de Culás, y por más que yo corrí, me alcanzaron y me trajieron liado como un cuete a su presencia. Luego luego di mi declaración, y el cirujano dijo que no fiaba al enfermo porque estaba muy mal gerido y echaba muncha sangre. Con esto, en aquella gora se llevaron a la probe Lorenza depositada an casa el señor cura, y a mí a la cárcel, donde me pusieron en el cepo.

Acabó mi cliente su cansado informe y petición y le pregunté para cuándo quería las cartas.

- Para orita, señor -me dijo-, para agora porque mañana sale el correo.

- Pues, amigo -le dije-, deme usted dos reales a cuenta para papel.

Al instante me los dio, y yo mandé traer el papel y me puse a escribir los dos mamarrachos, que salieron como Dios quiso; pero ello es que al payo le gustaron tanto que no sólo me dio por ellos doce reales que le pedí, sino lo que más agradecí un pedazo de trapo que algún día fue capote: ello, hecho mil pedazos, con medio cuello menos y tan corto que apenas me llegaba a las rodillas. ¿Qué tal estaría, pues su dueño lo perdió a un albur en cuatro reales? Malo, malísimo estaba el dicho trapo, pero yo vi con él el cielo abierto. Con los doce realillos comí, chupé, tomé chocolate, y cené y me sobró algo; y con el capisayo dormí como un tudesco.

¡Pensaba yo que iba variando mi fortuna; pero el pícaro del Aguilucho me sacó de este error con una bien pesada burla que me hizo, y fue la que sigue. Al otro día de mi buena aventura del capotillo entró bien temprano a mi calabozo, y sentándose junto a mí, muy serio y triste, me dijo:

- Mucho descuido es ése, señor Perico, y la verdad es que los instantes del tiempo son preciosos y no se dejan pasar tan fríamente y más cuando el peligro que amenaza a usted es muy horrible y está muy próximo. Yo he sido amigo de usted y quiero que lo conozca aun cuando no me puede servir de nada; pero, en fin, siquiera por caridad es menester agitarlo, porque no sea tan perezoso.

Yo lleno de susto y turbación le pregunté qué había habido.

- ¿Cómo qué? -me dijo él-. ¿Pues qué no sabe usted cómo ha salido la sentencia de la sala desde ayer para que pasados estos días de fiesta que vienen, le den los doscientos azotes en forma de justicia por las calles acostumbradas con la ganzúa colgando del pescuezo?

- ¡Santa Bárbara! -exclamé yo penetrado del más vivo sentimiento-. ¿Qué es lo que me ha sucedido? ¿Doscientos azotes le han de dar a don Pedro Sarmiento? ¿A un hidalgo por todos cuatro costados? ¿A un descendiente de los Tagles, Ponces, Pintos, Velascos, Zumalacárreguis y Bundiburis? Y lo que es más, ¿a un señor bachiller en artes, graduado en esta real y pontificia universidad, cuyos graduados gozan tantos privilegios como los de Salamanca?

- Vamos -dijo el negrito-, no es tiempo ahora de esas exclamaciones. ¿Tiene usted algún pariente de proporciones?

- Sí tengo -le respondí.

- Pues andar -decía el Aguilucho-; escríbale usted que agite por fuera con los señores de la sala sobre el asunto, y que le envíe a usted dos o tres onzas para contener al escribano. También puede comprar un pliego de papel de parte, y presentar un escrito a la sala del crimen alegando sus excepciones y suplicando de la sentencia mientras califica su nobleza. Pero eso pronto, amigo, porque en la tardanza está el peligro.

Diciendo esto se levantó para irse, y yo le di las gracias más expresivas.

Tratando de poner en obra, su consejo, registré mi bolsa para ver con cuánto contaba para papel, la presentación del escrito y la carta a mi tío el licenciado Maceta; pero ¡ay de mí!, ¡cuál fue mi conflicto cuando vi que apenas tenía tres y medio reales, faltándome cinco apretadamente! En circunstancias tan apuradas fui a ver a mi buen payo; le conté mis trabajos y le pedí un socorro por toda la corte celestial. El pobrecillo se condolió de mí, y con la mayor generosidad me dio, cuatro reales y me dijo:

- Siento, señor, su cuidado; no tengo más que esto, téngalo, que ya un real cualquier compañero se lo emprestará o se lo dará de caridá.

Tomé mis cuatro reales y casi llorando le di las gracias; pero no pude encontrar otro corazón tan sensible como el suyo entre cerca de trescientos presos que habitaban aquellos recintos.

En toda la noche no pude dormir, así con el sobresalto de los temidos azotes, como con echar cálculos para ver de dónde sacaba aquel real tan necesario. En estos tristes pensamientos me halló el día. Púseme a hacer un escrutinio riguroso de mi haber, y a examinar mi ropa pieza por pieza a ver si tenía alguna que valiera real y medio; pero ¡qué había de valer!, si mi camisa era menester llamarla por números para acomodármela en el cuerpo; mis calzones apenas se podían detener de las pretinas; las medias no estaban útiles ni para tapar un caño; los zapatos parecían dos conchas de tortuga; sólo se detenían en mis pies por el respeto de un par de lacitos de cohetero; rosario no lo conocía y el triste retazo de capote me hacía más falta que todo mi ajuar entero y verdadero.

Serían las diez de la mañana cuando fue entrando tata Chepito con la respuesta de mi tío, que os quiero poner a la letra para que aprendáis, hijos míos, a no fiaros jamás en los amigos y parientes, y sí únicamente en vuestra buena conducta y en lo poco o mucho que adquiriereis con vuestros honestos arbitrios y trabajo. Decía así la respuesta:

Señor Sancho Pérez: cuando usted en la realidad sea quien dice y lo saquen afrentado públicamente por ladrón, crea que no se me dará cuidado, pues el pícaro es bien que sufra la pena de su delito. La conminación que usted me hace de que se deshonrará mi familia, es muy frívola, pues debe saber que la afrenta sólo recae en el delincuente, quedando fiesos de ella sus demás deudos. Conque si usted lo ha sido, súfralo por su causa; y si está inocente, como me asegura, súfralo por Dios, que más padeció Cristo por nosotros.
Su Majestad socorra a usted como se lo pide el Lic. Maceta.

La sensible impresión que me causaría esta agria respuesta, no es menester ponderarla a quien se considere en mi lugar. Baste decir que fue tal, que dio conmigo en tierra postrado en una violenta fiebre.

Cuando estuve ya convaleciente bajó el escribano a informarse de mí, de parte de los señores de la sala, para que le dijera quién me había metido semejante ficción en la cabeza; porque fueron sabedores de toda mi tragedia, así porque yo se lo dije en el escrito, como porque leyeron la carta del tío que os he dicho, y formaron el concepto de que yo sin duda era bien nacido, y por lo mismo se debieron de incomodar con la pesadez de la burla y deseaban castigar al autor.

Con esto el escribano y el alcalde se esforzaban cuanto podían para que lo descubriera; pero yo, considerando su designto, las resultas que de mi denuncia podían sobrevenir al Aguilucho; y que no me resultaba ningún bien con perjudicar a este infeliz necio, que bastantemente agravado estaba con sus crímenes, no quise descubrirlo, y sólo decía que como eran tantos, no me acordaba a punto fijo de quién era. No me sacaron otra cosa los comisionados de los ministros por más que hicieron, y así, formando de mí el concepto de que era un mentecato, se marcharon.

Cuando el escribano vio mi letra en el escrito, se prendó de ella, y fue cabalmente a tiempo que se le despidió el amanuense, y valiéndose de la amistad del alcalde, me propuso que si quería escribirle a la mano, que me daría cuatro reales diarios. Yo admití en el instante; pero le advertí que estaba muy indecente para subir arriba. El escribano me dijo que no me apurara por eso, y, en efecto, al día siguiente me habilitó de camisa, chaleco, chupa, calzones, medias y zapatos; todo usado, pero limpio y no muy viejo.

Me planté de punta en blanco, de suerte que todos los presos extrañaban mi figura renovada; ¿mas qué mucho si yo mismo no me conocía al verme tan otro de la noche a la mañana?

Comencé a servir a éste mi primer amo con tanta puntualidad, tesón y eficacia, que dentro de pocos días me hice dueño de su voluntad, y me cobró tal cariño, que no sólo me socorrió en la cárcel, sino que me sacó de ella y me llevó a su casa con destino, como veréis en el capítulo siguiente.

Índice de El periquillo sarniento de J.J. Fernández de LizardiCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha