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LIBRO II

I

Sale don Antonio de la cárcel; entrégase Periquillo a la amistad de los tunos sus compañeros, y lance que le pasó con el Aguilucho

Cuando estuvimos acostados, le dije a don Antonio:

- Ciertamente, querido amigo, que en este instante he tenido un gusto y un pesar. El gusto ha sido saber que su honor de usted quedó ileso, tanto de parte de su fidelísima consorte, cuanto de parte del Marqués, en virtud de la tan pública y solemne retractación que ha hecho, según la cual usted será restituido brevemente a su libertad, y disfrutará la amable compañía de una esposa tan fiel y digna de ser amada; y el pesar ha sido por advertir el poco tiempo que gozaré la amigable compañía de un hombre generoso, benéfico y desinteresado.

- Reserve usted esos elogios -me dijo don Antonio- para quien los sepa merecer. Yo no he hecho con usted más que lo que quisiera hicieran conmigo, si me hallara en su situación; y así, sólo he cumplido en esta parte con las obligaciones que me imponen la religión y la Naturaleza; y ya ve usted que el que hace lo que debe no es acreedor ni a elogios ni a reconocimiento.

- ¡Oh, señor! -le dije-, si todos hicieran lo que deben, el mundo sería feliz, pero hay pocos que cumplen con sus deberes, y esta escasez de justos hace demasiado apreciables a los que lo son, y usted no lo dejará de ser para mí en cuanto me dure la vida. Apetecería que mi suerte fuera otra, para que mi gratitud no se quedara en palabras, pues si, según usted, el que hace lo que debe no merece elogios, el que se manifiesta agradecido a un favor que recibe, hace lo que debe justamente; porque, ¿quién será aquel indigno que recibiendo un favor, como no lo confiese, publique y agradezca, a pesar de la modestia de su benefactor?

Conque vea usted, amigo don Antonio, si podré yo excusarme de agradecer a usted los favores que me ha dispensado.

- Yo jamás hablo contra lo que me dicta la razón -me respondió-; conozco que es preciso y justo agradecer un beneficio; yo así lo hago, y aun lo publico, pues, a más no poder, es una media paga el publicar el bien recibido, ya que no se puede compensar de otra manera; pero con todo esto, desearía que no lo hicieran conmigo, porque no apetezca la recompensa de tal cual beneficio que hago del que lo recibe, sino de Dios y del testimonio de mi conciencia.

En estas amistosas conversaciones nos quedamos dormidos, y a otro día, sin esperarlo yo, me llamaron para arriba. Subí sobresaltado, ignorando para qué me necesitaban; pero pronto salí de la duda, haciéndome entender el escribano que me iba a tomar la confesión con cargos.

Me hicieron poner la cruz y me conjuraron cuanto pudieron para que confesara la verdad, so cargo del juramento que había prestado.

Yo en nada menos pensaba que en confesar ni una palabra que me perjudicara, pues ya había oído decir a los léperos, que en estos casos primero es ser mártir que confesor, pero, sin embargo, yo juré decir verdad, porque decir que sí no me perjudicaba.

Comenzaron a preguntarme mucho de lo que ya se me había preguntado en la declaración preparatoria, y yo repetí las mismas mentiras a muchas de las mismas preguntas que sospechaba no me eran favorables, y así negué mi nombre, mi patria, mi estado, etc., añadiendo, acerca del oficio, que era labrador en mi tierra; confesé, porque no lo podía negar, que era verdad que Januario era mi amigo, y que el sarape y rosario eran suyos; pero no dije cómo habían venido a mi poder, sino que me los había empeñado.

A seguida se me hicieron varios cargos, pero nada valió para que yo declarara lo que se quería, y en vista de mi resistencia se concluyó aquella formalidad, haciéndome firmar la declaración y despachándome al patio.

Yo obedecí prontamente, como que deseaba quitarme de su presencia. Bajéme a mi calabozo, y no hallando en él a don Antonio, salí al patio a tomar el sol.

Pasado un largo rato de ociosidad, como todos los que se pasan en nuestras cárceles, repetí mi viaje al calabozo, y ya estaba don Antonio esperándome. Le conté todo mi acaecimiento con el escribano, y él mostró admirarse diciéndome:

- Me hace fuerza que tan presto se haya evacuado la confesión con cargos, pues ayer le dije a usted que podía esperar este paso de aquí a tres meses, y en efecto puedo citarle muchos ejemplares de estas dilaciones. Bien es verdad, que cuando los jueces son activos y no hay embarazo que lo impida, o urge mucho la conclusión del negocio, se determina pronto esta diligencia. Pero vamos a esto: ¿ha hecho usted muchas citas? Porque siendo así, se enreda o se demora más la causa.

- No sé lo que son citas -le respondí.

A lo que don Antonio me dijo:

- Citas son las referencias que el reo hace a otros sujetos poniéndolos por testigos, o citándolos con cualquiera injerencia en la causa, y entonces es necesario tomarles a todos declaración, para examinar por ésta la verdad o falsedad de lo que ha dicho; y esto se llama evacuar citas. Ya usted verá que naturalmente estas diligencias demandan tiempo.

- Pues, amigo -le dije-, mal estamos; porque yo, para probar que no salí con Januario la noche del robo, atestigüé que me había estado en el truquito con todos los inquilinos de él, y éstos son muchos.

- En verdad que hizo usted mal -me dijo don Antonio-, pero si no había prueba más favorable, usted no podía omitirla. En fin, si con la prisa que ha comenzado el negocio, continúa, puede usted tener esperanza de salir pronto.

En estas y otras conversaciones entretuvimos el resto de aquel día, en el que mi caritativo amigo me dio de comer, y en los quince o, veinte días más que duró en mi compañía, no sólo me socorrió en cuanto pudo, sino que me doctrinó con sus consejos. ¡Ah, si yo los hubiera tomado!

Cuando me veía adunarme con algunos presos cuya amistad no le parecía bien, me decía:

- Mire usted, don Pedrito, dice el refrán que cada oveja con su pareja. Podía usted no familiarizarse tanto con esa clase de gente como N. y Z., pues, no porque son pobres ni morenos, éstos son accidentes por los que solamente no debe despreciarse al hombre ni desecharse su compañía, en especial si aquel color y aquellos trapos rotos cubren, como suele suceder, un fondo de virtud, sino porque esto no es lo más frecuente; antes la ordinariez del nacimiento y el despilfarro de la persona suelen ser los más seguros testimonios de su ninguna educación ni conducta; y ya ve usted que la amistad de unas gentes de esta clase no pueden traerle ni honra ni provecho; y ya se acuerda de que, según me ha contado, los extravíos que ha padecido y los riesgos en que se ha visto no les debe a otros que a sus malos amigos, aun en la clase de bien nacidos, como el señor Januario.

A este tenor eran todos los consejos que me daba aquel buen hombre, y así con sus beneficios como con la suavidad de su carácter, se hizo dueño de mi voluntad en términos que yo lo amaba y lo respetaba como a mi padre.

Pero como yo apenas comenzaba a ser aprendiz de hombre de bien; con los de mi buen compañero, luego que me faltaron, rodó por tierra toda mi conducta y señorío, a la manera que un cojo irá a dar al suelo luego que le falte la muleta. Fue el caso que una mañana que estaba yo en mi calabozo leyendo en uno de los libros de don Antonio, bajó éste de arriba, y dándome un abrazo, me dijo muy alborozado:

- Querido don Pedro, ya quiso Dios, por fin, que triunfara la inocencia de la calumnia, y que yo logre el fruto de aquélla en el goce completo de mi libertad. Acaba el alcalde de darme el correspondiente boleto. Yo trato de no perder momento en esta prisión para que mi buena esposa tenga cuanto antes la complacencia de verme libre y a su lado; y por este motivo resuelvo marcharme ahora mismo. Dejo a usted mi cama, y esa caja, con lo que tiene dentro, para que se sirva de ella entretanto la mando sacar de aquí; pero le encargo me la cuide mucho.

Yo prometí hacer cuanto él me mandara dándole los plácemes por su libertad, y las debidas gracias por los beneficios que me había hecho, suplicándole que, mientras estuviera en México, se acordara de su pobre amigo Perico, y no dejara de visitarlo de cuando en cuando. Él me lo ofreció así, poniéndome dos pesos en la mano y estrechándome otra vez en sus brazos, me dijo:

- Sí, mi amigo ... mi amigo ... ¡pobre muchacho! Bien nacido y mal logrado ... Adiós ...

No pudo contener este hombre sensible y generoso su ternura: las lágrimas interrumpieron sus palabras, y sin dar lugar a que yo hablara otra, marchó, dejándome sumergido en un mar de aflicción y sentimiento, no tanto por la falta que me hacía don Antonio, cuanto por lo que extrañaba su companía; pues, en efecto, ya lo dije y no me cansaré de repetido, era muy amable y generoso.

Apenas los pillos mis compañeros me vieron sin el respeto de don Antonio y advirtieron que quedé de depositario de sus bienecillos, cuando procuraron granjearse mi amistad, y para esto se me acercaban con frecuencia, me daban cigarros cada rato, me convidaban aguardiente, me preguntaban por el estado de mi causa, me consolaban, y hacían cuanto les sugería su habilidad por apoderarse de mi confianza.

Pero con quien más me intimé fue con un mulatillo gordo, aplastado, chato, cabezón, encuerado y demasiadamente vivo y atrevido, que le llamaban el Aguilita y yo jamás le supe otro nombre, que verdaderamente le convenía así por la rapidez de su genio, como por lo afilado de su garra. Era un ladrón astuto y ligerísimo pero de aquellos ladrones rateros, incapaces de hacer un robo de provecho, pero capaces de sufrir veinticinco azotes en la picota por un vidrio de a dos reales o un pañito de a real y medio. Era, en fin, uno de estos macutenos, o cortabolsas, pero delicado en la facultad. No se escapaba de sus uñas el pañuelo más escondido, ni el trapo más bien asegurado en el tendedero. ¡Qué tal sería, pues los otros presos, que eran, también profesores de su arte, le rendian el pórrigo, (1) le confesaban la primacía, y se guardaban de él como si fueran los más lerdos en el oficio!

Al plazo que dije, ya habían concluido los dos pesos que me dejó don Antonio, y yo no tenía ni qué comer ni qué jugar. Es cierto que el amigo Aguilucho partía conmigo de su plato; pero éste era tal que yo lo pasaba con la mayor repugnancia pues se reducía a un poco de atole aguado por la mañana, un trozo de toro mal cocido en caldo de chile al mediodía, y algunos alverjones o habas por la noche, que ellos engullían muy bien, tanto por no estar acostumbrados a mejores viandas como por ser éstas de las que les daba la caridad; pero yo apenas las probaba; de manera que si no hubiera sido por un bienhechor que se dignó favorecerme, perezco en la cárcel de enfermedad o de hambre, pues era seguro que si comía las municiones alverjonescas y el toro medio vivo, me enfermaría gravemente, y si no comía eso, no habiendo otros alimentos, la debilidad hubiera dado conmigo en el sepulcro.

Pero nada de esto sucedió, porque desde el cuarto día de la ausencia de don Antonio, me llevaron de la calle un canastito con suficiente y regular comida, sin poder yo averiguar de dónde; pues siempre que lo preguntaba al mandadero, sólo sacaba de éste que me la daba un amigo, quien mandaba decir que no necesitaba saber quién era.

En esta inteligencia, yo recibía el canastillo, daba las gracias a mi desconocido benefactor, y comía con mejores apetencias, y casi siempre en compañía del Aguilucho o de alguno de sus cofrades. Mas como la amistad de éstos no era verdadera, ni se dirigía a mi bien sino al provecho que esperaban sacar de mí, no cesaban de instarme a jugar, y esto lo hacían por medio del Aguilita, quien me decía a cada cuarto de hora:

- Amigo Perico, vamos a jugar, hombre; ¿qué haces tan triste y arrinconado con el libro en la mano hecho santo de colateral? Mira, en la cárcel sólo bebiendo o jugando se puede pasar el rato pues no hay nada qué hacer ni en qué ocuparse.

Acabó mi amigo su persuasiva conversación, y le dije:

- No pensé jamás que un hombre de tu pelaje hablara tan razonablemente; porque, la verdad, y sin que sirva de enojo, los de tu clase no se explican en materia ninguna de ese modo.

- Aunque no, es esa regla tan general como la supones -me contestó-, sin embargo, es menester concederte que es así, por la mayor parte; mas esa dureza e idiotismo que adviertes en los indios, mulatos y demás castas, no es por defecto de su entendimiento, sino su ninguna cultura y educación.

Yo, por ejemplo, hablo regularmente el castellano porque me crié al lado de un fraile sabio, quien me enseñó a leer, escribir y hablar. Si me hubiera criado en casa de mi tía la tripera, seguramente a la hora de ésta no tuvieras nada qué admirar en mí. Pero dejemos estas filosofías para los estudiantes. Aquí nada vale hablar bien ni mal, ser blancos ni prietos, trapientos o decentes: lo que importa, es ver cómo se pasa el rato, y cómo se les pelan los medios a nuestros compañeros; y así, vamos a jugar, Periquillo, vamos a jugar; no tengas miedo; a mí no me la dan de malas en el naipe; de eso entiendo más que de castrar monas; y, en fin, amarro un albur a veinte cartas. Conque vamos, hombre.

Yo le dije que iría de buena gana si tuviera dinero, pero que estaba sin blanca.

- ¡Sin blanca! -exclamó el gerifalte-. No puede ser. ¿Pues para qué quieres esas sábanas ni esa colcha que tienes en la cama, ni los demás trebejos que guardas en la cajita? Aquí el presidente y otros de tan arreglada conciencia como él, prestan ocho con dos sobre prendas, o al valer, o a si chifla.

- El logro de recibír dos reales por premio de ocho que se presten -le dije-, yo lo entiendo, y sé que eso se llama prestar ocho con dos; pero en esto de la valedura y del chiflido no tengo inteligencia. Explícame qué cosas son.

- Prestar al valer -me respondió- es prestar con la obligación de dar el agraciado al prestador medio o un real de cada albur que gane; y prestar a si chifla, es prestar con un plazo señalado, sin usura, pero con la condición de que pasado éste, y no sacando la prenda, se pierde ésta sin remedio, en el dinero que se prestó sobre ella, sin tener el dueño acción para reclamar las demasías.

- Todo está bueno, hermano, pero si esas prendas no son mías, ¿cómo las puedo empeñar?

- Con las manos -decía mi gran amigo-, y si no quieres hacerlo tú, yo lo haré, que sé muy bien quién presta, y quién no, en nuestra casa. Lo que te puede detener es lo que responderás a don Antonio cuando venga por ellas, ¿no es eso? Pues mira, la respuesta es facilísima, natural y que debe pasar a la fuerza, y es decir que te robaron. No pienses que don Antonio lo ha de dudar, porque a él mismo lo hemos robado yo y otros no tan asimplados como tú; y así es preciso que él se acuerde y diga: Si a mí que era dueño de lo mío me robaban, ¿cómo no han de robar a este tonto, nuevo y que no ha de cuidar lo mío tanto como yo propio?

- Yo creo cuanto me dices -le contesté-, pero mira, ese sujeto es un buen hombre; ha hecho confianza de mí, se ha dado por mi amigo y lo ha manifestado llenándome de favores. ¿Cómo, pues, es posible que yo proceda con él de esa manera?

- ¡Qué animal eres! -decía el Gavilán-; lo primero, que esa amistad de don Antonio era por su conveniencia, por tener con quién platicar, y porque con nosotros no tenía partido por mono, ridículo y misterioso. Lo segundo, que ya embriagado con su libertad, no se acordará en la vida de esos tiliches (Cosas viejas e inútiles), así como no se ha acordado en cuatro días que ha que salió.

Finalmente, tanto hizo y dijo el pícaro mulatillo, que yo, que poco había menester, me convencí y empeñé en cinco pesos unos calzones de paño azul muy buenos, con botones de plata, que había en la caja, y nos fuimos a poner el montecito sin perder tiempo. Como moscas a la miel, acudieron todos los pillos enfrazadados a jugar. Se sentaron a la redonda, y comenzó mi amigo a barajar, y yo a pagar alegremente.

En verdad que era fullero el Aguilucho, pero no tan diestro como decía; porque en un albur que iba interesado con cosa de doce reales, hizo una deslomada tan tosca y a las claras, que todos se la conocieron, y comenzando por el dueño de la apuesta, amparándolo sus amigos, y al montero los suyos, se encendió la cosa de tal modo que en un instante llegamos a las manos, y hechos un nudo unos sobre otros, caímos sobre la carpeta del juego, dándonos terribles puñetes, y algunos de amigos, pues como estábamos tan juntos y ciegos de la cólera, los repartíamos sin la mejor puntería, y solíamos dar el mejor mojicón al mayor amigo. A mí, por cierto, me dio uno tan feroz el Aguilucho que me bañó en sangre, y fue tal el dolor que sentí que pensé que había escupido los sesos por las narices.

El alboroto del patio fue tan grande, que ni el presidente podía contenerlo con su látigo, hasta que llegó el alcalde, y como no era de los peores, nos sosegamos por su respeto. Luego que nos serenamos, y estando yo en mi departamento, me fue a buscar mi compañero el Aguilucho, quien como acostumbrado a estas pendencias en la cárcel y fuera de ella, estaba más fresco que yo, y así con mucha sorna me preguntó cómo me había ido de campana.

- De los diablos -le respondí-; todos los dientes tengo flojos y las narices quebradas, siendo lo más sensible para mí que tú fuiste quien me hizo tan gran favor.

Maldito seas tú y tu remedio condenado -le dije-, y será mejor que en la vida no me apliques otra semejante sangría. Pero dime: ¿cómo salimos de monedas? Porque será la del diablo que después de sangrados y magullados hayamos salido sin blanca.

- Eso sí que no -me respondió mi camarada-; las tripas hubieran dejado en manos de mis enemigos primero que un real. Luego que vi que nos comenzamos a enojar, procuré afianzar la plata, de suerte que cuando el general tocó a embestir, ya los medios estaban bien asegurados.

- ¿Y dónde? -le pregunté-; porque tú no tienes chupa, ni camisa, ni calzones, ni cosa que lo valga. Conque ¿dónde los escondiste tan presto?

- En la pretina de los calzones blancos -me contestó-, y entre el ceñidor, y por acabar esa maniobra, me pusieron como viste, que si, desde el principio del pleito me cogen con ambas manos francas, otro gallo les cantara a esos tales; pero no somos viejos y sobran días en el año.

- Vaya, deja esos rencores -le dije-; a ver lo que me toca, porque ya me muero de hambre y quisiera mandar traer de almorzar.

- Ya está corrida esa diligencia -me contestó el Aguilucho-, y por señas que ahí viene tío Chepito el mandadero con el almuerzo.

En efecto, llegó el viejecito con una canasta bien habilitada de manitas en adobo, cecina en tlemole, pan, tortillas, frijoles y otras viandas semejantes. Llamó el Aguilón a sus camaradas, y nos pusimos todos en rueda para almorzar en buena paz y compañía; pero en medio de nuestro gusto nos acordábamos del pulquillo, y su falta nos entristecía demasiado; mas, al fin, se suplió con aguardiente de caña, y fueron tan repetidos los brindis que yo, como poco o nada acostumbrado a beber, me trastorné de modo que no supe qué suceóió después, ni cómo me levanté de allí.


Notas

(1) Plinio y otros autores usan la frase Herbam porrigere en boca del que confiesa haber sido vencido. Por eso antiguamente en las escuelas y cátedras de gramática se usó que los que habían dicho algún disparate se hincasen ante el que se los corrigió, diciéndole porrigo tibi, y a esto alude la frase poco usada hoy de rendir el pórrigo, que para su inteligencia pareció necesario explicar en esta nota.

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