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LIBRO I

XXI

Cuenta Periquillo la pesada burla que le hicieron los presos en el calabozo; y don Antonio concluye su historia

El motivo porque se volvió a interrumpir la conversación de don Antonio fue porque serían como las cinco de la tarde cuando bajó el alcalde a encerrar a los presos en sus respectivos calabozos, acompañado de otros dos que traían un manojo de llaves.

Por mi desgracia, entre tanto hijo de su madre como estaba encerrado en aquel sótano, no había otro blanco más que yo, pues todos eran indios, negros, lobos, mulatos y castas, motivo suficiente para ser en la realidad, como fui, el blanco de sus pesadas burlas.

Como a las seis de la tarde, encendieron una velita, a cuya triste luz se juntaron en rueda todos aquellos mis señores, y sacando uno de ellos sus asquerosos naipes, comenzaron a jugar lo que tenían.

Jugaron como hasta las nueve, hora en que ya apenas tenía la vela cuatro dedos, y no había otra; y así, determinaron cenar y acostarse.

Se deshizo la rueda y comenzaron a calentar sus ollitas de alverjones en un pequeño brasero que ardía con cisco de carbón.

Yo esperaba algún piadoso que me convidara a cenar, así como me convidó don Antonio a comer; pero fue vana mi esperanza, porque aquellos pobres todos parecían de buen diente y mal comidos, según que se engullían sus alverjones casi fríos.

Así que cenaron, cada uno fue haciendo su cama como pudo, y yo, que no tenía petate ni cosa que lo valiera, viendo lo irremediable, doblé mi sarape haciendo de él colchón y cubierta, y de mi sombrero almohada.

Pero cuando estaba en lo mejor de mi engaño, he aquí que comienzan a disparar sobre mí unos jarritos con orines; pero tantos, tan llenos, y con tan buen tino, que en menos que la cuento, ya estaba yo hecho una sopa de meados, descalabrado y dado a Judas.

Entonces sí perdí la paciencia, y comencé a hartarlos a desvergüenzas; mas ellos, en vez de contenerse ni enojarse, empezaron de nuevo su diversión hartándome a cuartazos con no sé qué, porque yo, que sentí los azotes, no vi a otro día las disciplinas.

Finalmente, hartos de reírse y maltratarme, se acostaron, y yo me quedé en cuclillas, junto a la puerta, desnudo y sin poderme acostar, porque mi sarape estaba empapado, y mi camisa también.

¡Válgame Dios! ¡Y qué acongojado no sentí mi espíritu aquella noche al advertirme en una cárcel, enjuiciado por ladrón, pobre, sin ningún valimiento, entre aquel1a canalla, y sin esperanza de descansar siquiera con dormir, por las razones que he referido!

Al fin quiso Dios echar su luz al mundo, y yo, que fui el primero que la vi, comencé a reconocer mis bienes, que estaban todavía medio mojados, por más que los había exprimido; ya se ve, tal fue el aguacero de orines que sufrieron; pero por último me vestí la camisa y calzoncillos y trabajo me costó para ponerme los calzones, porque mis amados compañeros, creyendo que los botones eran de plata no se descuidaron en quitárselos.

A las seis de la mañana vinieron a abrir la puerta, y yo fui el primero que, muerto de hambre y desvelado, me salí, tanto para quejarme con mi amigo don Antonio, cuanto por esperar al sol que secara mis trapos.

En efecto, el buen don Antonio se condolió de mi mala suerte, y me consoló lo mejor que pudo, prometiéndome que no volvería a pasar otra noche semejante entre aquellos pícaros, pues él, le suplicaría al presidente que me dejara en su calabozo.

- ¡Ay, amigo! -le dije-, que me parece que se avergonzará usted en vano; porque ese cómitre es muy duro e incapaz de suavizarse con ningunos ruegos del mundo.

- No se aflija usted -me contestó-, porque yo sé la lengua con que se le habla a esta gente, que es con el dinero, y así, con cuatro o seis reales que le demos, verá usted cómo todo se consigue.

Yo no tenía palabras con qué significar mi gratitud a don Antonio, después que entendí (porque me lo dijo otro preso) todo lo que había hecho por mí, pues él apenas me aseguró que no me mortificarían más. Éste es el verdadero carácter de un buen amigo y de un caritativo, no jactarse del beneficio que hace, hacerlo sin mérito y tratar aún de que no lo sepa el agraciado para que no le cueste el trabajo de agradecerlo. ¡Pero qué pocos amigos hay de éstos! ¡qué pocas caridades se hacen con tanta perfección!

Era don Antonio muy prudente, y como sabía que no había yo dormido en toda la pasada noche, me hizo acostar, y no me despertó hasta la una del día, para que lo acompañara a comer.

Me levanté harto de sueño, pero necesitado del estómago, cuya necesidad satisfice a expensas del piadoso preso, quien luego que se concluyó nuestra mesa frugal, me dijo:

- Amigo, creeré que a pesar de los trabajos que ha sufrido usted, aún le habrá quedado gana de acabar de saber el origen de los míos.

Yo le dije que sí, porque, a la verdad, su plática era suave bálsamo que curaba mi espíritu afligido; y don Antonio continuó el hilo de su historia de esta suerte:

- Me acuerdo -dijo- que quedamos en que salí de esta ciudad con mis mulas y arrieros, quedándose en ella mi esposa en casa de la tía vieja, sin más compañía de su parte que el mozo Domingo.

Luego que el pícaro Marqués ... perdóneme este epíteto indecoroso, ya que yo le perdono los agravios que me ha hecho. Luego, pues, que conoció que ya yo me había alejado de México, trató de descubrir sus pérfidas intenciones.

Comenzó a frecuentar a todas horas la casa de la hipócrita vieja, que no tenía ni la virtud que aparentaba, ni el parentesco que decía, y no era otra cosa que una alcahueta refinada, y con semejante auxilio, considere usted lo fácil que le parecería la conquista del corazón de mi mujer; pero se engañó de medio a medio, porque cuando las mujeres son honradas, cuando aman verdaderamente a sus maridos y están penetradas de la sólida virtud son más inexpugnables que una roca.

Con esta resolución, una noche determinó quedarse en casa para poner en práctica sus inicuos proyectos; pero apenas lo advirtió mi fiel esposa, cuando, con el mayor disimulo, aprovechando un descuido, bajó al patio, al cuarto de Domingo, y le dijo:

- El Marqués días ha que me enamora: esta noche parece que se quiere quedar acá, sin duda con malas intenciones; la puerta del zaguán está cerrada; no puedo salirme, aunque quisiera; mi honor y el de tu amo están en peligro; no tengo de quién valerme ni quién me libre del riesgo que me amenaza más que tú. En ti confío, Domingo. Si eres hombre de bien y estimas a tus amos, hoyes el tiempo en que lo acredites.

- Pues no tenga su merced cuidado. Váyase, no la echen de menos y lo malicien; que yo le juro que sólo que me mate el Marqués, conseguirá sus malos pensamientos.

Con esta sencilla promesa se subió mi mujer muy contenta, y tuvo la fortuna de que no la habían extrañado.

Llegó la hora de cenar y entró Domingo a servir la mesa como siempre.

- Señor Marqués, yo estoy un poco indispuesta, permítame usted que me vaya a recoger, que es bien tarde.

Con esto se despidió y se fue a su recámara, cuidadosa de si Domingo se habría olvidado de su encargo; pero luego que entró, el criado fiel le avisó dónde estaba, diciéndole que estuviera sin miedo.

Serían las doce de la noche cuando el Marqués abrió la puerta y fue entrando de puntillas, creyendo que mi esposa dormía, pero ésta, luego que lo sintió, se levantó y se puso en pie.

Un poco se sobresaltó el caballero con tan inesperada prevención, pero recobrado de la primera turbación, le preguntó:

- Señorita, ¿pues qué novedad es ésta que tiene a usted en pie y vestida a tales horas de la noche?

A lo que mi esposa, con gran socarra, le respondió:

- Señor Marqués, luego que advertí que usted se quedaba en casa de esta santa señora, presumí que no dejaría de querer honrar este cuarto a deshora de la noche, a pesar de que yo no me he granjeado tales favores, y por eso determiné no desnudarme ni dormirme, porque no era decente esperar de esa manera una visita semejante.

Parece que era regular que el Marqués hubiera desistido de su intento, al verlo prevenido y reprochado tan a tiempo; mas estaba ciego, era Marqués, estaba en su casa y según a él le pareció no había testigos ni quien embarazara su vileza; y así, después de probar por última vez los ruegos, las promesas, y las caricias, viendo que todo era inútil, abrazó a mi mujer; que se paseaba por la recámara, y dio con ella de espaldas en la cama; pero aún no había acabado ella de caer en el colchón, cuando ya el Marqués estaba tendido en el suelo; porque Domingo, luego que conoció el punto crítico en que era necesario, salió por debajo de la cama, y abrazando al Marqués por las piernas, lo hizo medir el estrado de ella con las costillas.

Mi esposa me ha escrito que a no haber sido el motivo tan serio, le hubiera costado trabajo el moderar la risa, pues no fue el paso para menos. Ella se sentó inmediatamente en el borde de su cama, y vio tendido a sus pies al enemigo de mi honor, que no osaba levantarse, ni hablar palabra; porque el jayán de Domingo estaba hincado sobre sus piernas, sujetándolo del pañuelo contra la tierra, y amenazando su vida con un puñal, y diciéndole a mi esposa, lleno de cólera:

- ¿Lo mato, señora? ¿Lo mato? ¿Qué dice? Si mi amo estuviera aquí, ya lo hubiera hecho; conque ansina nada se puede perder por orrale ese trabajo; antes cuando lo sepa, me lo agradecerá mucho.

Mi esposa no dio lugar a que acabara Domingo de hablar, sino que, temerosa no fuera a suceder una desgracia, se echó sobre el brazo del puñal, y con ruegos y mandatos de ama, a costa de mil sustos y porfías, logró arrancárselo de la mano y hacer que dejara al Marqués en libertad.

Este pobre se levantó lleno de enojo, vergüenza y temor, que tanto le impuso la bárbara resolución del mozo. Mi esposa no tuvo más satisfacción que darle sino mandar a Domingo que se retirara a la segunda pieza, y no se quitara de allí, y luego que éste la obedeció, le dijo al Marqués:

- ¿Ve usted, Señor, el riesgo a que lo ha expuesto su inconsideración? Yo presumí, según le insinué poco hace, que se había de determinar a mancillar mi honor y el de mi esposo por la fuerza, y para impedirlo hice que este criado se ocultara en mi recámara. Llegó el caso temido, y a este pobre payo, que no entiende de muchos cumplimientos, le pareció que el único modo de embarazar el designio de usted era tirarlo al suelo y asesinarlo, como lo hubiera verificado, a no haber yo tomado el justo empeño que tomé en impedirlo. Yo conozco que él se excedió bárbaramente, y suplico a usted que lo disculpe; pero también es forzoso que conozca y confiese que ha tenido la culpa. Yo le he dicho a usted mil veces que le agradezco muy mucho y le viviré reconocida por los favores que tanto a mí como a mi marido nos ha dispensado, mucho más, cuando advierto que ni el uno ni la otra los merecemos; pero, señor, no puedo pagarlos en la moneda que usted quiere. Soy casada, amo a mi marido más que a mí, y sobre todo tengo honor, y éste, si una vez se pierde, no se restaura jamás. Usted es discreto; conozca la justicia que me asiste; trate de desechar ese pensamiento que tanto lo molesta y me incomoda; y como no sea en eso, yo me ofrezco a servirle como la última criada de su casa.

El Marqués guardó un profundo silencio, mientras que habló mi esposa; pero luego que concluyó, se levantó diciendo:

- Señorita, ya quedo impuesto en el motivo que ocasionó a usted pretender quitarme la vida alevosamente, y quedo medio persuadido a que si no tuviera esposo me amaría, pues yo no soy tan despreciable. Yo trataré de quitar este embarazo, y si usted no me correspondiere, se acordará de mí; se lo juro.

Diciendo esto, sin esperar respuesta, se salió de la recámara, y mirando a Domingo en la puerta, le dijo:

- Has procedido como un villano vil de quien no me es decente tomar una satisfacción cuerpo a cuerpo; mas ya sabrás quién es el Marqués de T.

Rasgó el sollos velos de la aurora y manifestó su resplandeciente cara a los mortales, y mi esposa al instante trató de mudarse de la casa ¿pero a dónde, si carecía absolutamente de conocimiento en México? Mas, ¡oh lealtad de Domingo! Él le facilitó todo, y le dijo:

- Lo que importa es que su merced no esté aquí, y más que esté en medio de la plaza. Voy a llamar los cargadores.

Se hallaba mi esposa fatigada en medio de la calle, con los cargadores ocupados y sin saber a dónde irse, cuando el fiel Domingo se acordó de una nana Casilda que nos había lavado la ropa cuando estábamos en el mesón; y sin pensar en otra cosa, hizo dirigir allá los cargadores.

En efecto, llegaron y, descargados los muebles, le comunicó a la lavandera cuanto pasaba, añadiéndole que él dejaba a mi esposa a su cuidado, porque su vida corría riesgo en esta capital, que la señorita su ama tenía dinero, que de nada necesitaba, sino de quien la librara del Marqués, y que su amo era muy honrado y muy hombre de bien, que no se olvidaría de pagar el favor que se hiciera por su esposa.

Luego que el mozo se ausentó, la viejita fue en el momento a comunicar el asunto con un eclesiástico sabio y virtuoso a quien lavaba la ropa, y éste, después de haber hablado con mi esposa, dispuso las cosas de tal manera, que a la noche durmió mi mujer en un convento, desde donde me escribió toda la tragedia.

Dejemos a esta noble mujer quieta y segura en el claustro, y veamos los lazos que el Marqués me dispuso, mucho más vengativo cuando no halló a mi esposa en casa de la vieja, ni aún pudo presumir en dónde se ocultaba de su vista.

Lo primero que hizo fue ponerme un propio avisándome estar enfermo, y que luego, leída la suya, enfardelara las existencias y me pusiera en camino a la ligera para México, porque así convenía a sus intereses.

Yo inmediatamente obedecí las órdenes de mi amo y traté de ponerme en camino, pero no sabía la red que me tenía prevenida.

Ésta fue la siguiente: En una de las ventas donde yo debía parar tenía mi amo apostados dos o tres bribones mal intencionados (que todo se compra con el oro), los cuales, sin poder yo prevenirlo, se me dieron por amigos, diciéndome iban a cumplimentarme de parte del Marqués.

Yo los creí sincerísimamente, porque el hombre, mientras menos malicioso, es más fácil de ser engañado, y así me comuniqué con ellos sin reserva. En la noche cenamos juntos y brindamos amigablemente, y ellos, no perdiendo tiempo para su intriga, embriagaron a mis mozos, y a buena hora mezclaron entre los tercios de ropa una considerable porción de tabaco, y se acostaron a dormir.

A pesar de la molestia y cansancio que me causó el camino, no pude dormir aquella noche, pensando en mi adorada Matilde, que éste es él nombre de mi esposa; pero, por fin, amaneció y me vestí, esperando que despertara el Marqués para salir de casa.

No tardó mucho en despertar; pero me dijo que en la misma mañana quería que concluyéramos las cuentas, porque tenía un crédito pendiente y desea saber con qué contaba de pronto para cubrirlo.

En efecto, comencé a manifestarle las cuentas, y a ese tiempo entraron en el gabinete dos o tres amigos suyos, cuyas visitas suspendieron nuestra ocupación, bien a mi pesar, que estaba demasiado violento por quitarme de la presencia de aquel pérfido; pero no fue dable, porque el pícaro pretextando urbanidad y cariño, sacó al comedor a sus amigos, sin dejarme separar de ellos; antes tratándome con demasiada familiaridad y expresión, y de esta suerte nos sentamos juntos a almorzar.

Aún no bien habíamos acabado, cuando entró un lacayo con un recado del cabo del resguardo que esperaba en el patio con cuatro soldados.

- ¿Soldados en mi casa? -preguntó el Marqués fingiendo sorprenderse.

- Sí, señor -respondió el lacayo-, soldados y guardas de la aduana.

- ¡Válgate Dios! ¿Qué novedad será ésta? Vamos a salir del cuidado.

Diciendo esto, bajamos todos al patio, donde estaban los guardas y soldados. Saludaron a mi amo cortésmente, y el cabo o superior de la comparsa preguntó que quién de nosotros era su dependiente que acababa de llegar de tierra adentro.

El Marqués contestó que yo, e inmediatamente me intimaron que me diese por preso, rodeándose de mí al mismo tiempo los soldados.

Considere usted el sobresalto que me ocuparía al verme preso, y sin saber el motivo de mi prisión; pero mucho más sofocado quedé cuando, preguntándolo el Marqués, le dijeron que por contrabandista, y que, en achaque de géneros suyos, había pasado la noche antecedente una buena porción de tabaco entre los tercios, que aún debían estar en su bodega; que la denuncia era muy derecha, pues no menos venía que por el mismo arriero que enfardeló el tabaco; por señas que los tercios más cargados eran los de la marca T; y, por último, que de orden del señor director prevenían al señor Marqués contestase sobre el particular y entregase el comiso.

El Marqués, con la más pérfida simulación, decía:

- Si no puede ser eso; sobre que este sujeto es demasiado hombre de bien, y en esta confianza le fío mis intereses sin más seguridad que su palabra, ¿cómo era posible que procediera con tanta bastardía que tratase de abochornarme y de perderse? ¡Vamos, que no me cabe en el juicio!

- Pues, señor -decían los guardas-, aquí está el escribano, que dará fe de lo que le halle en los tercios; registrémoslos y saldremos de la duda.

- Así será -dijo el Marqués, y como lleno de cólera mandó pedir las llaves. Trajéronlas, abrieron la bodega, desliaron los tercios, y fueron encontrándolos casi rellenos de tabaco.

Entonces el Marqués, revistiendo su cara de indignación, y echándome una mirada de rico enojado, me dijo:

- So bribón, trapacero, villano y mal agradecido: ¿éste es el pago que ha dado a mis favores? ¿Así se me corresponde la ciega e imprudente confianza que hice de él? ¿Así se recompensan mis servicios, que en nada me los tenía merecidos? Y por fin, ¿así se retorna aquella generosidad con que le di mi dinero para que él solo se aprovechara de sus utilidades sin que conmigo partiera ni un ochavo, cosa que tiene pocos ejemplares?

Yo, que había estado callado a semejante inicua represión, aturdido, no por mi culpa, que ninguna tenía, (1) sino por la sorpresa que me causó aquel hallazgo, y por las injurias que escuchaba de la boca del Marqués, no pude menos que romper el silencio a sus preguntas, y confesar que él no tenía la más mínima parte en aquéllo, pero que ni yo tampoco; pues Dios sabía que ni pensamiento había tenido emplear un real en tabaco.

Dos años hace que habito las mansiones de crimen, reputado por uno de tantos delincuentes; dos años hace que sin recurso lidio con las perfidias del Marqués, empeñado en sepultarme en un presidio, que hasta allá no ha parado su vengativa pasión; porque después que con infinito trabajo he probado con las declaraciones de los arrieros que no tuve ninguna noticia del tabaco, él me ha tirado a perder, demandándome el resto que dice falta a su principal; dos años hace que mi esposa sufre una honrosa prisión, y dos años hace que yo tolero con resignación su ausencia y los muchos trabajos que no digo; pero Dios: que nunca falta al inocente que deveras confía en su alta Providencia, ha querido darse por satisfecho y enviarme los consuelos a buen tiempo, pues cuando ya los jueces engañados con la malicia de mi poderoso enemigo y con los enredos del venal escribano de la causa, que lo tenía comprado con doblones, trataban de confinarme a un presidio, asaltó al Marqués la enfermedad de la muerte, en cuya hora, convencido de su iniquidad, y temiendo el terrible salto que iba a dar al otro mundo, entregó a su confesor una carta escrita y firmada de su puño, en la que, después de pedirme un sincero perdón, confiesa mi buena conducta, y que todo cuanto se me había imputado había sido calumnia y efecto de una desordenada y vengativa pasión.

Dé esta carta tengo copia, y se les ha dado a los jueces privadamente, para que no pare en perjuicio del honor del Marqués, de manera que de un día a otro espero mi libertad y el resarcimiento de mis intereses perdidos.

Ésta, amigo, es mi trágica aventura. Se la he contado a usted para que no se desconsuele, sino que aprenda a resignarse en los trabajos, seguro de que si está inocente, Dios volverá por su causa.

Aquí llegaba don Antonio cuando fue preciso separarnos para rezar el rosario y recogernos.

PRÓLOGO EN TRAJE DE CUENTO

Ha de estar usted para saber, señor lector, y saber para contar, que estando yo la otra noche solo en casa, con la pluma en la mano anotando los cuadernos de esta obrilla, entró un amigo mío de los pocos que merecen este nombre, llamado Conocimiento, sujeto de abonada edad y profunda experiencia, a cuya vista me levanté de mi asiento para hacerle los cumplimientos de urbanidad que son corrientes.

Él me correspondió, y sentándose a mi derecha, me dijo:

- Continúe usted en su ocupación, si es que urge, que yo nomás venía a hacerle una visita de cariño.

- No urge, señor -le dije-, y aunque urgiera, la interrumpiría de buena gana por dar lugar a la grata conversación de usted, ya que no tengo el honor de que me visite de cuando en cuando; y aun esta vez lo aprecio demasiado por aprovechar la ocasión de suplicarle me informe qué se dice por ahí de Periquillo Sarniento, pues usted visita a muchos sabios, y aun a los más rudos suele honrarlos algunas veces como a mí.

- ¿Usted me habla de esa obrita reciente, cuyo primer tomo ha dado usted a luz?

- Sí, señor -le respondí-, y me interesa saber qué juicio forma de ella el público para continuar mis tareas, si lo forma bueno, o para abandonarlo en el caso contrario.

- Pues, amigo -me dijo Conocimiento-, tenga usted el consuelo que hasta ahora yo más he oído hablar bien de ella que mal.

- ¿Luego también hay quien hable mal de ella? -le pregunté.

- ¿Pues no ha de haber? -me dijo-. Hay o 4a habido quien hable mal de las mejores obras. ¡Y se había de quedar Periquillo riendo de los habladores!

- Pero ¿qué dicen de Perico? -le pregunté-; y él me contestó:

- Dicen que este Perico habla más que lo que se necesita; que lleva traza de no dejar títere con cabeza a quien no le corte su vestido; que a título de crítico es un murmurador eterno de todas las clases y corporaciones del Estado, lo que es una grandísima bellaquería; que quien lo ha metido a pedagogo del público para, so color de declamar contra los abusos, satisfacer su carácter mordaz y maldiciente; que si su fin era enseñar a sus hijos, por qué no lo hizo como Calón Censorino, que doctrinaba a su hijo con buen corazón, y no con sátiras, críticas y chocarrerías; que si el publicar tales escritos es por acreditarse de editor, con ellos mismos se desacredita, pues pone su necedad de letra de molde; y si es por lucro que espera sacar de los lectores, es un arbitrio odioso e ilegal, pues nadie debe solicitar su subsistencia a costa de la reputación de sus hermanos; y, por último, que si el autor es tan celoso, tan arreglado y opuesto a los abusos. ¿por qué no comienza reformando los suyos, pues no le faltan?

- ¡Ay, señor Conocimiento! -exclamé lleno de miedo-. ¿Es posible que todo eso dicen?

Diciendo esto se fue el Conocimiento (porque era el Conocimiento universal), añadiendo que estaba haciendo falta en algunas partes, y yo tomé la pluma y escribí nuestra conversación, para que usted, amigo lector, haga boca y luego siga leyendo la historieta del famoso Periquillo.


Notas

(1) No siempre la turbación prueba delito. Ésta es una prueba muy equívoca; antes el hombre de bien se aturdirá más presto que el pícaro procaz cuando se vea acusado de un delito que no ha cometido. El inmutarse, desfigurarse el semblante y balbucir las palabras, probará terror o vergüenza, pero no siempre la realidad del delito.

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