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LIBRO I

XX

Cuenta Periquillo lo que le pasó con el escribano, y don Antonio continúa contándole su historia

Suspendí la conversación de mi amigo, según dije, para ir a ver qué me querían. Subí lleno de cólera al ver el tratamiento tan soez que me daba aquel meco, mulato o demonio de gritón (que era un preso destinado al efecto de llamar a los demás), que fue el que me condujo a la misma sala o cuadra donde me asentó el alcalde; pero no me llevó a su mesa, sino a otra, donde estaba un figurón prietusco y regordete, que por los ojos centelleaba el fuego que abrigaba su corazón.

Luego que llegamos allí, me dijo el picarón:

- Éste es el señor secretario que llama a usted.

El tal secretario entonces volvió la cara, y echándome una mirada infernal, me dijo:

- Espérate ahí.

El gritón se fue y yo me quedé un poco retirado de la mesa, y muy fruncido, esperando que acabara de moler a un pobre indio que tenía delante.

Luego que despachó a éste, me llamó, y haciéndome poner la señal de la cruz, me dijo que si sabía lo que era jurar. Que por ningún caso debía mentir ni quebrantar el juramento, sino decir la verdad en lo qué supiera y fuera preguntado, aunque me ahorcaran. ¿Que si juraba hacerlo así? Yo respondí afirmativamente, y él añadió con una gravedad de un varón apostólico:

- Si así lo hicieres, Dios te ayude; y si no, te lo demande.

Concluida esta formalidad, comenzó a preguntarme quién era yo, cómo me llamaba, qué calidad, cuántos años, qué oficio y estado tenía y de dónde era. De manera que ya estaba yo desesperado con tantas preguntas, creyendo que llevaba traza de preguntarme de qué color eran las primeras mantillas que me pusieron.

Tantas preguntas y repreguntas pararon en que me hizo contarle cuanto quiso acerca del modo con que había adquirido el rosario de la moza, de la amistad que llevaba con Januario, de los conocidos del truquito, y de otras cosillas de éstas, que a mí entonces me parecieron menudencias.

Así que escribió como dos pliegos de papel, me hizo que los firmara, después de lo cual me envió a mi destino.

Bajéme muy contento, deseando acabar de oír la tragedia de mi amigo, a quien hallé recostado en su cama, divertido con la lectura de un libro.

Luego que me vio, cerrólo, y sentándose en la cama me preguntó que cómo me había ido. Yo le respondí que ni bien ni mal, pues la llamada se redujo a hacerme mil preguntas el escribano y a escribir dos pliegos de papel, los que firmé, y quedé expedito para volver a gustar de su amable conversación.

Él me contestó con urbanidad, y me dijo:

- Esas preguntas que han hecho a usted se llama tomar la declaración preparatoria. Es menester que tenga usted muy presente lo que ha respuesto para que no se enrede o se contradiga cuando le tomen la confesión con cargos, que es el paso más serio de la causa, y del que depende, las más veces el buen o mal éxito de los reos.

- ¡Virgen santísima! ¡Eso sí está malo! -dije-. Porque hoy me hicieron una infinidad de preguntas y de cosas, que muchas me parecieron frioleras. ¿Quién se acordará después de todo lo que yo contesté a ellas?, ¿y de aquí a cuándo será la confesión con cargos?

- Eso va para largo -dijo don Antonio-, porque como el robo no fue cuantioso, es regular que no haya parte que agite, y en este caso la causa se seguirá de oficio; y como estas causas no producen, por lo regular, costas a los escribanos, porque los delincuente,' no tienen tras qué caer, las dejan dormir cuanto quieren, y vea usted cómo su confesión con cargos la puede esperar de aquí a tres meses, por ahí, por ahí.

Sí, querido -me respondió mi amigo-. Las causas (no siendo muy ruidosas, ejecutivas o agitadas por parte) andan con pies de plomo. ¿No ha oído usted por ahí un axioma muy viejo que dice, que entrando a la cárcel se detienen los reos en si es o no es, un mes; si es algo, un año; y si es cosa grave, sólo Dios sabe? Pues de esto conocerá usted que aquí se eternizan los hombres.

- Esa es una injusticia declarada -exclamé-, y los jueces que tal consienten son unos tiranos disimulados de la humanidad; pues que las cárceles que no se han hecho para oprimir, sino para asegurar a los delincuentes, mucho menos son para martirizar a los inocentes privándolos de su libertad.

- Usted dice muy bien -dijo mi amigo-. En los escribanos consiste este y otros daños que se experimentan en las cárceles, porque en ellos está el agitar o echar a dormir los negocios de los reos; y ya le dije a usted que las causas de oficio andan espacio porque no ofrecen mucho lugar a las tenidas.

- Eso es decir -repuse yo- que los más escribanos son venales, que sólo se afanan, trabajan y dan curso a cualquier negocio por interés; pero si éste falta, no hay que contar con ellos para maldita la cosa de provecho.

- A lo menos -respondió mi amigo-, yo no daría tanta extensión a la proposición, si no oyera lamentarse de sus morosidades a tantos infelices que hay en nuestra compañía; pero, don Pedro, es mucho el influjo que tienen los escribanos sobre la suerte de los reos. De manera, que si ellos quieren endulzan, y si no, agrian las causas; siendo ésta una verdad tan triste como sabida. Hasta los niños dicen que en el escribano está todo, y los no niños se consuelan cuando tienen al escribano de su parte especialmente en las causas criminales.

- Confieso a usted, señor -le dije-, que estas noticias me desconsuelan demasiado, ya porque el delito que se me supone es cabalmente de aquellos cuya averiguación se sujeta a la férula de los escribanos, ya porque yo no tengo plata con qué agitar, y ya, en fin, porque no me atrevo a poner la menor duda en lo que usted me dice.

- Ni la debe usted poner -me contestó-; porque cuando no hubiera aquí dentro tantos testigos de mi verdad, yo mismo soy una prueba de ella. Sí, amigo; dos años cuento de prisión por una injusta calumnia, y mi enemigo no hubiera hallado tanta facilidad para perderme si no hubiera contado con un escribano venal y tracalero.

- Pues ya que ha tocado usted este punto -le dije-, sírvase continuar la conversación de sus desgracias, que si mal no me acuerdo, quedamos en que tenía usted mucha complacencia en lucir a su madama en las mejores concurrencias de México.

- Es verdad -dijo don Antonio-, y esa necia complacencia la he pagado con una serie no interrumpida de trabajos.

Cierta noche, una señora de respeto, con motivo de ser día de su santo, convidó a mi mujer al baile de su casa. Yo la llevé muy contento, según tenía de costumbre. Fue mi esposa de las primeras que danzaron, sacándola un sujeto de distinción, porque era rico y noble (si es que se da verdadera nobleza donde falta la virtud), a quien conoceremos con el título del Marqués de T.

Este caballero se enloqueció desde aquel momento por mi esposa; pero supo disimular su loca pasión.

Acabó de danzar, y como ya mi esposa y yo éramos conocidos de la casa, le fue fácil informarse de quiénes éramos, de qué tierra, del estado de nuestra suerte y de cuanto quiso y pudo saber; y ya con estas noticias se sentó junto a mí, y con la mayor cortesía comenzó a enredar conversación conmigo, y de unas en otras materias vino a caer la plática sobre el comercio y las grandes ventajas que ofrecía.

Con este motivo le conté el atraso que había padecido por el contrabando que me decomisaron. Mostró él afligirse mucho y condolerse de mi desgracia, y más cuando supo lo poco que me había quedado de principal. Pero por fin me preguntó:

- ¿Usted qué giro piensa tomar con tan escaso dinero?

Yo le respondí:

Pienso volverme a Jalapa dentro de quince días, llevar empleados en algunas maritatas los pocos medios que han quedado, dejar a mi mujer en casa de su madre y continuar en la viandancia.

- Bien -dijo el Marqués-; cuando al hombre de bien se le facilita una proporción ventajosa, no debe ser omiso ni despreciarla.

- Ésa es la que a mí no se me facilita -le contesté.

- ¿Luego, si a usted se le facilitara -dijo el Marqués-, admitiría?

- Precisamente señor -le respondí-, no había de ser tan necio.

- Pues bien -añadió-, mañana espéreme usted entre once y doce, y crea que no le pesará la visita. ¿Ya me conoce usted?

- No, señor -le dije-, sólo para servirle.

- Pues, soy -prosiguió- su amigo el Marqués de T; que tengo proporciones y deseo emplearlas en favorecer a usted.

Le di las debidas gracias, añadiendo que si su señoría no gustaba incomodarse en pasar a mi casa, yo pasaría a la suya a la hora que mandase.

- No, no -me contestó-; si yo gusto mucho de visitar a los pobres, y a más de que estos pasos los doy también en obsequio de mi salud, porque me conviene hacer algún ejercicio a pie.

Salimos para la calle; el Marqués nos hizo lugar en su coche, y mandó que parase en una fonda.

Yo y mi esposa lo resistíamos; pero él insistió en que cenara mi esposa alguna cosita y que si quería divertirse aquella noche que se buscaría otro baile, y caso de no hallarse, lo haría en su misma casa. Nosotros agradecimos su favor, suplicándole no se empeñara en eso, pues ya era tarde.

Hay en el mundo muchos protectores como éste, que no saben dar un medio real de limosna y sacrifican sus respetos y su dinero por satisfacer una pasión. Nos recogimos y dormimos el resto de la noche tranquilamente.

Al día siguiente, a la hora prefijada por el Marqués, estaba éste en casa. Justamente era día de años del rey, o no sé qué; ello es que mi gran protector fue en un famoso coche vestido de gala.

Nos saludó con mucho cariño y cortesía, y después de haber hecho una ligera crítica del pasaje de la noche anterior, me dijo:

- Amigo, he venido a cumplir mi palabra, o más bien a asegurar a usted en mi palabra, porque el Marqués de T, lo que una vez dice, lo cumple como si lo prometiera con escritura. Diez mil pesos tengo destinados para habilitar a usted con una memoria bien surtida para que vaya con ella a la feria de San Juan de los Lagos, con el bien entendido de que todas las utilidades serán para usted. Conque manos a la obra. ¿Qué determina usted?

Yo le di las gracias por su generosidad, ofreciéndole que dentro de los doce o catorce días recibiría la memoria y marcharía para San Juan.

- ¿Pero por qué hasta entonces? -preguntó el Marqués, y yo le dije que porque quería ir a llevar a mi esposa con su madre, pues en México no tenía casa de confianza dónde dejarla, ni me parecía bien se quedara sola fiada únicamente al cuidado de una criada.

- Muy bien pensado está lo segundo -dijo el Marqués-; pero tampoco puede ser lo primero, porque yo trato de favorecer a usted mas no de perder mi dinero, como sucedería seguramente si difiriera mandar mis afectos hasta cuando usted quiere; porque vea usted, se necesitan lo menos seis días para buscar mulas y arrieros para recibir la memoria y acondicionarla.

En un mar de dudas nos quedamos yo y mi esposa, pensando en el partido que deberíamos tomar. Por una parte, yo advertía que si dejaba pasar aquella ocasión favorable no era tan fácil esperar otra semejante, y más en mi edad; y por otra, no sabía qué hacer con mi esposa, ni dónde dejarla, porque no tenía casa a su satisfacción en México para el efecto.

Mil cálculos estuvimos haciendo sin acabar de determinarnos, y en esta ansiedad y vacilación nos halló el Marqués cuando volvió de su cumplido. Entró, se sentó y me dijo:

- Por fin, ¿qué han resuelto ustedes?

Yo le respondí de un modo que conoció el deseo que tenía de aprovecharme de su favor, y el embarazo que pulsaba para admitirlo, y consistía en no tener dónde dejar a mi esposa. A lo que él, con mucho disimulo, me contestó:

- Es verdad. Ése es un motivo tan poderoso como justo para que un hombre del honor de usted prescinda de las mayores conveniencias; porque, en efecto, para ausentarse de una señora del mérito de la de usted, es menester pensarlo muy despacio, y en caso de decidirse a ello es necesario dejarla en una casa de mucha honra y de no menos seguridad; pues, no porque la señorita no se sepa guardar en cualquier parte, sino por la ligereza con que piensa el vulgo malicioso de una mujer sola y hermosa, y también por las seducciones a que queda expuesta; porque no nos cansemos, y usted dispense, señorita, el corazón de una dama no es invencible; nadie puede asegurarse de no caer en un mundo sembrado de lazos; y el mejor jardín necesita de cerca y de custodia; y luego en este México ... en este México, donde sobran tantos pícaros y tantas ocasiones.

Fue el caso, que adolorida de ver que, aunque sin culpa, ella era el obstáculo de mi ventura, me dijo:

- Pero, mira, Antonio, si lo que te detiene para recibir el favor del señor, es no tener dónde dejarme, es fácil el remedio. Me iré contigo, que a bien que sé andar en caballo.

- Pues señores, y tengo una tía, que no sólo es honrada, sino santa, si puedo decirlo. Ella es una pobre vieja, beata de San Francisco, doncella que se quedó para vestir santos y regañar muchachos; es muy rezadora y escrupulosa, de las que frecuentan el confesionario cada dos días. Su casa es un convento; pero, ¿qué digo?, es un poco peor. Allí apenas va una u otra visita, y eso de viejas, como dice ella; porque calzonudos, según dice, no pisarán su estrado por cuanto el mundo tiene. A las oraciones de la noche ya está cerrada la casa y la llave bajo la almohada. Sus mayores paseos son a la iglesia y a los hospitales el domingo a consolar a las enfermas. En una palabra, su vida es de lo más arreglada, y su casa puede servir de modelo al más estrecho monasterio. Pero no piense usted, señorita, por esto, que es una vieja tétrica y ridícula. Nada de eso, es de lo más apacible y cariñosa, y tiene una conversación tan suave y tan divertida, que con sola ella entretiene a cuantas la visitan. En fin, si es usted capaz de sujetarse a una vida tan recóndita por dos o tres meses que podrá dilatarse su esposo de usted cuando más, me parece que no hay cosa más a propósito.

Mi esposa, a quien en realidad yo había sacado de sus casillas, como dicen, porque ella estaba criada en igual recogimiento que el que acababa de pintar el Marqués, no dudó un instante en responder que ella iba a los bailes y a los paseos porque yo la llevaba, pero que siempre que quisiera dejarla en esa casa, se quedaría muy contenta y no extrañaría otra cosa más que mi ausencia. Yo me alegré mucho de su docilidad, y acepté el nuevo favor del Marqués, dándole las gracias y quedando contentísimo de ver resucitadas mis esperanzas y tan asegurada mi mujer.

El Marqués manifestó igual contento, según decía, por haberme servido, y se despidió quedando en volver al otro día, así para darme a conocer en el almacén donde me habían de surtir y entregar la memoria, como para llevamos a la casa de la buena señora su tía.

Corrido este paso, volvimos al mesón, y el Marqués hizo vestir a mi esposa y nos fuimos a Chapultepec, donde tenía dispuesto un famoso almuerzo y comida.

Pasamos allí una mañana de campo bien alegre en aquel bosque, que es hermoso por su misma naturaleza. A la tarde, como a las cuatro, nos volvimos a la ciudad, y fuimos a parar a la casa de la señora tía.

Nos recibió con mucho cariño, especialmente a mi esposa, a quien abrazó con demasiada expresión, llenándola de mi almas y mi vidas, como si de años atrás la hubiera conocido. Entramos adentro, y a poco nos sacaron muy buen chocolate.

El Marqués la dijo el fin de su visita, que era ver si quería que aquella niña se quedara unos días en su casa. Ella mostró que en eso tendría el mayor gusto, pero que no tenía más defecto que no ser amiga de paseos ni visitas, porque en eso peligraban las almas, y en seguida nos habló como media hora de virtud, escándalo, relatos, muerte, eternidad, etc., amenizando su plática con mil ejemplos, con los que tenía a mi inocente mujer enamorada y divertida, como que era de buen corazón.

Aplazado el día de su entrada en aquel pequeño monasterio, nos dijo:

- Sobrino, señores, vengan ustedes a ver mi casita, y que venga mi novicia a ver si le gusta el convento.

Condescendimos con la reverenda, y a mi esposa le agradó mucho la limpieza y curiosidad de la casa, particularmente los cristales, pajaritos y macetas.

En esto se pasó la tarde; y nos despedimos, saliendo mi mujer prendadísima de la señora.

Mi esposa me suplicó le dejase al mozo Domingo para tener un criado de confianza a quien mandar si se le ofrecía alguna cosa. Yo accedí a su gusto sin demora, y el Marqués no puso embarazo en ello; antes dijo:

- Mejor, se le dará un cuarto abajo a Domingo, y les podrá servir de portero y compañía.

Mientras que el Marqués se fue a comer, compuse el baúl de mi esposa, dejándole mil pesos en oro y plata, por si se le ofreciera algo.

Cuando el Marqués vino no había más quehacer que la llevada de mi esposa, cuya separación le costó, como era regular, muchas lágrimas; pero al fin se quedó, y yo marché en la misma tarde a dormir fuera de la garita.

Aquí llegaba don Antonio, cuando uno de los reglamentos de la cárcel volvió a interrumpir su conversación.

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