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LIBRO I

XIX

En el que nuestro autor refiere su prisión, el buen encuentro de un amigo que tuvo en ella, y la historia de éste

Después de muchos debates que tuvimos sobre la materia antecedente, le dije a Januario:

- Últimamente, hermano, yo te acompañaré a cuanto tú quieras, como no sea a robar, porque, a la verdad, no me estira ese oficio; y antes quisiera quitarte de la cabeza tal tontera.

Fuése mi amigo, y yo pasé tristísimo lo restante de la tarde sintiendo su abandono y temiendo una funesta desgracia. A las nueve de la noche no cabía yo en mí, extrañando al compañero, y al modo de los enamorados, me salí a rondarlo por aquella calle donde me dijo que vivía la viuda.

Embutido en una puerta y oculto a merced del poco alumbrado de la calle, observé que como a las diez y media llegaron a la casa destinada al robo dos bultos, que al momento conocí eran Januario y el Pípilo; abrieron con mucho silencio, emparejaron la puerta, y yo me fui con disimulo a encender un cigarro en la vela del farol del sereno que estaba sentado en la esquina.

Luego que llegué lo saludé con mucha cortesía; él me correspondió con la misma, le di un cigarro, encendí el mío, y apenas empezaba yo a enredar conversación con él esperando el resultado de mi amigo, cuando oímos abrir un balcón y dar unos gritos terribles a una muchacha que sin duda fue la criada de la viuda:

- ¡Señor sereno, señor guarda, ladrones; corra usted, por Dios, que nos matan!

Así gritaba la muchacha, pero muy seguido y muy recio. El guarda luego luego se levantó, chifló lo mejor que pudo, y echó unas cuantas bendiciones con su farol en medio de las bocacalles para llamar a sus compañeros, y me dijo:

- Amigo, deme usted auxilio; tome mi farol y vamos.

Lo primero que encontramos fue a la dicha muchacha llorando en el corredor, diciéndonos:

- ¡Ay, señores, un padre y un médico, que ya mataron a mi ama esos indignos!

El sargento de la patrulla, con dos soldados, los serenos y yo, que no dejaba el farol de la mano, entramos a la recámara donde estaba la señora tirada en su cama, la cual estaba llena de sangre y ella sin dar muestras de vida.

La vista horrorosa de aquel espectáculo sorprendió a todos, y a mí me llenó de susto y de lástima; de susto, por el riesgo que corría Januario si lo llegaban a descubrir, y de lástima, considerando la injusticia con que habían sacrificado aquella víctima inocente a su codicia.

Entonces se acercó el médico y, como más práctico, advirtió que estaba privada y que aquella sangre era un achaque mujeril. Salímonos a la sala, ya consolados de que no era la desgracia que se pensaba, mientras entre el médico y la moza curaron caseramente a la enferma.

Yo estaba con el farol en la mano, desembozado el sarape y con aquella serenidad que infunde la inocencia; pero la malvada moza mientras estaba dando esta razón, no me quitaba un instante la vista repasándome de arriba abajo. Yo lo advertí, pero no se me daba nada, atribuyéndolo a que no le parecía muy malote.

Preguntóle el sargento si conocía a alguno de los ladrones, y ella respondió:

- Sí, señor; conozco a uno que se llama señor Januario, y le dicen por mal nombre Juan Largo, y no sale de este truquito de aquí a la vuelta, y este señor lo ha de conocer mejor que yo.

A ese tiempo me señaló, y yo quedé mortal, como suelen decir. El sargento advirtió mi turbación y me dijo:

- Sí, amigo, la muchacha tiene razón sin duda. Usted se ha inmutado demasiado, y la misma culpa lo está acusando. ¿Usted será quizá el sereno de esta calle?

- No, señor -le dije yo-; antes, cuando la señora salió al balcón a gritar, estaba yo chupando un cigarro con el sereno, y nosotros fuimos los primeros que vinimos a dar el auxilio. Que lo diga el señor.

Entonces el sereno confirmó mi verdad.

- ¿Y tú, hija, en qué te fundas para asegurar que éste conoce al ladrón?

- ¡Ay, señor -dijo la muchacha-, en mucho, en mucho! Mire su mercé, ese sarape que tiene el señor es el mismo del señor Juan Largo, que yo lo conozco bien, como que cuando salía a la tienda o a la plaza nomás me andaba atajando, por señas que ese rosario que tiene el señor es mío, que ayer me agarró ese pícaro del descote de la camisa y del rosario, y me quería meter en un zaguán, y yo estiré y me zafé, y hasta se rompió la camisa, mire su mercé, y mi rosario se le quedó en la mano y se reventó; por señas que ha de estar añadido y le han de faltar cuentas, y es el cordón nuevecito; es de cuatro y de seda rosada y verde, y en esa bolsita que tiene ha de tener dos estampitas, una de mi amo señor San Andrés Avelino y otra de Santa Rosalía.

Frío me quedé yo con tanta seña de la maldita moza, considerando que nada podía ser mentira, como que el rosario había venido por mano de Januario, y ya él me había contado la afición que le tenía.

El sargento me lo hizo quitar; descosió la bolsita, y dicho y hecho, al pie de la letra estaba todo conforme había declarado la muchacha. No fue menester más averiguación. Al instante me trincaron codo con codo con un portafusil, sin valer mis juramentos ni alegatos, pues a todos ellos contestó el sargento:

- Bien, mañana se sabrá cómo está eso.

Con esto me bajaron la escalera, y la moza bajó también a cerrar la puerta, y viendo que no podía meter la llave, advirtió que el embarazo era la ganzúa que habían dejado en la chapa. La quitó y se la entregó al sargento. Cerró su puerta y a mí me llevaron al vivac principal.

Luego que me entregaron a aquella guardia, preguntaron sus soldados a mis conductores que por qué me llevaban, y ellos respondieron que por cuchara, esto es, por ladrón. Los preguntones me echaron mil tales, y como que se alegraron de que hubiera yo caído, a modo que fueran ellos muy hombres de bien. Escribieron no sé qué cosa y se marcharon; pero al despedirse dijo el sargento a su compañero:

- Tenga usted cuidado con ése, que es reo de consecuencia.

No bien oyó el sargento de la guardia tal recomendación, cuando me mandó poner en el cepo de las dos patas.

Amaneció por fin; se tocó la diana; se levantaron los soldados echando votos, como acostumbran, y cuando llegó la hora de dar el parte, lo despacharon al mayor de plaza, y a mí amarrado como un cohete entre los soldados para la cárcel de corte.

En efecto a poco rato oí que comenzó uno a gritar: Ese nuevo, ese nuevo para arriba. Advirtiéronme los compañeros que a mí me llamaban, y el presidente, que era un hombretón gordo con un chirrión amarrado en la cintura, me llevó arriba y me metió en una sala larga, donde en una mesita estaba el alcalde, quien me preguntó cómo me llamaba, de dónde era y quién me habla traído preso. Yo, por no manchar mi generación, dije que me llamaba Sancho Pérez, que era natural de Ixtlahuaca, y que me habían traído unos soldados del principal.

Apuntaron todo esto en un libro y me despacharon. Luego que bajé me cobró el presidente dos y medio y no sé cuánto de patente. Yo, que ignoraba aquel idioma, le dije que no quería asentarme en ninguna cofradía en aquella casa, y así, que no necesitaba de patente. El cómitre maldito, que pensó que me burlaba de él, me dio un bofetón que me hizo escupir sangre, diciéndome:

- So tal -y me lo encajó-, nadie se mofa de mí, ni los hombres, contimás un mocoso. La patente se le pide, y si no quieres pagarla harás la limpieza, so cucharero.

Diciendo esto se fue y me dejó, pero me dejó en un mar de aflicciones.

Había en aquel patio un millón de presos. Unos blancos, otros prietos; unos medio vestidos, otros decentes; unos empelotados, otros enredados en sus pichas; pero todos pálidos y pintada su tristeza y su desesperación en los colores de sus caras.

Nadie me consolaba, y todo el interés que manifestaron por saber la causa de mi arresto fue una simple curiosidad. Pero para que se vea que en el peor lugar del mundo hay hombres buenos, atended.

Entre los que escucharon el examen que me hacían los presos fisgones, estaba un hombre como de unos cuarenta años, blanco y no de mala presencia, vestido con sólo su camisa, unos calzones de pana azul, una manga morada, botas de campo, o campaneras, como llamamos, zapatos abotinados y sombrero blanco tendido. Éste, luego que me dejaron solo, se acercó a mí, y con una afabilidad nueva para mí en aquellos lugares, me dijo:

- Amiguito, ¿gusta usted de un cigarro?

Y me lo dio, sentándose junto a mí. Yo lo tomé agradeciéndole su comedimiento, y él me instó para que fuera a su calabozo a almorzar de lo que tenía. Tomé a manifestarle mi gratitud y me fui con él.

Luego que llegamos a su departamento, descolgó un tompeate que tenía en la pared, sacó un truscol de queso y una torta de pan, y lo puso en mis manos diciéndome:

- La posada no puede ser peor, ni hay cosa mejor que ofrecerle a usted; pero ¿qué hemos de hacer? Comamos esto poco que Dios nos da, estimando usted mi afecto y no el agasajo, porque éste es bastante corto y grosero.

Yo me admiraba de escuchar unos comedimientos semejantes a un hombre, al parecer, tan ordinario, y entre asombrado y enternecido, le dije:

- Le doy a usted infinitas gracias, señor, no tanto por el agasajo que me hace, cuanto por el interés que manifiesta en mi desgraciada suerte. A la verdad que estoy atónito, y no acabo de persuadirme cómo puede hallarse un hombre de bien, como debe ser usted, en estos horrorosos lugares, depósitos de la iniquidad y la malicia.

El buen amigo me contestó:

- Es cierto que las cárceles son destinadas para asegurar en ellas a los pícaros y delincuentes, pero algunas veces otros más pícaros y más poderosos se valen de ellas para oprimir a los inocentes, imputándoles delitos que no han cometido, y regularmente lo consiguen a costa de sus cábalas y artificios, engañando la integridad de los jueces más vigilantes; pero, según el dictamen de usted, sin duda yo me he engañado en el mío.

Y enseguida le conté punto por punto mi vida y milagros hasta la época infeliz de mi prisión.

El compañero me atendió con mucha cortesía, y luego que hube concluido, me dijo:

- Amigo, la sencillez con que usted me ha referido sus aventuras, me confirma en el primer concepto que hice luego que lo vi; esto es, que usted era un mozo bien nacido, y que había venido por una desgracia imprevista, aunque es constante que no padece sin delito. No robó ni cooperó al robo; pero ¡ay, amigo!, tiene usted sobre sí las lágrimas que arrancó a su madre y tal vez la muerte, que probablemente, le anticipó con sus extravíos, y los delitos que se cometen contra los padres claman al cielo por la venganza. Por ahora no hay más que conocer esta verdad, arrepentirse y confiar en la divina Providencia, que, aun cuando castiga, siempre dirige sus decretos a nuestro bien. Por lo que toca a mí, ya le dije, cuente con un amigo y con mis infelices arbitrios, que los emplearé gustosísimo en servirlo.

Don Pedro, cuando no fuera por corresponder a la confianza que usted ha usado conmigo contándome sus tragedias, haría de buena gana lo que me suplica, porque es sabido y cierto que las penas comunicadas, cuando no sanan se alivian. En esta inteligencia, ha de saber usted que yo me llamo Antonio Sánchez; mis padres fueron de buena cuna y arreglada conducta, y ambos tuvieron un florido capital, del que yo habría disfrutado si la Providencia no me hubiera destinado a padecer desde que vi la luz primera, bien que no me quejo de mi suerte cuando recuerdo mis desgracias, pues sería un blasfemo si hablara con resentimiento de un Dios que me ama infinitamente más que yo mismo, y quien infaliblemente todo lo dispone para mi beneficio; pero sólo en tono de la relación de mi vida digo: que desde que nací fui desgraciado, porque mi madre murió en el momento que salí de sus entrañas, y ya se sabe que esta orfandad desde el nacimiento acarrea una larga serie de fatalidades a los que hemos tenido esta desventura.

Mi buen padre no perdonó fatiga, gasto ni cuidado para suplir esta falta; y así entre nodrizas, ayas y criadas pasé mi puerilidad con aquella alegría propia de la edad, sin dejar de aprender aquellos principios de religión, urbanidad y primeras letras, en que no se descuidó de instruirme mi amante padre, con aquel esmero y cariño con que se tratan por los buenos padres los primeros y únicos hijos.

Quince años contaba yo cuando el mío me puso en el colegio, donde permanecí tres, muy contento y lleno de inocentes satisfacciones, que se me acabaron con el fallecimiento de su merced, quedando bajo la tutela del albacea, cuyo nombre dejo en silencio por no descubrir enteramente al autor de mis desgracias. Ya usted conocerá por esta expresión que mi albacea en poco tiempo concluyó con mis bienes, dejándome en las garras de la indigencia, y cuando ya no tuvo qué hacer, se fugó de Orizaba, de donde soy natural, sin dejarme siquiera recomendado a su corresponsal que tenía en México.

En el momento fui a ver un estudiante pobre y hombre de bien, a quien, después de contarle mis desgracias, le encargué que me vendiese mi cama, libros, manto, turca, reloj y cuanto consideré que podía valer algo.

En efecto, mi amigo hizo la diligencia con eficacia y prontitud, y al segundo día me trajo ciento y pico de pesos. Le di su gratificación, y cambié la mayor parte en oro, comprando con el resto una manga y unas botas semiviejas.

Hecha esta diligencia, fui a los mesones a buscar un pasajero que estuviera de viaje para mi tierra.

Y a los dos días partimos para Orizaba.

No me pareció este viaje como los anteriores que había hecho por el mismo camino cuando iba a vacaciones, especialmente en vida del señor mi padre; mas era otro tiempo y era forzoso acomodarme a las circunstancias.

Llegué por fin a la expresada villa sin novedad, y recelando algún despego en uno que otro pariente que tenía acomodado, determiné ir a apearme en casa de unas tías viejas que conocía me amaban, y no se desdeñarían en hospedarme.

Seis días contaba yo de hospedaje en su casa, cuando una tarde entró en ella un señor muy decente, a quien yo no conocía, y mis tías trataban con confianza, porque le lavaban y cosían su ropa cuando transitaba por allí, y valiéndose de su comunicación le dijeron:

- Señor don Francisco, ¿conoce usted a este niño? -señalándome.

El caballero dijo que no, y ellas añadieron:

- Es nuestro sobrino Antoñito, el hijo de su amigo de usted, nuestro difunto don Lorenzo Sánchez, que en paz descanse.

Le gustó mucho mi letra, y me examinó en cuentas, y viendo que sabía alguna cosa, me propuso que si quería irme con él a tierra adentro, donde tenía una hacienda y tienda, que me daría quince pesos cada mes el primer año, mientras me adiestraba, a más de plato y ropa limpia.

Yo vi el cielo abierto con semejante destino, que entonces me pareció inmejorable, como que no tenía ninguno, ni esperanza de lograrIo; y así admití al instante, dándole yo y mis tías muchas gracias.

El caballero debía partir al día siguiente a su destino; y así me dijo que desde aquella hora corría yo por su cuenta, que me despidiera de mis tías, y me fuera con él a su posada.

Antes de ponerme en su tienda hizo llamar al sastre y a la costurera, y con la mayor presteza se me hizo ropa blanca y de color, ordinaria y de gala, comprándoseme cama, baúl y todo lo necesario.

Pero como los bienes de esta vida no permanecen, llegó el tiempo de que se me acabara el poco que había logrado de descanso.

Un sujeto a quien había fiado en la administración de real hacienda quebró, y cubrió mi amo esta falta con la mayor parte de sus intereses, y a seguida le acometió una terrible fiebre de la que falleció al cabo de quince días, dejándome lleno de dolor, que procuraba desahogar en vano con mis lágrimas, las que no enjugué en mucho tiempo, sin embargo, de verme heredero de todo cuanto le había quedado, que después de realizado se redujo a ocho mil pesos.

Traté de separarme de aquella tierra, así para no tener a la vista objetos que me renovasen cada día el sentimiento de su falta, como para atender y recoger a una de mis pobres tías que había quedado.

Con esta determinación me hice de una libranza para Veracruz, y marché con dos mozos y mi equipaje para mi tierra. Llegué en pocos días, tomé una casa, la equipé; y a la primera visita que hice a mi bienhechora tía me la llevé a ella.

Fui después a Veracruz, empleé mis mediecillos y me dediqué a la viandancia, en la que no me fue mal, pues en seis años ya mi capitalito ascendía a veinte mil pesos.

La que llaman fortuna parece que se cansaba pronto de serme favorable. Contraje amistad estrecha con dos comerciantes ricos de Veracruz, y éstos me propusieron que si quería entrara a la parte con ellos en cierta negociación de un contrabando interesante que estaba a bordo de la fragata Anfitrite.

Con esta resolución procuré realizar cuanto tenía, y puse mi plata en poder de mis amigos, quienes celebraron el trato con el marino, poniendo todo el importe de la memoria a su disposición.

Todo estaba facilitado para desembarcar seguramente el contrabando, y se hubiera verificado, si uno de los mismos guardas comprados no hubiera hecho una de las suyas, dando al virreinato la más cabal y circunstanciada noticia del desembarque clandestino, con cuya diligencia se tomaron contra nosotros las precauciones y providencias que exigía el caso, de modo que cuando lo supimos, fue cuando el cargamento estaba en tierra y decomisado.

No nos valió diligencia para rescatarlo, y tomamos escapar las personas. Yo era de los tres el más pobre, y sin duda el más codicioso, porque invertí todo mi capital en la negociación, por cuya razón lo perdí todo.

Cáteme usted de la noche a la mañana sin blanca, y perdido en una hora todo lo que había adquirido en dieciocho años de trabajo.

Poco faltó para desesperarme, y más cuando murió la pobre de mi tía, que no pudo resistir este golpe; pero, en fin, procuré hacer, como dicen, de tripas corazón, y vendiendo lo poco que me quedó, y cobrando algunos picos que me debían, me junté con cerca de dos mil pesos, y con ellos comencé de nuevo a trabajar; pero ya con tan poco puntero, lo más que hacía era mantenerme.

En este tiempo (¡locuras de los hombres!), en este tiempo se me antojó casarme, y de hecho lo verifiqué con una niña de la Villa de Jalapa, quien a una cara peregrina reunía una bella índole y un corazón sencillo; en fin, era una de aquellas muchachas que ustedes los mexicanos llaman payas.

¡Pero qué errados son los juicios de los hombres! Diversos planes tenía trazados la Providencia para castigar mis excesos y acrisolar el honor de mi consorte.

Efectivamente, luego que comencé a presentarla en los paseos, bailes, coliseo y tertulias, advertí con una necia complacencia que todos celebraban su mérito, y muchos con demasiada expresión.

¡Necio! Yo ignoraba que la mujer hermosa es una alhaja que excita muy vivamente la codicia del hombre, y que el honor en estos casos se aventura con exponerla con frecuencia a la curiosidad común; más ...

Aquí llegaba la conversación de mi amigo, cuando la interrumpieron unos gritos que decían:

- Ese nuevo; anda, Sancho Pérez, anda, cucharero, anda, hijo de p ...

Mi amigo me advirtió que sin duda a mí me llamaban. Era así, y yo tuve que dejar pendiente su conversación.

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