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LIBRO I

XVIII

Vuelve en sí Perico y se encuentra en el hospital. Critica los abusos de muchos de ellos, visítalo Januario. Convalece. Sale a la calle. Refiere sus trabajos. Indúcelo su maestro a ladrón. Él se resiste y discuten los dos sobre el robo

Yo aseguro que si el payo me hubiera matado, se hubiera visto en trapos pardos, pues la ley lo habría acusado de alevoso, como que pensó y premeditó el hecho, y me puso verde a palos sin defensa, cuya venganza, por su crueldad y circunstancias, fue una vileza abominable; pero no se quedó atrás la mía de haberle entregado a otros su dinero en cuatro albures.

Alevosía y traición indigna fue la suya, y la mía fue traición y vileza endiablada; mas con esta diferencia: que él cometió la suya irritado y provocado por la mía, y la que yo hice, no sólo fue sin agravio, sino después de ofrecida por él una buena gala.

De modo que, vista sin pasión, la vileza que yo cometí fue peor y más vergonzosa que la de él; y así si me matara en aquel día, muerto me habría quedado y con razón, porque si no debemos dañar ni defraudar a nadie mucho menos a aquel que hace confianza de nosotros.

En estas cosas serían ya las once de la noche. Yo no había querido tomar nada de alimento, porque no lo apetecía, ni menos podía conciliar el sueño por los agudos dolores que padecía, pues no tenía, como dicen, hueso sano; pero, sin embargo, la sangre se detuvo y un practicante me tomó el pulso, me hizo morder una cuchara y hacer no sé qué otras faramallas, y decretó que no moría en la noche.

Muchas consideraciones hice sobre la causa de mi mal, y siempre concedía la razón al payo. No hay duda, decía yo, él me ha puesto a la muerte, pero yo tuve la culpa, por pícaro, por traidor. ¡Cuántos merecen iguales castigos por iguales crímenes!

Cansado de filosofar funestamente y a mala hora, pues ya no había remedio, me iba quedando dormido, cuando los ayes de un moribundo que estaba junto a mí interrumpieron mi sueño y pude percibir que con una lánguida voz, que apenas se oía, se auxiliaba solo el miserable diciendo: ¡Jesús, Jesús, ten misericordia de mí!

El temor y la lástima que me causó aquel triste espectáculo me hicieron esforzar la voz cuanto pude, y les grité a los enfermeros: ¡Hola, amigos, levántense, que se muere un pobre! Cuatro o cinco veces grité, y o no me oían aquellos pícaros, o se hacían dormidos, que fue lo que tuve yo por más cierto; y así, enfadado de su flojera; a pesar de mis dolores, les tiré con el jarro de la bebida con tan buen tino que los bañé mal de su grado.

No pudieron disimular, y se levantaron hechos unos tigres contra mí, hartándome de desvergüenzas; pero yo, valiéndome del sagrado de mi enfermedad, los enfrené diciéndoles con el garbo que no esperaban:

- Pícaros, índoles, faltos de caridad, que os acostáis a roncar, debiendo alguno quedar en vela para avisar al padre capellán de guardia si se muere algún enfermo, como ese pobrecito que está expirando. Yo mañana avisaré al señor mayordomo, y si no os castiga, vendrá el escribano y le encargaré avise estos abusos al excelentísimo señor virrey, y le diga de mi parte que estabais borrachos.

Se espantaron aquellos flojos con mis amenazas y cavilosidades, y me suplicaron que no avisara al superior; yo se los ofrecí con tal que tuviesen cuidado de los pobres enfermos.

Entre tanto teníamos este coloquio, murió el infeliz por quien me incomodé, de suerte que cuando fueron a verlo, ya era ánima.

A otro día me despertaron los enfermeros con mi atole, que no dejé de tomar con más apetencia que el anterior. A poco rato entró el médico a hacer la visita acompañado de sus aprendices. Habíamos en la sala como setenta enfermos, y con todo eso no duró la visita quince minutos. Pasaba toda la cuadrilla por cada cama, y apenas tocaba el médico el pulso al enfermo, como si fuera ascua ardiendo, lo soltaba al instante, y seguía a hacer la misma diligencia con los demás, ordenando los medicamentos según era el número de la cama;. v. gr., decía: núm. 1, sangría; núm. 2, id; núm. 3, régimen ordinario; núm. 4, lavativas emolientes; núm. 5, bebida diaforética; núm. 6, cataplasma anodina, y así no era mucho que durara la visita tan poco.

Después entró el cirujano y sus oficiales, y me curaron en un credo; pero con tales estrujones y tan poca caridad, que a la verdad ni se los agradecí, porque me lastimaron más de lo que era menester.

Llegó la hora de comer y comí lo que me dieron, que era ... ya se puede considerar. A la noche siguió la cena de atole, y a otro pobre, del número 36, que estaba casi agonizando, le pusieron frente a la cama un crucifijo con una vela a los pies (Acción que era bautizada con la frase Poner el tecolote), y se fueron a dormir los enfermeros, dejando a su cuidado que se muriera cuando se le diera la gana.

Dos meses estuve yo mirando cosas que apenas se pueden creer, y que sería de desear se remediaran.

Ya estaba convaleciendo cuando un día entró a verme Januario en sarape roto, con un sombrero de mala muerte, en pechos de camisa (Esto es, sin camisa), con un calzoncillo roto y mugriento, y unos zapatos de baqueta abotinados y más viejos que el sombrero.

- Hermano, ¡que se ha de hacer! El que está dispuesto a las maduras lo a de estar también a las duras. Así como estuviste conforme y gustoso con los pesos que ganaste, así lo debes estar con los palos que has llevado. Eso tiene nuestra carrera, que tan pronto logramos buenas aventuras, como tenemos que sufrir otras malas. Lo mismo dijera si hubiera sucedido conmigo, pero no te desconsueles; acaba de sanar, que no siempre ha de estar la mar en calma. Si salieres cuando yo no lo sepa, búscame en el arrastraderito de aquella noche, porque no tengo otra casa por ahora, pero ni tú tampoco. Ya sabes que somos amigos viejos.

Con esto se despidió Januario, dejándome en el hospital, en donde me dieron de alta a los tres días, como a los soldados.

Salí sano, según el médico; pero según lo que rengueaba, todavía necesitaba más agua de calahuala y más parchazos; mas ¿qué había de hacer? El facultativo decía que ya estaba bueno, y era menester creerlo, a pesar de que mi naturaleza decía que no.

Llegué a la maldita zahurda con real y medio (pues antes me cené medio de frijoles en el camino). Entré sin que nadie me reconviniera y vi que estaba la mesita del juego como cuadro de ánimas, pero de condenados.

Como catorce o dieciséis gentes había allí, y entre todos no se veía una cara blanca ni uno medio vestido. Todos eran lobos y mulatos encuerados, que jugaban sus medios con una barajita que sólo ellos la conocían, según estaba de mugrienta.

Allí se pelaban unos a otros sus pocos trapos, ya empeñándolos, y ya jugándolos al remate, quedándose algunos como sus madres los parieron, sin más que un maxtle, como le llaman, que es un trapo con que cubren sus vergüenzas, y habiendo pícaro de éstos que se enredaba con una frazada en compañía de otro, a quien le llamaban su valedor.

Abundaban en aquel infierno abreviado los juramentos, obscenidades y blasfemias. El juego, la concurrencia, la estrechez del lugar y el chinguirito tenían aquéllo ardiendo en calor, apestando a sudor, y hecho ... ya lo comparé bien, un infierno.

Luego que vieron que me arrimé a la mesa a ver jugar, pensando que tenía dinero, me proporcionaron por asiento la esquina de un banco que tenía una estaca salida y se me encajaba por mala parte, dejándome hecho monito de vidrio.

Sin embargo de mi incomodidad, no me levanté, considerando que entre aquella gente era demasiada cortesía. Saqué mediecillo y comencé a jugar como todos.

No tardé mucho en perderlo, y seguí con otro, que corrió la misma suerte en menos minutos; y no quise jugar el tercero por reservarlo para pagar la posada.

Ya me iba a levantar, cuando el coime me conoció y me dijo:

- Usted ¿a quién venía a buscar?

Yo le dije que a don Januario Carpeña (que así se apellidaba mi compañero). Rieron todos alegremente luego que respondí, y viendo que yo me había ciscado con su risa, me dijo el coime:

- ¿Acaso usted buscará a Juan Largo el entregador, aquel con quien vino la otra noche?

No lo pude negar; dije que al mismo, y me contestó:

- Amigo, pues ése no es don ni doña, cuando más y mucho, será don Petate, y don Encuerado, como nosotros ...

A este tiempo fue entrando el susodicho, y luego que lo vieron, comenzaron todos a darle broma, diciéndole: ¡Oh, don Januario! ¡Oh, señor don Juan Largo!, pase su merced. ¿Dónde ha estado? Y otras sandeces, que todas se reducían a mofarlo por el tratamiento que yo le había dado.

Cátenme ustedes ya cofrade de semejante comunidad, miembro de una academia de pillos, y socio de un complot de borrachos, tahúres y cuchareros. ¡Vamos, que en aquella noche quedé yo aventajadisimo, y acabé de honrar la memoria de mi buen padre!

¿Qué hubiera dicho mi madre si hubiera visto metido en aquella indecentísima chusma al descendiente de los Ponces, Tagles, Pintos, Velasco, Zumalacárreguis y Bundiburis? Se hubiera muerto mil veces, y otras tantas habría resuelto ponerme al peor oficio antes que dejarme vagabundo; pero las madres no creen lo que sucede, y aun les parece que estos ejemplos se quedan en meros cuentos, y que aun cuando sean ciertos no hablan con sus hijos. En fin, nos acostamos como pudimos los que nos quedamos allí, y yo pasé la noche como Dios quiso.

Seis u ocho días estuve entre aquella familia, y en ellos me dejó Januario sin capote, pues un día me lo pidió prestado para hacer no sé qué diligencia, se lo llevó y me dejó sin sarape. A las cuatro de la tarde vino sin él, quedándome yo muerto de susto cuando me contó mil mentiras, y remató con que el capote estaba empeñado en cinco pesos.

- ¡En cinco pesos, hombre de Dios! -dije yo-. ¿Cómo puede ser eso, si está tan roto remendado que no vale veinte reales?

- No te apures -me dijo Januario-, yo tengo un proyecto muy bien pensado que nos ha de dar a los dos mucho dinero, y puede sea esta noche, pero has de guardar el secreto. Por ahora ahí tenemos el sarape, que bien puede servimos a ambos.

Yo le pregunté qué cosa era y él, llevándome a un rincón del cuartito, me dijo:

- Mira, es menester que cuando uno está como nosotros se arroje y se determine a todo; porque peor es morirse de hambre. Sábete, pues que cerca de aquí vive una viuda rica, sin otra compañía que una criada no de malos bigotes, a la que yo he echado mis polvos, aunque nada he logrado. Esta viuda ha de ser la que esta noche nos socorra, aunque no quiera.

- ¿Y cómo? -le pregunté.

A lo que Januario me dijo:

- Aquí en la pandilla hay un compañero que le dicen Culás el Pípilo, que es un mulatito muy vivo, de bastante espíritu y grande amigo mío. Éste me ha proporcionado el que esta misma noche, entre diez y once vayamos a la casa, sorprendamos a las dos mujeres, y nos habilitemos de reales y de alhajas, que de uno y otro tiene mucho la viuda. Todo está listo; ya estamos convenidos, y tenemos una ganzúa que hace a la puerta perfectamente. Sólo nos falta un compañero que se quede en el zaguán mientras que nosotros avanzamos. Ninguno mejor que tú para el efecto. Conque aliéntate, que por una chispa de capote que te perdí, te vaya facilitar una porción considerable de dinero.

Asombrado que me quedé yo con la determinación de Januario, no pudiendo persuadirme que fuera capaz de prostituirse hasta el extremo de declararse ladrón; y así, lejos de determinarme a acompañarlo, le procuré disuadir de su intento, ponderándole lo injusto del hecho, los peligros a que se exponía, y el vergonzoso paradero que le esperaba si por una desgracia lo pillaban.

Me oyó Januario con mucha atención y cuando hice punto, me dijo:

- No pensaba que eras tan hipócrita ni tan necio que te atrevieras a fingir virtud y a darle consejos a tu maestro. Mira, mulo; ya yo sé que es injusto el robo y que tiene riesgos el oficio; pero dime: ¿qué cosa no los tiene? Si un hombre gira por el comercio, puede perderse; si por la labor del campo, un mal temporal puede desgraciar la más sazonada cosecha; si estudia, puede ser un tonto o no tener crédito; si aprende un oficio mecánico, puede echar a perder las obras; pueden hacerle drogas o salir un chambón; si gira por oficinista, puede no hallar protección, y no lograr un ascenso en toda su vida; si emprende ser militar, pueden matarIo en la primera campaña, y así todos.

Conque si todos tuvieran miedo de lo que puede suceder, nadie tendría un peso, porque nadie se arriesgaría a buscarlo. Si me dices que solicitarlo de los modos que he pintado es justo, tanto como es inicuo el que yo te propongo, te diré que robar no es otra cosa que quitarle a otro lo suyo sin su voluntad, y según esta verdad, el mundo está lleno de ladrones. Lo que tiene es que unos roban con apariencias de justicia, y otros sin ella. Unos pública, otros privadamente. Unos a la sombra de las leyes; y otros declarándose contra ellas. Unos exponiéndose a los balazos y a los verdugos, y otros paseando y muy seguros en sus casas. En fin hermano, unos roban a lo divino y otros a lo humano; pero todos roban (1). Conque así, esto no será motivo poderoso que me aparte de la intención que tengo hecha; porque mal de muchos, etc.

¿Qué más tiene robar con plumas, con varas de medir, con romanas, con recetas, con aceites, con papeles, etc., etc., que robar con ganzúas, cordeles y llaves maestras? Robar por robar, todo sale allá, y ladrón por ladrón, lo mismo es el que roba en coche que el que roba a pie, y tan dañoso a la sociedad o más es el asaltador en las ciudades, que el salteador de caminos.

- Todo lo que saco por conclusión -le respondí- es que cuando un hombre está resuelto, como tú, a cualquier cosa, por mala que sea, interpreta a su favor los mismos argumentos que son en contra. Todo eso que dices tiene bastante de verdad. Que hay muchos ladrones, ¿quién lo ha de negar si lo vemos? Que el hurto se palia con diferentes nombres, es evidente, y que las más veces se roba con apariencias de justicia es más claro que la luz; pero todo esto no prueba que sea lícito el hurtar. ¿Acaso porque en las guerras justas o injustas se maten los hombres a millares, se probará jamás que es lícito el homicidio? La repetición de actos engendra costumbre, pero no la justifica, si ella no es buena de por sí.

Conque ya ves cómo, aunque todos roban, según dices, todos hacen mal, y a todos se los llevará el diablo, y yo no tengo ganas de entrar en esta cuenta.

- Estás muy mocho -me dijo Januario-, y a la verdad, esa no es virtud sino miedo. ¿Cómo no escrupulizas tanto para hacer una droga, para arrastrar un muerto, ni armarte con una parada, que ya lo haces mejor que yo? ¿Y como no escrupulizaste para entregar los cien pesos del payo? Pues bien sabes que todos ésos son hurtos con distintos nombres.

- Es verdad -le respondí-; pero si lo hice fue instigado por ti, que yo por mí solo no tengo valor para tanto. Conozco que es robo y que hice mal; y también conozco que de estas estafas, trampas y drogas se va para allá, esto es, para ladrones declarados. Yo, amigo, no quiero que me tengas por virtuoso. Supón que me recelo de puro miedo; mas cree infaliblemente que no tengo ni tantitas apetencias de morir ahorcado.

Así estuvimos departiendo un gran rato, hasta que nos resolvimos a lo que sabréis si leéis el capítulo que viene detrás de éste.


Notas

(1) Sólo Januario podía hablar con tanta generalidad, porque era un perdido. De la abundancia del corazón se vienen a la boca las palabras. No todos roban; pero son tantos los ladrones, y puede tanto el interés, que apenas hay de quién fiar. Se pierden los hombres de bien entre los que no lo son, y en asunto de intereses no son comunes los que hacen mucho escrúpulo ya de defraudar, o ya de quedarse con lo ajeno. Esta es una verdad amarga, pero es una verdad. Examinémosla sin pasión.

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