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LIBRO I

XVII

Prosigue Periquillo contando sus trabajos y sus bonanzas de jugador. Hace una seria crítica del juego, y le sucede una aventura peligrosa que por poco no la cuenta

Contando las horas y los cantos del gallo estuve toda la noche sin poder dormir un rato, y deseando la venida de la aurora para salir de aquella mazmorra, hasta que quiso Dios que amaneció, y fueron levantándose aquellos bribones encuerados.

Sus primeras palabras fueron desvergüenzas, y sus primeras solicitudes se dirigieron a hacer la mañana. Luego que los oí, los tuve por locos, y le dije a Januario:

- Estos hombres no pueden menos de estar sin gota de juicio, porque todos ellos quieren hacer la mañana. ¡Qué locura tan graciosa! ¿Pues qué, piensan que no está hecha? ¿O se creen ellos capaces de una cosa que es privativa de Dios?

Se rió Januario de gana, y me dijo:

- Se conoce que hasta hoy fuiste tunante a medias, pillo decente y zángano vergonzante. En efecto, ignoras todavía muchos de los términos más comunes y trillados de la dialéctica leperuna; pero por fortuna me tienes a tu lado, que no perderé ningunas ocasiones que juzgue propias para instruirte en cuanto pueda conducir a sacarte un diestro veterano, ya sea entre los pillos decentes, ya sea entre los de la chichipelada (En el argot de aquél tiempo, con este vocablo referíase al cobertor que se portaba cargándolo en el hombro izquierdo lo que conllevaba a que cuando el portador no traía camisa, quedase a descubierto el pecho, y como en el argot mexicano el vocablo chichi significa pecho o teta, de ahí esta palabra), como son éstos.

Por ahora sábete que hacer la mañana entre esta gente quiere decir desayunarse con aguardiente, pues están reñidos con el chocolate y el café, y más bien gastan un real o dos a estas horas en chinguirito malo que en un pocillo del más rico chocolate.

- ¿Y cómo se cura la embriaguez? -pregunté.

- Con otra nueva -me respondió Januario.

- Pues entonces -dije yo-, debiendo el exceso de aguardiente hacer el mismo efecto el domingo que el lunes, se sigue que si una emborrachada del domingo ha de menester otra para curarse del lunes, la del lunes necesitará la del martes, la del martes la del miércoles, y así venimos a sacar por consecuencia que se alcanzarán las embriagueces unas a otras, sin que en realidad se verifique la curación de la primera con tan descabellado remedio. La verdad, ésa me parece peor locura en esa gente que la de hacer la mañana; porque pensar que una tranca (Borrachera) se cura con otra es como creer que una quemada se cura con otra quemada, una herida con otra, etc., lo que ciertamente es un delirio.

- Tú dices muy bien -contestó Januario-, pero esa gente no entiende de argumentos. Son muy viciosos y flojos, trabajan por no morirse de hambre; y acaso por tener con qué mantener su vicio dominante, que casi generalmente entre ellos es el de la embriaguez; de manera, que en teniendo qué beber, poco se les da de no comer, o en comer cualquier porquería; y ésta es la razón de que por buenos artesanos que sean, y por más que trabajen, jamás medran, nada les luce, porque todo lo disipan; y así los ves desnudos como a estos dos, que quizá serán los mejores oficiales que tendrá el maestro en su taller.

Por fin dieron las doce, y me dijo éste:

- Vámonos al juego, porque yo no tengo blanca para comer, y no seas tonto, vete aplicando. Donde tú puedas, afianza una apuesta y di que es tuya, que yo juraré; por cuantos santos hay que te la vi poner pero ya te he advertido que sea apuesta corta que no pase de dos o tres reales, porque si vas a hacer una tontera, nos exponemos a un codillo.

En efecto, entramos al juego, tomamos buenos lugares, se calentó aquéllo, como dicen, y yo ya le echaba el ojo a una apuesta, ya a otra, ya otra, y no me determinaba a tomarme ninguna de puro miedo.

Januario nomás me veía; y yo conocía que me quería comer de cólera con los ojos.

Por último, yo, más temeroso de su enojo que de Dios, y más bien por contemporizar con su gusto que con el mío, que es lo que sucede en el mundo diariamente, resolví a armarme con una peseta al tiempo que la pagaron. Cuando el pobre dueño del dinero iba a estirar la mano para coger sus cuatro reales, ya yo los tenía en la mía. Allí fue lo de ese dinero es mío; no, sino mío; yo digo verdad, y yo también; con su poco que mucho de está muy bien; ahí lo veremos; donde usted quiera, y todas las bravatas corrientes en semejantes lances, hasta que Januario; con un tono de hombre de bien, dijo al perdidoso.

- Amigo, usted no se caliente. Yo vi poner a usted su peseta, pero la que el señor ha tomado, no le queda a usted duda, es suya, que yo se la acabo de prestar.

Con esto se serenó la riña, quedándose aquel infeliz sin sus mediecillos, y yo habilitado con ellos.

Ya se me derretían en la mano sin acabar de ponerlos a un albur; no porque me faltara valor para apostar cuatro reales, pues ya sabéis que yo, aunque sin habilidad, sabía jugar y había jugado cuanto tenía mi madre, sino porque temía perderlos y quedarme sin comer. ¡Tal era el miedo que el hambre me había infundido el día anterior!

Januario me lo conoció y me hizo señas para que los jugara con franqueza, pues él ya tenía segura la mamuncia.

El montecillo fue engrosando poco a poco, de modo que a las dos de la tarde ya tenía aquella zanganada como setenta pesos.

A esa hora fueron entrando dos payitos muy decentes y bien rellenos de pesos. Comenzaron a apuntarse de gordo de a veinte y veinticinco pesos, y comenzaron a perder del mismo modo.

De este modo se les arrancó a los dos casi a un tiempo, y uno de ellos, al perder el último albur que iba interesado, y siendo de un caballo contra un as, vino el as; sacó los cuatro caballos, y mientras estuvo rompiendo los demás naipes, se los comió, como quien se come cuatro soletas, y hecha esta importante diligencia, se salió con su compañero, ambos encendidos como una grana y sudando la gota gorda. ¡Tales eran los vapores que habían recibido!

Januario, con mucha socarra, contó trescientos y pico de pesos; le dio una gratificación al dueño de la casa, y lo demás lo amarró en su pañuelo.

Nos salimos a la calle y nos fuimos a la fonda, que estaba cerca. Comimos a lo grande, y concluida la comida, me dijo mi protector:

- ¿Qué tal, señor Perico, le gusta a usted la carrera? ¿Si no se hubiera determinado a armarse con aquella apuesta, contara con ciento y más pesos suyos? Vaya, toma tu plata y gástala en lo que quieras, que es muy tuya y puedes disponer de ella a tu gusto con la bendición de Dios aunque pienso que lo que conviene es que apartemos cincuenta pesos por ambos para puntero, y vayamos ahora mismo al Parián, o más bien al baratillo a comprar una ropilla decente, con cuyo auxilio la pasaremos mejor, nos darán mejor trato en todas partes y se nos facilitarán más bien las ocasiones de tener; porque te aseguro, hermano, que aunque dicen que el hábito no hace al monje, yo no sé qué tiene en el mundo esto de andar uno decente, que en las calles, en los paseos, en las visitas, en los juegos, en los bailes y hasta en los templos mismos, se disfruta de ciertas atenciones y respetos. De suerte, que vale ser un pícaro bien vestido, que un hombre de bien trapiento; y así vamos.

Ya habilitados fuimos a tomar un cuarto en un mesón mientras hallábamos una vivienda proporcionada. En esto de camas no había nada, y aunque se lo hice advertir a Januario, éste me dijo:

- Ten paciencia, que después habrá para todo. Por ahora lo que importa es presentamos bien en la calle, y más que comamos mal y durmamos en las tablas, eso nadie lo ve. ¿Qué, te parece que todos los guapos currutacos que ves en el público tienen cama o comen bien? No, hijo; muchos andan como nosotros; todo se vuelve apariencia, y en el interior pasan sus miserias bien crueles. A éstos llaman rotos.

Como nuestro principal objeto era que nos vieran los conocidos, la primera visita fue a la casa del doctor Martín Pelayo; pero cuál fue nuestra sorpresa, cuando creyendo encontrar al Martín antiguo, encontramos un Martín nuevo, y en todo diferente del que conocíamos, pues aquél era un joven tan perdulario como nosotros, y éste era un cleriguito ya muy formal, virtuoso y asentado.

Luego que entramos a su cuarto, se levantó y nos hizo sentar con mucha urbanidad; nos contó que era diácono; y estaba para ordenarse de presbítero en las próximas témporas. Nosotros le dimos parabienes; pero Januario trató de mezclar sus acostumbradas chocarrerías y facetadas, a las que Pelayo, en un tono bien serio, contestó:

- ¡Válgame Dios, señor Januario! ¿Siempre hemos de ser muchachos? ¿No se ha de acabar algún día ese humor pueril? Es menester diferenciar los tiempos; en unos agradan las travesuras de niños, en otros la alegría de jóvenes, y ya en el nuestro es menester que apunte la seriedad y macicez de hombres, porque ya nos hacen gasto los barberos.

Esto digo, amigos, deseando que eviten ese genio chocarrero a todas horas. Todos tienen su tiempo. Las matracas de Semana Santa parecerán mal a los muchachos en la Pascua de Navidad, y la lama de Nochebuena no la pondrán en sus monumentitos. Así me lo ha hecho creer la experiencia y algunos desaires que les he visto correr a muchos facetos.

A poco rato de decir esto, el padre Pelayo mudó de conversación con disimulo; pero mi compañero, que lo había entendido y estaba como agua para chocolate, no aguantó mucho. Se despidió a poco rato y nos fuimos.

En la calle me dijo:

- ¿Qué te parece de este mono? ¡Quién no lo hubiera conocido! Ahora, porque está ordenado de Evangelio, quiere hacer del formal y arreglado pero a otro perro con ese hueso, que ya sabemos que todas esas son hipocresías.

Yo le corté la conversación, porque me repugnaba murmurar algunas veces, y nos fuimos a otras visitas, donde nos recibieron mejor, y aun nos dieron de almorzar.

En esto llegamos al juego, y Januario se sentó como siempre, pero no jugó más que un peso, porque iba con intención de poner el monte, pues, según él decía, así llevaba nuestro dinero más defensa, porque, de enero a enero, el dinero es del montero.

Así que se acabó la partida, pusimos nuestro burlotillo, y ganamos diez o doce pesos, porque no fueron los pollos gordos que esperaba; sin embargo, nos dimos por contentos y nos fuimos.

Así pasamos con esta vuelta como seis meses ganando casi todos los días, aunque fuera poco. En este tiempo aprendí cuantas fullerías me quiso enseñar Januario; compramos camas, alguna ropa más, y la pasamos como unos marqueses.

Nada me quedó que observar en dicho tiempo en asunto de juego. Conocí que es una verdad que es el crisol de los hombres, porque allí descubren sus pasiones sin rebozo, o a lo menos es menester estar muy sobre sí para no descubrirlas, lo que es muy raro, pues el interés ciega, y en el juego no se piensa más que en ganar.

Allí se observa el que es malcriado, ya porque se echa en la mesa, se pone el sombrero, no cede el asiento ni al que mejor lo merece, le echa el humo del cigarro en la cara a cualquiera que está a su lado, por más que sea persona de respeto o de carácter, y hace cuantas groserías quiere, sin el menor miramiento. Lo peor es que hay un axioma tan vulgar como falso que dice que en el juego todos son iguales, y con este parco ni los malcriados se abstienen de sus groserías, ni muchas personas decentes y de honor se atreven a hacerse respetar como debieran.

En fin, yo aprendí y observé cuanto había que aprender y que observar en la carrera. Entonces me sirvió de perjuicio, y ahora me sirve de haceros advertir todos sus funestos resultados para apartaros de ella.

No os quisiera jugadores, hijos míos, pero en caso de que juguéis alguna vez, sea poco, sea lo vuestro, sea sin droga; pues menos malo será que os tengan por tontos, que no paséis plaza de ladrones, que no son otra cosa los fulleros.

Muchos dicen, que juegan por socorrer su necesidad. Este es un error. De mil que van al juego con el mismo objeto, los novecientos noventa y nueve vuelven a su casa con la misma necesidad, o acaso peores, pues dejan lo poco que llevan, acaso se comprometen con nuevas drogas, y sus familias perecen más aprisa.

Semejantes sujetos sí creo que se sostengan del juego alguna vez; pero los hombres de bien, los que trabajan, y los que juegan o dicen, a la buena de Dios, lo tengo por un imposible físico, porque el juego hoy da diez y mañana quita veinte. Yo sé de todo, y os hablo con experiencia.

Otra clase de personas se sostienen del juego, especialmente en México ... ¿Nos oye alguno? ... Pues sabed que éstos son ciertos señores que teniendo dinero con qué buscar la vida en cosas más honestas, y no queriendo trabajar, hacen comercio y granjería del juego, poniendo su dinero en distintas casas para que en ellas se pongan montes, que llaman partidas.

Como este modo de jugar es tan ventajoso para el que tiene fondo, ordinariamente ganan, y a veces ganan tanto que algunos conozco que ruedan coches y hacen caudales. ¿Qué tal será la cosa? Pues para acomodarse de talladores o gurupiés con sus mercedes, se hacen más empeños que para entrar de oficial en la mejor oficina; y con razón, porque el lujo que éstos ostentan y la franqueza con que tiran un peso, no lo puede imitar un empleado ni un coronel. Ya se ve, como que hay señorito de éstos que tiene de sueldo diariamente seis, ocho y diez pesos amén de sus buscas, que ésas serán las que quisieren.

También menudean los empeños y las súplicas para que los señores monteros envíen dinero a las casas para jugar, por interés de las gratificaciones que les dan a los dueños de ellas, que cierto que son tales que bastan a sostener regularmente a una familia pobre y decente.

Contemos los tunos, fulleros y ladrones que se sostienen del juego; agreguemos a éstos aquellos que sin ser ladrones hacen caudal del juego; añadamos sus dependientes; numeremos las familias que se socorren con las gratificaciones que les dan por razón de casa; no olvidemos lo que se gasta en criados y armadores (Así se denominaban a los reclutadores de tahures); advirtamos lo que unos entalegan, lo que otros tiran, lo que éstos comen y lo que gastan todos, sin pasar en blanco el lujo con que gasta, viste, come y pasea cada uno a proporción de sus arbitrios; después de hecha esta cuenta, calculemos el numerario cotidiano que chuparán estas sanguijuelas del Estado para sostenerse a costa de él, y con la franqueza que se sostienen; y entonces se verá cuántas familias es menester que se arruinen para que se sostengan estos ociosos.

Todas estas reflexiones, hijos míos, os deben servir para no enredaros en el laberinto del juego, en el que, una vez metidos, os tendréis que arrepentir quizá toda la vida; porque a carrera larga, rara vez deja de dar tamañas pesadumbres; y aun los gustos que da se pagan con un crecido rédito de sinsabores y disgustos, como son las desveladas, las estregadas del estómago, los pleitos, las enemistades, los compromisos, los temores de la justicia, las multas, las cárceles, las vergüenzas, y otros a este modo.

En medio de esta triste situación y para coronar la obra, el pícaro de Januario, enredó a un payo para que pusiera un montecito, diciéndole que tenía un amigo muy hábil, hombre de bien, para que le tallara su dinero. El pobre payo entró por el aro y quedó en ponerlo al día siguiente. Januario me avisó lo que había pasado, diciéndome que yo había de ser el tallador.

Convinimos en que había de amarrar los albures de afuera para que él alzara, y otro amigo suyo que había vendido un caballo para apuntarse, pusiera y desmontara, y que concluida la diligencia nos partiríamos el dinero como hermanos.

No me costó trabajo decir que sí, como que ya era tan ladrón como él.

Llegó el día siguiente; fue Juan Largo por el payo; me dio éste cien pesos y me dijo:

- Amito, cuídelos, que yo le daré una buena gala si ganamos.

- Quedamos en eso -le respondí.

Y me puse a tallar a mi modo y según y como los consejos de mi endemoniadísimo maestro.En dos por tres se acabó el monte, porque el dinero del caballo vendido eran diez pesos, y así, en cuatro albures que amarré y alzó Januario, se llevó el dinero el tercero en discordia.

Éste se salió primero para disimular, y a poco rato Januario, haciéndome señas que me quedara. El pobre payo estaba lelo considerando que ni visto ni oído fue su dinero; sólo decía, de cuando en cuando: ¡Mire, señor, que desgracia!, ni me divertí. Pero no faltó un mirón que nos conocía bien a mí ya Januario: advirtió los zapates que yo había hecho, y le dijo al payo, con disimulo y a mis excusas, que yo había entregado su dinero.

Entonces el barbaján, con más viveza para vengarse que para jugar, me llevó a su mesón con pretexto de darme de comer. Yo me resistía no temiendo lo que me iba a suceder, sino deseando ir a cobrar el premio de mis gracias; pero no pude escaparme, me llevo el payo al mesón, se encerró conmigo en el cuarto y me dio tan soberbia tarea de trancazos que me dislocó un brazo, me rompió la cabeza por tres partes, me sumió unas cuantas costillas, y a no ser porque al ruido forzaron los demás huéspedes la puerta y me quitaron de sus manos, seguramente yo no escribo mi vida; porque allí llega su último fin. Ello es que quedé a sus pies privado de sentido, y fui a a despertar en donde veréis en el capítulo que sigue.

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