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LIBRO I

XVI

Solo, pobre y desamparado Periquillo de sus parientes, se encuentra con Juan Largo, y por su persuasión abraza la carrera de los pillos en clase de cócora de los juegos

Viéndome solo, huérfano y pobre, sin casa, hogar ni domicilio como los maldecidos judíos, pues no reconocía feligresía ni vecindad alguna, traté de buscar, como dicen, madre que me envolviera; y medio roto, cabizbajo y pensativo, salí para la calle luego que entregué a la casera la lista de mis exquisitos muebles.

El primer paso que di fue ir a tentar de paciencia a mis parientes paternos y maternos, creyendo hallar entre ellos algún consuelo en mis desgracias; pero me engañé de medio a medio. Yo les contaba la muerte de mi madre y mi orfandad y desamparo, rematando el cuento con implorar su protección; y unos me decían que no habían sabido la muerte de su hermana; otros se hacían de las nuevas; todos fingían condolerse de mi suerte; pero ninguno me facilitó el más mínimo socorro.

Embebecido iba yo en estas consideraciones y temblando de cólera contra mis indignos deudos, cuando al volver una esquina vi venir a lo lejos a mi amigo Juan Largo. Un vuelco me dio el corazón de gusto, creyendo que tal encuentro no podía menos que serme feliz.

Luego que nos vimos cerca, me dijo él:

- ¡Oh, Periquillo amigo! ¿Qué haces? ¿Cómo estás? ¿Qué es de tu vida?

Yo le conté mis cuitas en un instante, concluyendo con hartar de maldiciones a mis tíos.

- ¿Pues y qué te han hecho esos señores -me dijo-, que estás con ellos de tan mal talante?

- ¡Qué me han de hacer -contesté yo-, sino despreciarme y no favorecerme ninguno, olvidando que tengo sangre suya, y que a mi padre debieron mil favores!

- Tienes razón -dijo Juan Largo-; los parientes del día son unos malditos y ruines. A mí me acaba de suceder un poco peor con el perro viejo de mi tío don Martín. Has de saber que desde que faltó de esta ciudad, que ya es cerca de un año, me he estado con él en la hacienda; pues un vaquero condenado me levantó el falso testimonio, habrá quince días, de que yo había vendido diez novillos, y te puedo jurar, hermano, que sólo fueron siete; pero hay gente que se saldrá de misa por decir una mentira y quitar un crédito. Ello es que el tío lo creyó de buenas a primeras, y me achacó todo la que se había perdido en la hacienda desde que yo estaba allá, me conjuró y me amenazó para que lo confesara; pero yo jamás he sido más prudente, ni he tenido más cuenta con mi lengua. Callé y callara por toda la eternidad, si por toda ella me exigieran estas confesiones, por lo cual, enfadado el don Martín, me encerró en un cuarto y con un bejuco de esos de los cabos de regimiento me dio una tarea de palos que hasta hoy no puedo volver en mí; y no paró en esto, sino que, quitándome todos los trapillos regulares que tenía yo y mis dos caballitos, me echó a la calle, quiero decir, al camino, que era la calle más inmediata a su casa, jurándome por toda la corte del cielo (1), que si me volvía a ver por todos aquellos contornos me volaría de un balazo.

Hasta este punto llegó el enojo de mi tío, y viéndome abandonado, pobre, apaleado y en la mitad del camino, resolví venirme a esta capital, como lo verifiqué. Hará ocho días o diez que llegué; luego luego fui a buscarte a tu casa; no te hallé en ella ni quién me diera razón dónde vivías.

Yo le respondí que lo uno porque no me fueran a cobrar algunos picos que debía, y lo otro porque mi casa era un cuartito miserable y tan indecente que me daba vergüenza que me visitaran en él.

Aprobó mi arbitrio Januario, a quien le dije:

- Y tú ahora ¿en qué piensas? ¿De qué te mantienes?

- De cócora en los juegos -me respondió-, y si tú no tienes destino y quieres pasarlo de lo mismo, puedes acompañarme, que espero en Dios que no nos moriremos de hambre, pues más ven cuatro ojos que dos. El oficio es fácil, de poco trabajo, divertido y de utilidad. ¿Conque quieres?

- Tres más -dije-. Pero dime: ¿qué cosa es ser cócora de los juegos, o a quiénes les llaman así?

- A los que van a ellos -me dijo Januario- sin blanca, sino sólo a ingeniarse, y son personas a quienes los jugadores les tienen algún miedo, porque no tienen qué perder, y con una ingeniada muchas veces les hacen un agujero.

- Cada vez -le dije- me agrada más tu proyecto; pero dime: ¿que es eso de ingeniarse?

- Ingeniarse -me contestó Januario- es hacerse de dinero sin arriesgar un ochavo en el juego.

- Eso debe ser muy difícil -dije yo-, porque, según he oído decir, todo se puede hacer sin dinero, menos jugar.

- No lo creas, Perico. Los cócoras tenemos esa ventaja, que nos ingeniamos sin blanca, pues para tener dinero llevando resto al juego, no es menester habilidad sino dicha y adivinar la que viene por delante. La gracia es tenerlo sin puntero.

- Pues siendo así, cócora me llamo desde este punto; pero, dime, Juan, ¿cómo se ingenia uno?

- Mira -me respondió-, se procura tomar un buen lugar (pues vale más un asiento delantero en una mesa de juego, que en una plaza de toros); y ya sentado uno allí, está vigilando al montero para cogerle un zapote (Se refiere a captar alguna trampa) o verle una puerta, (Tratar de observar cuál es la primera carta que servirá) y entonces se da un codazo (En el argot de los jugadores de aquél tiempo, significaba, avisar a los presentes) que algo le toca al denunciante en estas topadas. O bien procura uno dibujar las paradas (Buscar la división de las apuestas), marcar un naipe (Colocar alguna marca o seña a las cartas para poder después ubicarlas con facilidad), arrastrar un muerto (Cobrar la apuesta del jugador descuidado como propia), o cuando no se pueda nada de esto, armarse (Cobrar alegando que el cobro es correcto) con una apuesta al tiempo que la paguen, y entonces se dice: Yo soy hombre de bien; a nadie vengo a estafar nada; y voto a este santo, y juro al otro, y los diablos me lleven si esta apuesta no es mía; y se acalora la cosas más, añadiendo: ¿Es verdad, don Fulano? Dígalo usted, don Zutano; de suerte que al fin se queda en duda de quién es el dinero, y el que tiene la apuesta ganada. Esta ingeniada es la más arriesgada, porque puede uno topar con un atravesado que se la saque a palos, pero esto no es lo corriente, y así en las apuradas es menester arriesgarse. Ello es que yo nunca me quedo sin comer ni sin cenar, pues como no hayan pegado las otras diligencias, y el juego esté para acabarse, me llevara yo seis u ocho reales en la bolsa cogiéndome una parada, más que fuera de mi madre.

Pero has de advertir, desde ahora para entonces, que nunca te atrevas a arrastrar muertos, ni te armes con paradas que pasen ni aún lleguen a un peso, sino siempre con muertos chiquillos y paraditas de tres a cuatro reales, que pagados siempre son dobles, y como el interés es corto, se pasan, no se advierte en cuál de los dos que disputan está el dolo, y uno sale ganancioso; lo que no tiene con las paradas grandes, porque como que interesan, no se descuidan con ellas, sino que están sus amos pelando tantos ojos, sobre su dinero, y ahí va uno muy expuesto.

Conque, Perico, manos a la obra; sal de miserias y hambre, que el que no se arriesga no pasa la mar. A más de que en la clase de ingeniadas hay otros arbitrios más provechosos y quizá con menos peligro.

- Dímelos por tu vida -le dije-, que ya reviento por saberlos.

- Uno de ellos -me dijo Januario- es comedirse a tallar o ayudar a barajar a otros, y este arbitrio suele, proporcionar una buena gratificación o gurupiada, si el amo es liberal y gana; y aunque no sea franco ni gane, el gurupié no puede perder nunca su trabajo, como no sea tonto, pues en sabiendo irse a profundis seguido, sale la cuenta y muy bien; pero es menester hacerla con salero, pues si no, va uno muy expuesto.

- ¿Cómo es eso -le pregunté- de irse a profundis, que no entiendo muy bien los términos facultativos de la profesión?

- Irse a profundis -dijo mi maestro- es esconderse el dinero del monte que se pueda, poco a poco, mientras baraja el compañero, fingiendo que se rasca, que se saca el polvero, que se saca un cigarro, que se compone el pañuelo y habiendo todas las diligencias que se juzguen oportunas para el caso; pero esto, ya dije, es menester hacerlo con mucho disimulo, y haciéndolo así, la menor gurupiada te valdrá ocho o diez pesos.

Para entrar en esa carrera y poder hacer progresos en ella, es indispensable que sepas amarrar, zapotear, dar boca de lobo, dar rastrillazo, hacer la hueca, dar la empalmada, colearte, espejearte, y otras cositas tan finas y curiosas como éstas, que aunque por ahora no las entiendas, poco importa; yo te las enseñaré dentro de quince o veinte días, que como tú te apliques y no seas tonto, con ese tiempo basta para que salgas maestro con mis lecciones.

Mas es de advertir que para salir con aire en las más ocasiones, es necesario que trabajes con tus armas; y así es indispensable que sepas hacer las barajas.

- Ésa es otra -dije yo, muy admirado-, pues ¿no ves que eso es un imposible respecto a que me falta lo mejor, que es el dinero?

-¿Pero para qué quieres dinero para eso? -me preguntó Januario.

- ¿Cómo para qué? -le dije-. Para moldes, papel, pinturas, engrudo, pensas, oficiales y todo lo que es menester para hacer barajas; y fuera de esto, aunque lo tuviera no me arriesgaría a hacerlas; ¿no ves que donde nos cogieran nos despacharían a un presidio por contrabandistas?

Rióse a carcajada suelta Juan Largo de mi simplicidad, y me dijo:

- Se echa de ver que eres un pobre muchacho inocente, y que todavía tienes la leche en los labios. Camote, para hacer las barajas como yo te digo, no son menester tantas cosas ni dinero como tú has pensado. Mira, en la bolsa tengo todos los instrumentos del arte.

Y diciendo esto me manifestó unos cuadrilonguitos de hojalata, unas tijeritas finas, una poquita de cola de boca y un panecito de tinta de China.

Quedéme yo azorado al ver tan poca herramienta y no acababa de creer que con sólo aquello se hiciera una baraja; pero mi maestro me sacó de la suspensión diciéndome:

- Tonto, no te admires. El hacer las barajas en el modo que te digo no consiste en pegar el papel, abrir los moldes, imprimirlas y demás que hacen los naiperos; ése es oficio aparte. Hacerlas al modo de los jugadores quiere decir hacerlas floreadas: esto se hace sin más que estos pocos instrumentitos que has visto, y con sólo ellos se recortan, ya anchas, ya angostas, ya con esquinas que se llaman orejas, o bien se pintan o se raspan (que dicen vaciar) o se trabajan de pegues, o se hacen cuantas habilidades uno sabe o quiere; todo con el honesto fin de dejar sin camisa al que se descuide.

Como por una parte yo me veía estrechado de la necesidad, y sin ser útil para nada, y por otra los proyectos de Januario eran demasiado lisonjeros, pues me facilitaba nada menos que el tener dinero sin trabajar, que era lo que yo siempre había aspirado, no me fue difícil resolverme; y así le di las gracias a mi maestro, reconociéndole desde aquel instante por mi protector, y prometiéndole no salir un punto de la observancia de los preceptos, arrepentido de mis escrúpulos y advertencias, como si debiera el hombre arrepentirse jamás de no seguir el partido de la iniquidad; pero lo cierto es que así lo hacemos muchas veces.

Durante esta conversación advirtió Januario que yo tenía los labios blancos, y me dijo:

- Tú, según me parece: no has almorzado.

- Ni tampoco me he desayunado -le respondí-; y cierto que ya serán las dos y media de la tarde.

- Ni la una ha dado -dijo Januario-; pero el reloj de los estómagos hambrientos siempre anda adelantado; así como se atrasa el de los satisfechos. Por ahora no te aflijas; vámonos a comer.

¡Santa palabra! -dije yo entre mí, y nos marchamos.

Aquél era el primer día que yo experimentaba todo el terrible poder del hambre, y quizá por eso, luego que puse el pie en el umbral de la fonda, y me dio en las narices el olor de los guisados, se me alegró el corazón de manera que pensé que entraba por lo menos en el paraíso terrenal.

Sentámonos a la mesa, y Januario pidió con mucho garbo dos comidas de a cuatro reales y un cuartillo de vino. Yo me admiré de la generosidad de mi amigo, y temeroso no fuera a salir con alguna de las suyas después de haber comido le pregunté si tenía con qué pagar, porque lo que había pedido valía siquiera un par de pesos. Él se sonrío y me dijo que sí, y para que comiese yo sin cuidado, me mostró como seis pesos en dinero doble y sencillo.

En esto fueron trayendo un par de tortas de pan con sus cubiertos, dos escudillas de caldo, dos sopas, una de fideo y otra de arroz, el puchero, dos guisados, el vino, el dulce y el agua; comida ciertamente frugal para un rico, pero a mi pareció de un rey, o por lo menos de un embajador, pues si a buena hambre no hay mal pan, aunque sea malo, cuando el pan es por sí bueno, debe parecer inmejorable por la misma regla. Ello es que yo no comía, sino que engullía, y tan aprisa que Januario me dijo:

- Espacio, hombre, espacio, que no nos han de arrebatar los platos de delante.

Entre la comida menudeamos los dos el vino, lo que nos puso bastante alegres; pero se concluyó, y para reposarla sacamos tabaco y seguimos platicando de nuestro asunto.

Yo, con más curiosidad que amistad, le pregunté a mi mentor que dónde vivía. A lo que él me respondió que no tenía casa ni la había menester, porque todo el mundo era su casa.

- ¿Pues dónde duermes? -le dije.

- Donde me coge la noche -me respondió-; de manera que tú y yo estamos iguales en esto, y en ajuar y ropa; porque yo no tengo más que lo encapillado.

Entonces, asombrado, le dije:

- ¿Pues cómo has gastado con tanta liberalidad?

- Eso -respondió-, no lo extrañes; así lo hacemos todos los cócoras y jugadores cuando estamos de vuelta; quiero decir, cuando estamos gananciosos, como yo, que anoche con una parada con que me armé, y la fleché con valor, hice doce pesos; porque yo soy trepador cuando me toca, esto es, apuesto sin medio, con que nada pierdo aunque se me arranque, tengo puerta abierta para otra ingeniada.

Mira: yo unas veces me quedo de postema en los bailes, y paso el resto de las noches en los canapés; otras me voy a una fonda, y allí me hago piedra; y otras, que son las más, la paso en los arrastraderitos. Así me he manejado en los pocos días que llevo en México, y así espero manejarme hasta que no me junte con quinientos o mil pesos del juego, que entonces será preciso pensar de otra manera.

- ¿Y cuáles son los arrastraderitos -le pregunté-, y con qué te tapas en ellos?

A lo que él me contestó:

- Los arrastraderitos son esos truquitos indecentes e inservibles que habrás visto en algunas accesorias. Estos no son para jugar, porque de puro malos no se puede jugar en ellos ni un real, pero son unos pretextos o alcahueterías para que se jueguen en ellos sus albures y se pongan unos montecitos miserables. En estos socuchos juegan los pillos, cuchareros y demás gente de la última broza. Aquí se juega casi siempre con droga; y luego que se mete allí algún inocentón, le mondan la picha (En el argot de aquél tiempo, con ese vocablo se hacia referencia a un cobertor viejo) y hasta los calzones si los tiene. A estos jugadores bisoños, y que no saben la malicia de la carrera, les llaman pichones, y como a tales, los descañonan en dos por tres. En fin, en estos dichos arrastraderos, como que todos los concurrentes son gente perdida, sin gota de educación ni crianza, y aun si tienen religión, sábelo Dios, se roba, se bebe, se juega, se jura, se maldice, se reniega, etc., sin el más mínimo respeto porque no tienen ninguno que los contenga, como en los juegos más decentes. En uno de éstos me quedo las más noches, a costa de un realito que le doy al coime, y si tengo dos, me presta la carpeta o un capotito o frazada llena de piojos, de las que hay empeñadas, y así la paso. Conque ya te respondí, y mira si tienes otra cosa que saber, porque preguntas más que un catecismo.

Se acabó el juego como a las once de la noche; y nos fuimos para la calle. Yo iba pensando que leíamos el Concilio Niceno por entonces; pero salí de mi equivocación cuando Juan Largo tocó una accesoria, y después que hizo no sé qué contraseña, nos abrieron; entramos y cenamos no con la decencia que habíamos comido, pero lo bastante a no quedarnos con hambre.

En estas pláticas llegamos a otra accesoria más indecente que aquella donde cenamos. Tocó mi mentor, hizo su contraseña, le abrieron, y a la luz de un cabito que estaba expirando en un rincón de la pared, vi que aquél era el arrastraderito de que ya tenía noticia.

Habló Januario en voz baja con el dueño de aquel infernal garito, que era un mulato envuelto en una manga azul, y ya se había encuerado para acostarse, y éste nos sacó dos frazadas muy sucias y rotas y nos la dio diciendo:

- Sólo por ser usted mi amigo, me he levantado a abrir, que estoy con un dolor de cabeza que el mundo se me anda. -Y sería cierto, según la borrachera que tenía.

No éramos nosotros los únicos que hospedaba aquella noche el tuno empelotado. Otros cuatro o cinco pelagatos, todos encuerados, y a mi parecer medio borrachos, estaban tirados como cochinos por la banca, mesa y suelo del truquito.

Como el cuarto era pequeño, y los compañeros gente que cena sucio y frío, bebe pulque y chinguirito (Se refiere a la bebida de aguardiente de caña), estaban haciendo una salva de los demonios, cuyos pestilentes ecos sin tener por dónde salir remataban en mis pobres narices, y en un instante estaba yo con una jaqueca que no la aguantaba, de modo que no pudiendo mi estómago sufrir tales incensarios, arrojó todo cuanto había cenado pocas horas antes.

- Pues, amigo, estás mal; eres muy delicado para pobre.

- No está en mi mano -le respondí, y él me dijo:

- Ya lo veo; pero no te haga fuerza, todo es hacerse, y esto es a los principios, como te dije esta mañana; pero vámonos a acostar a ver si te alivias.

A la ruidera de la evacuación de mi estómago despertó uno de aquellos léperos, y así como nos vio comenzó a echar sapos y culebras por aquella boca de demonio.

- ¡Qué rotos tales de m ...! -decía-; ¿porqué no irán a vomitarse sobre la tal que los parió, ya que vienen borrachos, y no venir a quitarle a uno el sueño a estas horas?

Januario me hizo seña que me callara la boca, y nos acostamos los dos sobre la mesita del billar, cuyas duras tablas, la jaqueca que yo tenía, el miedo que me infundieron aquellos encuerados, a quienes piadosamente juzgué ladrones, los innumerables piojos de la frazada, las ratas que se paseaban sobre mí, un gallo que de cuando en cuando aleteaba, los ronquidos de los que dormían, los estornudos traseros que disparaban y el pestífero sahumerio que resultaba de ellos, me hicieron pasar una noche de los perros.


Notas

(1) Desatino craso, aunque no nuevo en algunas bocas. Nunca se debe esperar en Dios para tomar una venganza ni satisfacer ninguna pasión pecaminosa, porque esto fuera ultrajar su I bondad y su justicia creyéndolo capaz de coincidir con nuestros vicios, Dios permite el pecado, pero no lo quiere.

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