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LIBRO III

XV

En el que Periquillo refiere la muerte de su amo, la despedida del chino, su última enfermedad, y el editor sigue contando lo demás hasta la muerte de nuestro héroe

Excusemos circunloquios y vamos a la sustancia. Murió mi amable amo padrino, compadre y protector; murió sin hijos ni herederos forzosos, tratando de darme las últimas pruebas del cariño que me profesó, me dejó por único heredero de sus bienes, contándose entre éstos la hacienda que administraba yo en compañía de Anselmo, bajo las condiciones que expresó en su testamento, y que yo cumplí como su amigo, como su favorecido y como hombre de bien, que es el título de que más nos debemos lisonjear.

Si sentí la muerte de este buen hombre, no tengo para qué ponderarlo, cuando era necesario haber sido más que bruto para no haberlo amado con justicia.

Leí el testamento que otorgó a mi favor, y al llegar a la cláusula que decía que por lo bien que lo había servido, lo satisfecho que estaba de mi honrada conducta, y por cumplir el obsequio que había ofrecido con su ahijada, que era mi esposa, me donaba todos sus bienes, etcétera, no pude menos que regar aquellos renglones con mis lágrimas nacidas de amor y gratitud.

Entre éstos tuvo mucho lugar en mi estimación mi amo, el chino, a quien restituí como tres mil y pico de pesos que le disipé cuando viví en su casa; pero él no los quiso admitir, antes me escribió que era muy rico en su tierra, y en la mía no le faltaba nada; que se daba por satisfecho de aquella deuda, y me los devolvía para mis hijos. Concluyó esta carta diciéndome que estaba para regresar a su patria, sin querer ver más ciudades ni reinos que el de América, por tres razones: la primera, porque se hallaba quebrantada su salud; la segunda, porque, según las observaciones que había hecho, no podía menos el mundo que ser igual en todas partes, con muy poca diferencia, pues en todas partes los hombres eran hombres; y la tercera y principal, porque la guerra, que al principio no creyó que fuese sino un motín popular que se apagaría brevemente, se iba generalizando y enardeciendo por todas partes.

Yo admití su favor, dándole las debidas gracias por su generosidad. Y el día que no lo esperaba, llegó a mi casa en un coche de camino, precedido de mozos y mulas que conducían su equipaje.

Mucho platicamos ese día, y entre tanto como hablamos, le pregunté:

- ¿Qué escribía tanto cuando yo estaba en su casa?

- Si lo vieras -me dijo-, acaso te incomodarías, porque lo que escribí fueron unos apuntes críticos de los abusos que he notado en tu patria, ampliándolos con las noticias y explicaciones que oía al capellán, a quien después daba los cuadernos para que los corrigiera.

- ¿Y qué se han hecho esos cuadernos, señor? ¿Los lleva usted ahí?

- No los llevo -me dijo-; dos años ha que se los remití a mi hermano el tután, con algunas cosas particulares de tu tierra.

- Pues tan lejos estaría yo de incomodarme, señor, con los tales apuntes, que antes apreciaría demasiado su lectura. ¿Quién tiene los borradores?

- El mismo capellán se queda con ellos -me respondió-; pero no sé por qué los reserva tanto que a nadie los ha querido prestar.

Propuse en mi interior no omitir diligencia alguna que me pareciera oportuna para lograr los tales cuadernos. Se hizo hora de comer, y comí con mi familia en compañía de aquel buen caballero.

Al día siguiente madrugamos, y fui a dejar a mi querido amo hasta Cuernavaca, desde donde me volví a mi casa, después de haberme despedido de él con las más tiernas expresiones de amor y gratitud.

No pude olvidarme de los cuadernos que escribió, y desde luego comencé a solicitarlos con todo empeño por medio de mi buen amigo y confesor Martín Pelayo, como que sabía la amistad que llevaba con el doctor don Eugenio, capellán que fue de mi amo, el chino, y comentador o medio autor de dichos papeles.

No me ha disuadido claramente de mi solicitud, pero hasta ahora no los puedo ver en mis manos, porque dice el padre capellán que los está poniendo en limpio y que luego que concluya esta diligencia, me los prestará. Él es hombre de bien, y creo, que cumplirá su palabra.

Cosa de dos años más viví en paz en aquel pueblo, visitando a ratos a mis amigos y recibiendo en correspondencia sus visitas, entregado al cumplimiento de mis obligaciones domésticas, que han sido las únicas que he tolerado; pues aunque varias veces me han querido hacer juez en el pueblo, jamás he accedido a esta solicitud, ni he pensado en obtener ningún empleo, acordándome de mi ineptitud y de que muchas veces los empleos infunden ciertos humillos que desvanecen al que los ocupa, y acaso dan al traste con la más constante virtud.

Mis atenciones, como he dicho, sólo han sido para educaros, asegurar vuestra subsistencia sin daño de tercero, y hacer el poco bien que he podido en reemplazo del escándalo y perjuicios que causaron mis extravíos; y mis diversiones y placeres han sido los más puros e inocentes, pues se han cifrado en el amor de mi mujer, de mis hijos y de mis buenos amigos, últimamente, doy infinitas gracias a los cielos porque a lo menos no me envejecí en la carrera del vicio y la prostitución, sino que, aunque tarde, conocí mis yerros, los detesté, y evité caer en el precipicio adonde me despeñaban mis pasiones.

Corté el hilo de mi historia; pero acaso son muy inútiles mis últimas digresiones.

Dos años más, después de la ausencia de mi amo el chino, como ya os dije, viví en San Agustín de las Cuevas, hasta que me vi precisado a realizar mis intereses y radicarme en esta ciudad, ya por ver si en ella se restablecía mi salud debilitada por la edad y asaltada por una anasarca o hidropesía general, y ya por poner aquéllos a cubierto de las resultas de la insurrección que se suscitó en el reino el año de 1810.

¡Época verdaderamente fatal y desastrosa para la Nueva España! ¡Época de horror, de crimen, sangre y desolación!

¡Cuántas reflexiones pudiera haceros sobre el origen, progresos y probables fines de esta guerra! Muy fácil me sería hacer una reseña de la historia de América, y dejaros el campo abierto para que reflexionarais de parte de quién de los contendientes está la razón, si de la del gobierno español, o de los americanos que pretenden hacerse independientes de España; pero es muy peligroso escribir sobre esto, y en México el año de 1813. No quiero comprometer vuestra seguridad, instruyéndolos en materias políticas que no estáis en estado de comprender. Por ahora básteos saber que la guerra es el mayor de todos los males para cualquiera nación o reino; pero incomparablemente son más perjudiciales las conmociones sangrientas dentro de un mismo país, pues la ira, la venganza y la crueldad, inseparables de toda guerra se ceban en los mismos ciudadanos que se arman para destruirse mutuamente.

De todo esto debéis inferir cuán grande mal es la guerra, cuán justas son las razones que militan para excusarla, y que el ciudadano sólo debe tomar las armas cuando se interese el bien común de la patria.

Sólo en este caso se debe empuñar la espada y embrazar el broquel y no en otros, por más lisonjeros que sean los fines que se propongan los comuneros, pues dichos fines son muy contingentes y aventurados, y las desgracias consecutivas a los principios y a los medios son siempre ciertas, funestas y generalmente perniciosas ... pero apartemos la pluma de un asunto tan odioso por su naturaleza, y no queríamos manchar las páginas de mi historia con los recuerdos de una época teñida con sangre americana.

Después de realizados mis bienes y radicado en México, traté de ponerme en cura, y los médicos dijeron que mi enfermedad era incurable. Todos convenían en el mismo fallo, y hubo pedante que para desengañarme de toda esperanza, apoyó su aforismo en la vejez, diciéndome en latín que los muchos años son una enfermedad muy grave. Senectuisa est morbus.

En este tiempo me visitaban mis amigos, y por una casualidad tuve otro nuevo, que fue un tal Lizardi, padrino de Carlos para su confirmación, escritor desgraciado en vuestra patria y conocido del público con el epíteto con que se distinguió cuando escribió en estos amargos tiempos, y fue el de Pensador Mexicano.

En el tiempo que llevo de conocerlo y tratarlo he advertido en él poca instrucción, menos talento, y ultimadamente ningún mérito (hablo con mi acostumbrada ingenuidad); pero en cambio de estas faltas, sé que no es embustero, falso, adulador ni hipócrita. Me consta que no se tiene ni por sabio ni por virtuoso; conoce sus faltas, las advierte, las confiesa y las detesta. Aunque es hombre, sabe que lo es, que tiene mil defectos, que está lleno de ignorancia y amor propio, que mil veces no advierte aquélla porque éste lo ciega, y últimamente, alabando sus producciones algunos sabios en mi presencia y en la suya, le he oído decirle mil veces. Señores, no se engañen, no soy sabio, instruido ni erudito, sé cuánto se necesita para desempeñar estos títulos; mis producciones os deslumbran, leídas a la primera vez, pero todas ellas no son más que oropel. Yo mismo me avergüenzo de ver impresos errores que no advertí al tiempo de escribirlos.

Me acuerdo del juicio de los sabios, porque del de los necios no hago caso.

Al escuchar al Pensador tales expresiones, lo marqué por mi amigo, y conociendo que era hombre de bien, y que si alguna vez erraba era más por un entendimiento perturbado que por una depravada voluntad, lo numeré entre mis verdaderos amigos, y él se granjeó de tal modo mi afecto que lo hice dueño de mis más escondidas confianzas, tanto nos hemos amado que puedo decir que soy uno mismo con el Pensador y él conmigo.

Un día de éstos en que ya estoy demasiadamente enfermo, y en que apenas puedo escribir los sucesos de mi vida, vino a visitarme, y estando sentada mi esposa en la orilla de mi cama y vosotros alrededor de ella, advirtiéndome fatigado de mis dolencias, y que no podía escribir más, le dije:

- Toma esos cuadernos, para que mis hijos se aprovechen de ellos después de mis días.

En ese instante dejé a mi amigo el Pensador mis comunicados y estos cuadernos para que los corrija y anote, pues me hallo muy enfermo.

NOTAS DEL PENSADOR

Hasta aqui escribió mi buen amigo don Pedro Sarmiento, a quien amé como a mí mismo, y lo asistí en su enfermedad hasta su muerte con el mayor cariño.

Hizo llamar al escribano y otorgó su testamento con las formalidades de estilo. En él declaró tener cincuenta mil pesos en reales efectivos, puestos a réditos seguros en poder del conde de San Telmo, según constaba del documento que manifestó certificado por escribano y debía obrar cosido con el testamento original, y seguía:

It. Declaro, que es mi voluntad que, pagadas del quinto de mis bienes las mandas forzosas y mi funeral, se distribuya lo sobrante en favor de pobres decentes, hombres de bien y casados, de este modo si sobran nueve mil y pico de pesos, se socorrerán a nueve pobres de los dichos que manifiesten al albacea que queda nombrado certificación del cura de su parroquia en que conste son hombres de conducta arreglada, legítimos pobres, con familias pobres que sostener, con algún ejercicio o habilidad, no tontos ni inútiles, ya más de esto con fianza de un sujeto abonado que asegure con sus bienes responder por mil pesos que se le entregarán para que los gire y busque su vida con ellos, bien entendido de que el fiador será responsable a dicha cantidad, siempre que se le pruebe que su ahijado la ha malversado; pero si se perdiere por suerte del comercio, robo, quemazón o cosa semejante, quedarán libre así el fiador con la agraciado.

De este modo fueron sus disposiciones testamentarias. Concluidas, se trató de administrarle los santos sacramentos de la Eucaristía y Extremaunción. Le dio el viático su muy útil y verdadero amigo el padre Pelayo. Asistieron a la función sus amigos don Tadeo, don Jacobo, Anselmo, Andrés, yo y otros muchos. La música y la solemnidad que acompañó este acto religioso infundía un respetuoso regocijo, que se aumentó en todos los asistentes al ver la ternura y devoción con que mi amigo recibió el Cuerpo del Señor Sacramentado. El perdón que a todos nos pidió de sus escándalos y extravíos, la exhortación que nos hizo y la unción que derramaba en sus palabras, arrancó las lágrimas de nuestros ojos, dejándonos llenos de edificación y de consuelo.

Pasados estos dulces transportes de su alma, se recogió, dio gracias, y a las dos horas hizo que entraran a su recámara su mujer y sus hijos.

Sentado yo a la cabecera, y rodeando su familia la cama, les dijo con la mayor tranquilidad:

Esposa mía, hijos míos, no dudaréis que siempre os he amado, y que mis desvelos se han consagrado constantemente a vuestra verdadera felicidad. Ya es tiempo que me aparte de vosotros para no vemos hasta el último día de los siglos. El autor de la Naturaleza llama a las puertas de mi vida; Él me la dio cuando quiso, y cuando quiere cumple la Naturaleza su término. No soy árbitro de mi existencia; conozco que mi muerte se acerca, y muero muy conforme y resignado en la divina voluntad. Excusad el exceso de vuestro sentimiento. Bien que sintáis la falta de mi vista como pedazos que habéis sido de mi corazón, deberéis moderar vuestra aflicción, considerando que soy mortal y que tarde o temprano mi espíritu debía desprenderse de la masa corruptible de mi cuerpo.

Advertid que mi Dueño y el Dueño de mi vida es el que me la quita, porque la Naturaleza es inmutable en cumplir con los preceptos de su autor. Consolaos con esta cierta consideración y decid: el Señor me dio un esposo, el Señor nos dio un padre, él nos lo quita, pues sea bendito el nombre del Señor. Con esta resignación se consolaba el humilde Job en el extremo de sus amargísimos trabajos.

Procurad sí, manejaros a presente con juicio y honor en cualquiera que sea el estado que abrazareis. Tú, Margarita, si pasares a segundas nupcias, lo que no te impido, trata de conocer el carácter de tu esposo antes de que sea tu marido, pues hay muchos Periquillos en el mundo, aunque no todos conocen y detestan sus vicios como yo. Una vez conocido por hombre de bien y de virtud, y con la aprobación de mis amigos, únete con él enhorabuena; pero procura siempre captarle la voluntad alabándole sus virtudes y disimulándole sus defectos. Jamás te opongas a su gusto con altanería, y mucho menos en las cosas que te mandare justas; no disipes en modas, paseos ni extravagancias lo que te dejo para que vivas; no tomes por modelo de tu conducta a las mujeres vanas, soberbias locas; imita a las prudentes y virtuosas.

A vosotros, hijos de mi corazón, ¿qué puedo deciros? Que seáis humildes, atentos, afables, benéficos, corteses, honrados, veraces, sencillos, juiciosos, y enteramente hombres de bien. Os dejo escrita mi vida, para que veáis dónde se estrella por lo común la juventud incauta: para que sepáis dónde están los precipicios para huirlos, y para que, conociendo cuál es la virtud y cuántos los dulces frutos que promete, la profeséis y la sigáis desde vuestros primeros años.

Por tanto: amad y honrad a Dios y observad sus preceptos; procurad ser útiles a vuestros semejantes; obedeced a los gobiernos, sean cuales fueren; vivid subordinados a las potestades que os mandan en su nombre; no hagáis a nadie daño, y el bien que podáis no os detengáis a hacerlo.

Por último: observad los consejos que mi padre me escribió en su última hora, cuando yo estaba en el noviciado, y os quedan escritos en el capítulo XII del tomo I de mi historia. Si cumplís exactamente, yo os aseguro que seréis más felices que vuestro padre.

Pasados estos y otros coloquios semejantes, abrazó don Pedro a sus hijos y a su mujer, les dio muchos besos y se despidió de ellos haciéndome llorar amargamente, porque los extremos de la señora y los niños desmintieron toda la filosofía del razonamiento preventivo.

Los llantos, las lágrimas y los extremos fueron lo mismo que si el enfermo no hubiera hablado una palabra.

Por fin quedó el paciente solo y me dijo:

- Ya es tiempo de desprenderme del mundo y de pensar solamente en qué he ofendido a Dios y que deseo ofrecerle los dolores y ansias que padezco en sacrificio por mis iniquidades. Haz que venga mi confesor el padre Pelayo.

Como este eclesiástico era buen amigo no faltaba del lado de los suyos a la hora de la tribulación. Apenas se desnudó la muceta, cuando volvió a casa a consolar a su hijo espiritual. Antes que yo saliera de la recámara, entró él y preguntó a don Pedro cómo se sentía.

- Voy por la posta -dijo el enfermo-; ya es tiempo de que no te apartes de mi cabecera, te lo ruego encarecidamente; no porque tenga miedo de los diablos, visiones ni fantasmas que dicen que se aparecen a esta hora a los moribundos. Sé que el pensar que todos los que mueren ven estos espectros es una vulgaridad, porque Dios no necesita valerse de estos títeres aéreos para castigar ni aterrorizar al pecador. La mala conciencia y los remordimientos de ella en esta hora son los únicos demonios y espantajos que mira el alma, confundida con el recuerdo de su mala vida, su ninguna penitencia y el temor servil de un Dios irritado y justiciero; lo demás son creederas del vulgo necio.

En fin, Pelayo, por vida tuya haz que velen mi cadáver dos días, y le den sepultura hasta que no estén bien satisfechos de que estoy verdaderamente muerto, pues no quiero ir a acabar de morir al camposanto como han ido tantos, especialmente mujeres parturientas, que teniendo sino un largo síncope, han muerto antes de tiempo, y los han enterrado vivos la precipitación de los dolientes.

Acabó don Pedro de hablar con el padre confesor estas cosas, y me dijo:

- Compadre, ya me siento demasiado débil; creo que se acerca la hora de la partida; haz llamar al vecino don Agapito (que era un excelente músico), y di le que ya es tiempo de que haga lo que le he prevenido.

Luego que el músico recibió el recado, salió a la calle, y a poco rato volvió con tres niños y seis músicos de flauta, violín y clave, y entró con ellos a la recámara.

Nos sorprendimos todos con esta escena inesperada, y más cuando comenzaron también los niños a entonar con sus dulces voces, acompañados de la música, un himno compuesto para esta hora por el mismo don Pedro.

Nos enternecimos bastante en medio de la admiración con que ponderábamos el acierto con que nuestro amigo hacía menos amargo aquel funesto paso. El padre Pelayo decía:

- Vean ustedes, mi amigo sí ha sabido el arte de ayudarse a bien morir. Con cualquier poco conocimiento que conserve, ¿cómo no lo despertarán estas dulces voces y esta armoniosa música los tiernos efectos que su devoción ha consagrado al Ser Supremo?

En efecto, se cantó el siguiente:

HIMNO AL SER SUPREMO

Eterno Dios, inmenso
omnipotente, sabio, justo y santo,
que proteges benigno
los seres que han salido de tus manos:
el debido homenaje
a tu alta majestad te rindo grato,
porque en mis aflicciones
fuiste mi escudo, mi sostén, mi amparo.
Y cuando sumergido
en el cieno profundo busqué en vano
a quién volver mis ojos
entumecidos de llorar, e hinchados,
extendiste en mi ayuda
tu generosa y compasiva mano,
que libre del peligro
al puerto me condujo ileso y salvo.

Tú, Señor, desde entonces
con impulso robusto has guiado
por el camino recto
mis vacilantes y extraviados pasos.

Mis vicios me avergüenzan,
mis delitos detesto; con mi llanto
haz, mi DIOS, que se borren
los asientos del libro de los cargos.

Y en esta crítica hora
no te acuerdes, Señor, de mis pecados,
a los que me arrastraba
la inexperiencia de mis pocos años.

Recuerda solamente
que, aunque perverso, pecador, ingrato,
soy tu hijo, soy tu hechura,
soy obra, en fin, de tus divinas manos.

Si te ofendí yo mucho,
mucho me pesa, y mucho más te amo,
como a padre ofendido
que mis crímenes tiene perdonados.

Seguro en tus promesas
invoco tus piedades, y en tus manos
mi espíritu encomiendo.

Recíbelo, Señor, en tu regazo.

Dos veces se repitió el tierno himno, y en la segunda al llegar a aquel verso que dice: En tus manos mi espíritu encomiendo, lo entregó nuestro Pedro en las manos del Señor, dejándonos llenos de ternura, devoción y consuelo.

A la noticia de su muerte, acaecida a fines del mismo año 1813, se extendió el dolor por toda la casa, manifestándolo en lágrimas no sólo su familia, sino sus amigos, sus criados y favorecidos que habían ido a ser testigos de su muerte ... Se veló el cadáver, según dijo, dos días, no desocupándose en ellos la casa, de sus amigos y beneficiados, que lloraban amargamente la falta de tan buen padre, amigo y bienhechor.

Por fin se trató de darle sepultura.

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