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LIBRO III

XIV

En el que Periquillo cuenta sus segundas nupcias y otras cosas interesantes para la inteligencia de esta verdadera historia

No me quedé muy contento con la ausencia de don Tadeo; su falta cada día me era más sensible, porque no me fue fácil hallar un dependiente bueno en mucho tiempo. Varios tuve, pero todos me salieron averiados, pues el que no era ebrio, era jugador; el que no era jugador, enamoraba; el que era hábil, sabía darle sus desconocidas al cajón.

Entonces adverti cuán dificil es hallar un dependiente enteramente bueno, y cómo se debe apreciar cuando se encuentran.

Casualmente encontre un día al padre capellán de mi amo el chino en el cuarto de mi amigo Pelayo. Este padre capellán tenía mucha retentiva o conservaba fijamente las ideas que aprendía con viveza, y como por mí disfrutaba el acomodo que tenía y fue causa de que saliera yo de la casa de su patrón, retuvo muy bien en su fantasía mi figura, y al instante que me vio me reconoció, y mirando que el padre Pelayo me hacía mucho aprecio, me habló con el mismo, y satisfecho de la mutación de mis costumbres por sus preguntas, por el asiento de mi conversación y por el informe de Pelayo, se me dio por conocido, alabó mi reforma, procuró confirmarme en ella con sus buenos consejos, me dio las gracias por el influjo que había tenido en su colocación, me aseguró en su amistad y me llevó a la casa del asiático a pesar de mi resistencia, porque le tenía yo mucha vergüenza.

Luego que entramos, le dijo el capellán:

- Aquí tiene usted a su antiguo amigo y dependiente don Pedro Sarmiento, de quien tantas veces hemos hecho memoria. Ya es digno de la amistad de usted, porque no es un joven vicioso ni atolondrado, sino un hombre de juicio y de una conducta arreglada a las leyes del honor y de la religión.

Entonces mi amo se levantó de su butaca, y dándome un apretado abrazo, me dijo:

- Mucho gusto tengo de verte otra vez y de saber que por fin te has enmendado y has sabido aprovecharte del entendimiento que te dio el cielo. Siéntate; hoy comerás conmigo, y créete que te serviré en cuanto pueda mientras que seas hombre de bien, porque desde que te conocí te quise, y por lo mismo sentí tu ausencia, deseaba verte, y hoy que lo he conseguido, estoy harto contento y placentero.

También en uno de los que venía a México encontré al pobre Andresillo muy roto y despilfarrado; me habló con mucho respeto y estimación, me llevó casi a fuerza a su casa, me dio su buena mujer de almorzar, y el pobre no supo qué hacerse conmigo para manifestarme su gratitud.

Yo me compadecí de su situación, y le pregunté que por qué estaba tan de capa caída, qué si no valía nada su oficio, que si él jugaba o era muy disipadora su mujer.

- Nada de eso hay, señor -me dijo Andrés-; yo ni conozco la baraja, no soy tan chambón en mi oficio, y mi mujer es inmejorable, porque se pasa de económica a mezquina; pero está México, señor, hecho una lástima. Para diez que se hacen la barba, hay diez mil barberos; ya sabe su mercé que en las ciudades grandes sobra todo, y así creo que hay más barberos que barbados en México. Solamente los domingos y fiestas de guardar rapo quince o veinte de a medio real, y en la semana no llegan a seis. Esto de dar sangrías, echar ventosas o sanguijuelas, curar cáusticos y cosas semejantes, apenas lo pruebo; con esto no tengo para mantenerme, porque en la ciudad se gasta doble que en los pueblos, y como primero es comer que nada, cate usted que lo poco que gano me lo como, y no tengo con qué vestirme, ni con qué pagar la accesoria.

Condolido yo con la sencilla narración de Andrés, le propuse que si quería irse a mi casa lo acomodaría de cajero, dándole lugar a que buscara lo que pudiera con su oficio.

El infeliz vio el cielo abierto con semejante propuesta, que admitió en el momento, y desde luego dispuso sus cosas de modo que en el mismo día se fue conmigo.

Una tarde, estando paseándome bajo los portales de la tienda, vi llegar al mesón, que estaba inmediato, una pobre mujer estirando un burro, el que conducía a un viejo miserable. El burro ya no podía andar, y si daba algunos pasos era acosado por una muchachilla que venía también azotándole las ancas con una vara.

Entraron al mesón, y a poco rato se me presentó la niña, que era como de catorce años, muy blanca, rota, descalza, muy bonita y llena de congoja; tartamudeando las palabras y derramando lágrimas en abundancia, me dijo:

- Señor, sé que usted es el dueño del mesón; mi padre viene muriéndose y mi madre también. Por Dios, denos usted posada, que no tenemos ni medio con qué pagar, porque nos han robado en el camino.

He dicho que yo debí a Dios un alma sensible y me condolía de los males de mis semejantes en medio de mis locuras y extravíos. Según esto, fácil es concebir que en este momento me interesé desde luego en la suerte de aquellos infelices. En efecto, me pareció muy poco el mandar alojados en el mesón, y así respondí a la mensajera:

- Niña, no llores; anda y haz que tu padre y tu madre vengan a mi casa, y diles que no se aflijan.

Le pregunté, qué parecía y cuándo o cómo lo habían robado.

El triste anciano, manifestando la congoja de su espíritu, suspiró y me dijo:

- Señor los más de los acaecimientos de mi vida son lastimosos; usted, a lo que parece, es bastante compasivo, y para los corazones sensibles no es obsequio el referirles lástimas.

- Es cierto, amigo -le contesté-, que para los que aman como deben a sus semejantes es ingrata la relación de sus miserias; pero también puede ser motivo de que experimenten alguna dulzura interior, especialmente cuando las pueden aliviar de algún modo; yo me hallo en este caso, y así quiero oír los infortunios de usted, no por mera curiosidad, sino por ver si puedo ser útil de alguna manera.

- Pues, señor -continuó el pobre anciano-, si ése es sólo el piadoso designio de usted, oiga en compendio mis desgracias. Mis padres fueron nobles y ricos, y yo hubiera gozado la herencia que me dejaron si hubiera sido mi albacea hombre de bien; pero éste disipó mis haberes y me vi reducido a la miseria. En este estado serví a un caballero rico que me quiso como padre, y me dejó cuanto tuvo a su fallecimiento. Me incliné al comercio y, de resultas de un contrabando, perdí todos mis bienes de la noche a la mañana. Cuando comenzaba a reponerme, a costa de mucho trabajo, me dio gana de casarme, y lo verifiqué con esta pobre señora, a quien he hecho desgraciada. Era hermosa; la llevé a México, la vio un marqués, se apasionó de ella, halló una honrada resistencia en mi esposa y trató de vengarse con la mayor villanía; me imputó un crimen que no había cometido y me redujo a una prisión. Por fin, a la hora de su muerte le tocó Dios y me volvió mi honor y los intereses que perdí por su causa. Salí de la prisión.

- Y perdone usted, señor -le interrumpí diciéndole-, ¿cómo se llama usted?

- Antonio.

- ¡Antonio!

- Sí, señor.

- ¿Tuvo usted algún enemigo en la cárcel a quien socorrió en los últimos días de su prisión?

- Sí, tuve -me dijo- a un pobre joven que era conocido por Periquillo Sarmiento, muchacho bien nacido, de fina educación, de no vulgares talentos y de buen corazón, harto dispuesto para haber sido hombre de bien; pero por su desgracia se dio a la amistad de algunos pícaros, éstos lo pervirtieron, y por su causa se vio en aquella cárcel. Yo, conociendo sus prendas morales, lo quise, le hice el bien que pude, y aun le encargué me escribiera a Orizaba su paradero. El mismo encargo hice a su escribano, un tal Chanfaina, a quien le dejé cien pesos para que agitara su negocio y le diera de comer mientras estuviera en la cárcel; pero ni uno ni otro me escribieron jamás. Del escribano nada siento, y acaso se aprovecharía de mi dinero, pero de Periquillo siempre sentiré su ingratitud.

- Con razón, señor -le dije-, fue un ingrato; debía haber conservado la amistad de un hombre tan benéfico y liberal como usted. Quién sabe cuáles habrán sido sus fines; pero si usted lo viera ahora, ¿lo quisiera como antes?

- Sí, lo quisiera, amigo -me dijo-; lo amaría como siempre.

- ¿Aunque fuera un pícaro?

- Aunque fuera. En los hombres debemos aborrecer los vicios, no las personas. Yo, desde que conocí a ese mozo, viví persuadido de que sus crímenes eran más bien imitados de sus malos amigos que nacidos de la malicia de su carácter. Pero es menester advertir, que así como la virtud tiene grados de bondad, así el vicio los tiene de malicia. Una misma acción buena puede ser más o menos buena, y una mala, más o menos mala, según las circunstancias que mediaron al tiempo de su ejecución.

- Pero, amigo -le dije-, si lo viera usted ahora en estado de no poderlo servir en lo más mínimo, ¿lo amara?

- En dudarlo me agravia usted -me respondió- pues ¿qué, usted se persuade de que yo en mi vida he amado y apreciado a los hombres por el bien que me puedan hacer? Eso es un error. Al hombre se ha de amar por sus virtudes particulares y no por el interés que de ellas nos resulte.

- Pues, digno amigo -le dije arrojándome a sus brazos- tenga usted la satisfacción que desea. Yo soy Pedro Sarmiento, aquel Periquillo a quien tanto favor hizo en la cárcel; yo soy aquel joven extraviado, yo el ingrato o tonto que ya no le volví a escribir, y yo el que desengañado del mundo, he variado de conducta y logro la inexplicable satisfacción de apretarlo ahora entre mis brazos.

El buen viejo lloraba enternecido al escuchar estas cosas. Yo lo dejé y fui a abrazar y consolar a su mujer, que también lloraba por ver enternecido a su marido, y la inocente criatura derramaba sus lagrimillas sabiendo apenas por qué.

En aquella hora los hice pasar a mi recámara, les di buenos colchones, cenamos juntos y nos recogimos.

Al día siguiente saqué géneros de la tienda y mandé que les hicieran ropa nueva. Hice traer un médico de México para que asistiera a don Antonio y a su mujer, que también estaba enferma, con cuyo auxilio se restablecieron en poco tiempo.

Cuando se vieron aliviados, convalecientes y surtidos de ropa enteramente, me dijo don Antonio:

- Siento, mi buen amigo, el haber molestado a usted tantos días; no tengo expresiones para manifestarle mi gratitud, ni cosa que lo valga para pagarle el beneficio que nos ha hecho; pero sería un impolítico y un necio si permaneciera siéndole gravoso por más tiempo, y así me voy en mi burro como antes, rogándole que si Dios mudare mi fortuna, usted se servirá de ella como propia.

- Calle usted, señor -le dije-. ¿Cómo era capaz que usted se fuera de mi casa atenido a una suerte casual? Yo fui favorecido de usted, fui su pobre, y hoy soy su amigo, y si quiere seré su hijo y haremos todos una misma familia. He examinado y observado las bellas prendas de la niña Margarita, tiene edad suficiente, la amo con pasión, es inocente y agradecida. Si mi honesto deseo es compatible con la voluntad de usted y de su esposa, yo seré muy dichoso con tal enlace y manifestaré en cuanto pueda que a ella la adoro y a ustedes los estimo.

El buen viejo se quedó algo suspenso al escucharme, pero pasados tres instantes de suspensión me dijo:

- Don Pedro, nosotros ganamos mucho en que se verifique semejante matrimonio. A la verdad que, considerándolo con arreglo a nuestra infeliz situación, no lo podemos esperar mejor. La muchacha tiene cerca de quince años, y es algo bonitilla; ya yo estoy viejo y enfermo, poco he de durar; su pobre madre no está sana, ni cuenta con ninguna protección para sostenerla después de mis días. Por lo regular, si ella no se casa mientras vivo, acaso quedará para pasto de los lobos y será una joven desgraciada.

Esto quiere decir que yo apruebo y me parece bien que usted se case con mi hija, pero ignoro si ella querrá casarse con usted. Es verdad, y ésta es la otra cosa que sé, es verdad que ella es muy dócil, muy inocente, me ama mucho, y hará lo que yo le mande; pero jamás la obligaré a que abrace un estado que no le incline, ni a que se una con quien no quiera, en caso que elija el matrimonio. En virtud de esto, usted conocerá que el enlace de usted con mi hija no depende de mi arbitrio. En ella consiste; yo la dejaré en entera libertad sin violentar para nada su elección, y si quisiere, para mí será de lo más lisonjero.

Concluyó don Antonio su arenga y yo le dije:

- De buenas a primeras manifesté a su niña de usted mis sanas intenciones, y me contestó con estas palabras que conservaré siempre en la memoria:

- Señor -me dijo-, mi padre dice que usted es hombre de honor, otras veces ha dicho que apetecería para mí un hombre de bien, aunque no fuera rico. Yo siempre creo a mi padre, porque no sabe mentir, a usted lo quiero mucho después que lo ha socorrido; me parece que con casarme con usted aseguraría a mis pobres padres su descanso; así, ya por no verlos padecer más, y ya porque quiero a usted por lo que ha hecho con ellos, y porque es hombre de bien, como dice mi padre, me casara con usted de buena gana; pero no sé si querrán mi padre y madre, o tengo vergüenza de decírselo.

Don Antonio era serio, pero afable; y así, después que me oyó se sonrió y, dándome una palmada en el hombro, me dijo:

- ¡Oh, amigo! Si ya ustedes tenían hecho su enjuague, hemos gastado en vano la saliva. Vamos, no hay muchacha tonta para su conveniencia. Apruebo su elección; todo está corriente por nuestra parte; pero, si lo ha pensado usted bien apresure el paso, que no es muy seguro que dos que se aman, aunque sea con fines lícitos, vivan por mucho tiempo desunidos bajo de un mismo techo.

Entendí el fundado y cristiano escrúpulo de mi suegro y, encargándole el cuidado de la tienda y del mesón, mandé en aquel momento ensillar mi caballo y marché para México.

Luego que llegué, conté a mi amo todo el pasaje, dándole parte de mis designios, los que aprobó tan de buena gana que se me ofreció para padrino. A Pelayo, como a mi confesor y como a mi amigo, le avisé también de mis intentos, y en prueba de cuánto le acomodaron, interesó sus respetos, y en el término de ocho días sacó mis licencias bien despachadas del provisorato.

En este tiempo visité a mi amo el chino y al padre capellán, a don Tadeo y a don Jacobo, convidándolos a todos para mi boda. Asimismo mandé convidar a Anselmo con su familia; compré las donas o arras, que regalé a mi novia, y como tenía dinero, facilité desde esta capital todo el que era menester para la disposición del festejo.

Un convoy de coches salió conmigo para San Agustín de las Cuevas el día en que determiné mi casamiento. Ya Anselmo estaba en mi casa con su familia, y su esposa, que elegí para madrina, había vestido y adornado a Margarita de todo gusto, aunque no de rigurosa moda, porque era discreta y sabía que el festín había de celebrarse en el campo, y yo quería que luciera en él la inocencia y la abundancia, más bien que el lujo y ceremonia. Según este sistema, y con mis amplias facultades, dispuso Anselmo mi recibimiento y el festejo según quiso y sin perdonar gasto. Como a las seis y media de la mañana llegué a San Agustín, y me encontré en la sala de mi casa a mi novia vestida de túnica y mantilla negra, acompañada de sus padres; a Anselmo con su esposa y familia; a Andrés con la suya, y los criados de siempre.

Luego que pasaron las primeras salutaciones que prescribe la urbanidad, envió Anselmo a avisar al señor cura, quien inmediatamente fue a casa con los padres vicarios, los monaguillos y todo lo necesario para darnos las manos. Se nos leyeron las amonestaciones privadas, se nos ratificó en nuestros dichos, y se concluyó aquel acto con la más general complacencia.

Al instante pasamos a la iglesia a recibir las bendiciones nupciales y a jurarnos de nuevo nuestro constante amor al pie de los altares. Concluido el augusto sacrificio, nos volvimos a esperar al señor cura y a los padres vicarios. Se desnudó mi esposa de aquel traje, y mientras que la madrina la vestía de boda, entré yo en la cocina para ver qué tal disposición tenía Anselmo; mas éste lo hizo todo de tal suerte, que yo, que era el dueño de la función, me sorprendía con sus rarezas.

Una de ellas fue no hallar ni lumbre en el brasero. Salí a buscarlo bien avergonzado, y le dije:

- Hombre, ¿qué has hecho, por Dios? ¿Tanta gente de mi estimación en casa y no haber a estas horas ni prevención de almuerzo? ¿No te escribí que no te pararas en dinero para gastar cuanto se ofreciera? ¡Voto a mis penas! ¡Qué vergüenza me vas a hacer pasar, Anselmo! Si lo sé, no me valgo de ti seguramente.

- ¡Pues cómo ha de ser, hijo! Ya sucedió -me respondió con mucha flema-; pero no te apures, yo tengo una familia que me estima en este pueblo, y allá nos vamos a almorzar todos, luego que lleguen el señor cura y los vicarios.

- Ésa es peor tontera e impolítica que todo -le dije-; ¿no consideras que cómo nos hemos de ir a encajar de repente más de veinte personas a una casa, donde tal vez no tendré yo el más mínimo conocimiento?

Y luego a almorzar y sin haberles avisado.

- Como de esas imprudencias se ven todos los días en el mundo -decía Anselmo-, en los casos apurados es menester ser algo sinvergüenzas para no pasarlo tan mal.

Renegaba yo de Anselmo y de su flema cuando nos llamaron diciéndonos que ya estaban en casa los padres.

Salí a cumplimentarlos bien amostazado, y me hallé con mi esposa transformada de cortesana en pastora de la Arcadia; porque la madrina la vistió con una túnica de muy fina muselina bordada de oro; le puso zapatos de lama del mismo metal y le atravesó una banda de seda azul celeste con franjas de oro. Tenía el pelo suelto sobre la espalda y recogido en la cabeza con un lazo bordado, y cubierta con un sombrerillo de raso también azul con garzotas blancas.

Cuando Anselmo me vio un poco sereno, dijo:

- Vámonos, señores, que ya es tarde.

Salieron todos y yo con ellos al lado de mi esposa, pensando con qué pito iría a salir el socarrón de Anselmo; pero ¡cuál fue mi gusto cuando llegando a una gran casa de campo, que era de un conde rico, fui mirando lo que nos esperaba!

No quiso Anselmo que nos dilatáramos en ver la casa, sino que nos llevó en derechura a la huerta, que era muy hermosa y muy bien cultivada.

Al momento que entramos en ella salió a recibirnos una porción de jovencitas muy graciosas, como de doce a trece años, las que, vestidas con sencillez y gallardía, teniendo todas ramos de flores en las manos formaban unas contradanzas muy vistosas al compás de los famosos golpes de música de viento y de cuerda que para el caso estaban prevenidos.

Esta alegre comitiva nos condujo al centro de la huerta, en el que había colocadas con harta simetría muchas sillas decentes, y a sí mismo el suelo estaba entapizado con alfombras.

Pasado un corto rato, salieron de un lado de la huerta porción de criadas y criados muy aseados, y tendiendo sobre las alfombras los manteles, nos sentamos a la redonda y se nos sirvió un almuerzo bastante limpio, abundante y sazonado, durante el cual nos divirtió la música con sus cadencias, y las muchachas con la suavidad de sus voces con que cantaron muchos discretos epitalamios a mi esposa.

Al día siguiente se despidieron los señores convidados, dejándome mil expresiones de afecto y ofreciéndose con el mismo a mi disposición y de mi esposa.

Con el mayor consuelo y satisfacción vivía en mi nuevo estado, en la amable compañía de mi esposa y sus padres, a quienes amaba con aumento, y era correspondido de todos con el mismo.

Ya mi esposa os había dado a luz, queridos hijos míos, y fuisteis el nudo de nuestro amor, las delicias de vuestros abuelos y los más dignos objetos de mi atención; ya contabas tú, Juanita, dos años de edad, y tú, Carlos, uno, cuando vuestros abuelos pagaron el tributo debido a la naturaleza, llevándose pocos meses de diferencia en el viaje uno al otro.

Ambos murieron con aquella resignación y tranquilidad con que mueren los justos. Les di sepultura y honré sus funerales según mis proporciones. Vuestra madre quedó inconsolable con tal pérdida, y necesitó valerse de todas las consideraciones con que nos alivia en tales lances la religión católica, que puede ministrar auxilios sólidos a los verdaderos dolientes.

Pasado este cruel invierno, todo ha sido primavera, viviendo juntos vuestra madre, yo y vosotros, y disfrutando de una paz y de unos placeres inocentes en una medianía honrada, que, sin abastecerme para superfluidades, me ha dado todo lo necesario para no desear la suerte de los señores ricos y potentados.

Vuestro padrino fue mi amo, quien mientras vivió os quiso mucho, y en su muerte os confirmó su cariño con una acción nada común, que sabréis en el capítulo que sigue.

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