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LIBRO III

XIII

En el que refiere Perico la aventura del misántropo, la historia de éste y el desenlace del paradero del trapiento, que no es muy despreciable

Aunque mi cajero era, como he dicho, muy hombre de bien, exactísimo en el cumplimiento de su obligación, y poco amigo de pasear, los domingos que no venía yo a la ciudad cerraba la tienda por la tarde, tomaba mi escopeta, le hacía llevar la suya, y nos salíamos a divertir por los arrabales del pueblo.

En una de las tardes que andamos a caza de conejos, vimos venir hacia nosotros un caballo desbocado, pero en tan precipitada carrera, que por más que hicimos no fue posible detenerlo, antes, si no nos hacemos a un lado, nos arroja al suelo contra nuestra voluntad.

Lástima nos daba el pobre jinete, a quien no valían nada las diligencias que hacía con las riendas para contenerlo. Creímos su muerte próxima por la furia de aquel ciego bruto, y más cuando vimos que, desviándose del camino real, corrió derecho por una vereda, y encontrándose con una cerca de piedras de la huerta de un indio; quiso saltarla, y no pudiendo, cayó en tierra, cogiendo debajo la pierna del jinete.

El golpe que el caballo llevó fue tan grande, que pensamos que se había matado y al jinete también, porque ni uno ni otro se movían.

Compadecidos de semejante desgracia corrimos a favorecer al hombre, pero éste, apenas vio que nos acercábamos a él, procuró medio enderezarse, y arrancando una pistola de la silla, la cazó, dirigiéndonos la puntería, y con una ronca y colérica voz nos dijo:

- Enemigos malditos de la especie humana, matadme si a eso venís, y arrancadme esta vida infeliz que arrastro ... ¿Qué hacéis perversos? ¿Por qué os detenéis, crueles? Este bruto no ha podido quitarme la vida que detesto, ni son los brutos capaces de hacerme tanto mal vosotros, animales feroces, a vosotros está reservado el destruir a vuestros semejantes.

- No somos ladrones, caballero -le dije-; somos unos hombres de honor, que paseándonos por ahí hemos visto la desgracia de usted y, obligados por la humanidad y la religión, hemos querido aliviarlo en su mal y así no pague con injurias esta prueba de la verdadera amistad que le profesamos.

- ¡Bárbaros! -nos respondió el hombre puesto en pie-; ¡bárbaros! ¿Aún tenéis descaro para profanar con vuestros impuros labios las sagradas voces de honor, amistad y religión? ¡Crueles! Esas palabras no están bien en la indigna boca de los enemigos de Dios y de los hombres.

- Seguramente este pobre está loco, como usted ha pensado -me dijo mi cajero.

Entonces se le encaró el roto, y le dijo:

- No, no estoy loco, indigno; pluguiera a Dios que jamás hubiera tenido juicio para no haber tenido tanto que sentir de vosotros.

- ¿De nosotros? -preguntaba muy admirado mi cajero.

- Sí, cruel, de vosotros y de vuestros semejantes.

- Pues, ¿quiénes somos nosotros?

- ¿Quiénes sois? -decía el roto- Sois unos impíos crueles ladrones, ingratos, asesinos, sacrílegos, aduladores, intrigantes, avaros, mentirosos, inicuos, malvados y cuanto malo hay en el mundo.

Bien os conozco, infames. Sois hombres, y no podéis dejar de ser lo que os he dicho, porque todos los hombres lo son. Sí, viles, sí, os conozco, os detesto, os abomino; apartaos de mí o matadme, porque vuestra presencia me es más fastidiosa que la muerte misma; pero id asegurados en que no estoy loco sino cuando miro a los hombres y recuerdo sus maquinaciones infernales, sus procederes malditos, sus dobleces, sus iniquidades y cuanto me han hecho padecer con todas ellas, idos, idos.

- Si vamos a recordar -le dije- y a aborrecer a los hombres por los que nos han inferido, nadie tiene más motivo para odiarlos que yo, porque a nadie han perjudicado como a mí.

- Eso no puede ser -contestó el misántropo-; nadie ha sufrido mayores daños ni crueldades de los malditos hombres que el infeliz que usted mira. ¡Si supiera mi vida! ...

- Si oyera usted mis aventuras -le contesté-, aborrecería más a los pésimos mortales, y confesara que debajo del sol no hay quién haya padecido más que yo.

- Pues bien -decía-; refiérame los motivos que tiene para aborrecerlos y quejarse de ellos, y yo le contaré los míos; entonces veremos quién de los dos se queja con más justicia.

Éste era el punto adonde quería yo reducirlo, y así le dije:

- Convengo en la propuesta, pero para eso es necesario que vayamos a casa. Sírvase usted pasar a ella y contestaremos.

- Sea en hora buena -dijo el misántropo-; vamos.

Al dar el primer paso cayó al suelo porque estaba muy lastimado de un pie. Lo levantamos entre los dos, y apoyándose en nuestros brazos lo llevamos a casa.

Fuimos entrando al pueblo, representando la escena más ridícula, porque el enlutado roto iba rengueando en medio de nosotros dos, que lo llevábamos con nuestras escopetas al hombro, y estirando al caballo cojo también que tal quedó del porrazo.

En esto llegamos a la casa; hice desensillar el caballo y dispuse que al momento lo curasen con el mayor esmero. Vinieron los albéitares, lo reconocieron, lo curaron; hice que le pusieran caballeriza separada, lo mandé asear, y que se le echara mucho maíz y cebada, y destiné un mozo para que lo cuidara prolijamente. Todo esto fue delante del misántropo, quien, admirado del cuidado que me debía su bestia, me dijo:

- Mucho aprecia usted a los caballos.

- Más estimo a los hombres -le dije.

- ¿Cómo puede ser eso -me dijo-, cuando no ha veinte minutos que me aseguró usted que los aborrecía?

- Así es -le contesté-; aborrezco a los hombres malos, o más bien las maldades de los hombres, pero a los hombres buenos como usted los amo entrañablemente, los deseo servir en cuanto puedo, y cuanto más infelices son, más los amo y más me intereso en sus alivios.

Al oír estas palabras, que pronuncié con el posible entusiasmo, advertí no sé qué agradable mutación en la frente del misántropo, y sin dar lugar a reflexiones lo metimos a mi sala, donde tomamos chocolate, dulce y agua.

Concluido el parco refresco, me preguntó mis desgracias: yo le expliqué me refiriera las suyas, y él, procediendo con mucha cortesía, se determinó a darme gusto, a tiempo que un mozo avisó que buscaban a don Hilario. Salió éste, y entre tanto el misántropo me dijo:

- Es muy larga mi historia para contársela con la brevedad que deseo; pero sepa usted que yo, lejos de deber ningún beneficio a los hombres, de cuantos he tratado he recibido mil males. Algunos mortales numeran entre sus primeros favorecedores a sus padres, gloriándose de ellos justamente, y teniendo sus favores por justísimos y necesarios; mas yo, infeliz de mí, no puedo lisonjear mi memoria con las caricias paternales como todos, porque no conocí a mi cruel padre, ni aun supe cómo era mi indigna madre. No se escandalice usted con estas duras expresiones hasta saber los motivos que tengo para proferirlas.

A este tiempo entró mi cajero muy contento, y aunque quise que me descubriera el motivo de su gusto, no lo pude conseguir, pues me dijo que acabaría de oír al misántropo y luego me daría una nueva que no podía menos de darme gusto.

Ved aquí excitada mi curiosidad con dos motivos. El primero, por saber las aventuras del misántropo, y el segundo, por cerciorarme de la buena aventura de mis dependientes; mas como éste quería que aquél continuara, se lo rogué, y continuó de esta suerte:

- Dije, señor -prosiguió el misántropo-, que tengo razón para aborrecer entre los hombres en primer lugar a mi padre y a mi madre.

¡Tales fueron conmigo de ingratos y desconocidos! Mi padre fue el marqués de Baltimore, sujeto bien conocido por su título y su riqueza.

Este infame me hubo en doña Clisterna Camoens, oriunda de Portugal.

Ésta era hija de padres muy nobles, pero pobres y virtuosos. El inicuo marqués enamoró a Clisterna por satisfacer su apetito, y ésta se dejó persuadir más por su locura que por creer que se casaría con ella el marqués porque siendo rico y de título no era fácil semejante enlace, pues ya se sabe que los ricos muy rara vez se casan con las pobres, mucho menos siendo aquéllos titulados. Ordinariamente los casamientos de los ricos se reducen a tales y tan vergonzosos pactos, que más bien se podrían celebrar en el Consulado por lo que tienen de comercio, que en el provisorato por lo que tienen de sacramento. Se consultan los caudales primero que las voluntades y calidades de los novios. No es mucho, según tal sistema, ver tan frecuentes pleitos matrimoniales originados por los enlaces que hace el interés y no la inclinación de los contrayentes. Como el marqués no enamoró a Clisterna con los fines santos que exige el matrimonio, sino por satisfacer su pasión al apetito, luego que lo contentó y ésta le dijo que estaba grávida, buscó un pretexto de aquellos que los hombres hallan fácilmente para abandonar a las mujeres, y ya no la volvió a ver ni acordarse del hijo que dejaba depositado en sus entrañas. ¿A este cruel podré amarlo ni nombrarlo con el tierno nombre de padre? La tal Clisterna tuvo harta habilidad para disimular el entumecimiento de su vientre, haciendo pasar sus bascas y achaques por otra enfermedad de su sexo, con los auxilios de un médico y una criada que había terciado en sus amores. No se descuidó en tomar cuantos estimulantes pudo para abortar, pero el cielo no permitió se lograran sus inicuos intentos. Se llegó al plazo natural en que debía yo ver la luz del mundo. El parto fue feliz, porque Clisterna no padeció mucho, y prontamente se halló desembarazada de mí, y libre del riesgo de que, por entonces, se descubriera su liviandad. Inmediatamente me envolvió en unos trapos, me puso un papel que decía que era hijo de buenos padres y que no estaba bautizado, y me entregó a su confidente para que me sacara de casa. ¿Merecerá esta cruel el tierno nombre de madre? ¿Será digna de mi amor y gratitud? ¡Ah, mujer impía! Tú, con escándalo de las fieras y con horror de la naturaleza, apenas contra tu voluntad me pariste, cuando me arrojaste de tu casa. Te avergonzaste de parecer madre, pero depusiste el rubor para seda. Ningún respeto te contuvo para prostituirle y concebirme; pero para parirme, ¡cuántos!; para criarme a tus pechos, ¡qué imposibles! Nada tengo que agradecerte, mujer inicua, y mucho por qué odiarte mientras me dure la vida, esta vida de que tantas veces me quisiste privar con bebedizos ... pero apartemos la vista de este monstruo, que por desgracia tiene tantos semejantes en el mundo.

La bribona criada, tan cruel como su ama, como a las diez de la noche salió conmigo y me tiró en los umbrales de la primera accesoria que encontró.

Allí quedé verdaderamente expuesto a morirme de frío o a ser pasto de los hambrientos perros. La gana de mamar o la inclemencia del aire me obligaron a llorar naturalmente, y la vehemencia de mi llanto despertó a los dueños de la casa. Conocieron que era recién nacido por la voz; se levantaron, abrieron, me vieron, me recogieron con la mayor caridad, y mi padre (así lo he nombrado toda mi vida), dándome muchos besos, me dejó en el regazo de mi madre, y a esa hora salió corriendo a buscar una chichigua.

Con mil trabajos la halló, pero volvió con ella muy contento. A otro día trataron de bautizarme, siendo mis padrinos los mismos que me adoptaron por hijo. Estos señores eran muy pobres, pero muy bien nacidos, piadosos y cristianos.

Avergonzándose, pidiendo prestado, entregándose, vendiendo y empeñando cuanto poco tenían, lograron criarme, educarme, darme estudios y hacerme hombre; y yo tuve la dulce satisfacción, después que me vi colocado con un regular sueldo en una oficina, de mantenerlos, chiquearlos, asistirlos en su enfermedad y cerrar los ojos de cada uno con el verdadero cariño de hijo.

Ellos me contaron del cruel marqués y de la impía Clisterna todo lo que os he dicho, después que, al cabo de tiempo, lo supieron de boca de la misma criada, de quien tan ciega confianza hizo Clisterna.

Al referírmelo me estrechaban en sus brazos; si me veían contento, se alegraban; si triste, se compungían y no sabían cómo alegrarme; si enfermo, me atendían con el mayor esmero, y jamás me nombraron sino con el amable epíteto de hijo; ni yo podía tratarlos sino de padres, y de este mismo modo los amaba. ¡Ay, señores! Ellos desempeñaron por caridad las obligaciones que la naturaleza impuso a mis legítimos padres. Mi padre suplió las veces del marqués de Baltimore, hombre indigno, no sólo del título de marqués, sino de ser contado entre los hombres de bien. Su esposa desempeñó muy bien el oficio de Clisterna, mujer tirana a quien jamás daré el amable y tierno nombre de madre.

Cuando me vi sin el amparo y sombra de mis amantes padrinos, conocí que los amé mucho y que eran acreedores a mayor amor del que yo fui capaz de profesarles. Desde entonces no he conocido y tratado otros mortales más sinceros, más inocentes, más benéficos ni más dignos de ser amados. Todos cuantos he tratado han sido ingratos, odiosos y malignos, hasta una mujer en quien tuve la debilidad de depositar todos mis afectos entregándole mi corazón.

Ésta fue una cruel hermosa, hija de un rico, con quien tenía celebrados contratos matrimoniales. Ella mil veces me ofreció su corazón y su mano; otras tantas me aseguró que me amaba y que su fe sería eterna; y de la noche a la mañana se entró en un convento, y, perjura indigna, ofreció a Dios un alma que había jurado que era mía. Ella me escribió una carta llena de improperios que mi amor no merecía; ella sedujo a su padre atribuyéndome crímenes que no había cometido, para que se declarara como se declaró, mi eterno y poderoso enemigo; y ella, en fin, no contenta con ser ingrata y perjura, comprometió contra mí a cuantos pudo para que me persiguieran y dañaran, contándose entre éstos un don Tadeo, hermano suyo, que, afectándome la más tierna amistad, me había dicho que tendría mucho gusto en llamarse mi cuñado. ¡Ah, crueles!

Mientras que el misántropo contaba su historia, advertí que mi cajero lo atendía con sumo cuidado, y desde que tocó el punto de sus mal correspondidos amores, mudaba su semblante de color a cada rato, hasta que no pudiendo sufrir más, le interrumpió diciéndole:

- Dispense usted, señor: ¿cómo se llamaba esa señora de quien usted está quejoso?

- Isabel.

- ¿Y usted?

- Yo, Jacobo, al servicio de usted.

Entonces el cajero se levantó y, estrechándolo entre sus brazos, le decía con la mayor ternura:

- Buen Jacobo, amigo desgraciado, yo soy tu amigo Tadeo, sí, soy el hermano de la infeliz Isabel, tu prometida amante. Ninguna queja debes tener de mí ni de ella. Ella murió amándote, o más bien, murió en fuerza del mucho amor que te tuvo; yo hice cuanto pude por informarte de su muerte, de su fallecimiento y constancia; pero no me fue posible saber de ti por más que hice. Cuanto padeciste tú, mi hermana y yo, fue ocasionado por el interés de mi padre, quien por sostener el mayorazgo de mi hermano Damián impidió el casamiento de Isabel, forzó a Antonio a ser clérigo, y a mí me dejó pereciendo en compañía de mi infeliz madre, que Dios perdone. Conque no tengas queja de la pobre Isabel ni de tu buen amigo Tadeo, que quizá la suma Providencia ha permitido este raro encuentro para que te desagravie, te alivie y recompense en cuanto pueda tu virtud.

A todo esto estaba como enajenado el misántropo, y yo, acordándome del cuento del trapiento y oyendo que el dicho cajero no se llamaba Hilario sino Tadeo, y que concordaba bien cuanto me contó aquél con lo que éste acababa de referir, le dije:

- Don Hilario, don Tadeo, o como usted se llame, dígame usted por vida suya y con la ingenuidad que acostumbra, ¿se ha visto usted alguna vez calumniado de ladrón? ¿Ha vivido en alguna accesoria? ¿Ha tenido o tiene más hijos que la niña que me dice?, y por fin, ¿se llama Tadeo o Hilario?

- Señor -me dijo-, me he visto calumniado de ladrón, he vivido en accesoria, he tenido dos niños, a más de Rosalía, que han muerto, y en no Hilario.

- Yo, yo soy, noble amigo, aquel mismo que cuando me prostituí agravié a usted imputándole un robo que no había cometido; yo soy a quien benefició el extremo de su caridad; yo quien sé todas sus desgracias; yo quien lo he tenido por mi sirviente; y yo, por último, soy quien tendré por mucha honra que desde hoy me asiente entre sus amigos.

Ésta mi sincera confesión no hizo más que confirmar a aquellos señores en que yo era hombre de bien a toda prueba, y así, después de que más despacio nos contamos nuestras aventuras, confirmamos nuestras amistades y juramos conservarlas para siempre.

- No es la última felicidad que usted sabe -me dijo mi cajero-, aún resta otra que ustedes dos escucharán con gusto. Oigan esta carta que acabo de recibir. Dice así:

Señor don Tadeo Mayoli.
México, 10 de octubre, etc.
Mi amigo y señor: ha fallecido su hermano de usted el señor don Damián, y debiendo recaer en usted el mayorazgo que poseía por haber muerto sin sucesor, la Real Audiencia ha declarado a usted legítimo heredero del vínculo por lo que, después de darle los plácemes debidos, le suplico se sirva venir cuanto antes a la capital para enterarlo del testamento de su señor hermano y ponerlo en pos de sus intereses, en cumplimiento de la orden superior que para el efecto obra en el oficio de mi cargo.
Aprecio esta ocasión para ofrecerme a la disposición de usted como su afectísimo amigo y atento servidor. Q.B.S.M.,-
Fermín Gutiérrez.

Este sujeto es el escribano ante quien se otorgó el testamento. En virtud de esta carta tengo que partir para México cuanto antes. A usted, señor don Pedro, mi amigo, mi amo y favorecedor, le doy las gracias por el bien que me ha hecho y por el buen trato que me ha dado en su casa, ofreciéndole mis cortos haberes y suplicándole no olvide, en cualquier fortuna, que soy y he de ser su amigo; y a ti, querido Jacobo, te ofrezco mis intereses con igual sinceridad, y para desenojarte de los agravios que te infirió mi padre negándote a mi hermana por ser tú pobre, pongo a tu disposición mis haberes con la mano de mi hija, si la quisieres. Es muchacha tierna, bien criada y nada fea. Si gustas, enlázate con ella, que ya que no es Isabel, es Rosalía, quiero decirte que es rama del mismo tronco.

El misántropo, o don Jacobo, no sabía cómo agradecer a Tadeo su expresión, pero se hallaba avergonzado por ser pobre y por dudar si sería agradable a su hija, mas éste lo ensanchó diciéndole:

- No es defecto para mí la pobreza donde concurren tan nobles cualidades; aún no eres viejo y creo que mi hija te amará así que yo la informe de quién eres.

Pasados estos cariñosos coloquios, tratamos de vestir con decencia a Jacobo, y al día siguiente hizo Tadeo traer un coche y se fueron en él para México, dejándome bien triste la ausencia de tan buenos amigos.

A pocos días me escribieron haberse casado Jacobo y Rosalía y que vivían en el seno del gusto y la tranquilidad.

Murió a poco el administrador de la hacienda en donde estaba Anselmo, y mi amo me escribió mandándome que fuera a recibirla.

Con esta ocasión fui a la hacienda y tuve la agradable satisfacción de ver a mi amigo y a su familia, que me recibió con el mayor cariño y expresión.

Desde aquel día fue Anselmo mi dependiente, y yo un testigo de su buena conducta. Los hombres de fina educación y entendimiento, cuando se resuelven a ser hombres de bien, casi siempre desempeñan este título lisonjero.

Yo me volví a San Agustín y viví tranquilo muchos años.
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