Índice de El periquillo sarniento de J.J. Fernández de LizardiCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO II

XI

En el que Periquillo cuenta la suerte de Luisa, y una sangrienta aventura que tuvo, con otras cosas deleitables y pasaderas

Lo hice como lo propuse, y me fui a andar las calles sin destino, lleno de confusión, sin medio real ni arbitrio de tenerlo, y con bastante hambre, pues ni había cenado la noche anterior ni me había desayunado aquel día. En este fatal estado me dirigí a mi antigua guarida, al truco de la Alcaicería, a ver si hallaba en él a alguno de mis primeros conocidos que se doliera de mis penas, y tal vez me las socorriera de algún modo, a lo menos la ejecutiva de mi estómago.

No me equivoqué en la primera parte, porque hallé en el truco a casi todos los antiguos concurrentes, los que, luego que me vieron, conocieron y se impusieron de mi deplorable estado; y en vez de compadecerse de mi suerte, trataron de burlarse alegremente de mi desgracia, diciéndome:

- ¡Oh, señor don Pedro! ¡Cómo se conoce que los pobres hedemos a muertos! Cuando usted tuvo su bonanza no se volvió a acordar para nada de nosotros ni de los favores que nos debió.

Como el hambre me apuraba, traté de ir a pedir algún socorro a los amigos que me habían comido medio lado y se habían divertido a mi costa.

No me fue difícil hallarlos, pero ¡cuál fue mi cólera y mi congoja cuando, después de avergonzarme con todos presentándome a su vista en un estado tan indecente, después de referirles mis miserias y provocar su piedad con aquella energía que sabe usar la indigencia en tales ocasiones, ¡sólo escuché desprecios, sátiras y burletas!

De esta suerte, triste, despechado y hambriento, salí de todas partes, sin que hubiera habido uno de tantos que se lisonjeaban de llamarse mis amigos que me hubiera dado siquiera un pocillo de chocolate.

A mí ya no me cogían muy de nuevo estas ingratitudes; pero no me había aprovechado de sus lecciones. Pensaba que todos los que se dicen amigos en el mundo lo eran de las personas y no de sus intereses, mas entonces y después he visto que hay muchos amigos, pero muy pocas amistades.

El día lo pasé adivinando en dónde me quedaría en la noche; pero cuando ésta llegó se me juntó el cielo con la tierra, no teniendo un jacal en donde recogerme.

En este estado determiné arrojarme a la casa del sastre que me hizo la ropa, y pedirle que por Dios me hospedara en esa noche.

Con esta determinación iba yo por la calle de los Mesones, cuando vi en una accesoria a Luisa, nada indecente. Parecióme más bonita que nunca, y creyendo volver a lazar su amistad, y valerme de ella para aliviar mis males, me acerqué a su puerta, y con una voz muy expresiva le dije:

- Luisa, querida Luisa, ¿me conoces?

Ella se acordó, sin duda, de mi voz; pero para certificarme, me dijo:

- No, señor, ¿quién es usted?

A lo que contesté:

- Yo soy Pedro Sarmiento, aquel Pedro que te ha querido tanto, y que cuando tuvo proporciones te sostuvo en un grado de decencia y señorío al que tú jamás hubieras llegado por tu propia virtud.

- ¡Ah, sí! -decía la socarrona Luisa- Usted es, señor Periquillo Sarniento, el que fue mozo del difunto Chanfaina, y el que me echó a bofetadas de su casa. Ya me acuerdo, y cierto que tengo harto qué agradecerle.

- Bien está Luisa -le respondí-; pero tu infidelidad con Roque dio margen a aquel atropellamiento.

- Ya eso pasó -decía Luisa-, y ahora ¿qué quiere usted?

- ¿Qué he de querer? Volver a disfrutar tus caricias.

- ¿Pues no ve usted -contestó- que eso es tontera? Vaya, no me haga burla, ni se meta con las infieles. Váyase con Dios, no venga mi marido y lo halle platicando conmigo.

- Pues hija, ¿qué, te has casado?

- Sí, señor, me he casado y con un muchacho muy hombre de bien, que me quiere mucho y yo a él. ¿Pues qué, pensaba usted que me había de faltar? No, señor; si usted me escupió, otro me recogió. En fin, yo no quiero pláticas con usted.

Diciendo esto se entró, y me hubiera dado con la puerta en la cara si yo, tan atrevido como incrédulo de su nuevo estado, no me hubiera metido detrás de ella.

Así lo hice, y la pobre Luisa, toda asustada, quiso salirse a la calle; pero no pudo, porque yo la afiancé de los brazos, y forcejeando los dos, ella por salirse y yo por detenerla, fue a dar sobre la cama. Comenzó a alzar la voz para defenderse, y casi a gritos me decía:

- Váyase usted, señor Perico, o señor diablo, que soy casada y no trato de ofender a mi marido.

La puerta de la accesoria se quedó entreabierta; yo estaba ciego, y ni atendí a esto, ni previne que sus gritos, que esforzaba a cada instante, podían alborotar a los que pasaban por la calle y exponerme, cuando menos, a un bochorno.

¡Ojalá nomás hubiera parado en esto! Pero el cielo me preparaba castigo más condigno a mi crimen. Como había de entrar Sancho o Martín, entró el marido de Luisa, y tan perturbada estaba ésta, tratando de desasirse de mí, como enajenado yo por hacerla que de nuevo se rindiera a mis atrevidas seducciones; de suerte que ninguno de los dos advertimos que su marido, entrecerrando mejor la puerta, había estado mirando la escena el tiempo que le bastó para certificarse de la inocencia de su mujer y de mis execrables intentos.

Cuando se satisfizo de ambas cosas, partió sobre mí como un rayo desprendido de la nube, y sin decir más palabras.que éstas, Pícaro, así se fuerza a una mujer honrada, me clavó un puñal por entre las costillas con tal furia que la cacha no entró porque no cupo.

- ¡Jesús me valga! -dije yo al tiempo de caer al suelo revolcándome en mi sangre.

Mi caída fue de espaldas, y el irritado marido, queriendo concluir la obra comenzada, alzó el brazo armado apuntándome la segunda puñalada al corazón. Entonces yo, lleno de miedo, le dije:

- Por María Santísima, que me deje usted confesar, y aunque me mate después.

Esta voz, o el patrocinio de esta Señora, mediante la invocación de su dulce nombre, contuvo a aquel hombre enojado, y tirando el puñal, me dijo:

- Válgate ese divino nombre que siempre he respetado.

La efusión de sangre que padecía era copiosa, y me debilitaba por momentos; la basca anunciaba mi próxima muerte; toda la naturaleza humana se conmovía al dolor y al deseo de socorrerme a la presencia de mi cadavérico semblante; pero nadie se determiaba a impartirme los auxilios que le dictaba su caridad, ni aun a moverse de aquel sitio, hasta que quiso Dios que con la orden del juez llegó la camilla y me condujeron a la cárcel.

Pusiéronme en la enfermería, y como era de noche, tardó en llegar el cirujano; y cuando vino, haciendo ponerme boca abajo, me introdujo la tienta, que me dolió más que el puñal; me puso una vela en la herida para saber si el pulmón estaba roto e hizo no sé cuántas más maniobras, y concluidas, ocurrió a restañarme la sangre, que le costó poco trabajo en virtud de la mucha que yo había echado.

Después me dieron atole y no sé qué otro confortativo semejante, declarando que la herida no era mortal.

Aquella noche la pasé como Dios quiso, y al día siguiente me llevaron al hospital, donde no extrañé ni la prolijidad del médico, ni la asistencia de la enfermería de la cárcel.

Allí, en la cama, di mis declaraciones y disculpas, que acordes con las de Luisa, bastaron para ponerla en libertad con su marido.

A los veinte días me dio por bueno el cirujano, y atendiendo los jueces a mis descargos y al tiempo y dolencias que había padecido, me pusieron en libertad, notificándome que jamás volviese a pasar por los umbrales de Luisa, lo que yo prometí cumplir de todo corazón, como que no era para menos el susto que había llevado.

Cátenme ustedes fuera del hospital, en la calle como siempre y sin medio en la bolsa; porque no sé si los serenos, los enfermeros de la cárcel o los del hospital, me hicieron el favor de robarme los pocos que me sobraron de la venta de mi chupa, aunque algunos de ellos fueron sin duda.

Fuera del hospital traté siempre de buscar destino que siquiera me diera qué comer. Por accidente se me puso en la cabeza entrar a misa en la parroquia de San Miguel.

La oí con mucha devoción, y al salir de ella encontré en la puerta de la iglesia a un antiguo conocido, con quien comuniqué mis trabajos. Éste me dijo que era el sacristán de allí y necesitaba un ayudante, que si yo quería, me acomodaría en su servicio.

- En la hora -le dije-; pero me has de dar de almorzar, que tengo mucha hambre.

El pobre lo hizo así; me quedé con él, y cátenme aquí ya de aprendiz de sacristán.

Índice de El periquillo sarniento de J.J. Fernández de LizardiCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha