Índice de El periquillo sarniento de J.J. Fernández de LizardiCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO II

XII

En el que se refiere cómo Periquillo se metió a sacristán, la aventura que le pasó con un cadáver, su ingreso en la cofradía de los mendigos y otras casillas tan ciertas como curiosas

Si todos los hombres dieran al público sus vidas escritas con la sencillez y exactitud que yo, aparecerían una multitud de Periquillos en el mundo, cuyos altos y bajos, favorables y adversas aventuras se nos esconden, porque cada uno procura ocultamos sus deslices.

Los pasajes de mi vida que os he referido y los que me faltan que escribir, nada tienen, hijos míos, de violentos, raros ni fabulosos; son bastante naturales, comunes y ciertos. No sólo por mí han pasado, sino que los más de ellos acaso acontecen diariamente a los Pericos encubiertos y vergonzantes. Yo sólo os ruego lo que otras veces, esto es, que no leáis mi vida por un mero pasatiempo; sino que de entre mis extravíos, acaecimientos ridículos, largas digresiones y lances burlescos, procuréis aprovechar las máximas de la sólida moral que van sembradas, imitando la virtud donde la conociereis, huyendo del vicio y escarmentando siempre en las cabezas de los malos castigados. Esto será saber entresacar el grano de la paja, y de este modo leeréis no sólo con gusto sino con fruto, el presente capítulo y los que siguen.

En poco tiempo fui maestro, y ya mi jefe se descuidaba conmigo enteramente. Una virtud y un defecto más que llevé al oficio, se me olvidaron a poco tiempo de aprendiz.

Mi compañero el aprendiz me sirvió de mucho, porque cuando yo entré al oficio, ya él tenía adelantado bastante, y así me hizo atrevido e irreverente; bien que yo, en recompensa, le enseñé a robar de un modo o dos que no habían llegado a su noticia.

El primero fue el de quedarse con un tanto a proporción de lo que colectaba para misas, y el segundo, a despojar a los muertos y muertas que no iban de mal pelaje a la hoya.

Una noche, por estas gracias, me sucedió una aventura que, si no me costó la vida, por lo menos me costó el empleo.

Fue el caso, que sepultando una tarde yo y mi compañero el muchacho, a una señora rica que había muerto de repente, al meterla en el cajón advertí que le relumbraba una mano que se le medio salió de la manga de la mortaja. Al instante y con todo disimulo se la metí, echándole encima un tompiate de cal según es costumbre. Mientras que los acompañantes gorgoriteaban y el coro les ayudaba con la música, tuve lugar de decirle al compañero:

- Camarada, no aprietes mucho que tenemos despojos y buenos.

Resueltos de esta manera, esperamos que dieran las doce de la noche, hora en que el sacristán mayor dormía en lo más profundo de su sueño, y prevenidos de una vela encendida bajamos a la iglesia.

Comenzamos a trabajar en la maniobra de sacar tierra hasta que descubrimos el cajón, el que sacamos y desclavamos con gran tiento.

Levantada la tapa, sacamos fuera el cadáver y lo paramos, arrimándose mi compañero con él al altar inmediato, teniéndolo de las espaldas sobre su pecho con mil trabajos, porque no podía ser de otro modo el despojo, en virtud de que el cuerpo había adquirido una rigidez o tiesura extraordinaria.

En esta disposición acudí yo a las manos, que para mí era lo más interesante. Saqué la derecha y vi que tenía, en efesto, un muy regular cintillo; el que me costó muchas gotas de sudor para sacarlo, ya por no sé qué temor que jamás me faltaba en estas ocasiones, y ya por las fuerzas que hacía, tanto para ayudársela a tener al compañero, como para sacarle el cintillo, porque tenía la mano casi cerrada y los dedos medio hinchados y muy encogidos; pero ello es que al fin me vi con él en mi mano.

La difunta era medio vieja y tenía una cara respetable; nuestro atrevimiento era punible; la soledad y oscuridad del templo nos llenaba de pavor, y así procurábamos apresurar el mal paso cuanto nos era dable.

Para esto me afanaba en desatar el ceñidor, que estaba anudado por detrás, pero tan ciegamente que por más que hacía no podía desatarlo. Entonces le dije al compañero que yo le sujetaría los brazos, mientras que él lo desataba, como que estaba más cómodo.

Así se determinó hacer de común acuerdo. Le afiancé los brazos, levantó mi compañero la mortaja y comenzó a procurar desatarla; pero no conseguía nada por la misma razón que yo.

En prosecución de su diligencia, se cargaba sobre el cadáver, y yo lo apretaba contra él porque ya me lo echaba encima, y como yo estaba abajo de la tarima me vencía la superioridad del peso, que es decir que teníamos el cadáver en prensa.

Tanto hizo mi compañero, y tanto apretamos a la pobre muerta, que le echamos fuera un poco de aire que se le habría quedado en el estómago; esto conjeturo ahora que sería, pero en aquel instante y en lo más riguroso de los apretones, sólo atendimos a que la muerta se quejó y me echó un tufo tan asqueroso en las narices, que aturdido con él y con el susto del quejido, me descoyunté todo y le solté los brazos que, recobrando el estado que tenían, se cruzaron sobre mi pescuezo a tiempo que un maldito gato saltó sobre el altar y tiró la vela, dejándonos atenidos a la triste y opaca luz de la lámpara.

Excusado parece decir que con tantas casualidades, viniéndose el cuerpo sobre mí, y acobardándome imponderablemente, caí privado bajo del amortajado peso a las orillas de su misma sepultura.

El cuitado ayudante, cuando oyó quejar la señora muerta, vio que me abrazaba y caía sobre mí y al feroz gato saltando junto de él, creyó que nos llevaban los diablos en castigo de nuestro atrevimiento, y sin tener aliento para ver el fin de la escena cayó también sin habla por su lado.

El susto no fue tan trivial que nos diera lugar a recobramos prontamente. Permanecimos sin sentido tirados junto a la muerta hasta las cuatro de la mañana, hora en que levantándose el sacristán y no encontrándonos en su cuarto, creyó que estaríamos en la sacristía previniendo los ornamentos para que dijera misa el señor cura, que era madrugador.

Con este pensamiento se dirigió a la sacristía, y no hallándonos en ella fue a buscamos a la iglesia. ¡Pero cuál fue su sorpresa cuando vio el sepulcro abierto, la difunta exhumada y tirada en el suelo, acompañada de nosotros, que no dábamos señales de estar vivos! No pudo menos sino dar parte del suceso al señor cura, quien luego que nos vio en la referida situación, hizo que bajaran sus mozos y nos llevaran adentro, procediendo en el momento a sepultar el cadáver otra vez.

Hecha esta diligencia, trató de que nos curaran y reanimaran con álcalis, ventosas, ligaduras, lana quemada y cuanto conjeturó sería útil en semejante lance.

Con tantos auxilios nos recobramos del desmayo y tomamos cada uno un pocillo de chocolate del mismo cura, el que luego que nos vio fuera de riesgo nos preguntó la causa de lo que habíamos padecido y de lo que había visto.

Yo, advirtiendo que el hecho era innegable, confesé ingenuamente todo lo ocurrido, presentándole al cura el cintillo, quien luego que oyó nuestra relación, tuvo que hacer bastante para contener la risa; pero acordándose que era él responsable de estos desaciertos encargó el castigo de mi compañero a su padre, y a mí me dijo que me mudara en el día, agradeciéndole mucho que no nos enviara a la cárcel, donde me aplicarían la pena que señalan las leyes contra los que quebrantaban los sepulcros, desentierran los cadáveres y les roban hábitos, alhajas u otra cosa.

Diciendo esto, se retiró el cura; a mi compañero le dio su padre una buena zurra de latigazos y yo me marché para la calle antes que otra cosa sucediera.

Volví a tomar mi acostumbrado trote en estas aventuras desventuradas. Los truquitos, las calles, las pulquerías y los mesones eran mis asilos ordinarios, y no tenía mejores amigos ni camaradas que tahúres, borrachos, ociosos, ladroncillos y todo género de léperos, pues ellos me solían proporcionar algún bocado frío, harta bebida y ruines posadas.

Ya hecho un piltro, sucio, flaco, descolorido y enfermo en fuerza de la mala vida que pasaba, me hice amigo de un andrajoso como yo, a quien contándole mis desgracias, y que no me había valido ni acogerme a la Iglesia, como si hubiera sido el delincuente más alevoso del mundo, me dijo que él tenía un arbitrio que darme, que cuando no me proporcionara riquezas, a lo menos me daría de comer sin trabajar, que era fácil y no costaba nada emprenderlo, que algunos amigos suyos vivían de él, que yo estaba en el estado de abrazarlo, y que si quería no me arrepentiría en ningún tiempo.

- Pues, ¿no he de querer? -le respondí-, si ya estoy que ladra de hambre y los piojos me comen vivo.

- Pues bien -dijo el deshilachado-, vamos a casa, que a las nueve van llegando mis discípulos, y después que cene usted oirá las lecciones que les doy y los adelantamientos de mis alumnos.

Así lo hice. Llegamos a las ocho de la noche a la casita, que era un cuarto de casa de atoleras por allá por el barrio de Necatitlán, muy indecente, sucio y hediondo. Allí no había sino un braserito de barro que llaman anafre, cuatro o seis petates enrollados y arrimados a la pared, un escaño o banco de palo, una estampa de no sé qué santo en una de las paredes con una repisa de tejamanil, dos o tres cajetes con orines, un banquito de zapatero, muchas muletas en un rincón, algunos tompeates y porción de ollitas por otro, una tabla con parches, aceites y ungüentos y otras iguales baratijas.

De que yo fui mirando la casa y el fatal ajuar de ella, comencé a desconfiar de la seguridad del proyecto que acababa de indicar el traposo, y él, conjeturando mi desconfianza por la mala cara que estaba poniendo, me dijo:

- Señor Perico, yo sé lo que le vendo. Esta vivienda tan ruin, estos petates y muebles que ve, no son tan despreciables e inservibles como a usted le parecen. Todo esto ayuda para el proyecto, porque ...

A este tiempo fueron llegando de uno en uno y de dos en dos hasta ocho o nueve vagabundos, todos rotos, sucios, emparchados y dados al diablo; pero lo que más me admiró fue ver que conforme iban entrando arrimaban unos sus muletas a un rincón y andaban muy bien con sus dos pies; otros se quitaban los parches que manifestaban y quedaban con su cutis limpio y sano; otros se quitaban unas grandes y pobladas barbas y cabelleras canas con las que me habían parecido viejos, y quedaban de una edad regular; otros se enderezaban o desencorvaban al entrar, y todos dejaban en la puerta del cuartito sus enfermedades y males, y aparecían los hombres y aun una mujer que entró, muy útiles para tomar el fusil, y ella para moler un almud de maíz en un metate. Entonces, lleno de la más justa admiración, le dije a mi desastrado amigo:

- ¿Qué es esto? ¿Es usted algún santo cuya sola presencia obra los milagros que yo veo, pues aquí todos llegan cojos, ciegos, mancos, tullidos, leprosos, decrépitos y lisiados, y apenas pisan los umbrales de esta asquerosa habitación, cuando se ven no sólo restituidos a su antigua salud, sino hasta remozados, maravilla que no la he oído predicar de los santos más ponderados en milagros?

Rióse el despilfarrado con tantas ganas, que cada extremo de su abierta boca besaba la punta de sus orejas. Sus compañeros le hacían el bajo del mismo modo, y cuando descansaron un poco, me dijo el susodicho:

- Amigo, ni yo ni mis compañeros somos santos ni nos hemos juntado con quien lo sea, y esto créalo usted sin que lo juremos; estos milagros que a usted pasman no los hacemos nosotros, sino los fieles cristianos, a cuya caridad nos atenemos para enfermar por las mañanas y sanar a la noche de todas nuestras dolencias. De manera que si los fieles no fueran tan piadosos, nosotros ni nos enfermaríamos ni sanaríamos con tanta facilidad.

- Pues ahora estoy más en ayunas que antes, y deseo con más ansias saber cómo se obran tantos prodigios y cómo se pueden verificar en virtud de la piedad de los cristianos, y deseara -añadí- que usted me hiciera favor de no dejarme con la duda.

- Pues, amigo -me contestó el roto-, a bien que es usted de confianza y le importa guardar el secreto. Nosotros ni somos ciegos, ni cojos, ni corcovados como parecemos en las calles. Somos unos pobres mendigos que echando relaciones, multiplicando plegarias, llorando desdichas, y porfiando y moliendo a todo el mundo; sacamos mendrugo al fin. Comemos, bebemos (y no agua), jugamos, y algunos mantenemos nuestras pichicuaracas como Anita (esta Anita era la trapientona rolliza y no muy fea que acababa de entrar con un chiquillo en brazos, amasia del patrón o del mendigo mayor, que era quien me hablaba). El modo es -proseguía el desastrado- fingirse ciegos, baldados, cojos, leprosos y desdichados de todos modos; llorar, pedir, rogar, echar relaciones, decir en las calles blasfemias y desatinos, e importunar al que se presente de cuantas maneras se pueda, a fin de sacar raja, como lo hacemos. Ya tiene usted aquí todo lo milagroso del oficio y el gran proyecto que le ofrecí para no morirse de hambre. Ello es menester no ser tontos, porque el tonto para nada es bueno, ni para bien ni para mal. Si usted sabe valerse de mis consejos comerá, beberá y hará lo que quiera, según sea su habilidad, pues la paga será como su trabajo; pero si es tonto, vergonzoso o cobarde, no tendrá nada. Éstos que usted ve, a mí me deben sus adelantos; pero saben hacer su diligencia.

- ¿Pues ve usted? Yo soy quien les he dictado a cada uno de estos pobres el modo con que han de buscar la vida, y, por cierto que ninguno está arrepentido de seguir mis consejos; contentándome yo con lo poco que ellos me quieren dar para pasar la mía, pues ya estoy jubilado, y quiero descansar, porque he trabajado mucho en la carrera. Si usted quiere seguirla, dígame cuál es su vocación para habilitarlo de lo necesario. Si quiere ser cojo, le daremos muletas; si baldado o tullido, su arrastradera de cuero; si llagado, parches y trapos llenos de aceites; si anciano decrépito, sus barbas y cabellera; si asimplado, usted sabrá lo que ha menester, y en fin, para todo tendrá los instrumentos precisos, entrando en esto los tompeates, ollas, trapos y bordones o báculos que necesite. En inteligencia que ha de vivir con nosotros, no ha de ser zonzo para pedir ni corto para retirarse al primer desdén que le hagan; ha de tener entendido que no siempre dan limosnas los hombres por Dios; muchas veces las dan por ellos y algunas por el diablo. Por ellos, cuando las dan por quitarse de encima a un hombre que los persigue dos cuadras sin temer sus excusas ni sus balcones; y por el diablo cuando dan limosna por quedar bien y ser tenidos por liberales, especialmente delante de las mujeres. Yo me he envejecido en este honroso destino, y sé por experiencia que hay hombres que jamás dan medio a un pobre sino cuando están delante de las muchachas a quienes quieren agradar, ya sea porque los tengan por francos, o ya por quitarse de delante a aquellos testigos importunos, que acaso con su tenacidad les hacen mala obra en sus galanteos o les interrumpen sus conversaciones seductoras. Esto digo a usted para que no se canse al primer perdone por Dios que le digan, sino que siga, prosiga y persiga al que conozca que tiene dinero, y no lo deje hasta que no le afloje su pitanza. Procure ser importuno, que así sacará el mendrugo.

En esto se pusieron aquellos pillos a decir sesenta romances y referir doscientos ejemplos y milagros apócrifos, y cada uno de ellos preñado de doscientas mil tonterías y barbaridades, que algunas de ellas podían pasar por herejías o cuando menos por blasfemias.

Aturdido me quedé al escuchar tantos despropósitos juntos, y decía entre mí: ¿Cómo es posible que no haya quien contenga estos abusos, y quien les ponga una mordaza a estos locos? ¿Cómo no se advierte que el auditorio que los rodea y atiende se compone de la gente más idiota y necia de la plebe, la que está muy bien dispuesta para impregnarse de los desatinos que éstos desparraman en sus espíritus, y para abrazar cuantos errores les introducen por sus oídos? ¿Cómo no se reflexiona que estos espantos y milagros apócrifos que éstos predican, unas veces inducen a los tontos a una ciega confianza en la misericordia de Dios, con tal que den limosna; otras a creer tal el valimiento de sus santos que se los representan más allá que el mismo Poder Divino, y todas o las más, llenando sus cabezas de mentiras, espantos, milagros y revelaciones? Sin duda todo esto merece atención y reforma, y sería muy útil que todos los ciegos que piden por medio de sus relaciones, presentaran éstas en los pueblos a los curas, y en la capital y demás ciudades a algunos señores eclesiásticos destinados a examinarlas, los que jamás les permitieran predicar sino la explicación de la doctrina cristiana; trozos históricos, eclesiásticos o profanos; descripciones geográficas de algunos reinos o ciudades y cosas semejantes, pero cualesquiera cosas de éstas, bien hechas, en buen verso y mejor ensayadas; y de ninguna manera se les dejara pregonar tanta fábula que nos venden con nombre de ejemplos.

Parece trivial mi reflexión, mas si se observara, el tiempo diría el beneficio que de ella podría resultar al pueblo rudo, y los errores que impediría se propagasen.

En estas consideraciones me entretenía conmigo cuando me llamaron a cenar, de lo que no me pesó, porque tenía hambre.

Sentámosnos en rueda en un petate y sin otro mantel que el mismo tule de que estaba tejido; nos sirvió la Anita un buen cazuelón de chile con queso, huevos, chorizos y longaniza; pero todo tan bien frito y sazonado, que sólo su olor era capaz de provocar el apetito más esquivo.

Luego que dimos vuelta a la cazuela, nos trajo un calabazo o guaje grande, lleno de aguardiente de caña, un vaso y otra cazuela de frijoles fritos con mucho aceite, cebolla, queso, chilitos y aceitunas, acompañado todo del pan necesario.

Cada uno de nosotros habilitó su plato, y comenzó el calabazo a andar la rueda, y cuando ya estábamos alegritos, me dijo el capataz de los mendigos:

- ¿Qué le parece a usted, camarada, de esta vida? ¿Se la pasará mejor un conde?

- A fe que no -le contesté-, y a mí me acomoda demasiado, y doy mil gracias a Dios de que ya encontré lo que he buscado con tanta ansia desde que tengo uso de razón, que era un oficio o modo de vivir sin trabajar; porque yo es verdad que siempre he comido, si no ya me hubiera muerto; pero siempre ¿qué trabajo no me ha costado? ¿Qué vergüenzas no he pasado? ¿ Qué amos imprudentes no he tenido que sufrir? ¿A qué riesgos no me he expuesto? ¿Qué lisonjas no he tenido que distribuir, y qué sustos y un garrotazo no he padecido? Mas ahora, señores, ¡cuánta n6es mi dicha! ¿y quién no envidiará mi fortuna al verme admitido en la honradísima clase de los señores mendigos, en cuya respetable corporación se come y se bebe tan bien sin trabajar?

Toda la comparsa soltó la carcajada luego que concluí mi desatinada arenga, y me ofrecieron su amistad, consejos e instrucciones. Se le dio otra vuelta al calabazo, y no tardamos mucho en verle el fondo, así como se lo vimos a las cazuelas.

Al principio me costaba algún trabajillo pedir; pero poco a poco me fui haciendo a las armas, y salí tan buen oficial; que a los quince días ya comía y bebía grandemente, y a la noche traía seis o siete reales, y a veces más, a la posada.

Algún tiempo me mantuve a expensas de la piedad de los fieles mis amados hermanos y compañeros. De día hacía yo muy bien mi diligencia, pero mejor de noche, pues como entonces no tenía gota de vergüenza, importunaba con mis ayes a todo el mundo con tan lastimosas plegarias, que pocos se escapaban de tributarme sus mediecillos.

Una de estas noches, estando parado junto a la santa imagen del Refugio pidiendo con la mayor aflicción, ponderando mi necesidad y diciendo que no había comido en todo el día, aunque tenía en el estómago bastante alimento y algunos tragos del de caña, pasó un hombre decente al que le acometí con mis acostumbrados quejumbros, y él deteniéndose a escucharme me dijo:

- Hermano me siento inclinado a socorrerlo, pero no tengo dinero en la bolsa. Si usted quiere, venga conmigo que no le pesará.

- Sea por amor de Dios -le dije-, yo iré con su merced a recibir su bendita caridad; pero es menester que tenga tantita paciencia, porque yo no miro, y necesito de ir junto a su buena persona.

- Esto es lo de menos -dijo el caballero-; yo, que deseo socorrerlo, hermano, nada perderé con servirle de lazarillo. Venga usted.

Tomóme de una mano y me llevó a su casa. Luego que llegamos me metió a su gabinete y me sentó frente de él en la mesa, donde había bastante luz.

¡Qué corrido no me quedé al advertir que el tal sujeto era puntualmente el mismo que me había dado tantos consejos en el mesón y me había guardado mi dinero! Pero como era ciego por entonces disimulé, y el sujeto dicho me habló de esta manera:

- Amigo, yo me alegro de que usted no me conozca por la vista, aunque siento mucho su fatal ceguedad que lo ha conducido al estado infeliz de pedir limosna, pudiendo estar en la situación de darla. No crea que lo pretendo reprender. Voy a socorrerlo, pero también a aconsejarle. Si usted no está muy ciego, bien me conocerá como yo lo conozco, y se acordará que soy el mismo que fui su depositario en el mesón. Sí, es fuerza que se acuerde, pues no ha pasado tanto tiempo; y si yo conocí a usted casi sin luz, en semejante despilfarrado traje y únicamente por la voz, usted ¿cómo no me ha de conocer mirándome muy bien, a favor de esta hermosa llama que nos alumbra, en mi antiguo traje, oyendo el eco de mi voz y recordando la señas que le doy? Ni me crea usted tan cándido que presuma que verdaderamente está usted ciego, de los ojos del cuerpo, por más que esos andrajos me indiquen la ceguedad de su espíritu. Bien conozco que la situación de usted será tan infeliz que lo habrá obligado a abrazar esta carrera tan indecente por no meterse a robar; pero, amigo, pero sepa usted que no es otra cosa que un holgazán impune, una sanguijuela del Estado y tolerado ladrón, pero ladrón muy vil y muy digno del más severo castigo, porque es un ladrón de los legítimos pobres.

En vista de esto, amigo, ¿cuál será la justa disculpa que tendrá ningún flojo ni floja para pretender mantenerse a costa de la piedad mal entendida de los fieles, defraudando de paso el socorro a los que legítimamente lo merecen?

Si usted me dijere que aunque quieran trabajar, muchos no hallan en qué, le responderé que pueden darse algunos casos de éstos por falta de agricultura, comercio, marina, industria, etc.; pero no son tantos como se suponen, y si no, reparemos en la multitud de vagos que andan encontrándose en las calles, tirados en ellas mismas, ebrios, arrimados a las esquinas, metidos en los trucos, pulquerías y tabernas, así hombres como mujeres; preguntemos y hallaremos que muchos de ellos tienen oficio, y otros y otras robustez y salud para servir.

En virtud de esto, si usted se halla en disposición de ser hombre de bien, de trabajar y separarse de la vil carrera que ha abrazado, yo estoy con ganas de socorrerlo con alguna friolerilla que podrá aprovecharle, tal vez con la experiencia que tiene, más que los tres mil pesos que se sacó de la lotería.

Yo, avergonzado y confundido con el puñado de verdades que aquel buen hombre me acababa de estrellar en los ojos, le dije que desde luego estaba pronto a todo y se lo aseguraba; pero que no tenía conocimientos para solicitar destino.

El caballero, que conocía mi regular letra, me ofreció interesarse con un su amigo que se acababa de despachar de subdelegado de Tixtla, para que me llevase en su compañía en clase de escribiente. Agradecí su favor, y él, sacando de un cofre cincuenta pesos, los puso en mi mano y me dijo:

- Tenga usted veinticinco pesos que le doy, y veinticinco que le devuelvo, y son estos mismos que señalé delante de usted, pues siempre me persuadí a que sucedería lo que ha pasado y que al fin usted propio, mirándose acosado de la pobreza y sin arbitrio, me pediría un socorro tarde o temprano; pero pues este lance lo anticipó la casualidad de haberlo encontrado, tómelos usted y cuénteme el modo con que se metió a mendigo, pues me persuado que a usted lo sedujeron.

Yo le conté todo lo que me había pasado, al pie de la letra, sin olvidar el infernal arbitrio que tenía la perversa Anita de pellizcar a su inocente hijito para hacerlo llorar y conmover a los incautos, contándoles cómo lloraba de hambre.

Pateaba el caballero de cólera al oír esta inhumanidad, y no pudo menos que rogarme lo acompañara a enseñarle la casa, jurándome ocultar no sólo mi persona sino mi nombre.

No me pude excusar a sus ruegos, pues por más que me daban lástima mis compañeros, los cincuenta pesos me estimulaban imperiosamente a condescender con los ruegos de mi generoso bienhechor; y así, vistiéndome otros desechos y capotillo viejo que él me dio, salimos de la casa y fuimos derecho a la de un alcalde de corte, que informado de todos los pormenores del asunto, le facilitó a mi protector un escribano y doce ministriles, con los que sin perder tiempo nos dirigimos a la triste choza de los falsos mendigos.

Yo me quedé oculto entre los alguaciles, y éstos cayeron a toda la cuadrilla con la masa en las manos.

Quedaron en la cárcel, y yo me volví a casa de mi patrón, con quien estuve en clase de arrimado mientras el subdelegado (que luego me admitió entre sus dependientes) disponía su viaje.

Breve y sumariamente se concluyó la causa de los mendigos. La Anita fue a acabar de criar a su hijo a San Lucas, y los demás a ganar el sustento al castillo de San Juan de Ulúa.

Yo, con los cincuenta pesos, me surtí de lo que me hacía más falta, y habiéndome granjeado la voluntad del subdelegado desde México, llegó el día en que partiéramos para Tixtla.

Entonces me despedí de mi bienhechor dándole muy justos agradecimientos, y salí con mi nuevo amo para mi destino, donde hice los progresos que leeréis en el capítulo siguiente.

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