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LIBRO I

XI

Toma Periquillo el hábito de religioso y se arrepiente en el mismo día. Cuéntanse algunos intermedios relativos a esto

Todo aquel día lo pasé contentísimo esperando que llegara el siguiente para ir a ver al provincial. No quise ir en esa tarde, por dar lugar a que el padre de Pelayo hiciese por mí el empeño que había ofrecido.

Luego que lo saludé, le besé la mano con todas aquellas ceremonias en que poco antes me había ensayado, y le entregué la carta de recomendación de su hermano. La leyó, y mirándome de arriba abajo, me preguntó que si quería ser religioso de aquel convento.

- Sí, padre nuestro -respondí.

- ¿Y usted sabe -prosiguió- qué cosa es ser religioso, y de la estrecha observancia de Nuestro Padre San Francisco? ¿Lo ha pensado usted bien?

- Sí, padre -respondí.

- ¿Y qué le mueve a usted el venir a encerrarse en estos claustros y a privarse del mundo, estando como está en la flor de su edad?

- Padre -dije yo-, el deseo de servir a Dios.

- Muy bien me parece ese deseo -dijo el provincial-, pero qué ¿no se puede servir a su Majestad en el mundo? No todos los justos ni todos los santos lo han servido en los monasterios. Las mansiones del Padre Celestial son muchas, y muchos los caminos por donde llama a sus escogidos. En correspondiendo a los auxilios de la gracia, todos los estados y todos los lugares de la Tierra son a propósito para servir a Dios. Santos ha habido casados, santos célibes, santos viudos, santos anacoretas, santos palaciegos, santos idiotas, santos letrados, santos médicos, abogados, artesanos, mendigos, soldados, ricos; y, en una palabra, santos en todas clases del estado. Conque, de aquí se sigue que para servir a Dios no es condición precisa el ser fraile, sino el guardar su santa ley, y ésta se puede guardar en los palacios, en las oficinas, en las calles, en los talleres, en las tiendas, en los campos, en las ciudades, en los cuarteles, en los navíos, y aun en medio de las sinagogas de los judíos y de las mezquitas de los moros. La profesión de la vida religiosa es la más perfecta; pero si no se abraza con verdadera vocación, no es la más segura.

En virtud de eso, usted que desea servir a Dios en la religión ¿ya sabe que aquí de lo primero que ha de renunciar es de la voluntad; porque no ha de tener más voluntad que la de los superiores, a quienes ha de obedecer ciegamente?

- Sí, padre -dije yo.

- ¿Sabe que ha de renunciar para siempre al mundo, sus pompas y vanidades, así como lo prometió en el bautismo?

- Sí, padre.

- ¿Sabe que aquí no ha de venir a holgar ni a divertirse, sino a trabajar y a estar ocupado todo el día?

- Sí, padre.

El bendito provincial, al despedirme, me abrazó y me dijo:

- Pues, hijo mío, vaya con Dios, y pídale a Su Majestad que le conserve en sus buenos propósitos, si así conviene a su mayor gloria y bien de su alma. Dígale todos los días con el mayor fervor: Confirma hoc Deus!, quod operatus es in nobis (¡Oh Dios! Confirma lo que has obrado en mi), y disponga su corazón cada día más y más para que fecundice en él la gracia del Espíritu Santo y produzca frutos óptimos de virtud.

Con esto le besé la mano y me retiré para casa.

Luego que llegué a ella, me entré a ver a mi madre, y le conté cuanto me había pasado, manifestándole la patente de admitido en el convento de San Diego. De que mi madre la vio, no sé cómo no se volvió loca de gusto, creyendo que yo era un joven muy bueno y que cuando menos sería yo otro San Felipe de Jesús.

No hay que dudar ni que admirarse de esta sorpresa de mi madre, pues si mis maldades le parecían gracias, mi virtud tan al vivo, ¿qué le parecería?

Vino mi padre de la calle, y mi madre, llena de júbilo, le impuso de todas mis intenciones, enseñándole al propio tiempo la patente del padre provincial.

- ¿Ves, hijo -le decía-, ves cómo no es tan bravo el león como lo pintan? ¿Ves cómo Pedrito no era tan malo como tú decías? Él como muchacho ha sido traviesillo, ¿pero qué muchacho no lo es? Tú querías que fuera un santo desde criatura, querías bien; pero, hijo, es una imprudencia; ¿cómo han de comenzar los niños por donde nosotros acabamos? Es necesario dar tiempo al tiempo. Ya ves qué mutación tan repentina. ¿Cuándo la esperabas? Ayer decías que Pedro era un pícaro, y hoy ya lo ves hecho un santo; ayer pensabas que había de ser el lunar de su linaje, y hoy ya ves que él será el ilustre de su familia, porque familia que cuenta un deudo fraile, no puede ser de oscuro principio; yo, a lo menos así lo entiendo.

Yo, por un agujerito de la puerta, había estado oyendo y fisgando toda esta escena, y vi que mi padre leyó, releyó y remiró una, dos y tres veces la patente; y aun advertí que más de una vez estuvo por limpiarse los ojos, a pesar de que no tenía lagañas. ¡Tal era la duda que tenía de mi verdad que apenas creía lo que estaba leyendo!

Sin embargo de ésta su sorpresa, oyó muy bien toda la arenga de mi madre, a la que luego que concluyó le dijo:

- ¡Válgate Dios, hija, qué cándida eres! ¡Cuántas boberías me has dicho en un instante! Si alguno nos hubiera escuchado yo me avergonzara, pues las familias que en realidad son nobles, como la tuya, no aspiran a parecerlo con el empeño de tener un hijo religioso, ni hacen vanidad de ello cuando lo tienen; antes ese empeño y esa vanidad es una prueba clara de una no conocida nobleza, o que a lo menos no puede manifestarse de otro modo; modo, ciertamente, muy aventurado, y que puede estar sujeto a mil trácalas; pero esto no es lo que importa por ahora; a más que la nobleza verdadera consiste en la virtud. Ésta es su piedra de toque y su prueba legítima, y no los puestos brillantes, eclesiásticos o seculares, pues éstos muchas veces se pueden hallar en personas indignas de tenerlos por su mala moral, etc.

No sé por qué me parece que éstas son picardías de Pedro ...

- Cállate -dijo mi madre-: como tú no quieres al pobre muchacho, aunque haga milagros te han de parecer mal. Sus defectos sí los crees aunque no los veas; pero de su virtud dudas, aun mirándola con los ojos. Bien dicen: en dando en que un perro tiene rabia, hasta que lo maten.

- ¿Qué estás hablando, hija? -decía mi padre-. ¿Qué virtud estoy mirando yo, ni jamás he visto en Pedro?

- ¿Qué más prueba de virtud que esa patente? -decía mi madre.

- No, esta patente no prueba virtud -replicaba mi padre-; lo que prueba es que tuvo habilidad para engañar al provincial hasta arrancársela por sus fines particulares.

- Tú harás y dirás todo eso por no gastar en el hábito y en la profesión; pero para eso no es menester que quites de las piedras para poner en mi hijo. Aún tiene tíos, y cuando no, yo pediré los gastos de limosna.

Aquí paró la sesión, y salieron los dos buenos viejos a comer.

A la noche me llamó mi padre a solas, me hizo mil preguntas, a las que yo contesté amén, amén, con la misma hipocresía que al provincial; me echó su merced mi buen sermón, explicándome qué cosa era la vida de un religioso; cuál la perfección de su estado; cuáles sus cargos; cuán temibles son las resultas que se debe prometer el que abraza sin vocación un estado semejante, y qué sé yo qué otras cosas, todas ciertas, justas, muy bien dichas y para mi bien; pero esto es lo que los muchachos oyen con menos atención, y así no es mucho se les olvide pronto. Ello es que yo estuve en el sermón, con los ojos bajos y con una modestia tal que ya parecía un novicio. Tan bien hice el papel que mi padre creyó que era la pura verdad, y me ofreció ir por la mañana a ver al padre provincial: me dio su bendición le besé la mano y nos fuimos a acostar.

Yo dormí muy contento y satisfecho, porque los había engañado a todos, y me había escapado de ser aprendiz o soldado.

Al otro día cuando me levanté, ya mi padre había salido de casa, y cuando volvió a ella al mediodía me dijo delante de mi madre:

- Señor Pedrito, ya vi al provincial; ya está todo en corriente, y de aquí a ocho días, dándome Dios vida, tomarás el hábito.

Mi madre se alegró, y yo fingí alegrarme más con la noticia.

En aquellos ocho días se prepararon todas las cosas necesarias se dio parte de él a todos mis amigos, parientes, malhechores, y de todos ellos recibió mi padre mil parabienes y mi madre mil enhorabuenas, que hacían por junto dos mil faramullas, que llaman políticas, ceremonias y cumplimientos; pero que no dejan todas ellas una onza de utilidad, por más que se multipliquen en número.

Mis padres se ocupaban en estos ocho días en recibir visitas y en disponer lo necesario para la entrada, y yo me ocupaba en andar con Pelayo despidiéndome de mis tertulias no con poco dolor de mi corazón, pues sentía demasiada violencia en la separación de mis pecaminosas distracciones.

No contento con la libertad que tenía en la calle hasta las ocho de la noche (que hasta esa hora se le extendió la licencia al religioso, ínfieri, o por ser) ni satisfecho por las holguras que me proporcionaba mi maestro Pelayo, mi genio festivo y la facilidad de las damas que visitábamos, todavía aspiraba a seducir a Poncianita, la hija de don Martín, el de la hacienda, que frecuentaba mi casa diariamente; mas la muchacha era virtuosa, discreta y juguetona. Conocía bien mi carácter, y me tenía por lo que era, esto es, por un joven calavera y malicioso, pero tonto en la realidad; y así a todos los mimos y zorroclocos que yo le hacía, me contestaba con mucho agrado, pero también con mucha variedad, y siempre haciéndome ver que me quería. Con esto yo, más bobo y malicioso que ella, pensaba lograr alguna vez la conquista; pero ella, más honrada y viva que yo, pensaba que esta vez jamás llegaría, como en efecto jamás llegó.

Un día le di yo mismo una esquelita que decía una sarta de tonterías y requiebros, y remataba asegurándole de mi buena voluntad, y que si yo no hubiera de entrarme religioso, con nadie me casaría sino con ella. Por aquí se puede comprender muy bien lo que yo era, y cómo es compatible la ignorancia suma con la suma malicia; pero lo más digno de celebrarse es la chusca contestación de ella a mi papel, que decía:

Señorito: agradezco la buena voluntad de usted y si pudiera la correspondería, pero estoy queriendo bien a otro caballerito, que si esto no fuera, con nadie me casaría yo mejor que con usted, aunque sacara dispensa. Dios lo haga buen religioso, y le dé ventura en lides.
La que usted sabe.

No puedo ponderar bien las agitaciones que sentí con esta receta. Ella me enceló; me enamoró y me enfureció en términos que esa noche que fue la víspera de mi entrada, apenas pude dormir. ¿Qué tal sería el alboroto de mis pasiones? Pero, por fin, amaneció, y con la vista de otros objetos fue calmando un poco aquel tumulto.

Luego que nos apeamos a la puerta del convento, se dispusieron todas las cosas, y fuimos al coro, donde se celebró la función. Tomé el hábito, pero no me desnudé de mis malas cualidades; yo me vi vestido de religioso y mezclado con ellos, pero no sentí en mi interior la más mínima mutación: me quedé tan malo como siempre, y entonces experimenté por mí mismo que el hábito no hace al monje.

Inmediatamente comencé a extrañar lo áspero del sayal. Llegó la hora de refectorio, y me disgustó bastante lo parco de la cena. Fuíme a acostar, y no hallaba lugar que me acomodara; por todas partes me lastimaba la cama de tablas, y como nunca me había dado una ensayadita en estas mortificaciones, ni de chanza, se me asentaban demasiado.

Daba vueltas y más vueltas y no podía dormir pensando en Poncianita, en la Zorra, en la Cucaracha, y en otras iguales sabandijas, y me arrepentía sinceramente de mi determinación, renegaba del apoyo que hallé en Pelayo, y me daba al diablo juntamente con la esquela de recomendación que tan breve me había facilitado mi presidio, que así nombraba yo mi nuevo estado; pero él no tenía la culpa, sino yo, que no era para él.

Maldiciendo y renegando, como os digo, me quedé dormido cerca de las once y media de la noche, y apenas había pegado mis párpados, cuando entra en mi celda un novicio despertador y me dice:

- Hermano, hermano, levántese su caridad, vamos a maitines.

Abrí los ojos, advertí que era fuerza obedecer, y me levanté echando sapos y culebras en mi interior.

Fui a coro, y medio durmiendo y rezongando lo que entendía del oficio, concluí mi tarea y volví a mi celda apeteciendo un pocillo de chocolate siquiera a aquella hora, porque ciertamente tenía hambre; pero no había ni a quién pedírselo.

Reinaba un profundo silencio en aquel dormitorio, y en medio del pavor que me causaba, para entretener mi hambre, mi vigilia y mi desesperación, me volví a entregar a mis ideas libertinas y melancólicas, y tanto me abstraje en ella que derramé hartas lágrimas de cólera y de arrepentimiento; pero me venció el sueño al cabo de las cuatro de la mañana y me quedé dormido; mas, ¡oh desgracia de flojos!, no bien había comenzado a roncar, cuando he aquí al hermano novicio que me vino a despertar para ir a prima.

Me levanté otra vez lleno de rabia, maldiciéndome a guisa de condenado; pero allá en mi corazón y sin hablar una palabra, diciendo entre mí: ¿Pues no es ésta una vida pesadísima? ¡Habráse visto empeño como el que ha tomado este frailecillo en no dejarme dormir! Él es mi ahuizote sin duda, es otro doctor Pedro Recio, pues si el del Quijote quitaba a Sancho Panza los platos de delante luego que empezaba a comer, éste me quita a mí el sueño luego que comienzo a dormir.

En esta santa contemplación se acabó el rezo y salimos de coro; pero cuál fue mi tristeza y enojo cuando dieron las seis, las seis y media, las siete, y no parecía tal chocolate, ni pareció en toda la mañana, porque me dijeron que era día de ayuno! Entonces me acabé de dar a Barrabás, renegando más y con doble fervor de mi maldito pensamiento de ser fraile y más cuando fueron otros dos novicios, y presentándome dos cubetas de cuero, me dijeron:

- Hermano, venga su caridad; tome esas cubetas y vamos a barrer el convento mientras es hora de ir al coro.

Ésta está peor, me decía yo; ¡conque no dormir, no comer y trabajar como un macho de noria! ¿Esto es ser novicio? ¿Esto es ser fraile? ¡Ah, pese a mí maldita ligereza, y a los infames consejos de Pelayo y de Juan Largo! No hay remedio, yo no soy fraile, yo me salgo, porque si duro aquí ocho días, me acaba de llevar el diablo, de sueño, de hambre y de cansancio. Yo me salgo, sí; yo me salgo ...; pero, ¿tan breve? ¿Aún no caliento el lugar y ya quiero marcharme? No puede ser. ¿Qué dirán? Es fuerza aguantar dos o tres meses, como quien bebe agua de tabaco, y entonces disimularé mi salida, fingiéndome enfermo; aunque no habrá para qué afanarme en fingir, pues mi enfermedad será real y verdadera con semejante vida, y plegue a Dios que de aquí allá no haya yo estacado la zalea (Vocablo del argot que significa morir, haciendo referencia a los borregos que después de ser sacrificados son desollados) en estos santos paredones. ¡Qué hemos de hacer!

Llegó la hora de la misa conventual, y fuimos a coro. Entonces advertí que no asistían algunos padres que había visto por el convento. Pregunté el motivo y me dijeron que eran padres graves y jubilados, o exentos de las asistencias de comunidad. Con esto me consolé un poco, porque decía: En caso de profesar, que lo dudo, como yo sea padre grave, ya estoy libre de estas cosas. Fuimos a coro.

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