Índice de El periquillo sarniento de J.J. Fernández de LizardiCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO I

X

Concluye eL padre de PeriquilLo su instrucción, resuelve éste estudiar teología. La abandona. Quiere su padre ponerlo a oficio; él se resiste, y se refieren otras cosillas

Cenamos muy contentos como siempre, y nos fuimos a acostar como todas las noches. Yo no pude menos que estar rumiando lo que acababa de decir mi padre, y no dejaba de conocer que me decía el credo, porque hay verdades que se meten por los ojos, aunque uno no quiera; pero por más que me convencían las razones que había oído, no me podía resolver a estudiar cánones o teología, que era el intento de mi buen padre, pues así como me agradaba la vida libre y holgazana, así me fastidiaba el trabajo.

Al otro día, después que vino mi padre de misa, me llamó a su cuarto y me dijo:

- No quiero que se nos vaya a olvidar la contestación de anoche. Te decía, Pedro, que los pueblos padecen mucho cuando sus curas y vicarios son ignorantes o inmorales, porque jamás las ovejas estarán seguras ni bien cuidadas en poder de unos pastores necios o desidiosos; y todo esto te lo he dicho para probarte que la sabiduría nunca sobra en un sacerdote, y más si está encargado del cuidado de los pueblos; y para mayor confirmación de mi doctrina, oye: En los pueblos puede haber, y en efecto habrá en muchos, algunas almas místicas que aspiren a la perfección por el camino ordinario, que es el de la oración mental. ¿Y qué dirección podrá dar un padre vicario semi lego a una de estas almas, cuando por desidia o por ineptitud no sólo no ha estudiado la respectiva teología, pero ni siquiera ha visto por el forro las obras de Santa Teresa, la Lucerna mística del padre Ezquerra, los Desengaños místicos del padre Arbiol, y quizá ni aun el Kempis ni el Villacastín? ¿Cómo podrá dirigir a una alma virtuosa y abstracta el que ignora los caminos? ¿Cómo podrá sondear su espíritu ni distinguir si es una alma ilusa o verdaderamente favorecida, cuando no sabe qué cosa son las vías purgativa, ilurninativa, contemplativa y unitiva? ¿Cuando ignora qué cosa son revelaciones, éxtasis, raptos y deliquios? ¿Cuando le coge de nuevo lo que son consolaciones y sequedades? ¿Cuando se sorprende al oír las voces de ósculo santo, abrazo divino y desposorio espiritual? ¿Y cuando (por no cansarte con lo que no entiendes) ignora del todo los primores con que obra la divina gracia en las almas espirituales y devotas?

Aún hay más. Ya te dije que los sacerdotes son los maestros de la ley. A ellos toca privativamente la explicación del dogma y la interpretación de las Sagradas Escrituras. Ellos deben estar muy bien instruidos en la revelación y tradición en que se funda nuestra fe, y ellos, en fin, deben saber sostener a la faz del mundo lo sólido e incontrastable de nuestra santa religión y creencia.

Pues ahora, supongamos un caso remoto, pero no imposible. Supongamos, digo, que un pobrecito vicario de éstos de que hablamos, o un religioso hebdomadario, o que llaman de misa y olla, tiene con un hereje una disputa acerca de la certeza de nuestra religión, de la justicia de su dogma, de lo divino de sus misterios, de la realidad del cumplimiento de las profecías, de lo evidente de la venida del Mesías, del cómputo de las semanas de Daniel o cosa semejante (advirtiendo que los herejes que promueven o entran en estas disputas, aunque son ciegos para la fe, no lo son para las ciencias. He vivido en puerto de mar, y he conocido y tratado algunos). ¿Cómo conocerán sus sofismas? ¿Cómo eludirán sus argumentos? ¿Cómo distinguirán su malicia de la fuerza intrínseca de la razón? ¿Y cómo podrá salir de sus labios la verdad triunfante y con el brillo que le es tan natural? Ello es cierto si sólo el Ferrer, el Cliquet, el Lárraga u otro sumista de moral semejante fueran bastantes para contrarrestar a los herejes, no sé cómo hubiera salido San Agustín con los maniqueos, San Jerónimo con los donatistas, ni otros santos padres con otras chusmas de herejes y heresiarcas a quienes combatieron y confundieron con brillantez y solidez de argumentos.

Harto te he dicho, y aún así quieres ser eclesiástico, dime ¿qué te resuelves a estudiar?

Viéndome yo tan atacado, no hubo remedio; respondí a mi padre que estudiaría teología, y a los dos días ya era yo cursante teólogo, y vestía los hábitos clericales.

No tardé mucho en ver en la Universidad a mi amigo Pelayo, a quien di parte de todo lo que me había ocurrido con mi padre, y cómo yo, no pudiendo escaparme de sus insinuaciones elegí estudiar teología.

- Ello será un perdedero de tiempo, supuesto que no te gusta el estudio -me dijo mi amigo-; pero si no hay otro remedio, ¿qué se ha de hacer? A veces es preciso contemporizar con los viejos ideáticos, aunque uno no quiera, aunque sea para engañarlos, mientras se realizan nuestros proyectos.

Bien saben y sabemos que a lo que vamos los más estudiantes a la Universidad no es a aprender nada, sino a cuajar un rato unos con otros; pero lo cierto es, que el que no tiene su certificación de haber cursado el tiempo prefinido por estatuto, no se graduará, aunque sea más teólogo que Santo Tomás, y si la tiene, él será bachiller, aunque no sepa quién es Dios por el padre Ripalda; pero ello es que así la vamos pasando, y así la pasaremos tú y yo con más descanso. Yo apenas falto de la Universidad tal cual vez; pero del colegio sí me deserto con frecuencia. Los domingos, jueves y fiestas de guardar no tenemos clase por el colegio; y yo salo (Término sinónimo de pinta, esto es, faltar intencionalmente a clases) uno o dos días a la semana; ya verás qué poco me mortifico. Esto es lo que harás tú, si quieres que no se te haga pesado el estudio de la teología. Acompáñate conmigo; arráncale a tu padre los realitos que puedas, y confía de mí en que no sólo te pasarás buena vida, sino que te civilizarás, porque advierto que eres un mexicano payo, y yo te quiero sacar de barreras. Sí, yo te llevaré a varias casas de señoritas finas que tengo de tertulias; aprenderás a danzar, a bailar, a contestar con las gentes decentes. Fuera de esto, te sentaré en los estrados y haré que te comuniques con las damas; porque el trato con las señoras ilustra demasiado. Últimamente, te enseñaré a jugar al billar, malilla de campo, tresillo, báciga y albures, que todas estas habilidades son partes de un mozo fino e ilustrado, y de este modo nos la pasaremos buena. Al cabo de un año tú no te conocerás, y me darás las gracias por los buenos oficios de mi amistad.

El cielo vi abierto con el plan de vida que me propuso Pelayo, porque yo no aspiraba a otra cosa que a holgar y divertirme; y así le di las gracias por el interés que tomaba en mis adelantos, y desde aquel día me puse bajo su dirección y tutela.

Él inmediatamente trató de cumplir con sus deberes, llevándome a varias tertulias que frecuentaba en algunas casas medianamente decentes, y en las que vivían señoritas de título, como la Cucaracha, la Pisabonito, la Quebrantahuesos y otras de igual calaña.

Ya se deja entender que los tertulios y tertulias debajo de capas, casacas y enaguas eran muchachas y jóvenes de primera tijera, esto es, mozos y mozas estragados, libertinos y tunos de profesión.

Con tan buenas compañías y la dirección de mi sapientísimo mentor, dentro de pocos meses salí un buen bandolonista, bailador incansable, saltador eterno, decidor, refranero, atrevido y lépero (Vocablo que significa grocero) a toda prueba.

Como mi maestro se había propuesto civilizarme e ilustrarme en todos los ramos de la caballería de la moda, me enseñó a jugar al billar, tresillo, tuti y juegos carteados; no se olvidó de instruirme en las cábulas del bisbis (Juego de naipes), ni en los ardides para jugar albures según arte, y no así, así, a la buena de Dios, ni a lo que la suerte diera; pues me decía que el que limpio jugaba limpio se iba a su casa, sino siempre con su pedazo de diligencia.

El pobre de mi padre estaba muy ajeno de mis indignos adelantamientos y muy pagado de Martín Pelayo, que visitaba mi casa con frecuencia; porque yo os he dicho que vuestro abuelo era de tan buen entendimiento como corazón. En efecto, era hombre de bien y virtuoso, y como tales personas son fáciles de engañarse por las astucias de los malvados, entre yo y mi amigo teníamos alucinado a mi buen padre; porque yo era un gran pícaro, y Pelayo era otro pícaro más que yo; y así, entre los dos, hacíamos cera y pabilo de las creederas de mi padre, que tenía por un mozo muy fino, arreglado y buen estudiante al tal tuno de Martín, y éste, a mis excusas, hacía delante de mis padres unos elogios encarecidísimos de mi talento y aplicación, con lo que les clavaba más la espina, esto es, a mi padre, que a mi madre no era menester nada de eso; porque como me amaba sin prudencia, mis mayores maldades las disculpaba con la edad, y mis menores me las pasaba por gracias y travesuras.

Pero así como la moneda falsa no puede correr mucho tiempo sin descubrir o su mal troquel o su liga, así la maldad no puede pasar muchos días con la capa de la hipocresía sin manifestar su sordidez. Puntualmente sucedió lo mismo conmigo, pues mi padre, un día que yo no lo pensaba, me preguntó que cuándo era mi acto o que si estaba en disposición de tenerlo. Ciertamente que si como me preguntó eso me hubiera preguntado que si estaba apto para bailar una contradanza, para pervertir una joven o para amarrar un alburito, no me tardo mucho en responder afirmativamente; pero me hizo una pregunta difícil porque yo, con mis quehaceres, no pude dedicarme a otro estudio, de suerte que mi Biluart estaba limpio y casi intacto.

Sin, embargo, era preciso responder alguna cosa, y fue: que mi catedrático no me había dicho nada, que se lo preguntaría.

- No -me dijo mi padre-, no le preguntes nada, que yo lo haré.

En mala hora se encargó mi padre de semejante comisión, porque fue al segundo día al colegio, y le preguntó a mi maestro que en qué estado estaba yo de estudio, y que si estaba capaz de sustentar un acto le hiciese favor de avisárselo para hacer sus diligencias para los gastos.

Mi maestro, tan veraz como serio, le contestó:

- Amigo, yo deseaba que usted me viera para decirle que su niño no promete las más leves esperanzas de aprovechar, no porque carezca de talento, sino por falta de aplicación. Es muy abandonado, rara semana deja de faltar uno o dos días a la clase, y cuando viene, es a enredar y a hacer que pierdan el tiempo los otros colegiales. En virtud de esto, ya usted verá cuál será su aptitud, y cuáles sus adelantos. A más de esto, yo le he advertido ciertas amistades y malas inclinaciones que me hacen temer la ruina próxima de este mozo, y así usted, como buen padre, vele sobre su conducta, y vea en qué lo ocupa con sujeción, porque si no, el muchacho se le pierde, y usted ha de dar a Dios cuenta de él.

Mi padre se despidió de mi maestro bastante avergonzado (según después me dijo) y lleno de una justa cólera contra mí. ¡Pobres padres! ¡Y qué ratos tan pesados les dan los malos hijos! Fue a casa al mediodía; me saludó con mucha desazón; se entró a la recámara con mi madre; y ésta, como a las dos horas, salió con los ojos llorosos a mandar poner la mesa.

Mi padre apenas comió, mi madre tampoco; yo, como sinvergüenza y que ignoraba que era el eje sobre que se movía aquel disgusto, no dejé de hacer cuanto pude por agotar los platos; porque al fin no hay sinvergüenza que no sea glotón. Durante la comida no habló mi padre una palabra, y así que se concluyó se levantaron los manteles y se dieron gracias a Dios; se retiró mi padre a dormir siesta y me dijo con mucha seriedad:

- Esta tarde no vaya usted al colegio, que lo he menester.

Como la culpa siempre acusa, yo me quedé con bastante miedo, temiendo no hubiera sabido mi padre algunas de mis gracias extraordinarias, y me quisiese dar con un garrote el premio que merecían.

Luego concebí que yo había sido la causa de la cólera, de la parsimonia de la mesa, y de las lágrimas de mi madre; pero como estaba satisfecho en que ésta no me quería, sino me adoraba, no tuve empacho para decirla:

- Señora, ¿qué novedad será ésta de mi padre?

A lo que la pobrecita me contestó con sus lágrimas y me refirió todo lo que había acaecido a mi padre con mi maestro y cómo estaba resuelto a ponerme a oficio ...

- ¿A oficio -dije yo-, a oficio? No lo permita Dios, señora. ¿Qué pareciera bachiller en artes, y un cursante teólogo convertido de la noche a la mañana en sastre o carpintero? ¿Qué burla me hicieran mis condiscípulos? ¿Qué dijeran mis parientes? ¿Qué se hablará?

- Pues, hijo -me contestó mi madre-, ¿qué quieres que haga? Ya yo he rogado a tu padre bastante, ya se lo he dicho, ya le he llorado; pero está renuente, no hay forma de convencerle, dice que no quiere que se lo lleve el diablo juntamente contigo por darme gusto. Yo no sé que hacer.

¡Qué bueno hubiera sido que mi madre me hubiera quebrado en la cabeza cuanta silla había en la sala, y bien amarrado me hubiera despachado al primer cuartel, y allí me hubiesen encajado luego luego la gala de recluta! Con eso se hubieran acabado mis bachillerías y sus cuidados; pero no lo hizo así, y tuvo después que sufrir lo que Dios sabe.

Al cabo de un rato salió mi padre ya con sombrero y bastón, y me dijo:

- Tome usted la capa y vamos.

Yo la tomé y salí con su merced con temor, y mi madre se quedó con cuidado.

A poco haber andado, se paró mi padre en un zaguán, y me dijo:

- Amigo, ya estoy desengañado de que es usted un gran perdido, y yo no quiero que se acabe de perder. Su maestro me ha dicho que es un flojo, vago y vicioso, y que no es para los estudios. En virtud de esto, yo tampoco quiero que sea para la ganzúa ni para la horca. Ahora mismo elige usted oficio que aprender, o de aquí llevo a usted a presentarlo al rey en la bandera de China.

Todos los retobos que usé con mi madre, con mi padre se volvieron sumisiones, como que sabía yo que no acostumbraba mentir y era resuelto; y así no pude hacer más que humillarme y pedirle por favor que me diese un plazo para informarme del oficio que me pareciera mejor.

Concedióme mi padre tres días a modo de ahorcado, y volvimos para casa, donde hallamos a mi pobre madre enferma de un gran flujo de sangre que le había venido por la pesadumbre que le di, y el susto con que se quedó.

No sabiendo que hacer para librarme de la férula de los maestros mecánicos, que me amenazaba por momento, discurrí la traza más diabólica que podía en lance tan apurado, y fue ir a ver a mi caritativo preceptor y sabio amigo, el ínclito Martín Pelayo. Con la confianza que tenía me entré de rondón hasta su cuarto, donde lo hallé columpiándose de un lazo que pendía del techo, tarareando unas boleras y dando saltos en el suelo.

Tan embebecido estaba en su escoleta, que no sintió cuando yo entré, y prosiguió brincando como un gamo, hasta que yo le dije:

- ¿Qué es esto, Martín? ¿Te has vuelto loco o estás aprendiendo a maromero?

Entonces él me vio y me contestó:

- Ni estoy loco ni quiero ser volatín, sino que estoy trabajando por aprender a hacer la octava que piden estas boleras.

Y diciendo esto continuó sus cabriolas.

Yo, mirando lo espacio que estaba, le dije:

- Suspende un poco tus lecciones, que traigo un asunto de mucha importancia que comunicarte, y del que sólo tu amistad puede sacarme con bien.

Él entonces, muy cortés, se quitó del lazo, se sentó conmigo en su cama, y me dijo:

- No sabía yo que traías asunto, pero di lo que se ofrezca, que ya sabes cuánto te estimo.

Le conté punto por punto todas mis cuitas, rematando con decirle que para librarme del deshonor que me esperaba en el aprendizaje, había pensado meterme a fraile. Él me oyó con bastante gravedad y me dijo:

- Perico, yo siento los infortunios que te amenazan por el genio ridículo y escrupuloso de tu padre, pero supuesto que no hay medio entre ser oficial mecánico o soldado, y que el único arbitrio de evadirte de ambas cosas de ésas es meterte a fraile, yo soy de tu mismo parecer; porque más vale tuerta que ciega; peor es ser el sastre Perico, o el soldado Perico, que no el padre Fr. Pedro. Ello es verdadero, que la vida de fraile trae sus incomodidades inaguantables, como el estudio, la asistencia de comunidad, la observación de las reglas, la subordinación a los prelados y la sujeción o privación de la libertad que tanto te acomoda a ti y a mí; pero todo es hacerse. A más de que, en cambio de esas molestias, tiene el estado sus ventajas considerables, como el honor de la religión que se extiende por todos sus individuos, aunque sean legos; el respeto que infunde el santo hábito, y, sobre todo, hijo, el afianzar la torta para siempre. Ya verás tú que estas conveniencias no las encuentra un artesano ni un soldado; y así me parece que lleves adelante tu pensamiento.

- Pues ya he venido -le dije- a consultarte mis designios y a suplicarte te empeñes con tu padre para que me dé una esquela de recomendación para que me admita tu tío el provincial de San Diego, porque esto urge, y en la tardanza está el peligro, pues como yo consiga la patente de admitido, ya a mi padre se le quitará el enojo y me verá de distinto modo.

- Pues eso es lo de menos -me dijo Pelayo-; ven mañana temprano que yo haré que mi padre ponga la esquela esta noche.

Con este consuelo me despedí de Martín muy contento, y me volví a mi casa.

A otro día marché para la casa de Pelayo, quien puso en mis manos la esquela de su padre, el que no contento con darla, pensando que yo era un joven muy virtuoso, prometió ir a hablar por mí a su hermano el provincial, para que me dispensara todas aquellas pruebas y dilaciones que sufren los que pretenden el hábito en semejantes religiones austeras.

No parece sino que me ayudaba en todo aquella fortuna que llaman de pícaro, porque todo se facilitaba a medida de mi deseo.

Yo recibí mi esquela con mucho gusto, di las gracias a mi amigo por su empeño, y me volví para casa.

Índice de El periquillo sarniento de J.J. Fernández de LizardiCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha