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LIBRO I

XII

Trátase sobre los malos y los buenos consejos: muerte del padre de Periquillo, y salida de éste del convento

Estuve en el coro durante la tercia y la misa, pero con la misma atención que el facistol. Todo se me fue en cabecear, estirar los párpados y bostezar, como quien no había cenado ni dormido.

El que presidía lo notó, y luego que salimos me dijo:

- Hermano, parece que su caridad es harto flojillo; enmendarse, que aquí no es lugar de dormir.

Yo no dejé de incomodarme, como que no estaba acostumbrado a que me regañaran mucho; pero no osé replicar una palabra. Me calé la capilla y marché a continuar la limpieza de mi santo cuartel.

Llegó la hora bendita del refectorio, y aunque la comida era de comunidad, a mí me pareció bajada del cielo, como que a buen hambre no hay mal pan.

En fin, me fui acostumbrando poco a poco a sufrir los trabajos de fraile y el encierro de novicio, manteniendo el estómago debilitado, consolando a mis ojos soñolientos, animando mis miembros fatigados con el trabajo y tolerando las demás penalidades de la religión, con la esperanza de que en cumpliendo seis meses, fingiría una enfermedad y me volvería a mis ajos y coles, que había dejado en la calle.

Si salía a acolitar, estaba en el altar inquietísimo, mi cabeza parecía molinillo, y no paraban mis ojos de revisar a cuanta mujer había en la iglesia; si barría el convento lo hacía muy mal; si servía el refectorio, quebraba los platos y escudillas; si me tocaba algún oficio en el coro, me dormía; finalmente, todo lo hacía mal, porque todo lo hacía de mala gana. Con esto, raro era el día que no entraba al refectorio con la almohada, la escoba o los tepalcates colgados, con un tapaojos o con otra señal de mis malas mañas y de las ridiculeces de los frailes, como yo decía.

Los primeros días se me asentaba la silla un poco, esto es, se me hacían pesadas semejantes burlas y mojigangas, como yo las llamaba, siendo su propio nombre penitencias; pero después me fui con naturalizando con ellas, de modo que se me daba tanto a entrar al coro o refectorio con una sarta de guijarros, pendiente del cuello, como si llevara un rosario de Jerusalén.

Así cayendo y levantando, y haciendo desesperar a los benditos religiosos, llegué a cumplir seis meses de novicio, tiempo que desde el primer día me había prefijado para salirme a la calle y volverme a mis andanzas en el siglo. Ya estaba yo pensando de qué mal sería bueno enfermarme, o fingir que me enfermaba, para cohonestar mi veleidad, y habiendo por último elegido la epilepsia, ya iba a descargar sobre el corazón sensible de mi padre el golpe fatal, escribiéndole mi resolución de salirme, cuando llegó Januario y me dio la triste noticia de hallarse mi dicho padre gravemente enfermo y desahuciado de los médicos.

Cinco días pasaron después del que me habló Januario; cuando vino a verme don Martín, y previniéndome el ánimo con los consuelos que le dictó su caridad, me dio una carta cerrada de mi padre, y con ella la noticia de su fallecimiento.

La Naturaleza apretó mi corazón, y mis lágrimas manifestaron en abundancia mis sentimientos. Don Martín repitió sus consuejos, y se fue a dar algunas limosnas al padre provincial para sufragios por el alma del difunto. El padre vicario, los coristas y mis connovicios entraron a mi celda y me daban todos aquellos consuelos que se apoyan en la religión; y luego que calmó un poco mi dolor, me dejaron solo y se retiraron a sus destinos. Dos días pasaron sin que yo me atreviese a abrir la carta pues cada vez que la quería abrir, leía el sobrecito que decía: A mi querido hijo Pedro Sarmiento. Dios lo guarde en su santa gracia por muchos años. Entonces se estremecía mi corazón sobremanera y no hacía más que besarla y humedecerla con mis lágrimas, pues aquellos pocos caracteres me acordaban el amor que siempre me había tenido, y su constante virtud que me había inspirado.

Al cabo de tres días abrí la carta, cuyo contenido leí tantas veces que se me quedó en la memoria, y por ser sus documentos digna herencia de vuestro abuelo, os la quiero dejar aquí escrita.

Amado hijo: Al borde del sepulcro te escribo ésta, que según mi orden, te entregarán luego que esté mi cadáver sepultado.

No tengo más bienes que dejar a tu pobre madre que cuatro reales y los pocos muebles de casa para que pase sin ansias algunos días de su triste viudedad; y a ti, hijo mío, ¿qué te podré dejar, sino escritas por mi mano trémula y moribunda aquellas mismas máximas que he procurado inspirarte toda mi vida? Hazles lugar en tu corazón y procura traerlas a la memoria con frecuencia. Obsérvalas, que jamás te arrepentirás de su observancia.

Ama a Dios, témelo y reconócelo por tu padre, tu Señor y tu benefactor.

Sé fiel a tu patria, y respeta a las autoridades establecidas.

Pórtate con todos como quisieras se portaran contigo.

A nadie hagas daño, y jamás omitas el bien que puedas hacer.

No aflijas a tu madre, ni excites su llanto, porque las lágrimas que derraman las madres por los malos hijos claman ante Dios contra éstos por la venganza.

Jamás desprecies los clamores del pobre, y hallen sus miserias un abrigo en tu corazón.

No juzgues del mérito de los hombres por su exterior, que éste es engañoso las más veces.

No te empeñes nunca en singularizarte en nada.

Si profesares en esa santa religión, no olvides en ningún tiempo los votos con que te has consagrado a Dios.

No te afanes por alcanzar los puestos honoríficos de la religión, ni te entristezcas si no los alcanzares, que esto no es propio del verdadero religioso que ha abandonado el mundo y sus pompas.

Si fueres padre, maestro o prelado, no olvides la observancia de tu regla; antes entonces debes ser más modesto en el hábito, más puntual en el coro, y más edificante en todo, pues no es razón que exijas de tus súbditos el estrecho cumplimiento de su obligación, si tú les enseñas otra cosa con el ejemplo.

No te mezcles en los negocios y asambleas de los seglares, porque no les escandalice tu relajación; pues tan bien parece un religioso en el coro, en el claustro, en el altar, púlpito o confesionario, como mal en el paseo, tertulia, juego, baile, coliseo y estrados de visitas.

No uses copetes en el cerquillo a modo de faisán o pavo, que esta sola divisa manifiesta el poco espíritu religioso, y declara bien lo apegado que está el que lo usa al mundo y a sus modas.

Finalmente si no profesas, guarda los preceptos del Decálogo en cualquiera que sea el estado de tu vida. Ellos son pocos, fáciles, útiles, necesarios y provechosos. Están fundados en el derecho natural y divino. Lo que nos mandan es justo; lo que nos prohiben es en beneficio nuestro y de nuestros semejantes; nada tienen de violento sino para los abandonados y libertinos; y por último, sin su observancia es imposible lograr ni la paz interior en esta vida, ni la felicidad eterna en la otra.

Acuérdate, pues, de esto, y de que dentro de pocos días seguirás el camino en que va a entrar tu padre, cuya bendición con la de Dios te alcance por siempre. Adiós, hijo amado. A las orillas de la eternidad, tu amante padre.

Manuel.

Esta carta no hizo más efecto que entristecerme algunos ratos, pero sin profundizar sus verdades en mi corazón, porque a éste le faltaba disposición para recibir tan saludable semilla.

Pasaron quince días en cuyo corto tiempo se me olvidaron en gran parte los sentimientos de la muerte de mi padre, los avisos de su carta (esto es, el primer espíritu de compunción con que la leí), y sólo me acordaba de mi apetecida libertad.

Al cabo de estos días vino Januario y me trajo un recado de mi madre, diciéndome que estaba muy apesarada y triste en su soledad, y que ya era tiempo para que yo realizara mis proyectos, pues habiendo muerto mi padre, ya no había cosa que embarazara mi salida, antes ésta podría servir a mi madre de consuelo, y otras cosas a este modo con que acabé yo de resolverme.

Le manifesté a Januario la carta de mi padre, y él luego que la leyó se echó a reír, y me dijo:

- Está bueno el sermón, no hay que hacer; tu padre, hermano, erró la vocación de medio a medio. Era mejor para misionero que para casado; pero consejos y bigotes, dicen que ya no se usan. La herencia está muy buena, aunque yo no daría por ella una peseta. Si como tu padre te dejó advertencias, te hubiera dejado monedas, se las deberías agradecer más; porque, amigo, un peso duro vale más que diez gruesas de consejos. Guarda esta carta, y salte a ver qué haces con lo que ha dejado tu padre, porque tu madre ¿qué ha de hacer? En cuatro días lo gasta y se acaba, y ni tú ni ella lo disfrutan.

En conversaciones tan edificantes como éstas, pasamos el rato que me permitió la campana, a cuyo toque se despidió Januario, quedándome yo, deseando llegar a la noche para avisarle mi determinación al padre maestro de novicios.

Llegó en efecto, y a mi parecer más tarde que otras veces. Luego que tuve lugar me entré en su celda, y le dije que estaba enfermo, y a más de eso, que mi madre había quedado viuda, pobre y sin más hijo que yo, y que así pensaba volverme al siglo; que me hiciera favor de facilitarme mi ropa.

El buen religioso me escuchó con santa paciencia, y me dijo que viera lo que hacía: que ésas eran tentaciones del demonio; si estaba enfermo, médicos y botica tenía el convento y que allí me curarían con el mismo cuidado que en mi casa; que si mi madre había quedado viuda y pobre, no había quedado sin Dios, que es padre universal y no desampara a sus criaturas; y por último; que lo pensara bien.

- Ya lo tengo bien pensado, padre nuestro -le dije-, y no hay remedio, yo me salgo, porque ni la religión es para mí, ni yo para la religión.

Enfadóse su paternidad con estas razones, y me dijo:

- La religión es para todos los que son para ella; mas su caridad dice bien, que no es para la religión, y así me lo ha parecido algunas veces. Vaya con Dios. Mañana temprano mandaré avisar a nuestro padre provincial, y se irá a su casa o donde le parezca.

Me retiré de su vista, y esa noche ya no quise ir a coro ni a refectorio (ni me hicieron instancia tampoco); y a otro día, entre nueve y diez de la mañana, me llamó el padre maestro de novicios, me despojó solemnemente de los hábitos, me dio mi ropa, y me marché para la calle, dirigiéndome inmediatamente para México.

No hay duda, decía yo entre mí, yo acabo de dejar el asilo de la inocencia; yo he dejado la única tabla a que podía asirme en el naufragio de esta vida mortal. Dios me verá como un ingrato, y los hombres me despreciarán como un inconstante ... ¡Ah, si pudiera yo volverme!

En estas serias meditaciones iba yo embebecido, cuando me tiró de la capa uno de mis antiguos contertulianos que me conoció y acompañaba a una de las coquetillas más desenvueltas que yo había chuleado antes de entrar en el convento.

Luego que nos saludamos y reconocimos los tres, me preguntó él cuándo me había salido y por qué. Le respondí que aquel mismo día, y por la muerte de mi padre y mi enfermedad. Me lo tuvieron a bien, y me llevaron a almorzar a un figón, donde comí a lo loco y bebí punto menos, con cuyos socorros se disiparon mis tristezas.

Despidiéronse de mí, y me fui para mi casa. Luego que mi madre me vio, comenzó a abrazarme y a llorar amargamente; pero me manifestó su contento por tenerrne otra vez en su compañía. ¿Quién le había de decir que sus trabajos comenzaban desde aquel día, y que mi persona lejos de proporcionarle los consuelos y alivios que se prometía, le había de ser funestamente gravosa? Pero así fue, como veréis en el capítulo siguiente.

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