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LIBRO III

XI

En el que Periquillo cuenta cómo entró a ejercicios en la profesa: su encuentro con Roque; quién fue su confesor, los favores que le debió, no siendo entre éstos el menor haberle acomodado en una tienda

Inmediatamente que llegué a la portería de la Profesa di el recado de parte del padre que iba a dar los ejercicios. El portero me preguntó mi nombre; lo dije; entonces vio un papel y me dijo:

- Está bien, que metan su cama de usted.

- Ya está aquí -le dije-; la traigo a cuestas.

- Pues entre usted.

Entré con él y me llevó a un cuarto donde estriba otro, diciéndome:

- Éste es el cuarto de usted y el señor, su compañero.

Diciendo esto se fue, y yo, luego que le iba a hablar al compañero, conocí que era el pobre Roque, mi condiscípulo, amigo y fámulo antiguo. Él también me conoció, y después que nos abrazamos con ternura imaginable, nos preguntamos recíprocamente y nos dimos cuenta de nuestras aventuras.

Admirado se quedó Roque al saber mis sucesos. Yo no me admiré mucho de los suyos, porque como él no había sido tan extraviado como yo, no había sufrido tanto, y sus aventurillas no habían pasado de comunes.

Al fin le dije:

- Yo me alegro mucho de que nos hayamos encontrado en este santo claustro, y que los que algún día corrimos juntos por la senda de la iniquidad, nos veamos juntos también aquí, animados de unos mismos sentimientos para implorar la gracia.

- Yo tengo el mismo gusto -me dijo Roque-, y a este gusto añado la satisfacción que tengo de pedir perdón, como de facto te lo pido, de aquellos malos consejos que te di, pues aunque yo lo hacía por lisonjearle y granjearme más tu protección, hostigado por mi miseria, no es disculpa; antes debería haberle aconsejado bien, y aun perdido tu casa y amistad, que haberle inducido a la maldad.

- Yo poco había menester -le dije-; no tengas escrúpulo de eso. Creete que sin tus persuasiones habría siempre obrado tan mal como obré.

- ¿Pero ahora tratas de mudar de vida seriamente? -me dijo Roque.

- Ésa es mi intención, sin duda -le contesté-, y con este designio me he venido a encerrar estos ocho días.

En esto tocaron la campana y nos fuimos a la plática preparatoria.

Concluidos los ejercicios de aquella noche, entró el portero a mi cuarto y me dijo de parte de mi confesor que después de la misa de prima en capilla lo esperara en la sacristía. Leímos yo y Roque en los libros buenos que había en la mesa hasta que fue hora de cenar, y después de esto nos recogimos, habilitándome Roque de una sábana y una almohada.

El séptimo se concluyó la confesión a satisfacción del confesor y con harto consuelo de mi espíritu. El padre me dijo que el día siguiente era la comunión general; que comulgara y no fuera a desayunarme a mi cuarto sino a su aposento, que era el número siete, saliendo de la capilla sobre la derecha. Así se lo prometí y nos separamos.

Increíble será para quien no tenga conocimiento de estas cosas, el gusto y sosiego con que yo dormí esa noche. Parece que me habían aliviado de un enorme peso o que se había disipado una espesa niebla que oprimía mi corazón, y así era la verdad.

Al día siguiente nos levantamos, aseamos y fuimos a la capilla, donde después de los ejercicios acostumbrados se dijo la misa de gracias con la mayor solemnidad, y después que comulgó el preste, comulgamos todos por su mano llenos del más dulce e inexplicable júbilo.

Concluida la misa y habiendo dado gracias, fueron todos a desayunarse al chocolatero, y yo, después de que me despedí de Roque con el mayor cariño, fui hacer lo mismo en compañia de mi confesor, que ya me esperaba en su aposento.

¡Pero cual fue mi sorpresa, cuando creyendo yo que era algún padre a quien no conocía sino de ocho días a aquella fecha, fui mirando que era mi confesor el mismísimo Martín Pelayo, mi viejo y excelente consejero!

Al advertir que ya no era un Martín Pelayo a secas, ni un muchacho bailador y atolondrado, sino un sacerdote sabio, ejemplar y circunspecto, y que a éste y no a un extraño le había contado todas mis gracias, no dejé de ruborizarme; a lo menos debió conocer el padre en la cara, pues tratando de ensancharme el espíritu, me dijo:

- ¿Qué no te acuerdas de mi, Pedrito? ¿No me das un abrazo? Vamos, dámelo, pero muy apretado. ¡Cuántos deseos tenía yo de verte y de saber de tus aventuras! Aventuras propias de un pobre muchacho, sin experiencia ni sujeción.

Fácil es concebir que con tan suave y prudente estilo me ensanchó demasiado el espíritu, y comencé a perderle la vergüenza, mucho más cuando no permitió que le hablara de usted sino de tú, como siempre.

Entre la conversación, le dije:

- Hermano, ya que te he debido tanto cuanto no puedo pagarte y me has dicho que el caballo, la manga, el sable y todo esto debo restituirlo, te digo que lo deseo demasiado; porque me parece que tengo un sambenito, y temo que no me vaya a suceder con esto otra burla peor que la que me sucedió con la del doctor Purgante. Cierto es que yo no me robé estas cosa; pero sea como fuere, son robadas, y yo no las debo tener en mi poder un instante. Yo quisiera quitármelas de encima lo más presto y ponerlas en tu poder para que, o avisando de ello en la Acordada, o al público por medio de la Gaceta o de cualquiera otra manera, se le vuelva todo a su dueño lo más pronto, o no se le vuelva; el fin es que me quites este sobrehueso, porque si lo bien habido se lo lleva el diablo, lo mal habido ya sabes que fin tiene.

- Todo eso está muy bueno -me dijo Pelayo-, pero ¿tienes otra ropa que ponerte?

- ¡Qué he de tener! -le dije- No hay más que estos seis pesos que han sobrado de las pistolas.

- Pues ahí tienes -decía Martín-; como por ahora no puedes deshacerte de todo, pues te hallas en extrema y legítima necesidad de cubrir tus carnes, aunque sea con lo robado. Sin embargo, veremos lo que se hace. Pero dime: ¿qué giro piensas tomar? ¿En qué quieres destinarte? ¿O de qué arbitrio imaginas subsistir? Porque para vivir es menester comer, y para tener qué comer es necesario trabajar, y a ti te es esto tan preciso que mientras no apoyes en algún trabajo tu subsistencia, estás muy expuesto a abandonar tus buenos deseos, olvidar tus recientes propósitos y volver a la vida antigua.

- No lo permita Dios -le dije con harta tristeza-; pero, hermano mío, ¿qué haré si no tengo en esta ciudad a quién volver mis ojos, ni de quién valerme para que me proporcione un destino o dónde servir, aunque fuera de portero? Mis parientes me niegan por pobre; mis amigos me desconocen por lo mismo, y todos me abandonan, ya por calavera, o ya porque no tengo blanca, que es lo más cierto, pues si tuviera dinero, me sobraran amigos y parientes, aunque fuera el diablo, como me han sobrado cuando lo he tenido; porque lo que éstos buscan es dinero, no conducta, y como tengan que estafar, nadie se mete en averiguar de dónde viene.

- No te apures -me dijo el padre Pelayo-, yo haré por ti cuanto pueda. Fía en la Suprema Providencia; pero no te descuides, porque hemos de estar en esta triste vida a Dios rogando y con el mazo dando.

- Su Majestad te pague los consuelos y consejos -le dije-; pero, hermano, yo quisiera que te interesaras con tus amigos a efecto de que logre algún destino, sea el que fuere, seguro de que no te haré quedar mal.

- Ahora mismo me ha ocurrido una especie -me dijo-; espérame aquí.

Al decir esto se fue a la calle, y yo me quedé leyendo hasta las doce del día, a cuya hora volvió mi amigo.

En cuanto entró, me dijo:

- Albricias, Pedro, ya hay destino. Esta tarde te llevo para que te ajustes con el que ha de ser tu patrón, con quien te tengo muy recomendado. Él es amigo mío y mi hijo espiritual; con esto lo conozco, y estoy seguro de sus bellas circunstancias. Vaya, tú debes dar a Dios mil gracias por este nuevo favor, y manejarte a su lado con conducta, pues ya es tiempo de pensar con juicio. Acuérdate siempre de las desgracias que has sufrido, y reflexiona en los pagos que dan el mundo y los malos amigos. Vamos a comer.

Le di los debidos agradecimientos, se puso la mesa comimos, y concluido esto, rezamos un padrenuestro por el alma de nuestro infeliz amigo Januario. Dormimos siesta, y a las cuatro, después de tomar chocolate, salí en un coche con el padre Pelayo a la casa del que iba a ser mi amigo.

En cuanto me vio parece que le confronté, porque me trató con mucha urbanidad y cariño. Tal debió de ser el buen informe que de mí le hizo nuestro confesor y amigo.

Era hombre viudo, sin hijos, rico y liberal, circunstancias que lo debían hacer buen amo, como lo fue en efecto.

El destino era cuidar como administrador el mesón del pueblo llamado San Agustín de las Cuevas, que sabéis dista cuatro leguas de la capital, y girar una buena tienda que tenía en dicho pueblo, debiendo partirse a medias entre mí y el amo las utilidades que ambos tratos produjeran.

Se deja entender que admití en el momento, llenando a Pelayo de agradecimientos; y habiendo quedado corrientes, y aplazado el día en que debía recibir, nos fuimos yo y mi amigo Martín para la Profesa.

En la noche platicamos sobre varios asuntos, rematando Pelayo la conversación con encargarme que me manejara con honradez y no le hiciera quedar mal. Se lo prometí así, y nos recogimos.

No restando ya más que hacer sobre esto, y llegado el día en que había de recibir la tienda y el mesón, fuimos a San Agustín de las Cuevas; me entregué de todo a satisfacción; mi amo y el padre volvieron a México, y yo me quedé en aquel pueblo manejándome con la mayor conducta, que el cielo me premió con el aumento de mis intereses y una serie de felicidades temporales.

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