Índice de La literatura mexicana durante la guerra de la independencia, de Luis G. UrbinaQuinta parte Séptima parteBiblioteca Virtual Antorcha

LA LITERATURA MEXICANA
DURANTE LA GUERRA
DE LA INDEPENDENCIA

Luis G. Urbina

Sexta parte

Fray Servando Teresa de Mier. - El sermón de Guadalupe. - La apología de Mier. - Los covachuelistas. - Historia de la Revolución. - La amenidad de Mier. - Las modas en Francia. - La vanidad de Mier. - Zavala sobre Mier. - Mier y el jacobinismo. - José Miguel Guiridi Alcocer. - Manuel de Lardizabal y Uribe. - Obras de Lardizabal



Fray Servando Teresa de Mier y Noriega y Guerra fue el criollo más batallador e inquieto de la época: un espíritu de alas muy grandes que se sentía estrecho y prisionero en la jaula de hierro de las preocupaciones. Obligado quizá por las cariñosas urgencias de los padres, sugerido, de pronto, y ofuscado por las insinuaciones constantes de amigos y allegados; empujado, por la necesidad social que la nobleza de su abolengo le imponía, a la carrera eclesiástica, tomó el hábito dominico, que él sintió siempre como si llevase una camisa de fuerza; le oprimía y le desesperaba. A los veintisiete años de edad era doctor de la Universidad de Nueva España. Comenzaba también a ser un rebelde. Su inadaptación al medio claustral era tan cierta, que en el convento mismo predicaba contra las reglas. Mier, dice un biógrafo, sostenía entre los profesores que los votos eran impracticables, las tentaciones muchas y el mal ejemplo acaba por arrastrar al mejor.

Ilustrado, nutrido de enseñanza filosófica, insaciable lector, observador en grande de las cosas, como que sabía remontar muy alto su pensamiento, empezó a vivir en ese período especial de nuestra historia, que inicia la borrasca política. Sus reflexiones, hondas y rápidas, le llevaron muy lejos. Era un consultor apasionado de los enciclopedistas. Y el espectáculo de la Revolución Francesa y de la independencia de los Estados Unidos había saturado su corazón de amor a la libertad. La ensalzaba sin circunloquios y sin miedos. Con un candor infantil expresaba y explicaba ardorosamente sus ideas.

Los inquisidores fruncieron el ceño. Los frailes españoles empezaron a verle con intranquilidad. El clero mestizo, por el contrario, lo vio con simpatía y extrañeza. El talento vivaz, la concepción rápida, la palabra insinuante y fácil de Mier, eran peligrosos. El Gobierno Vlirreinal, que le tuvo desconfianza, pidió informaciones secretas acerca del modo de pensar del dominico. Las obtuvo alarmantes. Dentro del hábito blanco y negro del doctor, se ensanchaba, ansioso de aire libre, un pocho de revolucionario.

El arzobispo Haro, que preveía y quería contener el levantamiento de los criollos contra los gachupines, se propuso dar un enérgico golpe político, so capa de defensa a los dogmas, persiguiendo en Mier la idea, todavía imprecisa aunque ya extendida ocultamente, de la Independencia.

Las persecuciones, las prisiones, los trabajos y pesadumbres que sufrió e! doctor Mier, llenan la existencia de este hombre raro, sagaz y cándido, tímido y audaz, sencillo y complicado, humilde y orgulloso a un tiempo, como si la Naturaleza se hubiese complacido en formar un espíritu con antítesis y paradojas.

Fue e! suyo un continuo agitarse y debatirse entre las trampas de un largo proceso eclesiástico, cuyo origen es un sermón pronunciado por Mier el día 12 de diciembre de 1794, en el Santuario de Guadalupe. En esta pieza de oratoria sagrada, el doctor pretende desvanecer la leyenda de la aparición de la Guadalupana al indio Juan Diego, sustituyéndola con una sutileza de investigación arqueológica, a saber: la Virgen de Guadalupe fue traída a México por Santo Tomás, que hizo su misteriosa visita a la América en los tiempos precortesianos. La tesis, tan atrevida para aquellas épocas de fanatismo pesado y denso, quitaba e! misterio de lo sobrenatural a la vieja pintura. El sermón de Mier, atiborrado de teología, muestra más el ingenio que la convicción, y por encima de todo, muestra asimismo el deseo de arrancar una absurda y grosera superstición.

En la primera carta de! novoleonés (había nacido en Monterrey) al doctor Juan Bautista Muñoz, Cronista Real de las Indias, en el año de 1797, se encuestra e! siguiente significatñvo pasaje:

Si yo hubiese predicado contra la tradición como se me ha acusado, le respondería con las palabras de San Gregorio Magno, sobre el 9° de Ezequiel: quando de veritate scandalum, utilius permititur nasci scandalum, quan ni veritas relinquatur. Pero fue todo lo contrario, señor. Intenté defenderla en mi sermón de 12 de diciembre de 1794, a estilo de los sermones de Guadalupe en México que se han convertido en disertaciones apologéticas contra los españoles indianos, que, como no nacieron en esa creencia, y tienen mucho de rivalidad nacional, no cesan de objetarnos las muchas dificultades que están saltando a la vista. Para evadirlos tomé un nuevo rumbo en que sacrifiqué alguna circunstancia no admitida tampoco por la congregación de ritos; y lo más que de aquí podia deducirse en último resultado, es que yo no creía la tradición articulo de fe, a la cual no puede añadirse ni quitarse, ni menos creía tales cada uno de sus episodios. Pero de eso tomó pretexto el arzobispo Haro para perseguirme hasta perderme, como a otros muchos americanos sobresalientes, porque tiene la misma tema contra nosotros que su paisano Don Quijote de la Mancha contra los encantadores, foliones y malandrines.

La donosura con que están escritas las memorias de este hombre insigne las hace, ya no sólo interesantes y curiosas, sino por extremo entretenidas y llenas de gracia. Páginas hay en ellas que se podrían confundir con las de alguna novela picaresca española; contienen la narración de una serie interminable de aventuras y desventuras que produce el efecto de algo inverosímil e inventado para solaz de la imaginación. Sin embargo, un aliento de verdad y de sinceridad anima la acción y mueve a los personajes. Con un poco de atención, se ve que las observaciones todas están hechas sobre la realidad palpitante, y que cuanto allí se cuenta ha sido vivido, si bien nerviosa y exaltadamente, por un hombre altivo, tenaz, ingenioso, fecundo en recursos salvadores, audaz hasta la temeridad, inocente, a veces, hasta la insensatez; pero sostenedor constante, paciente, inflexible de sus ideas, de sus derechos, y, por encima, el primero de todos: el derecho a ser libre.

Apología llama Mier a su autobiografía. Parece haberla escrito en el año de 1819. Y así da principio:

Poderosos y pecadores son sinónimos en el lenguaje de las Escrituras, porque el poder los llena de orgullo y envidia, les facilita los medios de oprimir y les asegura la impunidad. Asi la logró el arzobispo de México don Alonso Núñez de Haro en la persecución con que me perdió por el sermón de Guadalupe, que, siendo entonces religioso de la orden de Predicadores, dije en el Santuario de Tepeyacac el dia 12 de diciembre de 1794. Pero vi al injusto exaltado como cedro del Libano, pasé, y ya no existía. Es tiempo de instruir a la posteridad sobre la verdad de todo lo ocurrido en este negocio, para que juzgue con su acostumbrada imparcialidad, se aproveche y haga justicia a mí memoria, pues esta apología ya no puede servirme en esta vida que naturalmente está cerca de su término en mi edad de cincuenta y seis años. La debo a mi familia nobilísima en España y en América, a mi Universidad Mexicana, a la orden a que pertenecía, a mi carácter, a mi religión y a la Patria, cuya gloria fue el objeto que me había propuesto en el sermón.

Como es natural, la tal narración es apasionada y en muchos pasajes violenta. Desde el punto de vista que toma el doctor Mier, las injusticias resultan monstruosas, las gentes perversas y venales, los conventos focos de intriga e inmoralidad, y la sociedad española, lo mismo en España que en América, corrompida, hipócrita, enferma de malicia, de frivolidad y de miedo. Perseguido fray Servando, encarcelado, enviado a España, sujeto a condenación eclesiástica de diez años de reclusión en las Caldas de Santander, entabla un formidable combate de intelecto y de acción contra los altos dignatarios de la Iglesia, contra el arzobispo Haro, contra los covachuelistas del Palacio Real, contra la Corte, contra el Consejo de Indias, contra los frailes dominicos, sus guardianes y espías. Cada conflicto, cada dificultad, los salva con su audaz y supremo recurso: la evasión. Cuando aprieta mucho la mano gigantesca y sombría del proceso, fray Servando, resbaladizo y sutil, se escapa. Sus ardides llevan el sello de una indómita decisión: corta plomos, quita rejas, forcejea con muros, se descuelga por cordeles hechos con las ropas de la cama; hace instrumentos de las varillas de hierro del catre; escala tapias, aprovecha rendijas, es, en fin, un prisionero de novela, un presidiario de folletín, un Rocambole del siglo XVIII.

Desde que principia, con la persecución del arzobispo Haro, en México, hasta que termina el relato de la Apología, la idea de la fuga es una obsesión que no abandona a Mier. Y refiere las que llevó a término o las que concibió solamente, con una sencillez conmovedora. De paso, no cesa de mostrar la corrupción y venalidad del medio en que vivía. Oíd cómo nació en él esta idea de la fuga. El día 28 de diciembre de 1794, el Padre superior del convento de los Dominicos de México, pidió a fray Servando, de orden del Provincial, la llave de su celda. Desde aquel momento quedaba detenido, a pesar de las protestas y razones del doctor Mier. Este veía venir la tempestad deshecha; oía los primeros rumores; sentía las primeras y crueles ráfagas. El atrevido predicador contra el milagro guadalupano, para salvarse, escribió una retractación forzada. Pero los días pasaban, y un angustioso presentimiento conturbaba el ánimo del prisionero.

Y una noche -dice él- melancólico y desvelado sobre la ventana de mi celda, vi a un fraile que a deshora de la noche escapaba del convento para ir a ver a una vestal que había sacado de la casa de mi barbero. Me ocurrió entonces que yo también podía salir a dar un poder con que interponer recurso de fuerza ante la Real Audiencia, retractando las dos retractaciones que se me habían sacado por violencia y engaño. Y llamando a un religioso amigo, le encargué se informara de aquel fraile, por dónde salió y cómo no hallaba dificultad ...

Este es el objeto constante de su fuga: ir siempre en busca de justicia más alta que lo libre de venganzas. Y el delirio del perseguido, en efecto, exalta la viveza de su temperamento. Primero, en México, quiere librarse de Branciforte, Caco venalísimo, que contra él hubiera prestado auxilio a su compadre el arzobispo, y del Provincial, que hubiera también ayudado a este prelado en sus infames maquiavelismos. Se contemplaba solo y débil.

Con los frailes -pensaba- nada se tiene que contar cuando el prelado es contrario; son esclavos con cerquillo como los militares con charreteras. Y si el perseguido sobresale, no debe contar en su comunidad sino con enemigos. El infierno se desencadena contra él; ya mi vida no era vida en el claustro: no se me perdonaba ningún medio para deslucirme, desacreditarme y perderme hasta con anónimos al Gobierno. Gandarias tampoco me había dejado otro bien que el hábito blanco que tenía sobre el cuerpo. Al cabo temí un veneno; este crimen no es tan raro: el mismo fraile que me había acusado de querer tomar un asilo, había envenenado a su maestro de novicios García el Malagueño.

Después, en España, su preocupación, su enemigo, el aliado perverso de la injusticia y del mal, es el covachuelista León. Entre el maremagnum de desorden y vicio del reinado de Carlos IV, Mier se complace en recargar las tintas sombrías sobre este vulgar y sometido intrigante. La máquina burocrática de entonces está descrita por Mier con cuatro desenfadados e intencionados rasgos, antes del análisis que hace de ella el acusado fraile:

Vía reservada no es el Rey, como se piensa por acá, que sepa lo que se le quiere hacer saber. Es la Secretaría o Ministerio correspondiente, compuesto de varios oficiales, divididos en clases de primeros, o segundos, etc.; de los cuales hay uno mayor absolutamente, que está al lado del ministro, y otro llamado también mayor, que está en la Secretaría y que es el que le sigue en antigüedad. Llámanse covachuelas porque las Secretarías donde existen están en los bajos o covachas del Palacio. Y cada uno tiene el negociado de una provincia o reino, así en España como en las Indias.

De éstas hay Secretarías aparte o, digamos así, covachuelas, en los Ministerios de Gracia y Justicia y de Hacienda. A estos empleos se va, como a todos los de la Monarquía, por dinero, mujeres, parentesco, recomendación o intrigas: el mérito es un accesorio sólo útil con estos apoyos. Unos son ignorantes, otros muy hábiles, unos, hombres de bien y cristianos; otros, pícaros y hasta ateístas. En general son viciosos, corrompidos, llenos de concubinas y deudas, porque los sueldos son muy cortos. Así es notoria su venalidad.

A la mesa de aquel covachuelo que tiene el negociado de un reino, va cuanto se dirige, de él a la vía reservada. Y, o se limpia con el memorial, o le sepulta si no le pagan, o informa lo contrario de lo que se pide. En fin, da cuenta cuando se le antoja, y el modo de darla es poniendo cuatro rengloncitos al margen del memorial, aunque éste ocupe una resma de papel; y si pone seis rengloncitos, ha tenido empeño sobre el asunto. En ellos dice que se pide tal y tal; y si es covachuela de los primeros o segundos, dictamina, esto es, resuelve en favor o en contra.

Carlos IV estaba siempre, según las estaciones, en los sitios reales de Aranjuez: y El Escorial, distantes unas siete leguas de Madrid, o en La Granja, distante catorce, y sólo dos temporaditas en Madrid, donde casi nada se sospechaba, ni aun se desenvolvían los líos de las Secretarías. Se enviaban, pues, desde las Secretarías de Madrid al sitio, los memoriales, con los informes de los covachuelos; a veces, carros de papel. El oficial mayor que está al lado del ministro los recibe; y cuando éste ha de tener audiencia del Rey, que la da dos o tres veces a cada ministro cada semana, por la noche, mete una porción de aquellos memoriales en un saco que lleva el papel de bolsa. En cada memorial el ministro lee al Rey el informito marginal del covachuelo. El Rey a cada uno pregunta lo que se ha de resolver: el ministro contesta con la resolución puesta por el covachuelo, y el Rey echa una firmita. A los cinco minutos dice Carlos IV: basta; y con esta palabra queda despachado cuanto va en la bolsa, según la mente de los covachuelos, a cuyo poder vuelve todo desde el sitio para que se extiendan las órdenes. Ellos, entonces, hacen decir al Rey cuanto les place, sin que el Rey sepa ni lo que pasa en su mismo Palacio, ni el ministro en el reino. Ni se limitan los covachuelos a extender sólo las órdenes que se les mandan poner, o tocantes a lo que baja de arriba; ellos ponen lo que se les antoja, tocante a cualquier asunto, con tal que medie en su poder algún papel, informe, etc., del cual asirse para motivar la orden dada, caso de que por algún fenómeno se llegue a pedir razón de ella. ¿Quién se ha de atrever a acusar a un hombre que manda lo que quiere en nombre del Rey?

Las peripecias de esta carrera de obstáculos se suce den sin interrupción. Fray Servando, fugitivo, recorre España, se escapa a Francia, pasa a Italia, vuelve a Madrid, sale a Portugal, va a Inglaterra; torna a México con la expedición de Javier Mina, de la cual era alma el inquieto fraile, secularizado ya por el Papa Pío VII en 1803; es reaprehendido por la Inquisición, enviado al Castillo de San Juan de Ulúa, con rumbo a Cádiz; en la travesía, al llegar a La Habana, logró escaparse y huyó a los Estados Unidos. Allá oyó el grito de la patria libre, y su anhelo fue volver a ella; lo realizó, fue encarcelado al regreso por Dávila y reinternado a Ulúa, de donde salió para cumplir con su misión política de diputado al primer Congreso Constituyente en el año de 1822, representando a su provincia del Nuevo Reino de León. Todavía, a los sesenta años, enemigo del primer Imperio, conspirador republicano, sufrió su última prisión e hizo su última escapatoria.

Una existencia tan sin reposo, tan movediza, tan atormentada, tan febril, no podía producir obra artística ponderada y grave. Así sucedió. No la produjo. Escribió como vivió, con precipitación, con urgencia. Es el primer historiador de la Insurrección. Su libro Historia de la revolución de Nueva España, antiguamente Anáhuac, apareció en 1813, cuando el cura Morelos agitaba todavía, con alientos de epopeya, las llamas del incendio revolucionario. La imprimió en Londres, oculto bajo el nombre del doctor José Guerra, y es un acalorado ataque al editor de la Gazeta de México, el pillo Juan López Cancelada, por su folleto en pro de la causa española. Esta obra de Mier comenzó a ser protegida pecuniariamente por el virrey Iturrigaray, quien deseaba sincerarse del cargo de explotador sin escrúpulo de las prerrogativas de su alto puesto; pero, a la mitad del primer tomo, la Historia de fray Servando se convierte en una apología (así la llama) de la causa insurgente y de sus hombres.

La relación de los hechos, verídica en el fondo, está desordenada, y en algunas partes, confusa. Es interesantísima, con su estilo vivaz pero incorrecto, descuidado, llano en veces, como el del Pensador, como el de Bustamante, hasta la familiaridad y la vulgaridad. Sin embargo, páginas enteras tienen la conmovedora elocuencia de la verdad y de la convicción. Habla en ellas un hombre de extraordinaria elevación moral y de luminosa claridad de pensamiento. Una fe absoluta en los destinos de la Patria mueve la mano que trazó aquellas calientes imprecaciones. Es cierto que la forma ardorosa llega, en ocasiones, hasta la tirada declamatoria, lo cual no es de extrañar en aquellos tiempos en que todos, para exaltar los ánimos, para embriagar las pasiones con palabras, usaban de este estilo hinchado y pomposo, estilo revolucionario, de arenga y de proclama, que se bebía en las turbias fuentes jacobinas de Marat, Robespierre y Vergniaud.

Mier no es un crítico frío y severo en su Historia, es un fogoso razonador. Analiza cuanto se lo permite su caldeado temperamento, su acometividad impetuosa y violenta. No juzga, precisamente; ataca, y, atacando, ridiculiza, zahiere, burla. El chiste, la salida oportuna, el gracejo, y, aquí y allá, el sarcasmo, le sirven de armas favoritas. Con ellas lancea y deja malheridos a sus contrarios. Muestra constantemente ilustración, erudición, vastos y variados conocimientos. En sus formas de razonamiento, de un escolasticismo pesado, se revela el universitario, el estudiante acostumbrado a sostener actos públicos ante un concurso de birretes borlados. La Historia de la revolución de Nueva España carece de plan fundamental; no tiene proporción ni armonía; es intrincada, retorcida y caprichosa como el ramaje de una planta silvestre; pero tiene, en algunos puntos, la natural belleza de la sinceridad y del sentimiento, y en otros, la fuerza avasalladora de la razón y de la justicia.

En Inglaterra también escribió su papel -seguiremos usando el vocablo arcaico- Carta de un americano al español en Londres. Este español era nada menos que el tremendo Blanco White, un alma gemela de la de Mier por su inquietud y por su frenético amor a la verdad y a la libertad. Blanco White se hizo un bravo partidario y un violento defensor de la causa americana. El fue el primer ibero que escribió estas memorables palabras: El pueblo de América ha estado trescientos años en completa esclavitud. La razón, la filosofía, claman por la Independencia de América.

De vuelta de su éxodo, en los Estados Unidos, escribió una Memoria política instructiva, libro de propaganda insurgente.

Pero ningún trabajo suyo enseña tan completos sus cualidades y defectos literarios como la autobiografía Apología. Allí se ve, de cuerpo entero, al hombre y al escritor: aquél violento, pero candoroso y tenaz; éste desmañado, pero vibrante y ameno.

Y aquí llegamos a un mérito fundamental en la literatura de Mier: la amenidad. Es un conteur gracioso y sencillo. Corre, fácil y simple, la frase en sus narraciones, como si un conversador de estrado entretuviese a los concurrentes en una tertulia. Y esa frase, a veces punzante e ir6nica, a veces tierna y dolorosa, es a cada momento breve, incisiva, sintética, para compensar así los períodos que se deslizan lentos, graves, con aire doctoral, y, a modo de montera de dómine, con su final y sentenciosa cita latina.

Hay en la Apología ilustración, erudición y particularmente observación personal y genuina. Es un curioso libro de memorias que contiene anotaciones exactas sobre hombres y cosas.

Se diría escrito diariamente bajo el imperio de una impresión recién recibida. Y estas observaciones, estos juicios de los seres y de las cosas, no son hondos, ni penetran en la raigambre, porque, por rápidos, son un poco superficiales. No baladíes, eso no; siempre llevan un sello innegable, como dije, de talento, de ilustración, de cultura. Les falta quizá justeza y robustez; pero no precisamente verdad ni realidad; por el contrario, se ve en ellas al hombre acostumbrado a perseguirlas y darles alcance. De cuando en cuando sus anotaciones son pueriles, aunque graciosas y pintorescas. Oíd:

En Bayona y todo el departamento de los Bajos Pirineos hasta Dux, las mujeres son blancas y bonitas, especialmente las vascas; pero nunca sentí más el influjo del clima que en comenzando a caminar para París, porque sensiblemente vi, desde Montmarzan, a ocho o diez leguas de Bayona, hasta París, hombres y mujeres morenos, y éstas feas. En general las francesas lo son, y están formadas sobre el tipo de las ranas. Mal hechas, chatas, boconas y con los ojos rasgados. Hacia el norte de la Francia ya son mejores.

Y luego, su ligereza se torna en seriedad compasiva:

Pasando de lo eclesiástico a contar algunas cosas seculares, se trabó entonces, ya se supone que por insinuación de algunos amigos convenidos, en dar a Bonaparte, en recompensa de la paz de Amiens, el Consulado por diez años. Pero él, que por una instrucción violenta había destruido el Directorio y los dos Consejos de los quinientos y de los ancianos, a los cuales sustituyó el Consulado, el Cuerpo legislativo y el Senado, Se hizo nombrar cónsul a vida, pensando ya sin duda en el Imperio. Entonces vi que todo es fraude en el mundo político. Se abrieron registros para que el pueblo concurriera a dar su voto. Ocurren a firmar los interesados; y los que no concurren, porque no quieren consentir, pero tampoco quieren declararse por enemigos, se dan por favorables conforme a la regla qui tacet, consentire videtur o quien calla otorga. Y luego se publica que hubo en su favor tantos millones. ¿Y quién podrá o se atreverá a desmentir públicamente la especie? ¡Pobre pueblo! Y ciertamente nunca vi uno más ligero, mudable y fútil que el de Francia. Basta, para arrastrarlo, hablarle poéticamente, y mezclar por una parte algunas agudezas, que son su ídolo, y contra los contrarios el ridículo, que es el arma que más temen. Allá los hombres son como mujeres y las mujeres como niños ...

Desde el punto de vista estético, la observación le sugiere ideas de un atinado buen sentido:

En orden a modas -las más veces ridículas, dice- noté una cosa en mi tiempo, que me pareció racionalísima, y era que no había entonces moda determinada en París, y cada mujer se vestía diferentemente conforme convenía a su figura. El peluquero, como nadie usaba polvos, era un hombre de gusto que, después de observar atentamente el gesto de la persona, su fisonomía, color y ojos, iba ordenando los adornos propios para hacer sobresalir la hermosura; cabellos largos o cortos, rubios o negros, tucbantes o flores, tal color de vestido, de arracada, de gargantilla, etc. Así, en el baile que dio el ministro del Interior al príncipe de Parma, que pasó a tomar posesión del reino de Etruria, había quinientas y nadie emparejaba con otra. Así entonces también me parecieron las mujeres hermosas en París; cuando en 1814, que volví a él, me parecieron demonios con la chinoasa o vestido y peinado a lo chinesco. A proporción de las mujeres variaban los hombres, especialmente el corte del pelo, y conocí claramente por qué, a veces, una misma mujer que hoy nos parece bella, mañana no tanto, o fea: no conviene el traje a su fisonomía.

También noté cuán ridículos son los monos. Los españoles son el mono perpetuo, en sus vestidos y costumbres, de los otros europeos, principalmente de los franceses, cuyas modas adoptan sin distinguir tiempos ni ocasiones, y por eso son más ridículos. Vi, en llegando el invierno, a las mujeres del pueblo con palillos. De allá nos vino la moda que duró por toda la nación española tan largos años; pero ni allí los llevaban las señoras ni nadie sino en tiempo de invierno, en que todas las calles de París son un lodazal, y de allí le vino en latín el nombre de Lutetia: los españoles agarran la moda y la usan en todo tiempo. De Francia vinieron las botas y las medias botas, pero sólo se usan allá en tiempo de invierno por el lodo dicho; y ni en este tiempo se atrevería nadie a presentarse con ellas en una casa decente, ni se le admitiría, y en Inglaterra, ni en un teatro real. Mi español se las encasquetó para el verano también y se presenta con ellas en todas partes. En tiempo del sansculotismo y pobretería se inventaron las levitas que los italianos llaman cubre miseria, pero en Francia es un deshabillé, esto es, es un vestido sin ceremonia, de casa: nadie se presentará con él en tertulia. El español lo ha hecho un vestido solemne y general.

La malicia de Mier, combinada con su pasión y su ilustración, le sugiere asimismo, a cada rato, intencionadas y graciosas pinturas caricaturescas de las cosas que ve en su viaje entretenido. lo grotesco, lo picante, y algunas veces lo grosero, lo atraen, lo seducen. Gusta de dejarlos asomar aquí y allá, en las descripciones y juicios:

Sin salir jamás -apunta- del circuito del Palais Royal, se puede tener todo lo necesario a la vida, al lujo y a la diversión. Había allí once cocinas, catorce cafés, dos teatros grandes y tres pequeños, etc., y hasta secretas con su bureau o mesa de cambio de monedas, y gentes de peluca que ministraban servilletas para limpiarse y agua de lavande o alhucema para salir con el trasero oloroso. Y hasta de las malas mujeres se venden por allí, a hurtadillas, almanaques, ya en prosa, ya en verso, con sus nombres, habitaciones, dotes y propiedades.

Los pasajes chuscos y divertidos se suceden por todas partes, interrumpiendo una historia de dolor, de heroísmo y de voluntad. Estos incidentes y una candorosa vanidad acerca de la gallardía personal y del valer intelectual de fray Servando, nos obligan a sonreír con dulzura, o a reír con franco regocijo. Tal vanidad no es en Mier repugnante, ni siquiera molesta; es, por el contranio, simpática, por sincera, por espontánea, por infantil. Es un orgullo de niño.

Yo fui embarcado hasta León, y allí atravesé la Provenza en la zaga de un coche, abrasado del sol, hasta Marsella, y vi en Viena, cien pasos fuera, el sepulcro de Pilatos. Tenía la fortuna de que mi figura, todavía en la flor de mi edad, atraía en mi favor a los hombres y a las mujeres; el ser de un país tan distante como México me daba una especie de ser mitológico, que excitaba la curiosidad y llamaba la atención; mi genio festivo, candoroso y abierto, me conciliaba los ánimos; y en oyéndome hablar, para lo que yo procuraba comer en mesa redonda, todos eran mis amigos, y nadie podía persuadirse de que un hombre de mi instrucción y educación fuese un hombre ordinario ...

Pero multiplicaría yo las citas. La estancia de Mier en Francia, en Italia, en Cataluña, en otros lugares de España, le da motivo para observar curiosa y desenfadadameñte. En Madrid su genio irónico cosquillea y provoca la risa. Ved, por ejemplo, este cuadro de Goya:

Casi el día que llegué vi por la calle de Atocha una procesión, y preguntando qué era me dijeron que era la Virgen P... y es que como la imagen es hermosa, la asomaba por entre rejas una alcahueta para atraer parroquianos. El lenguaje del pueblo madrileño anuncia lo que es, un pueblo el más gótico de España. Una calle se llama de Arrancaculos, otra de Tentetieso, una de Majaderitos anchos, otra de Majaderitos angostos. Uno vende leche y grita: ¿Quién me compra esta leche o esta mierda? Las mujeres gritan: ¡Una docena de huevos! ¿Quién me saca la huevera ...?

Oí pedir limosna: Señor, que me pele una limosna por Dios chiquito. Es la Procesión del Buen Pastor; Corpus es Dios grande. A toda esquina se le llama esquinazo y a la puerta de una casa, portal.

En el centro de Madrid vive gente fina de todas las partes de la Monarquía; pero no puede salir a los barrios porque insultan a la gente decente. En los barrios se vive como en un lugar de aldea. Los hombres están afeitándose en medio de las calles y las mujeres cosiendo. El barrio más poblado e insolente es el del Avapiés. Y cuando hay fandango de manolos en los barrios, el del Avapiés es el bastonero. Esta preferencia la ganaron en una batalla de pedradas que se dieron montados en burros. Los mismos reyes tienen miedo de ir por allí, y paseando un día la reina en coche por junto al río Manzanares, donde lava el mujerío manolo, la trataron de pu ..., porque el pan estaba caro. La reina echó a correr y prendieron unas treinta que luego soltaron, porque la cosa no era sino demasiado pública.

Todos estos rasgos de humorismo sano y sencillo, nos sirven, mientras vamos leyendo, para reconstruir la España de Carlos IV y resucitar, con pormenores característicos, a los hombres, tanto como para reproducir en la pantalla imaginativa las costumbres y las cosas.

Esta Apología, esta historia pandemoniaca, escrita a los impulsos del afecto y del aborrecimiento, con lágrimas y risas, esta maravillosa linterna por la que pasan episodios de tristeza, de desesperación, de alegría, de célera y de burla, es, desde el punto de vista literario, la obra más importante de Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra. Está incompleta, por desgracia, en el punto de mayor interés. No sabemos, sino por narradores fríos, la continuación de esta existencia atormentada de amor a la libertad. Otros libros son tal vez de mayor trascendencia: los de historia y los de política. Pero, lo repetimos, en ninguno se revela mejor el hombre; en ninguno se muestra más seguramente el escritor. A pesar de sus incorrecciones de lenguaje, de su léxico pobre, de sus ligerezas y extravíos, derrama calor humano; es potente porque está vivida. Debe leerla aquel que sienta flaquezas morales y necesite reforzar y estimular sus energías. La Apología es una inolvidable lección de cultura de la voluntad.

Fray Servando, ya secularizado, continuó los prodigios de su vida sobresaltada. Organizó, como digo arriba, la expedición de Mina; buscó y halló en países extranjeros, para la formación de la patria, fe, valor y dinero. Todavía a los sesenta años intentó y realizó su última fuga. Su clarividencia no se ofuscó ante el espectáculo, cuadro de opereta, del imperio de lturbide, al cual dirigió crueles epigramas. Lorenzo de Zavala, que nunca vio con buenos ojos a Mier, refiere que éste llegó por el mes de julio de 1822 a México, escapado de San Juan de Ulúa, en donde le tuvo prisionero el general Dávila. Estaba nombrado diputado por su provincia, y entró desde luego a ejercer sus funciones, aunque, siendo religioso dominico, no era legal su nombramiento (1).

Este eclesiástico había adquirido cierta celebridad por sus padecimientos y por algunos escritos indigestos que había publicado en Londres sobre la revolución de Nueva España. Desde el momento de su llegada a México se declaró públicamente enemigo de Iturbide, contra cuya elevación al trono había ya manifestado sus opiniones desde que pisó el territorio. No faltaron quienes dijeron que Dávila le había dejado en libertad con el objeto de lanzar ese elemento más de revolución entre los mexicanos. En efecto, por tal debe reputarse a este hombre, cuya actividad era igual a su facundia y osadía. Hablaba del Emperador con tanto desacato, ponía tan en ridículo su Gobierno, que el tolerarle hubiera sido un principio de destrucción más entre tantos como existían. Declamaba en el Congreso, en las plazas, en las tertulias, y predicaba sin embozo, provocando la revolución contra la forma adoptada (2).

Y, sin embargo, el criterio de fray Servando se había serenado y robustecido por la experiencia y el estudio. No era ya un jacobino al rojo blanco como en sus primeros años. Su retrato político está pintado por él mismo en su famoso discurso del 13 de diciembre de 1823, pronunciado en el primer Congreso Constituyente e impreso más tarde con el título de Profecía del doctor Mier sobre la Federación Mexicana.

... Yo también fui jacobino, y consta en mis dos Cartas de un americano al español en Londres, porque en España no sabiamos más que lo que habíamos aprendido en los libros revolucionarios de la Francia. Yo la vi veintiocho años en una convulsión perpetua; veia sumergidos en la misma a cuantos pueblos adoptaban sus principios; pero como me parecían la evidencia misma, trabajaba en buscar otras causas a que atribuir tanta desunión, tanta inquietud y tantos males. Fui al cabo a Inglaterra, la cual permanecía tranquila en medio de la Europa alborotada, como un navlo encantado en medio de una borrasca general. Procuré averiguar la causa de este fenómeno; estudié en aquella vieja escuela de politica práctica, leí sus Burkes, sus Paleys, sus Benthams y otros muchos autores, oí a sus sabios, y quedé desengañado de que el daño provenia de los principios jacobinos. Estos son la caja de Pandora donde están encerrados los males del Universo. Y retrocedí espantado, cantando la palinodia, como ya lo habla hecho en su tomo VI mi célebre amigo el español Blanco White.

No se trataba, pues, a pesar de las observaciones de Zavala, de un demagogo insensato, sino de un convencido experto, cuyo temperamento lo obliga a la exaltación, pero también cuyas pasiones se mueven en un sólido cimiento de reflexión y de ilustración.

Mier dio principio a su dramática celebridad con un discurso sagrado; la selló con otro discurso profano. Y aún pudiera afirmarse que la famosa oración que niega la aparición de la Virgen de Guadalupe, es un discurso tan político como el que combate la federalización mexicana. Uno en 1794, otro en 1823 son elocuentes gritos de libertad. En el púlpito y en la tribuna parlamentaria, este ingenio fue todo sinceridad, todo verdad. La luz de su honrada conciencia se filtra por la urdimbre teológica, apretada como una reja claustral, en 1794, y se expande, como una aurora, en 1823.

Mier era un orador fogoso, singularmente atractivo y conmovedor. Su verba, reforzada con la figura, con el ademán, con el gesto, con el fuego impaciente de la mirada, adquiría brillo y animación insuperables. En las discusiones se animaba con facilidad, y sorprendían algunas veces elocuentes rasgos que él vertía con voz encantadora y que sonaba como la plata (3).

La muerte fue la última evasión de este espíritu irreducible y pujante que luchó sin treguas ni desfallecimientos. A los sesenta y cuatro años se rindió fray Servando. Para que sus características dotes de originalidad y acción no lo abandonasen ni un momento durante su tránsito mundano, él mismo, días antes de su muerte, puesto, ya el pie en el estribo, montó en un coche y fue, en persona, a convidar a sus numerosos amigos para que al día siguiente asistieran a su sacramento. Y es que en el fondo de su alma sencilla y pura se agitó siempre un gran deseo de fraternidad, de concordia, de comunión humana. Una infinita ternura llenaba el corazón de este constante enamorado de la justicia, de la patria, del ideal. Era un afectuoso; era más, un afectivo. Así lo confiesa él mismo en un rasgo ingenuo y adorable: Yo nací para amar, y es tal mi sensibilidad, que he de amar algo para vivir.

La Apología de fray Servando tiene una gemela en la autobiografía de José Miguel Guridi Alcocer (1763-1828), muy distinguido hombre de letras y orador político de fuerza. Guridi Alcocer figuró en las Cortes españolas de 1810, como diputado por la provincia de Tlaxcala, y allí se distinguió por la seguridad y fundamento de su juicio y la templanza de su palabra.

Era doctor en teología y cánones; ejerció la abogacía en la Real Audiencia; fue más tarde provisor y vicario general del Arzobispado, y, después de desempeñar curatos humildes en las diócesis de Puebla y de México, llegó a alcanzar el privilegiado del Sagrario Metropolitano. Dijo sermones edificantes; pronunció discursos notables; escribió poesías líricas y monografías filosóficas y morales (4). Sus Apuntes son, con su apariencia de intimidad y sencillez, lo más interesante que produjo la pluma de Guridi Alcocer, si se toma este trabajo por el lado puramente sicológico. Y digo lo más interesante, porque en las páginas de los Apuntes han quedado huellas humanas, como esas que suelen descubrir los sabios en las viejas capas geológicas. No se puede dudar; el rastro está indeleble y nos obliga a decir: por aquí pasó un hombre. Un hombre con sus vicios, con sus pasiones, con sus virtudes, con su inquietud, con sus caídas de pecador y sus arrepentimientos de creyente.

Guridi Alcocer manuscribió sus Apuntes por un impulso, según refiere, extraño casi a su voluntad.

Ha días -comienza- me trae inquieto el pensamiento de hacer unos apuntes de mi vida. Yo mismo no he podido averiguar la causa que me mueve, por más que la inquiero y me la pregunto: tan impenetrables así somos los hombres. A veces me parece que me lleva el fin de no olvidar jamás mis principios y defectos, para moderarme en los sucesos prósperos y sobrellevar los adversos. Otras me temo no me mueva aquel espíritu de ociosidad, en que encontramos más gusto que en las cosas de importancia. Quizá será una especie de vanidad de complacernos con algunos rasgos honrosos, que no faltan en el más despreciable, cuando ha recorrido algo del mundo. Lo que me atrevo a afirmar es que lo primero es lo que más dista de la verdad, porque me conozco bien. No he sabido cultivar aquellas ramillas de virtud que sembró en todos la Naturaleza; he dejado crecer demasiado la cizaña, la cual ha sofocado aquel precioso grano.

Lo que yo creo que lo movía a escribir sus memorias, era la influencia de las lecturas francesas. Guridi Alcocer era uno de los pocos que entonces sabían y cultivaban la lengua de Racine.

El ginebrino Juan Jacobo, con su morboso cinismo, con su sensualidad y su sentimentalidad hiperestesiadas, con su afán de desnudar el alma en la plaza pública, para que la escarneciesen y la compadeciesen al mismo tiempo, había despertado ese deseo de pelicanismo, de que, en reciente libro, nos habla la condesa de Pardo Bazán.

Y el contagio llegó a México y enfermó al buen cura Guridi Alcocer, y lo obligó a referir escabrosas y picarescas aventuras, en las cuales el amor, el placer y el vicio salen varias veces a recitar sus desvergonzados parlamentos. Las intrigas eclesiásticas se enredan entre las truhanerías y tejen sus arabescos de cinismo. La introspección simple, sin reconditeces, sin análisis complicados, es una operación espiritual que hace constantemente el autor de los Apuntes. Se estudia; ve su yo con mucha claridad. Y lo mismo estudia y ve el medio en que vive, las gentes con quienes se pone en contacto, los vicios sociales y personales. Es un observador repentista. Muy pronto se da cuenta de los fenómenos que caen bajo el dominio de su observación.

El insigne Joaquín García Icazbalceta, que guardaba como un tesoro, en su biblioteca particular, el manuscrito de Guridi, lo juzgó, afirmando de él que era una autobiografía sumamente curiosa por las cosas que el autor se atreve a contar de sí mismo, y por la pintura de las costumbres de la época.

El representante de Tlaxcala en las Cortes Españolas usa, en los Apuntes, de un estilo narrativo, conciso y sobrio, no ayuno de gracia y, en algunas partes, no desposeído de pureza y elegancia.

Y ya que recuerdo en mi estudio el indiscutido mérito de Guridi Alcocer, quien alcanzó, con el hechizo de su noble elocuencia, a que se reconociesen una vez más en España la ilustración y talento de los indianos, no debo olVlidar otro nombre que dio gran prestigio a la colonia en los centros intelectuales de la Península y que ha dejado huella perdurable en la historia del derecho hispano y en el seno de la Academia Española de la Lengua: Manuel de Urdizabal y Uribe (1739-1820), hermano de aquel famoso don Miguel que hizo en las Cotres de Carlos IV y Fernando VII un papel de primera importancia.

Los dos hermanos nacieron cerca de Tlaxcala, en la intendencia de Puebla, y estudiaron en el Colegio de San Ildefonso de México. Muy jóvenes se partieron a España. En ella hicieron señaladísima carrera y ganaron fama y honores, no sin adversa fortuna y multiplicadas contrariedades. Manuel, que es el verdadero literato -porque a Miguel puede considerársele especialmente como político, aunque ambos fuesen ilustrados y cultivasen las letras-, llegó a la madre patria con buen acopio de enseñanzas y no despreciable cultivo mental. En el Colegio de los Jesuitas de México estudió filosofía y letras y algunos cursos de Jurisprudencia. Poco tiempo después de residir en Europa fue borlado en la Universidad de Valladolid. Veintidós años tenía Manuel de Lardizábal cuando pisó costas españolas; a los treinta y seis entró en la Real Academia Española de la Lengua, cuyo ilustre cuerpo le otorgó el honor de nombrarle su secretario perpetuo poco después. Su fama se acrecentó con los estudios filológicos y, jurídicos que sucesivamente emprendió durante su permanencia en Madrid.

Y aquí me asalta la duda que tengo también respecto de otros hombres de letras. ¿Lardizábal nos pertenece? ¿Pertenece a España? Fuera de que en aquella época, y vistas las cosas desde un punto superior, no existían estas diferencias y distingos, juzgo que Manuel de Lardizábal, que aquí comenzó a educar su intelecto y allá completó su educación, no nos pertenece por entero, pero sí a medias; es, intelectualmente hablando, un árbol trasplantado que, después de su primera florescencia, nutrido con otras savias, dio los más jugosos y sazonados frutos. El largo contacto con la vida netamente peninsular, con sus hombres, con sus costumbres, influyó en Lardizábal para que considerara tal vez no esencial, sino accidental, su nacimiento en tierra americana.

De cualquier modo que sea, es preciso consignar aquí la personalidad de un poderoso talento, de un escritor castizo y alto, a quien se cita todavía, con profundo respeto, en toda obra sobre el derecho español. Los grandes trabajos de Lardizábal, además de su colaboración en dos o tres ediciones del Diccionario de la lengua castellana, son: el extenso estudio de la legislación penal, que debía haber servido de base a la reforma intentada por Carlos III, pero no realizada hasta medio siglo después, y del cual salió el celebrado Discurso sobre las penas, fundado en las teorías de la escuela clásica creada por Beccaria, e informado en amplio espíritu de tolerancia y humanidad; la compilación de leyes que, iniciada por él, había de aparecer al fin, modificada por otro jurista, con el nombre de Novísima Recopilación, y la monumental edición, primera bilingüe, del Fuero juzgo, en la cual colaboró con Jovellanos y otros académicos, y donde figura el estudio de Lardizábal, erudito y conciso, sobre la legislación de los visigodos y la formación del Fuero.

El estilo de Manuel de Lardizábal se caracteriza por un prurito constante de huir de la imagen, de la metáfora, y de dejar percibir el concepto, un poco frío y rígido, es verdad, pero neto y clarísimo, por bajo la transparencia y pureza de la forma. Y al decir pureza debe entenderse y recordarse la que, en aquellos tiempos de afrancesamiento inevitable, tuvieron los escritores españoles, a quienes, de cuando en cuando, les sucede que penetran en comarcas del fraternal idioma romance, traspasando sin advertirlo, los límites del predio propio, señalados con seculares mojoneras.

Lardizábal, como expresé, es claro y sencillo, y estas dos cualidades prestan a sus escritos una severa y natural elegancia. Para la clase de estudios a que dedicó sus facultades, ningún estilo más adecuado que el que cultivó con tan prolongado suceso. Los graves pensamientos jurídicos suelen exigir, como genuina indumentaria, el negro ropón del magistrado.

Tampoco debo dejar pasar inadvertido a otro hombre excepcionalmente influyente en las letras y en la política nacionales: el notable abogado Juan Francisco Azcarate y Lezama (1767-1831). No creo pertinente extender en el presente estudio mis apreciaciones acerca de Azcárate, a quien luego hemos de encontrar pronunciando uno de los más hermosos discursos patrióticos. Azcárate, personaje de influencia, letrado inteligente y literato de estudio y fuste, es, sin embargo, un poeta mediano, como lo comprueban las escasas composiciones en verso que dejó publicadas, y un crítico de cortos vuelos. Sobresale como orador, y en casi todos sus escritos suena la entonación tribunicia (5).

Oradores fueron también, y algunos de gran aliento, los diputados de las provincias del virreinato de Nueva España para las Cortes nacionales en 1810. Distinguiéronse de modo especial, en aquel cuerpo político, los señores José Beye de Cisneros, eclesiástico; José Miguel Gordoa, catedrático del Seminario de Guadalajara; Miguel Ramos Arizpe, cura del Real de Borbón, y el ya citado José Miguel Guridi Alcocer.


Notas

(1) Está en un error Zavala. Mier fue secularizado en Roma el año de 1803. Véase la Colección de documenlos de Hernández Dávalos, tomo VI, pág. 854.

(2) Zavala, Ensayo histórico de las revoluciones de México.

(3) José María Tomel y Mendívil, Breve reseña histórica de los acontecimientos más notables de la Nación Mexicana desde el año de 1821 hasta nuestros días.

(4) Guridi Alcocer escribió, según Beristáin, un Curso de filosofía moderna. Es de suponer que esta obra, la cual quedó inédita, debiera mucho al movimiento en favor de la filosofía moderna (Descartes Locke ...) iniciado por el P. Díaz de Gamarra.

(5) Beristáin nos da la interesante noticia de que Azcárate escribió una HIstoria de la literatura mexicana; debía de saberlo Beristáin, pues tuvo relaciones con Azcárate, tanto políticas como literarias.

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